Capítulo 8

– ¿No creo que tengas que preocuparte por eso -dijo Gordon-. Te he visto hacer muchas cosas sin tus sentidos paranormales.

– Gracias por el voto de confianza. Ojalá me quitara la sensación de mareo que noto en la boca del estómago.

Gordon pareció querer cambiar de tema.

– ¿Qué tal fue tu cita de anoche?

Ella sabía que no estaba pidiendo detalles ni quería saberlos; sólo quería saber si su cita con Ash había cambiado algo.

Pero ella no tenía la respuesta.

– Fue…, fue bien. -Titubeó; luego dijo-: Dime que puedo confiar en él, Gordon. Prométeme que puedo confiar en él.

– Ojalá pudiera, nena, pero no le conozco lo bastante bien como para prometer nada. Lo único que sé es lo que oigo y lo poco que he visto, y es casi todo bueno, si te sirve de algo. A mí me gustaría tenerlo de mi lado en una pelea. Las tripas me dicen que podría confiar en él para que me cubriera las espaldas. Pero los dos sabemos que eso no significa que no pueda ser un cabrón con la mujer que comparte su cama.

– No creo… No es eso lo que temo.

– ¿Qué es, entonces? ¿Te da miedo que rajara a un ser humano en el bosque?

– No creo que sea capaz de eso. Pero no estoy segura. Estoy acostumbrada a intuir a la gente, Gordon. Es algo más profundo que saber interpretar una expresión o una voz, o que observar cómo se comportan. Casi siempre sé en quién puedo confiar y en quién no, pero no es sólo eso. Intuyo cómo son en el fondo. Con Ash, tengo la inquietante sensación de que percibí algo muy importante en él. Algo que necesito saber. Y sea lo que sea, no puedo sentirlo, ya no lo noto. Se ha esfumado.

– Puede que no para siempre. Puede que sólo esté fuera de tu alcance en este momento.

– Sí. Sí, puede ser. -A pesar de que la conocía bien, Gordon no tenía dotes parapsicológicas, y como nunca había perdido un sentido no comprendía lo que significaba quedarse de pronto sin algo con lo que uno contaba para moverse en un mundo a menudo hostil.

La propia Riley sólo empezaba a cobrar conciencia de ello. Su sensación de mareo aumentó.

Pasado un momento, Gordon dijo:

– Te liaste con Ash, y me cuesta creer que lo hubieras hecho si sintieras que hay algo podrido dentro de él.

– Espero que tengas razón. -Riley contempló el apacible paisaje veraniego visible desde el muelle y deseó fugazmente poder unirse al grupo de pescadores al que Gordon esperaba de un momento a otro y navegar durante horas sin preocuparse por nada. Sonaba mucho más apetecible que mirar las fotografías de una autopsia.

Miró a su amigo y luego se apartó del banco en el que estaba medio reclinada.

– Más vale que me vaya. Jake me espera en el departamento del sheriff desde hace media hora.

– Tengo un amigo que puede encargarse de esa partida de pesca.

Agradecida por el ofrecimiento implícito, Riley negó con la cabeza.

– ¿Y qué le diríamos a Jake? ¿Qué me siento tan amenazada que llevo a un ex compañero del ejército para que me cubra las espaldas a plena luz del día? Soy una agente del FBI que está de vacaciones y él me ha pedido que le asesore en una investigación. Todo muy amable y muy informal. Así que ¿por qué voy a llevar de pronto un guardaespaldas? Nadie más sabe lo que pasó el domingo por la noche, y quiero que siga siendo así, al menos hasta que tenga un poco más claro qué está pasando aquí.

– Quien te atacó sabe lo que pasó. Y si te dio por muerta, se va a llevar una buena sorpresa cuando te vea andando por ahí como si nada hubiera pasado. Se va a llevar una buena sorpresa…, y se va a preocupar mucho pensando en qué sabes.

