Capítulo 19

Menos mal que Finn-Erik no le había pedido ver el carné de conducir, pensó Even al aparcar el coche.

Finn-Erik se había afeitado, pero seguía teniendo el mismo aspecto miserable de hacía unas horas. Even obvió preguntarle si había dormido. Line y Stig lo miraban desde su escondite detrás del padre. Even se sentía terriblemente grande y lúgubre. Intentó sonreírles.

– He hecho gachas para los niños. Si se las das, luego podrán jugar. Acabo de cambiar a Line, y sólo le tendrás que cambiar el pañal si se hace caca.

Even levantó la cabeza asustado.

– Pero no creo que lo haga -dijo Finn-Erik y sonrió cansado-. Lleva unos días estreñida -se quedó unos segundos sin saber muy bien si quedaba algo más por decir-. Bueno, pues me voy. He hablado con Stig y le he explicado que tú los cuidarías. Tengo la impresión de que le parece divertido. Estaba muy intrigado por saber si sabías jugar a Lego. -Finn-Erik señaló en dirección a una puerta en el pasillo-. Recuerda, Stig, que no puedes bajar al sótano. -El niño asintió enérgicamente-. Las escaleras son muy empinadas y no te puedes fiar demasiado de la barandilla -le explicó Finn-Erik a Even.

Finn-Erik recuperó las llaves del coche, abrazó a los niños y se fue.

Even desplazó el peso de un pie a otro, los niños lo miraban fijamente. Entonces Stig lo cogió de la mano.

– Venga, señor -dijo y se llevó a Even a la cocina. Even miró a Line, que no se movía.

– Supongo que debería llevarme… -murmuró, volvió atrás y quiso coger a la niña en brazos. Ella prorrumpió en un chillido, Even trastabilló y se llevó las manos a la espalda.

– Line ya vendrá -dijo Stig con una madurez que no se correspondía con sus años y se lo llevó. Se sentaron a la mesa y Stig sopló sobre sus gachas y empezó a comer-. ¿Quiere comer, señor? Papá dice que hay más en la olla.

– Even. Me llamo Even -dijo Even y sacó un plato del armario-. Puedes llamarme Even.

– Sí. Hay cucharas allí -dijo Stig, señalando hacia un cajón.

Line apareció en el vano de la puerta y se puso a mirarlos. Poco a poco fue acercándose a su sillita y terminó por subirse a ella. Even le acercó el plato con las gachas y se puso a comer él también. Pensó que si no abría la boca, a lo mejor ella no se asustaba.

– Mamá está de viaje -dijo Stig, mirando a Even con ojos muy grandes-. Está de viaje y ya no volverá a casa nunca más. Se ha ido muy lejos, pero no es porque nosotros hayamos sido malos, sino porque se ha muerto. -Se metió una cucharada grande en la boca y señaló la nevera-. ¿Podemos tomar un poco de leche, señor?

– Even -dijo Even, sintiéndose como un idiota. Sacó la leche de la nevera y fue a por vasos en el armario.

– Line tiene su propia taza -dijo Stig-. Es de color azul.

Even encontró la taza azul. Tenía el fondo pesado para que no fuera fácil tumbarla.

Se pasaron un buen rato comiendo sin decir nada. Los niños masticaban ruidosamente y bebían. Line no dejaba de mirar a Even con aquellos ojos azules y serios, le seguía constantemente con la mirada, como si tuviera que vigilarlo para que no hiciera nada malo. Even se preguntó cómo se esperaba que tenía que conversar con aquellas personitas. Mai había empezado a hablar de tener hijos pronto y él había evitado hablar del asunto siempre que pudo. Cuando finalmente la pregunta surgió de forma directa: «¿cuándo?», él habló de la situación económica y le recordó que ambos estaban estudiando.

Antes debían tener un trabajo fijo, dijo, y se sintió terriblemente burgués. Acabaron los estudios y ambos consiguieron un trabajo, relativamente fijo, y lo bastante interesante como para que Mai, por un tiempo, olvidara lo de tener hijos. Sin embargo, transcurrido un tiempo, volvió a hablar de ello.

– ¿Qué es eso? -le preguntó Stig y Even se llevó la mano al ojo.

