Capítulo 4

Era uno de los escenarios más sangrientos a los que había tenido que acudir.

Los ayudantes y los técnicos habían desaparecido. Sólo el sheriff y Leah la observaban desde el sendero. Riley comenzó a moverse lentamente por el claro, concentrada en abrir todos sus sentidos.

Le costaba concentrarse teniendo tantos interrogantes en la cabeza, pero lo intentó con todas sus fuerzas.

El olor a sangre era el más fuerte: no necesitaba un sentido del olfato especialmente afinado para saberlo. A fin de cuentas, había mucha sangre por todas partes.

Justo debajo del cuerpo colgado estaban las rocas. Que, si hubiera sido posible bromear ante una escena tan horrenda, podrían haberse descrito como una silla para un gigante. O para un gigante pequeñito, en todo caso. Porque el «asiento» de aquella silla, aunque de un metro veinte de ancho por uno de fondo, le llegaba a Riley por la cintura. Pero el «respaldo» rondaba los dos metros de alto, era tan ancho como el «asiento» y sólo tenía unos treinta centímetros de grosor.

La primera vez que lo vio, Riley pensó que no parecía una parte natural del entorno.

Ah… un recuerdo.

Había estado allí con… Gordon. Eso era. Él la había llevado poco después de su llegada a la isla, porque…

– …y a los chicos se les ocurrió enseñármelo a mí seguramente por las historias que les había contado sobre que mi bisabuela era una sacerdotisa vudú.

– Eso es una tontería, Gordon.

– Sí, pero ellos no lo sabían. Un negro grandullón de Luisiana hablando de vudú. ¿Quién no va a creerle?

– Yo.

Él se rio con una risa profunda y retumbante.

– Sí, pero tú llamarías mentiroso a san Pedro si se presentara ante las puertas del paraíso, nena.

– Dejemos mis creencias religiosas, Gordon. ¿Los chicos te dijeron que encontraron los huesos aquí? ¿En esta piedra?

– Sí, justo aquí. Un círculo de huesos ensartados con sedal y colocado sobre una cruz invertida hecha de…

– ¿Riley?

Ella parpadeó y miró al sheriff.

– ¿Hmm?

– ¿Estás bien?

Le dieron ganas de maldecirle por romper el hilo de su memoria, pero se limitó a decir con calma:

– Estoy bien. -Mierda: había desaparecido, aquella escena congelada en su cabeza como si hubiera pulsado el botón de pausa de un DVD. Y su recuerdo se difuminaba segundo a segundo.

– Por un momento me ha parecido que estabas como ida. -Parecía preocupada.

Leah, que estaba un poco detrás de él, levantó los ojos al cielo.

– Estoy bien -repitió Riley. Fijó la mirada en el sitial de piedra. El asiento tenía aproximadamente el tamaño y la altura de un altar, pensó mientras lo observaba. El respaldo era un rasgo infrecuente en un altar, a no ser que tuviera alguna utilidad.

Dio otro paso hacia las piedras, cerrando su mente a los pies descalzos y ensangrentados que colgaban sobre ellas.

No era geóloga, pero reconocía el granito a simple vista. De lo que no estaba segura, lo que le costaba distinguir, era si las salpicaduras de sangre de las piedras formaban distintos patrones, especialmente en la superficie relativamente plana de la roca más alta y vertical. ¿Era una simple matanza, o había un mensaje escondido?

– ¿Tendré acceso a las fotografías? -le preguntó al sheriff.

– Por supuesto. ¿Ves algo?

– Es difícil decirlo con tanta sangre. Quizá convendría utilizar fotografías digitales y un programa especial de reconocimiento de patrones.

– Eso no lo tenemos -dijo él, un tanto indeciso.

Riley le miró.

– En ese caso, tengo un amigo en Quantico que puede echarles un vistazo discretamente y en poco tiempo. Mandarle por correo electrónico las imágenes relevantes no es problema.

Jake frunció el ceño, pero dijo:

– Me parece bien.

Ella asintió con la cabeza y mantuvo la vista fija en las piedras durante un minuto o dos más. Se dijo que era un poco como esos cuadros en tres dimensiones: si los miras el tiempo suficiente, ves (o crees ver) algo escondido entre la maraña.

La pregunta era ¿qué estaba mirando, en realidad?