– He estado dándole vueltas y no estoy segura de que vaya a preocuparse en absoluto. Que yo sepa, no llegué a sacar el arma. No puedo estar totalmente segura de ello, claro, pero en cambio sé que no disparé. Y me atacaron por la espalda. Está claro que me pillaron desprevenida. Y no es por alardear, pero no es tan fácil pillarme por sorpresa.

– Ya lo creo.

– Sí. Así que es muy probable que no viera a quien llevaba la Taser. Creo que él… o ella, supongo, contaba con que no hubiera visto u oído nada que pudiera ponerle en peligro, o se habría asegurado de que estaba muerta.

– Eso es mucho suponer, y te va la vida en ello, nena.

– Sí, bueno. -Señaló la pistola automática que llevaba enfundada a la altura de la cadera-. A partir de ahora, iré armada abiertamente casi todo el tiempo y, en lo que respecta a la mayoría de la gente, estoy oficialmente de servicio. -Lo había decidido esa misma mañana, después de que Ash se marchara-. No quería que fuera así, porque eso significa que habrá gente que esté menos dispuesta a hablar conmigo. Pero, después de pensarlo, he llegado a la conclusión de que ir desarmada tenía más riesgos que ventajas.

– Sobre todo siendo tú tan poca cosa.

– Sí, sé que no parezco muy amenazadora. Pero con una pistola la gente suele pensárselo dos veces. Y, como he perdido mi otra ventaja, lo necesito.

Gordon frunció los labios.

– Será un placer contar por ahí que eres de temer en una pelea a puñetazos. Y no sería mentira.

– No te molestes. -Riley se encogió de hombros-. Pero, si sale el tema, ¿por qué no? Sea quien sea ese tipo, quiero que se convenza de que no le será tan fácil sorprenderme por segunda vez. -Levantó una mano al ver que Gordon se disponía a decir algo-. Lo que significa también que no volveré a salir sola de noche.

– Llámame -dijo él-. Fui yo quien te metió en todo esto, así que más te vale llamarme la próxima vez.

– Créeme si te digo que no me apetece probar otra vez la pistola eléctrica de ese cabrón -dijo ella con cierto pesar-. Si tengo que ir a investigar algo de noche, te llamaré.

– A la hora que sea.

– Lo sé. Gracias. -Riley dio un paso hacia la pasarela que la conduciría a la calle lateral de la casa de Gordon; luego se detuvo y le miró con el ceño fruncido-. ¿Gordon? ¿Qué está pasando en Charleston?

Él pareció desconcertado un momento; luego dijo:

– Ah, ¿te refieres a los asesinatos?

– Si es eso lo que está pasando. ¿Asesinatos?

– Sí. Por lo visto tienen un asesino en serie. Uno malo de verdad. Deja a las víctimas hechas pedazos. Parece que lleva actuando algún tiempo, pero la policía no ató cabos hasta hace una semana, al menos según cuentan los periódicos de Charleston. El muy cabrón va a por los turistas, sólo a por hombres, y se ha armado mucho revuelo.

– Ya me imagino. -Riley sintió de pronto frío bajo el ardiente sol de julio. No puede ser. «No es el mismo modus operandi. Y debe de haber un centenar de asesinos en serie actuando ahora mismo en este país…»

Gordon se inclinó para echar un vistazo a un cubo de cebo y añadió:

– Los periódicos le llaman el Coleccionista. Por lo visto deja una moneda nuevecita en cada cuerpo. Bueno, en los cuerpos no. Dentro de los cuerpos, cuando acaba de descuartizarlos. Supongo que también podrían llamarle el Asesino de la Máquina Tragaperras, pero… ¿Riley? ¿Estás bien?

Riley se preguntó si el sol se había ocultado tras una nube y si por eso tenía tanto frío. Si por eso todo parecía de pronto tan oscuro. Y si era el motivo de que apenas notara la manaza de Gordon sobre el brazo. Sabía, sin embargo, que el cielo estaba despejado y que el sol calentaba con fuerza. Que era un día de verano normal.

