Capítulo 21

– ¿Conoces a una tal Kitty? -preguntó Even con voz ronca. Tenía la mirada puesta en el nombre que aparecía en el dorso del naipe como si fuera a desvanecerse si lo apartaba-. ¿Aparte de la amiga de Mai, la que cantó en la iglesia, en el funeral?

– No -dijo Finn-Erik, siguiendo la larga línea vertical de la K con un dedo y luego la línea sesgada, igualmente larga, de la Y -. Mai-Brit debió de escribirlo con la uña, lo rayó -murmuró-. El que la estuvo vigilando en el hotel, seguramente le permitió hacer un solitario mientras esperaban… lo que fuera que esperaran. -Finn-Erik miró vacilante a Even. También parecía estar un poco orgulloso-. ¿No crees?

Even asintió con la cabeza y dijo:

– Es posible.

– Sólo conozco a una Kitty, y es la amiga. -Finn-Erik se rascó el cuero cabelludo-. Pero, en el fondo, tampoco puede decirse que la conozca. Llamó un par de días antes del funeral y me preguntó si le permitiría cantar… Se llama Katharina, o Kathrine, o algo así…, me dijo que nunca la llamaban por otro nombre que no fuera Kitty. Recuerdo que Mai-Brit la mencionó una vez que la vimos en una entrevista en la tele, dijo que eran amigas de infancia. Me parece que trabaja en la Escuela Superior de Deportes.

– ¿Sigue viviendo donde siempre ha vivido?

– No lo sé. Piensa que nunca la había visto antes. Mai-Brit no solía hablar nunca de ella, no que yo recuerde… En el mismo lugar, dices. ¿Acaso sabes dónde vive?

Even volvió al salón y se dejó caer en el sofá; miró por la ventana buscando a los niños, que seguían construyendo un pequeño muñeco de nieve.

– Mai y Kitty vivían juntas en una comuna cuando conocí a Mai. Ellas dos y una tercera chica habían comprado una antigua granja en Nesodden. Me parece que fue el padre de Kitty quien pagó la mayor parte, o eso creo. Al menos a Mai le compraron su parte por unos cuantos miles de coronas cuando nos fuimos a vivir juntos. Poco después, la otra chica se fue a estudiar a Estados Unidos, pero Kitty se quedó viviendo allí. Al menos entonces vivía allí. Tampoco es seguro que aguantara allí, al fin y al cabo, la granja era vieja y ruinosa. Aunque tenía unas vistas maravillosas sobre el fiordo de Oslo. -Sus ojos se estrecharon-. Kitty…

– ¿Por qué habrá escrito Mai su nombre aquí? -dijo Finn-Erik, dándole vueltas al naipe, como si pudiera contener todavía más secretos.

– Es lo que pienso preguntarle -dijo Even. Oculto por la mesa se palpó la pierna para comprobar si el cuchillo seguía pegado a su tobillo. Tenía ganas de aplastar a alguien como si fuera un manojo de uvas, ganas de patear a alguien, de darle un cabezazo. Se puso en pie y miró a Finn-Erik-. Voy a ir a hablar con ella ahora mismo.

– ¿No crees que es mejor que llames antes? Está muy lejos para que te arriesgues a ir y luego no esté en casa.

– ¿Tienes su número de teléfono?

– Creo que me lo dio antes del funeral, por si había algo que… espera. -Finn-Erik se fue al estudio y volvió al rato con un pequeño bloc de notas de plástico-. Aquí está: 66 91 50 50.

– 50 50 -repitió Even y salió al pasillo donde estaba el teléfono. Triangular. Si sumas todos los números del uno al cien dan 5050. Marcó el número.

Tras dos tonos de llamada descolgaron el teléfono y una voz de mujer dijo: «¿Hola?». Even escuchó atentamente cuando volvió a decir «Hola» y luego colgó.

– Está en casa. ¿Vienes?