Dio la espalda a las piedras, todavía reacia a concentrarse en el cuerpo, y se alejó cerca de un metro. Había una leve línea blanca en el suelo. La siguió, trazando lentamente un círculo alrededor de las piedras hasta volver al punto de partida.

Un círculo completo, al menos antes de que la policía pisoteara la zona.

Se arrodilló y al acercar dos dedos a la línea blanca unos granitos muy finos se le pegaron a la piel.

– Vamos a hacerlo analizar -le dijo Jake. -Ella le miró y a continuación se llevó un dedo a la lengua. -Por Dios, Riley…

– Sal -dijo ella con calma-. Sal común, de mesa. O posiblemente sal marina. Se supone que es más pura.

– Sabías lo que era -dijo Leah.

– Lo sospechaba. -Riley se levantó-. A veces se usa en rituales ocultistas. Para consagrar la zona interior del círculo. -Una zona que abarcaba las piedras, el cuerpo colgado y el fuego.

Jake seguía con el ceño fruncido.

– ¿Consagrarla? ¿Hacerla sagrada, quieres decir? Porque esto no tiene nada de sagrado.

– Eso depende del punto de vista, en realidad. -Sin darle tiempo para responder, Riley añadió-: El círculo de sal también se usa como protección.

– ¿Contra qué? -preguntó él.

– Contra una amenaza o un posible peligro. Y antes de que preguntes qué clase de amenaza, la respuesta es que no lo sé. De momento. -Sonrió ligeramente-. Todo esto es preliminar, tienes que entenderlo. Ideas de partida, corazonadas, intuiciones.

– Entonces no lo conoces desde dentro, ¿no?

Riley sintió que todo dentro de ella se helaba y paralizaba, pero se aferró a su tenue sonrisa y esperó.

– Quiero decir que, si lo tuyo es lo paranormal, sabrás más que nosotros de estas cosas.

Ella no dejó que se le notara el alivio, y reconoció para sí misma que era extraordinariamente cansado mantener la guardia e intentar comportarse con normalidad mientras hurgaba constantemente en busca de recuerdos, certezas y respuestas.

Para acabar casi siempre con las manos vacías.

Sin abandonar su frialdad profesional, en apariencia al menos, dijo:

– Lo paranormal, tal y como lo define la UCE, no tiene absolutamente nada que ver con ritos o prácticas ocultistas o satánicas. Eso es completamente distinto: no se basa en la ciencia sino en la creencia, en la fe. Igual que cualquier religión.

– ¿Que cualquier religión?

– Para la mayoría de quienes lo practican, eso es lo que es. Si quieres entender el ocultismo, ésa es la primera regla: es un sistema de creencias, y no intrínsecamente malvado. La segunda regla es que no se trata de un único sistema de creencias: dentro del ocultismo hay tantas sectas como en la mayoría de las religiones. Sólo el satanismo tiene al menos una docena de iglesias distintas, que yo conozca.

– ¿Iglesias? Riley…

Ella atajó su indignación para añadir con firmeza:

– Puede que quienes profesan el ocultismo no sean creyentes convencionales y que sus ritos y sus costumbres sean blasfemos desde el punto de vista de las grandes religiones, pero eso no significa que sus creencias sean menos válidas desde su propia perspectiva. Y lo creas o no, Satán raramente interviene, ni siquiera en el satanismo. Ni se hacen sacrificios de ninguna clase, excepto simbólicos. La mayoría de los grupos ocultistas se limitan a honrar y adorar, a falta de otro término, a la naturaleza. La tierra, los elementos. No hay nada paranormal en eso.

«Habitualmente, al menos.»

– ¿Y la UCE?

– La UCE se creó en torno a personas con capacidades humanas auténticas, capacidades que, aunque raras y fuera de la norma, pueden definirse científicamente. Aunque sólo como posibilidades.

Jake se encogió de hombros desdeñando aquel matiz y se limitó a decir:

– Bueno, llámalo como quieras, está claro que sabes más que nosotros de esta mierda. Entonces, ¿crees que esto es una religión para alguien? -Movió la mano señalando la carnicería que tenía detrás-. ¿Esto?

– Creo que es demasiado pronto para hacer conjeturas.

Jake señaló de nuevo el cuerpo colgado.

– Eso no es una conjetura, es una víctima de asesinato. Y si le mataron en una especie de ritual, necesito saberlo, Riley.

Todavía reticente, ella fijó al fin su atención en la víctima.