Normal. Ahí estaba: ésa era la mentira.

«Porque no es normal. Nada es normal, no si ha vuelto a cazar. Un fantasma no puede cazar, y eso es lo que se supone que es. Está muerto. Yo lo maté.»


Dos años y medio antes

Hacía una noche inesperadamente fresca en Nueva Orleans, y Riley lo prefería. Le gustaba el calor cuando estaba en la playa o en la piscina, pero por lo demás no mucho. Y menos aún de noche, y una noche como aquélla, en la que quizá tuviera que moverse deprisa.

Bastante malo era ya tener que aguantar el caos nocturno del barrio francés, que asaltaba sus sentidos y la distraía, como para tener que soportar también que la ropa se le pegara al cuerpo. Lo poco que llevaba puesto.

– Eh, cariño, ¿y si nos vamos tú y yo por ahí?

– No estoy de servicio -contestó ella.

Él parpadeó, sorprendido, y se puso a juguetear nerviosamente con una sarta de abalorios del Mardi Gras en forma de cabezas de alienígenas que añadía un agradable toque hortera a sus pantalones cortos de colores y su camisa floreada.

– Venga, no seas así, cariño. Puedo pagar una habitación.

– Seguro que sí, campeón, pero no me interesa. -Hablaba con aire aburrido y movía constantemente la mirada. Lo último que necesitaba esa noche era que la detuvieran por prostitución. Llevaba toda la noche atenta por si veía a algún policía patrullando las calles a pie.

Aquello dificultaba más aún el trabajo que tenía que hacer, y por enésima vez lamentó llevar tan poca ropa: así se mezclaba con la alegre multitud, pero también se convertía en blanco de miradas no deseadas.

«Él no se fijará en mí, pero todos los tíos heterosexuales entre quince y sesenta y cinco años sí se han fijado. Podría haber ganado una fortuna. Seguramente debería haber elegido un atuendo más parecido al de una turista y menos al de una puta.»

Y no porque hubiera mucha diferencia entre esos dos polos aparentemente opuestos, teniendo en cuenta lo escueta que era la moda de verano hoy en día. Además, quería parecer de la ciudad y no una turista, y estaba claro que había conseguido su propósito.

Dándose cuenta de que el aspirante a cliente seguía allí parado, imprimió un filo cortante a su voz.

– Mira, es mi noche libre, ¿vale? Búscate otro juguete.

Él vaciló, la miró de arriba abajo, visiblemente decepcionado, y luego suspiró y siguió su camino.

Riley pensó que, evidentemente, parecía demasiado accesible allí parada, así que se puso a pasear despacio por la acera, dejándose llevar por el movimiento de la multitud.

Tenía que ser Nueva Orleans. Estaba segura. Había seguido al asesino de Memphis a Little Rock, durante meses, siempre un paso por detrás de él, examinando los cuerpos descuartizados que dejaba para que los encontrara la policía, intentando colarse en su mente lo suficiente como para adivinar dónde volvería a atacar.

Luego, en Little Rock, mientras observaba el sangriento escenario de su último asesinato, algo dentro de ella había susurrado: «Birmingham». Había dudado, interrogando a su intuición, a su clarividencia, a lo que fuera que intentaba guiarla.

Pero había dado en el clavo: la siguiente víctima había muerto en Birmingham. Y Riley había llegado justo a tiempo de contemplar otro escenario para una carnicería.

Para entonces, su ira por llegar de nuevo demasiado tarde para ayudar a la víctima estaba a punto de bloquearla. Pero a pesar de aquella furia había oído el susurro. «Nueva Orleans.»

«Estaré en Nueva Orleans, pequeña. Quedamos allí.»

