De camino a la ciudad, Even arrojó el martillo y la lezna en un contenedor, pasó un trapo por el interior del coche y lo tiró detrás de las herramientas. Se había hecho de noche y el número de coches en las calles había empezado a disminuir. Estaba muy despierto, sereno y con la cabeza despejada. Cuando estuvo cerca de la casa, apagó el motor y dejó que el coche rodara lentamente hasta que finalmente se detuvo. La vivienda estaba a oscuras, y todo parecía estar tranquilo. Dejó la llave en el contacto, la limpió una última vez antes de colocarse el hacha en el cinto y rodeó la casa. Había una ventana que daba al dormitorio, pensó, y que estaba a una altura prudente. Even empezó a pegar un rollo entero de esparadrapo deportivo en una ventana formando una cruz de varias capas. Cuando rompió la ventana, el ruido de cristales se mitigó gracias al esparadrapo. Luego retiró con cuidado los trozos de cristal y los depositó en el suelo. Introdujo la mano, descolgó el gancho y abrió la ventana del todo. Oyó unos ruidos entre los arbustos y Even se quedó quieto un momento, sin respirar, antes de quitar los cristales del alféizar y encaramarse a él. Pasó por el lado de la cama y se golpeó la rodilla contra una cómoda. Maldijo en voz baja, arrepintiéndose al instante de no haber llevado una linterna de bolsillo. En el vestíbulo se arriesgó y encendió la luz y agarró el pomo de la puerta del sótano. Como era de esperar, estaba cerrada con llave. Un par de golpes bien dados con el hacha hizo que la puerta se abriera sobre unos goznes bien engrasados.
La escalera se perdía en la oscuridad y Even encontró un interruptor al lado del marco de la puerta que daba luz, no al hueco de la escalera, sino a la estancia a la que se disponía a bajar. Lentamente empezó a descender por las escaleras con el hacha en alto, a pesar de que estaba seguro de que nadie le estaba esperando.
La visión fue sorprendente. El sótano estaba dispuesto en una sola estancia grande, con seis columnas distribuidas en dos hileras. Había una enorme mesa de trabajo colocada entre las hileras de columnas que dividía la estancia en dos partes. En la pared más alejada había dos ordenadores, un televisor con DVD, un reproductor de vídeo y unos aparatos electrónicos que Even no consiguió reconocer desde la escalera. Pegados a la pared más cercana al hueco de la escalera había un banco de carpintero, otro de ebanistería y, finalmente, un tercero para trabajar el metal. Había tal abundancia de herramientas colgadas en la pared que hubieran hecho las delicias de cualquier ebanista o mecánico aficionado.
– ¡Demonios! -murmuró Even, sorprendido.
Rodeó el banco de trabajo y se acercó al televisor. Tardó un poco en encenderlo y poner en marcha el reproductor de vídeo. Al principio sólo se vieron parpadeos, luego apareció una imagen de una calle, era invierno y parecía que Navidad. Un niño salió de una casa, agitó la mano para saludar a su niñera y avanzó calle abajo. Stig avanzaba dando patadas en la nieve, hizo una bola de nieve y la lanzó por encima de un seto. «Son las 15.07», susurró una voz. La pantalla se fundió en negro, luego se repitió la escena, pero esta vez la nieve estaba sucia y casi había desaparecido. «Son las 15.05», dijo la voz cuando Stig salió a la calle.