No era la primera vez que veía un cadáver. En la paz y en la guerra. Los había visto en libros de texto, en escenas de crímenes reales y en el laboratorio de antropología forense. Había visto cuerpos tan deshechos que ya apenas parecían humanos, destruidos por explosiones o desmembrados por una mano dudosamente humana. Y los había visto sobre la mesa del forense, abiertos en canal, con los órganos brillando a la luz fuerte y desabrida de los focos.

Nunca se había acostumbrado a ello.

Así pues, para estudiar aquel cuerpo colgado, tuvo que hacer mayor acopio aún de concentración y energía. Y sin embargo, al mismo tiempo, cuando empezó a examinarlo, se descubrió acercándose, describiendo un círculo, llena de recelo. Fijándose en todos los detalles.

Estaba desnudo y cubierto de sangre casi por completo. Tenía numerosos cortes poco profundos en el torso, por delante y por detrás, todos los cuales habían sangrado indudablemente durante algún tiempo antes de que se practicara lo que le pareció el corte final y la causa definitiva de la muerte.

La decapitación.

En voz alta, lentamente, dijo:

– No soy forense, pero creo que los cortes del cuerpo se hicieron primero. Que fue torturado, quizá durante horas. Y que le cortaron la cabeza mientras estaba aquí colgado.

– ¿Por qué estás tan segura de eso? -preguntó Jake.

– Por la cantidad de sangre que hay en las piedras, justo debajo. Seguramente procede en su mayor parte de los cortes, y hay mucha. El chorro que hay delante del cuerpo, en las piedras y en el suelo, parece de origen arterial. Todavía le latía el corazón cuando le seccionaron la garganta. Creo que había alguien detrás de él, seguramente subido sobre la piedra más alta, y que le agarró del pelo. Luego…

Leah sofocó un gemido y se alejó por el sendero a toda prisa.

Riley se quedó mirándola; luego fijó los ojos en Jake e hizo una mueca.

– Se me olvida que algunos policías no están acostumbrados a estas cosas.

Él también parecía un poco mareado, pero no se movió.

– Sí. Bueno, ¿qué más puedes decirme? -Se quedó pensando y añadió-: Si había alguien subido a la roca más alta y tenía que mantener el equilibrio mientras le… serraba la cabeza, tenía que estar apoyado en algo. O tenía que haber alguien que le sujetara.

– Hace falta fuerza para decapitar a alguien con una sierra o un hacha, hasta con un cuchillo o alguna otra herramienta muy afilados -reconoció ella-. Sobre todo, teniendo la víctima los brazos colocados de tal manera que el asesino tuvo que sortearlos al menos al empezar. Tuvo que costarle mantener el equilibrio. -Se colocó detrás de la roca más alta y erguida y observó atentamente el suelo-. No hay ninguna marca que pueda haber dejado una escalera.

– No me digas que ese tipo levitaba o algo así, ¿vale?

Ella no le hizo caso.

– Tus técnicos han revisado todo esto, ¿verdad?

– Ya te lo he dicho. Han hecho fotografías desde todos los ángulos y han tomado muestras de todo.

A un lado de las piedras más grandes había un grupo de tres de menor tamaño desde las que era fácil subirse al asiento, y era probable que más de un excursionista lo hubiera hecho a lo largo de los años.

Riley vaciló sólo un momento, pero dado que sus dotes de clarividencia no le habían revelado absolutamente nada, tuvo que concluir que todas sus capacidades extrasensoriales habían desertado. Era improbable que tocar las piedras salpicadas de sangre sirviera de algo.

Quizá.

Respiró hondo y se subió al asiento para poder mirar el borde ligeramente curvo del respaldo. Le costaba admitir ante sí misma que se alegraba de que hasta sus cinco sentidos normales parecieran funcionar a medio gas.

El olor a sangre y a muerte habría sido insoportable.

Sólo mientras estaba allí de pie, sobre la roca manchada de sangre, se le ocurrió pensar que seguramente llevaba el mismo calzado (unas zapatillas deportivas) que el día anterior. O que la noche anterior. Se había despertado descalza, pero no tenía sangre en los pies, de eso se acordaba.

¿Y si tenía sangre en los zapatos?

No se le había ocurrido comprobarlo.

«Dios mío, estoy perdiendo el juicio, además de la memoria. ¿Por qué demonios no he mirado los zapatos?»

– ¿Riley?