En cuanto lo dijo, Even se dio cuenta de lo estúpida que era la pregunta. Mai había sido amenazada porque tenía una debilidad: su amor por los niños. Finn-Erik tenía el mismo punto débil. Sin embargo, Even sólo se tenía a sí mismo. No tenía ninguna atadura sentimental, ningún flanco débil.

Además, no quería llevarse a ese idiota a ninguna parte.

Finn-Erik lanzó una mirada a los niños y por suerte sacudió la cabeza.

– De acuerdo. ¿Puedes prestarme el coche?

– ¿Crees que tiene algo que ver con la muerte de Mai-Brit?

– Se lo preguntaré -dijo Even hoscamente.


Kitty. La amiga de infancia de Mai. Habían ido juntas a la escuela. Lo habían hecho todo juntas. Habían cantado en el coro de Ten Sing. Todo, juntas. Cuando empezaron a estudiar en la universidad, habían encontrado la granja de Nesodden y habían creado una comuna. Even se mantuvo en el carril derecho por la E 6 en sentido sur. Recordaba a Kitty como una chica activa y un poco mandona. De las tres, ella fue quien se lanzó de cabeza a las tareas de restauración más tremendas de la granja. Construyó estanterías, cambió el tubo del desagüe del váter, tiró abajo una pared que Even le había explicado, con mucha cautela, que era portante, de manera que tuvo que ayudarla a apuntalar el techo con un par de vigas. Encontró un viejo tractor en el granero donde guardaban las herramientas, consiguió que un vecino la ayudara a ponerlo a punto y cavó alrededor de la alquería, abriendo nuevas zanjas de drenaje. Cuando el sótano se secó, empezó a aislar y a revocarlo para instalar allí unos talleres y un gimnasio. «Era una adicta al entrenamiento», se dijo Even para sus adentros y puso el intermitente de la derecha, hacia la salida de Nesodden. Pronto aparecieron las curvas en la carretera cubierta de hielo y Even disminuyó la marcha. No hacía más que salir a correr, levantaba pesas y comía tan sano que pronto Even empezó a negarse a comer en la granja cuando Kitty estaba en casa. «Sabía a demonios, y siempre me quedaba con hambre», murmuró al girar a la izquierda, en dirección a Myklerud y Spro. Un caballo que pacía en un campo siguió el coche un trecho, relinchó y agitó las crines cuando tuvo que detenerse al llegar a la valla electrificada. Even repitió la pregunta de Finn-Erik para sus adentros. «¿Crees que tiene algo que ver con la muerte de Mai?» Entrecerró los ojos ante la poderosa luz que emitía un sol medio oculto tras unas delicadas nubes escarchadas. ¿Por qué, si no, aparecía su nombre en el naipe? «Aquí.» Puso el intermitente y giró por un estrecho camino de grava. Miró en el retrovisor para cerciorarse de que nadie le seguía, tal como llevaba haciéndolo desde que salió de Oslo. Un pequeño y mísero letrero envuelto en plástico anunciaba la «Granja de Kitty».

Cuando entró en el patio de la granja vio los centelleos del mar más allá del jardín. Habían retirado la nieve del patio y la grava crujía bajo las ruedas del coche. El edificio principal de la granja estaba pintado de rojo (Even lo recordaba blanco); la puerta principal y las ventanas de verde. A la derecha, el establo y el granero estaban remodelados. Lo que alcanzaba a ver del tejado debajo de la nieve parecía nuevo, y las ventanas y las puertas habían sido cambiadas o al menos les habían dado una buena mano de masilla y pintura.

Salió del coche, respiró hondo y subió las escaleras a paso lento. El cuchillo le roía el tobillo y le entraron ganas de sacarlo.

No había ningún timbre, pero sí una aldaba en forma de pez con una cruz a modo de cola. Antes de que le diera tiempo a llamar, la puerta se abrió.

– Hola. Qué bien que hayas venido -dijo Kitty-. Te estaba esperando.

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