– Una cicatriz, me hice daño y me salió sangre -dijo Even, recordando la cómoda del pasillo.

Recordó cómo había gritado su madre al ver la sangre saliendo a borbotones. El médico le había dado cuatro puntos y se había reído de la historia de la bicicleta que le había contado la madre: «Los niños de nueve años tienen que caerse de la bicicleta -había dicho-. Forma parte de la infancia». Even había murmurado algo, la madre le había dicho «ssshhhh» y lo había agarrado del brazo, el médico había sonreído y le había dicho que debía tomarse dos pastillas contra el dolor antes de irse a dormir y…

– Yo también he sangrado -dijo Stig, se levantó la pernera con dificultad y le mostró una rodilla cubierta de viejas magulladuras y costras.

Cuando los niños se acabaron las gachas, los tres se trasladaron al salón. La estancia era alargada, con una mesa de comedor que daba a la cocina y un rincón con sillones y un sofá y el televisor en el otro extremo. Estándar noruego. Even se sentó en el sofá y alargó el brazo para coger el mando a distancia.

– ¿Jugamos? -dijo Stig.

Even se puso en pie y lo acompañó hasta un rincón donde había una mesa y dos sillas para niños. Al lado de la mesa había una estantería con cajas de juguetes. Stig cogió una de las cajas y sacó unos juegos de duplo.

– Podríamos construir un castillo -dijo Stig-.Y así tú te puedes quedar con el dragón y los cerdos, y yo vivo en el castillo y te lanzo piezas de duplo.

– ¿Y Line? -dijo Even y miró a la niña, que se mantenía a cierta distancia de ellos.

Stig hizo caso omiso de la pregunta y empezó a construir un castillo mientras seguía hablando y sin preocuparse de si alguien le escuchaba o no. Even agarró una muñeca de un estante y se la mostró a la niña.

– ¿Es tuya, Line?

La niña se acercó, le arrancó la muñeca de las manos y desapareció por la puerta. Even esperó, pero la niña no volvió a aparecer. Even salió del salón y asomó la cabeza por la puerta de una estancia que parecía un estudio. Había un escritorio con un ordenador al lado de la ventana. Line estaba sentada debajo del escritorio con la muñeca debajo del mentón y con unos ojos que no parpadeaban. A sus pies había un libro infantil: El gran día del caos, del que había arrancado una página. Even cruzó el umbral con cautela, inseguro ante la posible reacción de la niña, pero ella se limitó a abrazar la muñeca con fuerza mientras Even examinaba el estudio.

Había una pequeña mesa de café y dos butacas gastadas alineadas contra una de las paredes; contra la otra había una estantería de Ikea repleta de libros, revistas especializadas, carpetas de anillas, un viejo reproductor de CD y una pequeña selección de CD.

Even se acercó: l0 cc, Billy Idol, Duran Duran, Sigvart Dagland, Sissel Kirkjebo. Even se echó las manos a la cabeza. Definitivamente, no era música de Mai, ni siquiera ese Dagland. А ella nunca le había interesado la música que Even solía llamar pop cristiano. Si bien era cierto que había contribuido con un disco de Oslo Gospel Choir al matrimonio, Even nunca había tenido que soportar que lo pusiera. Tenía que ser Finn-Erik el responsable de aquel batiburrillo del mal gusto musical.

En un tablón de anuncios sobre de una de las butacas, las fotografías se solapaban: Finn-Erik rodeando con sus brazos a una Mai embarazada. Mai y un pequeño Stig en la playa. Finn-Erik y Mai en la escalinata de una iglesia, vestidos de novios, felices y recién casados. Sin duda, llegaban un poco tarde a la boda, porque Mai estaba visiblemente embarazada, pensó Even. Una última fotografía se escondía detrás de las otras y Even la descolgó: toda la familia, los cuatro riéndose, delante de la cabaña de Rendalen. Even sintió un malestar físico al ver la cabaña al fondo y soltó la fotografía, que cayó sobre la mesa del escritorio. Le dio la espalda a la familia feliz. Pensó que Mai a lo mejor había cambiado de gustos musicales en los últimos cinco años. De Beethoven, Schubert y Chopin a los clásicos del pop, como Bon Jovi, Rod Stewart o Phil Collins.