No se lo había dicho a Bishop al informarle. De todos modos seguramente habían sido imaginaciones suyas, o de eso se había convencido. Porque ella no era telépata y no podía haber oído mentalmente la voz del asesino. Así que lo único que le dijo a su jefe fue que estaba segura de que Nueva Orleans sería su nuevo coto de caza.

Y allí estaba. Un mes después.

Y de momento, nada.

Era casi imposible aburrirse en Nueva Orleans, pero Riley sabía que se le estaba agotando la paciencia. Aquel asesino había actuado al menos nueve veces (Bishop creía que había seguramente víctimas anteriores que no habían encontrado o a las que no habían sabido relacionar con el caso, y en esas cosas solía tener razón), y lo único de lo que Riley estaba segura después de meses de esfuerzo exhaustivo era de que su objetivo era un agente comercial o un viajante de algún tipo.

– Tiene sentido -le había dicho Bishop-. Conoce las ciudades y los pueblos que visita. Así que sabe dónde cazar. Todos los garitos y locales. Seguramente no tarda más que un par de noches en reconocer a los clientes habituales.

– Y en elegir a su víctima, sí. Pero ¿por qué padres de familia, tipos que se paran a tomar una cerveza o dos cuando vuelven a casa del trabajo? ¿Por celos? ¿Porque tienen lo que él no tiene?

– Tal vez. Celos. Resentimiento. Envidia. O simple rabia. Porque es injusto. Porque ellos son normales y él no.

– ¿Crees que lo sabe? ¿Qué sabe que no es normal?

– Una parte de él lo sabe. -Bishop titubeó; luego añadió sombríamente-: Espero que sea ésa la parte con la que estás conectando, Riley. Porque la otra es más negra que el infierno, es pura maldad, y no conviene que te veas atrapada en ella.

– Yo no soy telépata.

– No, eres una clarividente ultrasensible y te has obsesionado con ese tipo. Lo que significa que estás dejando que su obra se introduzca en tu mente, en tus emociones, en los poros de tu piel. Es peligroso. Te lo advertí: no te acerques demasiado.

– Tú sabías que me acercaría -respondió ella, y no era un reproche-. Cuando empezó todo esto. Cuando me reclutaste.

– Sí. Lo sabía.

Riley oyó o percibió lo que podía ser un toque de pesar en su voz y dijo:

– No pasa nada. Yo también lo sabía.

– Ojalá eso ayudara -dijo Bishop-. Ten cuidado, Riley. Ten mucho, mucho cuidado.

Tres semanas después de esa conversación telefónica, Riley estaba tensa, nerviosa, y empezaba a familiarizarse en exceso con su entorno. Las noches en la calle Bourbon eran ruidosas y coloridas, y tenían un sabor peculiar que ninguna otra ciudad del planeta podía imitar.

La gente llenaba las calles, algunos se tambaleaban o avanzaban a trompicones, y sus carcajadas estridentes crispaban los nervios de Riley. El aroma especiado de la cocina cajún se mezclaba mal con el de los edificios viejos y enmohecidos, con el olor a humo de tabaco y gente. De vez en cuando cambiaba la brisa y el olor a lodo del río se añadía al conjunto.

En medio de la calle se había abierto hueco para que un malabarista de labia experta y bulliciosa entretuviera al gentío. La música que salía de los locales y los bares de alterne que flanqueaban la calle chocaba con el lamento de un cantante folk, la funda de cuya guitarra descansaba abierta sobre la acera, delante de él, para recoger contribuciones.

Y bajo las luces brillantes de la calle, la indumentaria de la multitud cubría toda la gama, desde unos pocos disfraces chillones, vestigio del Mardi Gras, a trajes de vestir de hombre y mujer. En medio había de todo: desde vaqueros y camisetas a las minifaldas, los pantalones cortos y las camisetas cortas que llevaban las adolescentes…, y las prostitutas.

Riley intentaba olvidarse de todo aquello, intentaba concentrar su mente sólo en su presa.

