El viejo estaba inclinado sobre la misma quiniela cuando Even volvió a entrar en la tienda. Había rellenado una hilera más, pero todavía le faltaban cinco. El trabajo de todo un día, pensó Even ácidamente, a la vez que consideraba la manera en que debería actuar ante aquel hombre.
– Ejem -carraspeó, y consiguió llamar la atención del hombre, que lo miró por encima de las gafas sucias-. Me preguntaba si alguien ha dejado un mensaje o algo para mí. -La mirada del viejo se había posado expectante en él-. De… ehh, Mai-Brit Fossen.
El viejo cogió un papel en blanco y lo plantó delante de Even. Luego le dio un bolígrafo y le pidió que escribiera el nombre en él. Y el suyo también. Después, el viejo se fue a un rincón de la estancia donde se amontonaban unas cajas de cartón con un contenido que Even no pudo determinar en mitad de la penumbra. El hombre refunfuñó y estuvo revolviendo entre las cajas antes de volver negando con la cabeza. Even tenía ganas de proponerle al viejo que se comprase una linterna para que pudiera ver algo, pero se abstuvo de hacer ningún comentario. Seguramente, el anciano estaba acostumbrado a la oscuridad y poseía visión nocturna. Tenía un cierto aire de búho. De búho real.
Desconcertado, Even se fue hacia la puerta, se detuvo y pareció quedarse en Babia contemplando un póster con jeroglíficos egipcios que alguien había colgado al final de una de las estanterías. Anunciaba una exposición de vestigios egipcios en el British Museum. Del año 1934. Even siguió los antiguos signos con la mirada, unos signos que habían ocultado su significado durante miles de años hasta que finalmente alguien consiguió descifrarlos. Hasta ahora, Mai también había codificado sus mensajes; bueno, no directamente codificado, pero sí los había hecho lo bastante crípticos como para que sólo Even pudiera interpretarlos. La carta del suicidio, el naipe, el post-it amarillo en el sobre, todos tenían un giro personal, invisible o incomprensible para los demás. Entonces, ¿lo más probable no era, si es que había un mensaje o algo para él, que Mai hubiera vuelto a hacer lo mismo, para asegurarse de que nadie pudiera suplantar su personalidad…?
A esta pregunta no podía más que responder que sí. Y, entonces, ¿cómo lo había hecho?
Cuando Mai y Even acababan de enamorarse, se habían divertido escribiéndose mensajes que eran ilegibles para los demás. Era la afición de Even a este tipo de secretos la que había puesto el juego en marcha, pero pronto Mai se enganchó también y habían creado sus nombres en clave, por ejemplo, utilizando la palabra contraria al significado de sus nombres. Mai se convirtió en Novembery Fossen en… ¿En qué lo habían convertido? ¿Lagune? No, eso no… Y Even se convertía, leído de atrás hacia delante, en Neve, que, traducido al inglés, era Fist, puño. Y su apellido había sido lo contrario de Vik… Sí, maldita sea, ¡habían convertido su apellido, que quería decir bahía, en lo mismo que lo contrario de Fossen! ¡Ja! Así era. No pudo más que sonreír al recordar aquel sistema infantil, pero ya no tenía ninguna duda…
El viejo alzó la mirada con una arruga de irritación en la frente cuando Even volvió al mostrador. Por tercera vez en una hora. Even pensó que seguramente la tienda tendría de media dos clientes por semana, por lo que su comportamiento ya debía rayar lo inadmisible y el acoso.
– ¿Es posible que alguien haya dejado un mensaje… o un paquete, o algo, para, eh… Fist Ocean?
– ¿De parte de quién? -dijo el viejo y dejó un nuevo papel en blanco delante de Even.
– De November Ocean -dijo Even mientras escribía.
El viejo se fue de nuevo a su rincón. Poco después volvió al mostrador con un pequeño sobre marrón en la mano. Even alargó la mano para cogerlo, pero el viejete sacudió la cabeza.
– No es Fist -dijo-. Nombre equivocado.
¿Que no era Fist? Pero si era el nombre que Mai siempre había utilizado. Los otros nombres, November y Ocean, por lo visto eran correctos. Even miró el sobre con avidez. Tenía exactamente el mismo tamaño que el de casa de Kitty, sólo que más fino. ¿Debería saltar por encima del mostrador y cogerlo?
– Eh, ¿y qué me dice…? -¿Por qué otro nombre le había llamado Mai?-. ¿Qué le parece Rekil Ocean?
El viejo miró el sobre a través de las gafas de cristales gruesos, asintió con la cabeza y se lo pasó a Even por encima del mostrador.
– Gracias, mil gracias. -Even apretó el sobre contra el pecho y le preguntó febrilmente si le debía algo por él. No, ya estaba pagado. Siempre exigían el pago por adelantado, le explicó el viejo, como si fuera de lo más habitual que se utilizara la tienda como oficina de correos. Even volvió a dar las gracias y encontró medio aturdido el camino de salida de la tienda.
La banda de sol había abandonado la acera y se había trasladado a los muros de las casas y a los árboles. Even miró a su alrededor antes de sentarse directamente en las escaleras de la librería, en un rincón cercano a la puerta. ¿Se atrevía a abrirlo? La calle estaba desierta. Even cogió aire y colocó el sobre en su regazo como si contuviera un cuadro de cristal con mil años de antigüedad. Entonces introdujo un dedo por debajo del cierre.