Fingiendo que su quietud y su silencio no habían durado demasiado, Riley se puso de puntillas para estudiar lo alto de la piedra más alta.

– Si se puso aquí de pie, parece que no dejó ninguna huella que nos sirva.

– Sí, eso dijo mi gente. No hay huellas de zapatos, ni ningún rastro forense. Tampoco sangre. Cayó toda en la piedra plana en la que estás de pie, o salpicó la parte vertical de la piedra más alta, pero no cayó ni una gota en la parte de arriba.

– Qué extraño.

– ¿Sí? Esa piedra no está muy cerca del cuerpo y, como tú has dicho, la mayoría de las manchas de sangre que tiene procede de las gotas que caían desde arriba.

– Sí, pero eso es lo extraño. Debería haberse resistido. Si el cuerpo se hubiera movido, sería lógico que hubiera al menos algunas gotas de sangre en el borde de arriba.

– Quizás estuviera drogado.

– Es posible, claro. -«Pero ¿para qué torturar a alguien que no es consciente de lo que se le está haciendo? A no ser que lo importante fuera el derramamiento de sangre…»-. Supongo que has pedido un análisis toxicológico.

– Por supuesto. La sangre y los tejidos se analizarán de seis formas distintas a partir del domingo.

– Muy bien.

Riley se volvió en el asiento para observar el cuerpo desde más cerca, intentando no pensar en si sus zapatos tenían sangre antes de que se subiera allí. Porque ahora la tenían, desde luego.

Como el cuerpo estaba colgado justo encima del borde delantero del asiento, desde donde estaba, sus ojos quedaban aproximadamente a la altura de los riñones de la víctima. Estudió la distancia entre el cuerpo y la roca más alta y dijo lentamente:

– Mantener el equilibrio tuvo que ser un verdadero problema si el asesino estaba de pie aquí arriba. Y además tuvo que inclinarse bastante hacia delante para alcanzar a la víctima.

– Puede que tirara de él -comentó Jake-. Al menos lo justo para hacer su trabajo.

– Pero entonces habría tenido que inclinarle la cabeza por detrás de los brazos, y no hay chorro arterial que indique que eso fue lo que pasó. Todas las pruebas indican que la víctima tenía la cabeza hacia delante cuando le cortaron la garganta, o al menos entre los brazos, no echada hacia atrás.

Jake se quedó un rato observando el cuerpo y la roca y luego carraspeó.

– Ya veo lo que quieres decir. El forense dice lo mismo, por cierto: que le cortaron la cabeza de delante a atrás. Naturalmente, cuando el asesino estaba seccionando la columna…

– Seguramente tenía la cabeza echada hacia atrás, hacia él -concluyó Riley-. Pero para entonces el corazón se había parado ya y la sangre no salía a chorro.

Miró el cuerpo, intentando concentrarse, focalizar su atención. Pero no fue un pensamiento deliberado lo que la impulsó a dar un paso adelante y a alzar los brazos, sin tocar el cuerpo pero estirándolos hacia arriba para calcular hasta dónde llegaba.

Al hacerlo, comprendió con frialdad que, si hubiera estado allí subida, con los brazos estirados, posiblemente sujetando el cuerpo de aquel hombre en mejor posición para que su asesino le cortara la garganta, la sangre habría salpicado su ropa y su pelo y cubierto sus manos y sus antebrazos. Hasta los codos.


*****

Los técnicos forenses habían vuelto y estaban bajando cuidadosamente el cuerpo cuando el equipo de rastreo acabó por fin su cometido. Si la cabeza cortada estaba en el bosque, dijeron, debía de estar enterrada o muy bien escondida, y donde había signos de que la tierra se había removido recientemente sólo habían descubierto dos huesos de ternera y un juguete de cuero crudo para perros.

– Dios mío -masculló cuando le dieron aquella información-. ¿No creerás que algún perro se haya llevado la cabeza?

Riley, que acababa de hurgar en su bolso para sacar una barrita energética, se detuvo mientras la desenvolvía y dijo:

– Lo dudo. Un perro salvaje o uno hambriento, quizá, pero un perro doméstico dudaría en comer carne humana. Como norma, por lo menos.

Jake la miró fijamente.

– Los gatos, en cambio, sí lo harían -aclaró Riley tras dar un bocado-. Una vez muertos, para ellos sólo somos carne, por lo visto. Los perros son distintos. Puede que sea porque están domesticados. Los gatos no lo están, en realidad. Sólo quieren hacernos creer que lo están.