«Estás aquí, cabrón. La policía no lo sabe aún, no sabe que hay un cazador rondando por sus calles. Esta gente no lo sabe. Pero yo sí. Te siento, como un picor en la nuca. Te huelo, como el olor agrio de la colonia barata y el sudor rancio».

«Y la necesidad. Hueles a necesidad. Necesitas matar esta noche, ¿verdad? Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez. ¿Por qué has esperado tanto? Nunca habías esperado tanto. Tres semanas, máximo, nunca un mes entero. ¿Por qué has esperado un mes esta vez?»

«¿Es por mí? ¿Me conoces?»

«¿Me sientes como te siento yo a ti?»

Un extraño aturdimiento se apoderó de Riley. Tropezó. Miró parpadeando el mar de gente que pasaba y logró alejarse de su fluir lo justo para apoyar la mano en un edificio.

Se dio cuenta de que tenía arcadas, de que notaba en la boca un espantoso sabor metálico. Se llevó la mano libre a los labios y al mirarla vio sangre.

Se palpó la boca con la lengua, pero no encontró ninguna herida, ni motivo para que hubiera sangre. No sentía dolor. Así que ¿por qué…?

De pronto el olor de la sangre saturó sus fosas nasales y por un instante estuvo segura de que tenía las manos resbaladizas por aquella cosa viscosa, de que sólo sostenía con firmeza el cuchillo porque él sabía lo que hacía…

«Oh, Dios. Es él.»

Se dio cuenta de que se movía únicamente cuando pasó junto a los coches de policía que cada noche bloqueaban el final de la calle Bourbon. No se detuvo, ni siquiera vaciló. Al hacerse más fuertes el olor y el sabor de la sangre, apretó el paso hasta que por fin echó a correr, alejándose del gentío hacia algo que no quería encontrar.

En algún momento sacó el arma de la funda que llevaba al hombro. Apenas fue consciente de ello. Sólo pensaba en correr más y más deprisa. Cuando por fin lo encontró, le ardían los pulmones y sentía un dolor agudo en el costado.

Cuando por fin encontró lo que quedaba de él.

Estaba en una zona en construcción parcialmente despejada para alzar un nuevo edificio, pero en la que todavía no había nada, salvo enormes excavadoras que se elevaban, inmóviles y silenciosas a su alrededor. Estoicos e inhumanos testigos de las atrocidades cometidas allí.

Había una farola lo bastante cerca como para que viera lo que había dejado esta vez. Los restos de un cuerpo humano, desnudo y ensangrentado. Pero sólo parte de él.

No había nada del ombligo para abajo, excepto el amasijo pavoroso de las vísceras cortadas.

Demasiado tarde. Había llegado demasiado tarde. Otra vez. Y sentía aún el sabor de la sangre en la boca.

«Has fallado otra vez, ¿no? Pero no te preocupes, pequeña. Tendrás otra oportunidad. Nos veremos en Mobile.»

Habría jurado que oía el eco de una risa burlona, pero no empujado por la leve brisa que soplaba a su alrededor, sino dentro de su cabeza.

Y sabía que no era su imaginación.


En la actualidad

– No sabemos si es él. No estamos seguros -dijo Bishop.

Sentada en su coche, en el departamento del sheriff, con el teléfono móvil pegado a la oreja, Riley luchaba por mantener una voz calmada y firme.

– Está dejando monedas, ¿no? Monedas recién acuñadas en el interior de las víctimas.

– Eso no debería haberse filtrado a la prensa.

– Antes no se filtró, los dos lo sabemos. Lo que significa que el asesino no es un imitador.

La voz de Bishop contenía toda la calma que a Riley le faltaba, y más aún.

– Lo que sabemos es que en las investigaciones anteriores trabajaron cientos de personas durante mucho tiempo, así que no podemos estar seguros de que no se filtrara información, aunque no llegara a los periódicos.

– Está muerto, Bishop. Yo lo maté.

– Te creo.