Un Jesús sufriente le miraba desde lo alto de un crucifijo de plástico que colgaba en el tablón y Even apartó la vista con un gemido reprimido.

Line lo siguió de cerca cuando él se inclinó con una sonrisa preventiva para apretar el botón de on/off del ordenador, al lado de la rodilla de la niña. El disco duro crujió y zumbó y, acto seguido, regresó a la vida.

Acercó la silla de oficina y empezó a rebuscar en el escritorio y «Mis documentos» del PC, por si encontraba el nombre de Mai por algún sitio, pero no había nada. Ni tampoco nada con el nombre de Phönix. Ni «historia». La mayoría eran archivos con cartas relacionadas con el trabajo de Finn-Erik en la aseguradora, o eran extractos de la economía familiar, pagos de la casa, del coche, etcétera. Even miró a su alrededor en busca de disquetes y CD, encontró algunos, pero también éstos parecían pertenecer al hombre de la casa o a su trabajo.

Cuando buscó el icono del Outlook Explorer, Even descubrió sorprendido que el ordenador no estaba conectado a la red. Apagó el aparato y se sentó en una butaca. Sobre la mesa había dos montones de libros. Agarró el primer libro de uno de los montones.

– ¡Jesús! -murmuró. David Brewster, Memoirs of the Life, Writings, and Discoveries of Sir Isaac Newton, tomo 1.

Cogió otro libro.

– ¡Diablos! -exclamó, y se quedó mirando atónito.

– ¡Palabrotas no! -dijo la niña en un tono de voz serio desde debajo de la mesa del escritorio. Even asintió con la cabeza, igual de serio y volvió a fijar la mirada en el libro. David Castillejo. The Expanding Force in Newton 's Cosmos: As Shown in his Unpublished Papers. Even repasó todo el montón de libros. Había dos más sobre Newton, y luego había una obra antigua manuscrita titulada: Origins of Gentile Theology. El resto eran, por una parte, libros de historia de alrededor del año 1700 y, por otra, libros sobre las aves en Noruega, sobre todo las de los condados de Akershus y Ostfold.

Even hojeó los libros de Newton. Había frases subrayadas en varias páginas, y algún que otro comentario escrito al margen con la letra clara y fácil de entender de Mai: bm!, alc!, not. Pers, etcétera. ¿Había pensado Mai en publicar alguno de ellos? Poco probable, eran demasiado secos, demasiado especializados y demasiado ingleses. Pero ¿a lo mejor se trataba de lecturas complementarias para preparar un nuevo libro que había que traducir, o tal vez incluso escribir?

Una sensación de enojo oprimió el pecho de Even. La sensación de haber sido arrinconado e ignorado. Era extraño que Mai no se hubiera puesto en contacto con él, si realmente trataba de sacar algún libro sobre el viejo gigante.

Encontró una página con cálculos sobre los movimientos orbitales de los cuerpos y cerró los ojos de pura nostalgia ante las anotaciones sin precedentes y trascendentales de aquel genio. Hacía ya trescientos años que habían sido escritas, y el mundo seguía dependiendo de ellas si se trataba de entenderlo. Lo que Newton hizo por las matemáticas y la física se correspondía a lo que Jesús había hecho por el cristianismo, ¡no incluso más!, pues a los indios y los chinos Jesús podía importarles un comino, pero no pudieron eludir los descubrimientos de Newton…

– ¡¿Qué estás haciendo aquí?!

Even parpadeó febrilmente para aclarar la vista.

– ¡Vaya! Me temo que me he quedado dormido.

– No tienes nada que hacer aquí, no tienes derecho a fisgonear entre nuestras cosas. -Finn-Erik se dio una palmada en la pierna airado y se fue hacia el escritorio, agarró la fotografía de Rendalen y la devolvió al lugar que había ocupado en el tablón-. ¡Sal de aquí inmediatamente!

Even se puso en pie.

– Pero por Dios, si sólo estaba aquí sentado…

– ¡Fuera!

– De acuerdo, de acuerdo, relájate.

Finn-Erik cerró la puerta de golpe y los niños, que estaban sentados en el rincón de los juguetes con sus muñecas y su lego, los miraron con los ojos muy abiertos.