Leah se rio por lo bajo.

– Te gustan los gatos, ¿no es así?

– Me gustan los dos, en realidad. -Miró a Jake, que seguía con la vista fija en ella-. ¿Qué pasa?

– Eso sí que es estar estragado. ¿Cómo demonios puedes comer en este momento?

– Necesita energía. -Aquella nueva voz hablaba con naturalidad, despreocupadamente-. Tiene un metabolismo muy alto, Jake. Sin calorías, no hay energía.

– Eso ya lo sabía -dijo Jake-. ¿Qué haces aquí, Ash?

– ¿Tú qué crees? Quería ver la escena del crimen mientras está todavía relativamente…, fresca.

Ash. Riley volvió la cabeza para verle acercarse mientras hurgaba de nuevo en busca de recuerdos, sin encontrar ninguno. Absolutamente ninguno.

Era más o menos de la estatura del sheriff: en torno a un metro ochenta y dos. Y moreno, como el sheriff. Pero ahí acababa el parecido. En comparación con la lustrosa apostura de Jake Ballard, aquel hombre era casi feo.

Tenía unos hombros anchos y fuertes que parecían tensar la tela del bonito traje que llevaba, como si lo natural en él no fuera ir cubierto. Llevaba el cabello oscuro muy corto y desaliñado. Su cara cincelada estaba profundamente morena, y le habían roto la nariz al menos dos veces, pensó Riley.

Tenía pómulos altos, cejas oblicuas que le conferían una expresión sardónica y unos ojos verdes muy, muy claros y de párpados caídos que añadían a la mezcla un punto de peligro y de misterio.

Y mientras que Jake Ballard despedía encanto en oleadas casi palpables, aquel hombre irradiaba algo completamente distinto. Algo casi elemental y primitivo.

Al llegar a su lado y colocarse junto a Riley, la tocó ligeramente, deslizando la mano por su espalda para posarla cerca de la cintura en un gesto curiosamente posesivo.

– Hola -dijo.

Riley, que no era mujer que se dejara poseer, habría protestado. Pero en el instante en que aquel hombre la tocó, un cálido estremecimiento surgió de cerca de los dedos de sus pies y se extendió hacia arriba, por todo su cuerpo, en oleadas palpitantes, hasta que Riley sintió que ella también irradiaba algo elemental y primitivo.

Calor. Puro calor. Y Riley reconoció aquella sensación, en un grado sorprendente.

«Oh. Oh, mierda.»

Sí, tenía un amante. Pero no era el sheriff.

– Hola, Ash -dijo con calma, y mordió la barrita energética.

Necesitaba energía. Necesitaba toda la energía que pudiera conseguir.

– Te habría llamado -le dijo Jake a Ash-. Pero sabía que tenías un juicio, así que…

– Se ha pospuesto -dijo Ash, mirando al sheriff-. Además, en mi lista de prioridades un asesinato va antes que un allanamiento de morada. Ese caso puede esperar.

Tenía una voz preciosa, pensó Riley. Honda, sonora y curiosamente fluida. Seguramente le era útil, siendo abogado. Eso había deducido que era por la conversación.

Jake gruñó.

– Normalmente trabajas con informes y fotografías del lugar de los hechos.

«Fiscal, supongo.»

– Esto es especial. Obviamente. -Había vuelto la mirada hacia el centro del claro y estaba mirando cómo metían en una bolsa negra el cadáver decapitado-. ¿Ni idea de quién es?

– De momento, no. Lo primero que hicimos fue tomarle las huellas, pero no están en nuestra base de datos.

– Y no hay rastro de la cabeza -añadió Riley. Tenía la sensación de que esperaban que participara en la conversación.

– ¿Para retrasar la identificación, quizá? -sugirió Ash.

Jake frunció el ceño.

– Echa un vistazo a tu alrededor -dijo-. Si uno quiere matar a alguien y que no identifiquen a la víctima, es lógico que arroje el cadáver decapitado a una zanja o al mar. Pero torturarlo y colgarlo en una zona pública, encima de un altar y dentro de un círculo de sal…

– ¿De sal?

– Se utiliza en algunos rituales ocultistas -dijo Riley.

Ash la miró.

– Ayer parecías estar casi segura de que lo que está pasando no tenía nada que ver con el ocultismo.