Riley cobró conciencia de que se estaba frotando las quemaduras del cuello con la mano libre y se obligó a parar.

– Uno de nosotros tiene que echar un vistazo a lo que tengan. Asegurarse. Puedo…

Bishop no la dejó acabar.

– No nos han invitado, Riley. Y dado que nuestra investigación previa está oficialmente cerrada y nuestro asesino oficialmente desaparecido, lo que está pasando en Charleston se considera un caso completamente distinto, casi con toda probabilidad un imitador.

– ¿Un asesino en serie en toda regla salido de la nada? Si tiene un ritual establecido es que ha matado antes.

– Sí. Por eso me he puesto en contacto con un policía de Charleston amigo mío. Va a pasarme copias de los informes para hacer un perfil oficioso. Pronto sabré si es alguien a quien ya conocemos.

– Quieres decir que pronto sabremos que fallé. -Tenía un regusto amargo en la boca, no muy distinto a la sangre de Nueva Orleans.

– No fallaste. Tú nunca fallas. Disparaste, diste a John Henry Price al menos tres veces en el pecho, y cayó.

– Nunca encontraron el cuerpo.

– Ese río nunca devuelve a los muertos.

Ella respiró hondo y exhaló el aire lentamente.

– Qué oportuno, ¿verdad? Que diera la casualidad de que cayera al río cuando le disparé. Que recorriera hasta el final aquel muelle y pasara de largo junto a las barcas amarradas. ¿Y si lo planeó todo, Bishop? Podría ser. Los dos sabemos que era bastante listo. ¿Y si sólo quería parar un tiempo, que le dejáramos en paz y abandonáramos su rastro, y sabía que el único modo de conseguirlo era convencernos de que estaba muerto?

– Riley…

– Tú no llegaste hasta después. No había ningún telépata, ni ningún médium que nos dijera con toda segundad si había muerto. Sólo estaba yo. Y lo único que sentía, lo único que podía sentir entonces, era terror porque se hubiera acercado tanto. Porque sabía que era él quien se había introducido en mi mente y no al revés.

– Ocurre a veces, cuando el depredador al que perseguimos tiene algún don activo o latente.

– Y tú me lo advertiste. Lo sé.

– Han pasado casi dos años y medio -dijo Bishop con calma-. Si está vivo, habría matado.

– Puede que haya tenido más cuidado. Que haya elegido a víctimas a las que nadie echaría de menos. Que haya escondido o destruido los cuerpos al acabar con ellos. Tú mismo dijiste en su momento que exponerse así, cuando lo hizo, dejando los cuerpos para que los encontraran, se debía a que necesitaba un desafío, a que se había vuelto demasiado fácil para él. Quería que el mundo le contemplara, que viera lo listo que era. Puede que ahora el reto consista en convencer a todo el mundo de que no es el mismo asesino al que perseguimos durante tanto tiempo. Puede que por eso esté matando turistas en vez de a gente de esos sitios.

– Puede ser -dijo Bishop por fin-. Pero tenemos tiempo. Por lo visto, este asesino tiene una programación mensual, y su última víctima se descubrió hace sólo un par de días.

– ¿Ha matado a una persona al mes?

– Desde hace seis meses. La policía lo descubrió enseguida por el detalle de la moneda, pero consiguió que ese dato no trascendiera a la prensa hasta que la semana pasada se encontró a la última víctima. Una decisión política.

– No querían dañar el turismo.

– Exacto. Pero ahora se ha hecho público, y están recibiendo muchas críticas por no haber advertido a los turistas. No es el mejor ejemplo de la hospitalidad sureña, que digamos.

– No, desde luego. -Riley frunció el ceño-. Si está recibiendo críticas…

– Entonces cabe la posibilidad de que pidan ayuda más pronto que tarde. Sí. Cuento con ello. Respecto a si ya conocemos a este asesino, no sabré nada hasta que vea esos informes. Mientras tanto, ya tienes bastantes problemas dónde estás.