Se dirigieron a la cocina y Even tomó asiento mientras Finn-Erik preparaba el almuerzo visiblemente enfadado. Even cogió una rebanada de pan, y comió un poco antes de preguntar:

– ¿Qué ha dicho la policía?

Finn-Erik llamó a los niños y los sentó a la mesa antes de contestarle, y ni siquiera entonces le miró.

– Pues no han dicho gran cosa o, mejor dicho, el inspector de policía Molvik no dijo gran cosa. -Finn-Erik preparó unas rebanadas de pan para los niños mientras hablaba con Even-. Anotó todo lo que le conté y dijo que se pondría en contacto conmigo si tenía alguna pregunta que hacerme o hubiera alguna novedad.

– Ese Molvik, ¿has dicho que ahora es inspector jefe? ¿No le pareció que Mai fue obligada a hacer, ya sabes, lo que hizo? -Even se sirvió leche en un vaso y miró el contenido con asco. En realidad no le gustaba la leche, pero tenía necesidad de verter, ver que algo se movía, hacer algo con las manos-. Quiero decir, puesto que a mí también me metieron una bolsita en el equipaje, es obvio que la cocaína de Mai…

– Lo dije. Le dije que ella nunca… quiero decir… -Finn-Erik miró de reojo a Stig, que seguía la conversación atentamente mientras comía-. Le dije que ella jamás… si no era que la obligaban. Le dije que ella nunca sería capaz de drogarse. También le conté que -hizo un gesto con la cabeza en dirección a Stig, aunque sin mirar al niño-. Le conté que ella sabía lo que llevaba puesto el niño y que alguien debió de verle, pero…

– Pero ¿qué?

– Pero me temo que no entendió el fondo de la cuestión, ni siquiera creo que le diera ni la menor la importancia. La única vez…

– ¿Sí?

– La única vez que el inspector Molvik pareció más o menos interesado fue cuando le mencioné que tú habías encontrado una bolsita con un polvo blanco en tu bolsa de viaje y que la habías vaciado en el retrete. Me preguntó por qué no habías ido a la policía con lo que encontraste, me preguntó qué tipo de persona eras, dónde trabajas, tu relación con Mai-Brit, y cosas por el estilo. Cuando le dije tu nombre, murmuró que entonces ya se lo explicaba todo. -Finn-Erik miró a Even-. ¿Qué es lo que comprende?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -le contestó Even secamente.

– Pero añadió algo… extraño, lo dijo casi para sus adentros, pero cuando se dio cuenta de que yo lo había oído, se retractó y dijo que no era más que una manera de hablar, algo que no debía tomar en serio.

Finn-Erik enmudeció, con el cuchillo hundido en la mantequilla, y se quedó mirando a Even pensativo.

– Bueno, ¿y qué fue lo que dijo? -Even notó cómo la irritación empezaba a despertarse debajo de la piel. Nunca iban a dejarle en paz. Era como si el pasado nunca se rindiera. Molvik seguía fisgando y siguiendo tozudamente su rastro como un maldito sabueso.

– Dijo que «no es la primera vez que ese bellaco tiene sangre en las manos». ¿Qué quiso decir con eso?

Even sintió un martilleo en la sien y se puso en pie para echar la leche y llenar el vaso de agua fría. La bebió lentamente en un intento de tranquilizarse.

– No sé lo que ha querido decir -respondió y volvió a sentarse-. Supongo que era, como él te dijo -añadió-, una forma de hablar, qué sé yo. Sólo espero que haga algo con respecto al sui… -Even vio dos pares de ojos infantiles que le seguían como cachorros persiguiendo un palo-, eh, al comportamiento independiente de Mai.

– Es posible que se ponga en contacto contigo. -Finn-Erik depositó una nueva rebanada de pan en el plato de Stig y se entretuvo un rato hablando con el niño del tipo de fiambre que quería para su pan.

– Eso espero -mintió Even dirigiéndose al pan en el plato. Agarró el tarro de cristal con la mermelada y untó la rebanada con una capa demasiado gruesa. Bebió un sorbo de café para poner el cerebro en marcha de nuevo-. ¿Estaba Mai trabajando en un libro sobre Newton?

