Capítulo 38

Sonrió con aquella sonrisa de La Gioconda que, según una teoría que tenía Even, estaba reservada a algunas mujeres de cierto origen. Un poco distante y ligeramente absorta. Una bella sonrisa. Sensual.

– ¡Nos vemos esta noche! -gritó Susann; le envió un beso y agitó la mano despidiéndose.

Even le devolvió el saludo y cada uno se dirigió hacia su autobús. Había sitio en el segundo piso, en la parte delantera del autobús. Even registró a un turista con barba que estaba haciendo una foto del autobús.

Cuando Mai y él visitaron el Louvre por primera vez y se encontraron frente a frente con La Gioconda, él había dicho que sabía por qué sonreía como lo hacía.

– Vaya -había dicho Mai-. ¿Por qué?

– Porque tú tienes su misma mirada, el mismo mohín indefinido después de hacer el amor.

Mai se había sonrojado y se había alejado de él, y había mantenido la distancia a través de las salas hasta que llegaron a un cuadro de Ingres, El baño turco. Aquí Mai se había detenido. Sorprendido por su reacción y tal vez un poco confundido por el gran número de mujeres desnudas que se exhibían en el cuadro -incluso había un par que se tocaban los pechos la una a la otra-, Even había dicho que el pintor seguramente había tomado como punto de partida la divina proporción…y que tomando el inverso de este número se llegaba al 0,618034, que curiosamente se componía de exactamente los mismos decimales que…

– Ssshhh -le había susurrado Mai y había posado un dedo en sus labios-, no lo conviertas todo en números. Hay quien se las arregla perfectamente sin ellos.

Él se había callado y había observado el cuadro, mirando a Mai de reojo y sintiéndose, si cabe, aún más enamorado que nunca.

El autobús entró en Westbourne Grove. Even se puso de pie y se bajó en la parada siguiente. Vio cómo el autobús de dos pisos se separaba de la acera, un gran dinosaurio rojo que se mezclaba con las demás criaturas de cuatro ruedas y se abría camino lentamente a través de la calle atestada.

Even cruzó la calle y retrocedió un poco, buscando un letrero; cuando lo encontró, sintió que el corazón le latía desaforadamente. Newton Road, en lo alto del muro, en la esquina. La calle formaba una E sin el diente del medio, había visto en el mapa.

Siguió el primer palo corto de la calle y se sorprendió. Se había imaginado de antemano que Newton Road sería una especie de calle comercial alternativa, parecida a tantas otras que había en Bayswater y Notting Hill. O una calle muy concurrida, llena de talleres, con almacenes, y tal vez una ebanistería. Algo así. Sin embargo, la calle no era ni una cosa ni otra. Sino todo lo contrario. Grandes chalés, casi señoriales, ligeramente retirados de la calzada, algunos con columnas romanas a ambos lados de la puerta principal, lo que llevó a Even a pensar en hermandades secretas que sin duda debían de tener este tipo de columnas en la entrada. Al otro lado de la calle, la última ala de una hilera de casas de cuatro pisos había sido convertida en una iglesia. Aparecía escrito en el muro. De no haber sido así, nadie lo habría advertido.

Even dobló la esquina y enfiló a paso lento el tramo largo de la calle de villas señoriales. Había árboles en el arcén, entre la acera y la calzada, árboles en los pequeños jardines delanteros y una tranquilidad tal que le resultaba fácil olvidar que se encontraba en medio de una ciudad con millones de habitantes. Una mujer de unos cincuenta años salió de un jardín y le lanzó una mirada breve a Even antes de ajustarse el abrigo de pieles por debajo de la cintura y escurrirse en el interior de un Porsche. Cuando el coche hubo desaparecido, Even se detuvo y suspiró. Tenía que ser un error. Seguramente, Bjarne Engelsrud había querido decir Newton Place, Newton Street o Square, o cualquier otra cosa. Miró desconsolado a su alrededor, listo para dar media vuelta, cuando descubrió algo en una ventana polvorienta sobre una puerta. Entró en el portal y entrecerró los ojos para ver lo que ponía en un letrero de cartón con unas letras que se habían desteñido tras años de servicio en aquel lugar solitario. Las letras formaban el nombre Hermes Tris Bookshop.