«Mierda. ¿Era una opinión profesional o se lo dije en la cama? ¿Y te dije la verdad, fuera lo que fuese lo que pensaba?»

No podía preguntárselo, claro.

– Bueno -dijo con calma-, eso fue antes de que pasara esto. Y Jake tiene razón: es una forma muy llamativa de dejar a la víctima si lo único que se quiere es retrasar la identificación. No sé si es un ritual ocultista o no. Al menos, de momento.

Él levantó una de sus cejas oblicuas.

– Entonces, ¿Jake te ha pedido ayuda?

– No exactamente. Ni oficialmente.

– Ella tiene recursos que yo no tengo, Ash -dijo Jake.

– Está de vacaciones.

– Me aseguraré de que no pierda días de vacaciones por ayudarnos con esto.

– Los perderá si participa en la investigación extraoficialmente, en su tiempo libre.

– Al menos reconoces que hay algo que investigar.

– Un asesinato, Jake. A pesar de toda esa parafernalia, es sólo un asesinato.

– Eso no lo sabes. Ni tampoco lo sé yo. Riley puede ayudarnos a descubrir si lo es o no.

– Si necesitas ayuda, pídela oficialmente, a través del FBI. Que te manden un agente.

– Ya tienen un agente aquí.

Riley notó de pronto que la mano que seguía tocando su espalda irradiaba tensión y…, otra cosa, algo que podía sentir pero que se le escapaba. ¿Peligro? ¿Alarma?

Se apartó bruscamente de aquella mano y se volvió para mirarlos a ambos, componiendo una sonrisa amable.

– Sigo aquí, chicos.

Ash parecía inexpresivo, pero Jake puso cara de avergonzado.

– Perdona, Riley, pero…

– No habléis de mí como si no estuviera aquí -añadió ella suavemente.

Ash dijo con firmeza:

– Estás de vacaciones. Para descansar y relajarte, ¿recuerdas? Después de un año de casos muy duros, dijiste, en el último de los cuales estuvieron a punto de matarte.

– No dije que estuvieran a punto de matarme -objetó ella, confiando en no haberlo dicho-. Dije que fue difícil y que faltó poco. Pero obviamente no fue para tanto, puesto que no tengo ninguna marca.

Dijo aquello premeditadamente mientras observaba a Ash, atenta a su más leve reacción. Y, maldición, vio un brillo inquietante en aquellos ojos verdes.

Un brillo conocido.

La ducha estaba llena de vapor (el cuarto de baño entero, en realidad) cuando cerraron los grifos y llegaron a la cama.

– Vamos a mojar las sábanas -murmuró ella.

– ¿Te importa?-Su boca se deslizó por la garganta de Riley y entre sus pechos-. ¿Paro?

Él tenía el pelo lo bastante largo para que Riley cogiera un mechón y le obligara a levantar la cabeza para poder mirar aquellos ojos verdes, verdes.

– Si paras, te mato -dijo con voz ronca.

Él se rio y se apoderó de su boca, y aquel ardor delicioso comenzó a crecer…

– No -dijo él-. No tienes ninguna marca. Pero aun así has venido de vacaciones.

Malditos recuerdos, asaltando su cabeza en los momentos más inoportunos. Riley carraspeó y se lanzó de cabeza.

– He tenido casi tres semanas de vacaciones, buena comida, un montón de descanso y muchos paseos por la playa. Estoy bien, Ash.

– Y yo necesito su ayuda -dijo Jake tajantemente-. El orgullo no me impide pedírsela, Ash, aunque a ti sí te lo impida.

– Esto no tiene nada que ver con el orgullo. -Ash tenía la mirada fija en Riley.

Casi en voz baja, pero lo bastante alta para que todos le oyeran, Jake masculló:

– Ya sé con qué tiene que ver.

Riley saltó antes de que la tensión que notaba en Ash le hiciera decir algo de lo que podía arrepentirse luego.

– Mira, ya he dicho que os ayudaré si puedo. Y eso voy a hacer. Así que no hay nada más que decir. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -dijo Jake inmediatamente.

Ash tardó algo más. Sostuvo la mirada de Riley con aquellos ojos tan vividos y luego sonrió.

– Claro -dijo-. Creo que podemos formar un buen trío. Profesionalmente hablando.

Riley le devolvió la sonrisa.

– Seguro que sí.

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