– ¿Newton? Sí, es posible. Como ya te he dicho antes, tenía mil cosas entre manos. Estuvo leyendo y documentándose bastante sobre el siglo XVIII porque habían recibido un manuscrito, una novela negra histórica sobre un asesinato y un fraude de aquella época. Odin Hjelm le pidió a Mai-Brit que editase el manuscrito, es decir, que comprobase si contenía anacronismos o cosas por el estilo. Lo sé porque Mai-Brit me preguntó si entonces existían las compañías aseguradoras, para la gente normal, claro.

– ¿Y existían?

– No lo sé. No conozco la historia de las aseguradoras, sólo sé cómo son hoy en día.

Even bajó la mirada hacia la taza. ¿Realmente había sido, él, Even Vik, un cabrón tan grande que esa alternativa indolente e insensible que estaba sentado al otro lado de la mesa era preferible a él? Un agente de seguros que observaba pájaros en su tiempo libre, ¡voluntariamente!, en lugar de ayudar a su mujer cuando le hacía preguntas interesantes.

– En el siglo XVII, Pierre de Fermat trabajó duramente hasta llegar a las reglas de lo que luego sería la teoría de la probabilidad -dijo Even-. Es casi una necesidad vital para las compañías de seguros. La aplicáis cada día cuando tenéis que calcular los riesgos, se trate de un seguro de vida o de un seguro por enfermedad, o lo que sea.

– ¿De verdad? -contestó Finn-Erik; untó otra rebanada de pan para Line y preguntó a Stig si había terminado.

Después, Finn-Erik recogió la mesa y envió a los niños al jardín a jugar. Los dos hombres se trasladaron a la mesita del sofá con el café para así poder vigilarlos desde allí.

– He pensado una cosa -dijo Even y sacó la carta de Mai del bolsillo. Estaba ya tan gastada que había empezado a deshacerse por los pliegues-. Si te fijas en el texto, verás que la palabra «corazón» se repite cinco veces.

– Sí -dijo Finn-Erik mientras observaba un carbonero común que se había posado en una rama justo enfrente de la ventana.

– ¿No te parece extraño? Lo que quiero decir es que Mai era historiadora, y en los últimos años estuvo trabajando para una editorial. Eso quiere decir que se pasaba el día escribiendo, una parte importante de su trabajo consistía en redactar con claridad. Y también en mantener un ojo crítico sobre lo que otros escribían. Yo diría que evitar clichés y lugares comunes era su especialidad. No estoy diciendo que se trate de clichés -prosiguió rápidamente al descubrir que los ojos de Finn-Erik se estrechaban-. Al contrario, no dudo de que lo que escribió lo hiciera de todo corazón. Pero… entiéndeme, intento encontrar algún resquicio en la carta por donde meterme. Descubrir si hay algo que pueda explicarme qué pretendía decirme, sí, eso también. Y cinco veces «corazón» son muchas. -Even abrió los brazos-. Es lo único que he podido descubrir hasta el momento, bueno, si dejamos de lado el «sustraendo». Pero eso no me dice nada, aparte de que la carta también estaba dirigida a mí.

Finn-Erik cogió la carta y la sostuvo por una esquina; leyó un trozo y Even vio que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Disculpa -dijo el hombre y abandonó el salón.