La ventana al lado de la puerta estaba tan polvorienta y sucia que Even más que ver los libros detrás del cristal, los intuyó. Subió las escaleras, abrió la puerta y alzó la vista instintivamente cuando sonó una campanita con un tintineo oxidado. Una barra de latón, con la forma de una mano que sostenía una bola de cristal, movía el cascabel y, por alguna razón, su sonido le hizo pensar en la plaza del mercado de una aldea. Un poco reacio, Even cerró la puerta detrás de él dejando fuera la luz solar, y se quedó un rato sin moverse para acostumbrar los ojos a la penumbra. Apareció el contorno de unas estanterías, rebosantes de libros desde el suelo hasta el techo cubriendo todas las paredes. Con cierta regularidad, aparecían unas secciones de estantes que se adentraban en la estancia alargada, creando pequeños rincones y apartados donde sentarse sobre un taburete de madera y hojear los libros.

Even sacó un libro al azar del estante que tenía más cerca: al igual que sus vecinos, era viejo, encuadernado en tapa dura y sin título en el lomo, como si deseara ocultarse del mundo. Como la propia tienda. Pasó las páginas hasta llegar al título: De arte cabbalistica, de Johannes Reuchlin. El año 1517 aparecía en números romanos en la parte inferior de la página. Asustado, Even lo devolvió a su sitio; tenía miedo de dañar una antigüedad tan valiosa y que le exigieran una fortuna a modo de compensación. Al dar un paso atrás, cayó en la cuenta de que debía de tratarse de una reedición. No se regalaban libros impresos en Garamond Oldstyle del siglo XVI por las buenas. Pero aun así.

Miró a su alrededor. Aquí no había ninguna encuadernación ostentosa, nada de colores vistosos en los lomos llamándote a gritos para que eligieras precisamente aquel libro; ningún título llamativo, escrito con letras que luchaban por atrapar tu atención. Bueno, tal vez era un poco exagerado decir que ninguno, pero desde luego no había muchos.

Justo delante de sus narices había un letrero metálico con letras góticas atornillado en el borde de un estante: «Kabbalah/Qabala», ponía. Descubrió otros letreros: a la altura de sus ojos, a la izquierda de la puerta, ponía «Astrología» y en los estantes más cercanos al techo, «Aura» y «Aurarius». En el siguiente apartado había un rótulo con «Clairvoy'anee», «Consularia clandestino» y «Occultioria verhis».

Even avanzó lentamente entre las estanterías hacia el interior de la tienda. Era como atravesar un sepulcro donde olía a cuero y moho, y el aire se volvía cada vez más pesado, como si estuviera empeñado en tapar todas sus vías respiratorias. Se detuvo en unos pocos puntos y leyó con curiosidad: «Fisiognosis», «Nekromantia»…

– Necromancia -murmuró. ¿Qué diablos podía ser? Nekro debía de tener que ver con la muerte, como en necrológica o necrófilo, y manti… ¿podría ser una derivación de la palabra latina manus, mano? Manos muertas, ¿o tal vez tuviera que ver con invocar… a los muertos? Nada podía descartarse en aquella tienda, pensó Even, y torció la mirada hacia el fondo del oscuro local. La cabeza cana de un señor mayor asomó por encima de un mostrador alto, dejando ver un sombrero negro o casquete que cubría la parte superior de su cabeza. No exactamente como una kipá judía, pero algo que hizo pensar a Even en el cuadro de un boticario del siglo XVIII que Mai le había mostrado en una ocasión. El hombre no demostraba tener demasiado interés en el cliente que acababa de entrar en la tienda. En la pared, a sus espaldas, colgaba un enorme cartel donde había dibujado un anillo rellenado por un triángulo y unas palabras escritas en todas direcciones, como si formaran parte de un ritual sacro. Al igual que el resto de la estancia, toda la pared estaba cubierta de libros.

Even se paseó entre las estanterías de libros con la extraña sensación de faltar a su vocación, de ser un traidor, un sacerdote que de improviso se ha unido a una ceremonia en honor a Satanás. «Numerología», ponía en un estante; y debajo de éste, «Babylonii». Encima ponía «Maleficium Nomero». Números nocivos, o maléficos, si es que se quería llegar tan lejos. Vaya tontería tan grande. «Morfeus», «Excorsismus», «Thot». Even se detuvo confuso y miró hacia atrás. Había creído que los letreros estaban ordenados alfabéticamente, pero de pronto se dio cuenta de que más bien estaban clasificados por temas, una clasificación cuya lógica no conseguía descubrir por culpa de su falta de conocimiento de lo oculto y mágico, o lo que fuera que tenía delante.