Tenía razón y Riley lo sabía. Intentó concentrarse, olvidarse de aquel otro asesino, pero era casi imposible. Nunca se había sentido tan vulnerable, y hasta la más leve posibilidad de que John Henry Price siguiera vivo y al acecho a menos de cien kilómetros de allí había convertido la sensación de mareo que notaba en la boca del estómago en un miedo abrasador.

Bishop se dio cuenta, a pesar de que estaba al otro lado de la conexión telefónica.

– ¿Qué más está pasando, Riley? ¿Ha empeorado la situación?

Riley no quería contárselo, pero sabía que no tenía elección, así que le informó sin rodeos. Le habló del asesinato y de los indicios que demostraban que ella misma había sido atacada posiblemente con intención de matarla.

Y antes de que él pudiera decir nada, concluyó diciendo:

– No me pidas que vuelva, Bishop.

– ¿Por qué no? -Hablaba con acritud-. Riley, no sé absolutamente nada de los efectos que puede tener una descarga eléctrica directa sobre el cerebro de una persona con facultades parapsicológicas en esas condiciones. Pero te aseguro que no hay muchas posibilidades de reparar los daños que haya causado.

– Quieres decir que puede que nunca recupere mis recuerdos. Que mis sentidos no vuelvan a la normalidad. Ninguno de ellos.

– Sí, eso es exactamente lo que quiero decir. Es más que una posibilidad, Riley. Es una probabilidad. La energía eléctrica nos afecta. Puede fortalecer nuestras habilidades, cambiarlas…, o destruirlas.

Ella tomó aire. Luego dijo:

– Razón de más para que me quede. Mira, sé que suena irracional. Pero mi instinto me dice que, si me marcho, lo que me ha pasado no tendrá vuelta atrás. Que nunca recuperaré el tiempo perdido, ni mis sentidos.

– Riley…

– Bishop, por favor. Ahora no es sólo un caso, es algo más. Alguien me atacó, quizás intentó matarme. Y es muy probable que la misma persona matara a un hombre esa misma noche. Que lo torturara y lo decapitara. Puede que estuviera cubierta de sangre suya y aún ni siquiera sé cómo se llamaba. Tengo que quedarme aquí. Tengo que trabajar en esta investigación. Y las respuestas que puedo encontrar están aquí, no en las manchas de tinta que algún doctor estudie en Quantico.

Bishop se quedó callado un momento. Luego dijo:

– Dime que no quieres quedarte para estar cerca de Charleston. Por si acaso.

– No puedo -reconoció ella-. Es parte de esto. Porque, si es Price, yo soy la única que se ha acercado a él. Cuando nos pidan ayuda, si la piden, tendrías que mandarme a mí.

– La última vez estuvo a punto de acabar contigo, Riley. Con todos tus sentidos y tus recuerdos intactos.

– Lo sé. Y no me apetece repetir la experiencia, créeme. No necesito que un experto en perfiles me diga que estará muy enfadado con quien le obligó a dejar el juego aunque haya sido temporalmente. Tan enfadado que buscará venganza y a lo grande. Ése era su temperamento, ¿no? ¿Vengativo?

– Entre otras cosas.

Riley no quería pensar en esas otras cosas.

– Así pues, los dos confiamos en que el de Charleston sea un imitador. Pero, tenga o no que afrontar una posibilidad peor, no me haré ningún bien a mí misma ni a la UCE si no consigo arreglar lo que ese cabrón de la pistola eléctrica rompió.

– Razón de más para que vuelvas a Quantico.

Riley no quería hacerlo, pero zanjó la discusión con un dato que ninguno de los dos podía contradecir, porque ambos eran policías.

– Con recuerdos o sin ellos, el domingo por la noche hice algo que me dejó cubierta de sangre. Puede que fuera la sangre de un hombre asesinado. Hasta que estemos seguros, no puedo marcharme.

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