Even oyó el crepitar de un rollo de papel de váter y después una nariz que se sonaba ruidosamente. Los rayos del sol de marzo entraban oblicuamente a través de la ventana y un sinfín de pequeñas partículas de polvo bailaban en la banda de luz dibujando unos movimientos plácidos, élficos. Como si el tiempo anduviera a cámara lenta. Even se dio cuenta de que era el último día de marzo. No porque importara; marzo o abril, qué más daba, el tiempo había estado parado desde el viernes de la semana pasada, se había detenido en su oficina, con el teléfono en la mano, escuchando hablar a Finn-Erik. El tiempo mundial sí andaba, pero su tiempo personal había quedado suspendido en una especie de vacío. No había muerto, simplemente esperaba. No sabía decir qué esperaba concretamente. Even se llevó la mano al estómago. Sólo él parecía seguir adelante con su propio ritmo habitual: tenía hambre, gruñía, producía gases, se vaciaba. Dolor. El dolor era nuevo. Le atacaba un par de veces al día, obligándole a doblarse en un gesto de impotencia. Se puso en pie y empezó a pasearse inquieto por el salón. De pronto, le entraron ganas de escuchar el saxo amortiguado de Stan Getz interpretando Misty. Así era como se sentía: amortiguado y nebuloso. Oyó que Finn-Erik tiraba de la cadena en el baño. Desde luego, no se podía esperar mucha ayuda de aquel tío, pensó, y se detuvo delante de la estantería. También ésta era estándar noruego. El televisor empotrado en un estante a la altura de la barriga, figuritas de porcelana y un par de fotos de la familia dispuestas sobre los estantes. Había una caja con un juego de parchís colocado oblicuamente encima de un juego de cartas con una goma elástica alrededor. Even levantó la caja y se llevó el juego de cartas a la mesa, movió el termo y empezó a montar un solitario. Eligió un solitario al azar, el primero que se le ocurrió. Colocó cuatro cartas boca abajo y luego cuatro cartas abiertas en la misma fila. Repitió el procedimiento. «El anónimo», se llamaba aquel solitario. Un nombre muy adecuado, ahora que perseguían a un saco de mierda anónimo que había…

Se detuvo y se quedó mirando la carta que tenía en la mano: cinco de corazones. La camarera del hotel, Raffaela, había dicho algo sobre…

– ¡Oye, Finn-Erik! -Even estuvo a punto de volcar la taza de café cuando se levantó de la mesa de golpe. Atravesó el salón-. ¡Finn-Erik! ¿Hacía solitarios? Quiero decir, ¿Mai hacía solitarios cuando estaba de viaje? ¿Y aquí en casa, y…?

Finn-Erik apareció desconcertado en el vano de la puerta del baño, secándose la cara con una toalla.

– ¿Solitarios? Bueno, sí, supongo, eso creo. Había un juego de naipes en su equipaje. A menudo se sienta… se sentaba aquí en casa y se ponía a hacer solitarios, sobre todo cuando tenía problemas de trabajo. Decía que le ayudaba a concentrarse. -Finn-Erik sonrió cauteloso, como si quisiera disculpar esa idea tan estúpida.

Even se volvió para ocultar la mirada divertida que no lograba reprimir. «Haz un solitario», le había dicho una vez a Mai, y ella lo había mirado indignada. «Tengo un examen el lunes y ahora tú pretendes que juegue a las cartas.» «No, jugar a las cartas no, hacer un solitario. Es completamente distinto.» Even había adoptado una postura propia de Cicerón y había dicho con mucho énfasis: «El efecto meditativo del solitario sobre la mente y el espíritu, y el influjo refrescante sobre el intelecto no se puede infravalorar. Después de un solitario o dos eres un ser humano nuevo y, sin duda, mejor». Mai había intentado darle con un calcetín sucio y lo había perseguido por todo el patio. Sin embargo, más tarde tuvo que darle la razón. Se había sentado con «el 7», uno de los más fáciles, para principiantes. A lo largo de los años se había vuelto, si no más, sí tan forofa de los solitarios como Even, y ambos habían competido para decidir quién de ellos era capaz de solucionar el mayor número y la mayor variedad de ellos.

– ¿Por qué? -dijo Finn-Erik.

– Porque se me ocurrió algo con lo de los cinco corazones, me refiero a los de la carta. -Even examinó detenidamente el cinco de corazones que sostenía en la mano. No había nada que ver en la cara del naipe, aparte de los cincos y los corazones rojos-. ¿Qué juego de naipes se llevó a París? ¿El que he encontrado en la estantería?

– Sí, no tenemos otro.

Even le dio la vuelta a la carta, tampoco había nada escrito en el dorso. La sostuvo en el aire a contraluz. La movió hacia delante y hacia atrás delante de la luz.

– ¡Espera! -exclamó Even, excitado-. Aquí hay algo. ¿Tienes un lápiz?

Finn-Erik entró, confuso, en el estudio y volvió con uno nuevo, recién afilado. Even colocó la carta contra la pared, le dio la vuelta al lápiz y pasó el extremo romo por encima del dorso de la carta. Poco a poco fueron apareciendo cinco letras desiguales que formaban una palabra: KITTY.

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