«Nostradamus.» Era el de las profecías. Even miró un par de títulos que podían leerse en los lomos: Pierre Marteau, Entretiens de Rabelais et de Nostradamus. Joëlle de Gravelaine, Prédictions et Prophéties. Para él era un misterio lo que podía motivar a alguien a comprar este tipo de libros. Podía entender el acto de buscar en el pasado para entender el presente, tal como había hecho Mai. Explorar las matemáticas para descubrir relaciones y contextos del mundo, ver el mundo tal como era detrás de la fachada, eso era para él la lógica, algo que le resultaba tan natural como morder una manzana para descubrir su sabor, o abrir el capó de un coche para estudiar el motor. Pero inventarse algo destinado a predecir el futuro, no el día siguiente, ni siquiera el mes, sino a varios siglos vista, era irrecusablemente ingenuo, o un timo de tomo y lomo. Era imposible.

Sobresalía un papel de uno de los libros. Even sacó el libro para ver si alguien había dejado algo interesante, algo que pudiera decirle algo respecto al tipo de gente que frecuentaba aquel lugar. Das Jüngste Gericht se llamaba el libro y había sido escrito por un tío apellidado Aust. Sobre el papelito alguien había garabateado lo siguiente con un rotulador fino: «Contiene el séptimo verso desaparecido de la undécima centuria (páginas 86 y 142/43)».

Even devolvió el libro a su sitio y siguió avanzando entre las estanterías. El aire polvoriento le hacía sentir como si tuviera un pergamino en la garganta y de pronto le asaltó un ataque de claustrofobia pánica que nunca antes había experimentado. Irritado, hizo como si nada y sacó por puro despecho un libro cualquiera de la estantería. Lo abrió al azar y empezó a leer:


«Soy el que vive en la oscuridad. Me mantengo en la sombra, justo en el límite del círculo de luz. Tú no me ves, pero me intuyes. Sabes que existo, porque me has soñado en tus peores pesadillas, me has visto en tu más profunda oscuridad, has reconocido mi mano pérfida en tus actos, has oído mi maliciosa voz en la tuya.

»Te veo de pie ante la puerta con la luz a tus espaldas, con la mirada turbada fija en la noche. El miedo te encorva y titubeas antes de darme la espalda. No osas encontrarte conmigo, no osas abandonarme. Te hallas en el dilema de todas las vidas; en la elección entre mi hermano y yo. Me escondo donde menos lo esperas, en tu linaje, en tu amor, en tu futuro. Estoy en tu incertidumbre, en tu miedo, estoy fuera del alcance de tu comprensión, soy aquello que es demasiado abominable, despreciable y mezquino para que puedas encontrar las palabras que me describen. Soy el mal. Soy Satanás. Soy tú.»


– ¡Maldita sea!

Even cerró el libro de golpe como si éste insistiera en estar vivo entre sus dedos, y casi lo lanzó contra el estante. Encorvado, se tambaleó hasta alcanzar un taburete, se sentó con la cabeza contra las rodillas, en un intento de controlar el pánico que se había instalado en su cuerpo y en su respiración. Poco a poco fue incorporándose, respiró hondo un par de veces y notó que volvía a recuperar el control. Su mirada buscó el estante y lo maldijo pensando en el texto que le había llevado a reaccionar de una manera tan violenta, preguntándose de qué diabólico libro podría tratarse. Se levantó con fastidio y volvió a sacar el libro del estante, lo abrió por la página que llevaba el título. El paraíso del mal, de Truk de West. Ni el título ni su autor le decían nada.

Even decidió acabar la visita cuanto antes. Se acercaba al viejo que se hallaba al otro lado del mostrador a paso ligero cuando descubrió un letrero que le hizo detenerse en seco: «Newton, Isaac». Repasó la estantería de arriba abajo con la mirada. En un estante ponía «Alcymia», y debajo de éste, «Arianer». Más arriba ponía «Deorum Nemen», «Apocalypse» y «Ancient Kingdoms». También ponía algo en el estante superior, pero la estancia estaba demasiado oscura para permitirle leer el letrero. Even miró sorprendido todos aquellos libros, había varios centenares. Toda una estantería destinada íntegramente a libros sobre Newton, o a temas que habían interesado al genio. ¿Podía haber un libro en aquella estantería que Mai quiso que él encontrara? Even empezó a repasar los títulos lentamente. Le sorprendió que también hubiera tantas obras no ocultistas, libros científicos sobre matemáticas, astronomía y física, todos viejos, pero también tesis bastante recientes sobre el trabajo de Newton. Varios le eran conocidos, se trataba de libros que había leído cuando estaba metido en su tesis doctoral. De pronto, se sorprendió y sacó un libro relativamente gordo, no demasiado alto y con un lomo marrón muy gastado. Había algo en el lomo, en el nombre del autor, casi ilegible, que había atrapado su mirada. Abrió el libro por la página del título.