Even apagó el vídeo y sofocado se quedó mirando fijamente la pantalla que parpadeaba y zumbaba. Reunió todas sus fuerzas y se concentró en la hilera de vídeos que había en un estante, leyó los lomos y sacó uno. Había un mando a distancia encima de la mesa y Even cambió el casete y pulsó el play. Un instante después apareció su imagen saliendo de un portal y acercándose a una parada de autobús. La cámara se alejó, abrió el campo y advirtió que la grabación había sido tomada en Blindern, hasta que volvió a acercarse para captar el número del autobús. El siguiente corte mostraba a Even sentado en un autobús, se le veía de espaldas, rascándose la oreja. Era invierno y llevaba un gorro de lana. La cámara osciló ligeramente y se oyó una voz en el fondo. Luego la pantalla se fundió a negro. De pronto apareció su casa adosada en el centro de la pantalla; en el borde derecho, el vecino se metía en el coche y se iba. Poco después, apareció Even por la derecha y se acercó a la puerta principal, metió la llave en la cerradura, abrió y entró. La cámara hizo un zoom a la ventana del salón, se quedó esperando hasta que apareció una silueta oscura por delante de las cortinas. Entonces todo se fundió en negro. Nadie había dicho nada en aquel corte.
Even apagó, se apoyó en la mesa de trabajo y echó un vistazo a su alrededor. Vio un teléfono que había encima de una caja de plástico, un adaptador en el que estaban iluminados varios leds rojos y uno amarillo. El teléfono y el adaptador estaban conectados entre sí. Un cable seguía hasta el ordenador que había al lado.
Encima del banco de trabajo había un montón de fotos en papel que llamaron su atención. Even las cogió y maldijo en voz alta. La primera era de Londres, de Newton Road. Even sentado en el borde de una acera, leyendo un libro. En otra estaba sentado en una escalera con un sobre en la mano. En una tercera aparecía entrando en la librería Hermes Tris. Una era muy oscura, era casi de noche, tomada desde lejos y a través de la ventana de la cocina de la casa de Finn-Erik. Otra era de Londres. Even estaba pegado a Susann Stanley en un abrazo. Ella se había puesto de puntillas y rodeaba su nuca con los brazos. «Cuando me fui de Londres -pensó Even-, cuando la vi por última vez.» Había otra fotografía tomada en el restaurante donde Susann y él habían cenado juntos. Ella había posado su mano sobre la de él en un gesto protector y lo había mirado con unos ojos… Even no estaba seguro, ¿cariñosos? Even miró estupefacto sus ojos, su mano cariñosa, se vio a sí mismo, sentado con el móvil pegado a la oreja y una expresión de amargura en la cara. De pronto recordó el destello en el restaurante, la sensación de recibir el disparo de un flash; recordó al hombre en la mesa de al lado hablando por su móvil. Y el olor a sudor agrio. El hombre llevaba barba, y era francés, el mismo con el que se había encontrado Mai. Even jadeó y siguió hojeando el montón de fotografías. No se sorprendió al verse a sí mismo en París, en el metro, sentado junto a Bonjove en el restaurante, saliendo del hotel. No se sorprendió al ver varias fotografías de los últimos días en Oslo, de la oficina de correos de Vika, de cuclillas delante del apartado de correos. Arrojó las fotografías al suelo, agarró un cuchillo que había sobre el banco de trabajo y lo clavó salvajemente en una de ellas. Llevaban meses siguiéndolos, a él, a Mai y a Stig; hacía tiempo que lo habían planeado todo. Habían sabido lo que hacían, paso a paso, cómo sería su reacción ante la muerte de Mai, y habían permitido que recorriera toda la pista de obstáculos que le habían preparado.
El aire apenas le llegaba a los pulmones, tan desesperado y desdichado como se sentía. Lanzó una mirada salvaje a su alrededor y descubrió dos cosas:
Debajo del banco había un par de botas grandes y negras, todavía con el barro solidificado pegado en las punteras. Número 45, predijo Even, sin molestarse siquiera en verificarlo. Al lado había una bolsa de plástico con colillas marrones. Puntos.
Encima del banco había un sobre con sellos franceses y el nombre de Mai, el que le habían robado en la estafeta de correos. Even lo abrió y sacó algunos folios. En el primero ponía Cuarto secreto. Los hermanos invisibles.
Pasó otro folio y empezó a leer.