– ¡Vaya! -exclamó en voz alta, y el viejo detrás del mostrador levantó la cabeza un breve instante dejando a la vista una barba blanca y rala.

«Even Vik, Calculus and fluxions. Isaac Newton's differential and integral calculus methods seen in perspective of modern science.» Hojeó boquiabierto lo que de hecho era su propia tesis doctoral. ¿Quién demonios se habría molestado en maquetarla y publicarla en una edición tan antigua? Nunca nadie le había comunicado que una editorial extranjera estuviera interesada en hacerlo y en realidad también era completamente innecesario, puesto que la tesis había sido escrita originalmente en inglés y todavía se podía encargar en la Editorial de la Universidad de Oslo. Even pasó algunas páginas hacia delante y hacia atrás; el trabajo de la desconocida editorial extranjera dejaba bastante que desear, era de aficionado y habían invertido muy poco dinero, tan sólo la encuadernación tenía cierto estilo. Even había abierto el libro al azar precisamente por una página que mostraba un extracto de una carta de Isaac Newton al filósofo y matemático alemán Leibniz, una carta en la que Newton empieza presentando sus descubrimientos, pero donde de pronto se echa atrás.

«Ahora no puedo continuar la explicación de las fluxiones, por lo que he optado por ocultarla de la siguiente forma: 6accdael3eff7i319n404qrr4s8tl2vx.»

Era típico de alguien ligeramente paranoico, desconfiado y a su vez arrogante como Newton señalar que tenía más que ofrecer, y a la vez ocultar su descubrimiento detrás de una clave. Gottfried Wilhelm Leibniz era un competidor y, por lo tanto, a los ojos de Newton, un ladrón y un plagiador en potencia. Durante el trabajo con aquella parte de la tesis, Even había centrado su interés y curiosidad por las claves y su desciframiento. Había dedicado mucho tiempo a ponerse al tanto de la técnica de codificación y asegurarse de que había descifrado la clave correctamente. El resultado había sido distinto al que se había llegado hasta entonces y había despertado cierto interés en los círculos dedicados a este tipo de temas.

De pronto, cayó en la cuenta de que tal vez era precisamente esta tesis lo que Mai había querido que encontrase. A lo mejor se escondía algún mensaje en su interior, a lo mejor había algo escrito en el margen de alguna página. Even decidió comprarlo. Contuviera o no un mensaje, resultaba divertido, como simple curiosidad, llevárselo de vuelta a casa para enseñárselo a sus compañeros del instituto. Se fue al mostrador y dejó el libro sobre la mesa. Que aquella librería no apareciera en internet lo había entendido en cuanto traspasó la puerta, y que no la hubiera podido encontrar en el listín de teléfonos, tal como había intentado aquella misma mañana, antes de coger el autobús, había dejado poco a poco de sorprenderle también. De hecho, miró por encima del mostrador, casi esperando encontrarse con una pluma de ave, papel secante y un tintero. Para su gran sorpresa, el viejo estaba rellenando una quiniela con un bolígrafo. El hombre levantó la cabeza y lo observó por encima de unas gafas redondas y gruesas que estaban tan sucias que era un milagro que pudiera ver nada a través de ellas. Antes de que el hombre pudiera preguntarle por el resultado probable del partido entre el Tottenham y el Everton, Even sonrió con su sonrisa más encantadora y dijo que quería comprar aquel libro. El hombre entrecerró los ojos para leer el título y le dio un precio desorbitado.

– Disculpe -dijo Even, sorprendido-. ¿Cincuenta libras?

– Sí -dijo el viejo tranquilamente-. Es el único ejemplar que tenemos.

El cerebro de Even se paró por un instante, hasta que de pronto sonrió, sacó el dinero y pagó. Al salir, la campanilla volvió a sonar y la puerta crujió como lo había hecho antes. Even se quedó parado en la escalera, viendo pasar un coche y al instante una moto que sonaba como una cafetera hirviendo. Se sintió como si acabara de volver de un viaje al siglo XVIII. Una banda de sol alcanzó la acera al otro lado de la calle. Even cruzó la calzada, se sentó y empezó a hojear el libro sistemáticamente. Tardó un tiempo, en parte porque el libro era gordo, en parte porque no dejaba de sorprenderse a sí mismo leyendo las palabras que había escrito y había abandonado diez o doce años atrás.

Cuando hubo pasado la última página y estudiado la última letra, Even suspiró y levantó la mirada. Aquí no estaba la clave. Tendría que hacer un nuevo viaje en el tiempo.

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