Capítulo 2

Riley dijo lo único que se le ocurrió.

– Me…, me sorprende que no hayas mandado ya a la caballería.

Bishop dijo agriamente:

– Quería mandarla, créeme. Pero aparte de que todos los equipos estaban fuera, tú insististe en que podías ocuparte sola de la situación y en que no me preocupara si tardabas algún tiempo en contactar. No es buena idea que cualquiera de nosotros deje de dar señales de vida. Pero eres una de las personas más capaces y autosuficientes que conozco, Riley. Tuve que confiar en que sabías lo que hacías.

Casi distraídamente, ella contestó:

– No te estaba criticando por no acudir al rescate, sólo me sorprendía que no lo hubieras hecho. -Lo cual significaba que el propio Bishop estaba metido «hasta el cuello» en un caso que no podía dejar. Le dijera ella lo que le dijera, Bishop solía vigilar de cerca a su gente y rara vez permanecía fuera de contacto más de un día o dos en el curso de una investigación.

Claro que probablemente también habría intuido algo si ella hubiera estado en peligro real. O, en todo caso, lo había intuido más de una vez en el pasado. Le pasaba con algunos de sus agentes, aunque no con todos, desde luego.

– Y de todos modos estoy bien -dijo ella-. Al menos…

– ¿Qué? Riley, ¿qué demonios está pasando?

Su pregunta le hizo torcer el gesto, porque si Bishop no sabía lo que estaba pasando, era muy probable que estuviera metida en un buen lío.

¿Cómo se las había arreglado para meterse en una situación lo bastante peligrosa como para cubrirla de sangre y provocar, aparentemente, una amnesia a corto plazo, ocultando al mismo tiempo lo que estaba sucediendo a la formidable percepción telepática del jefe de la UCE?

Quizá la amnesia tuviera que ver con eso. O quizá lo mismo que había desencadenado la pérdida de memoria había creado una especie de bloqueo o escudo. No lo sabía.

Maldición, sencillamente no lo sabía.

– ¿Riley? No creía que hubiera riesgo de violencia, al menos por lo que dijiste en tu informe. No había muertes sospechosas, ni se habían denunciado desapariciones. Me dio la sensación de que estabas medio convencida de que se trataba sólo de una serie de bromas macabras. ¿Ha ocurrido algo que cambie eso?

Eludiendo la pregunta directa, Riley formuló otra:

– Oye, ¿qué más te dije?

Pensó por un momento que Bishop no iba a responder, pero por fin dijo:

– Desde que llegaste a Opal Island, hace tres semanas, sólo has informado una vez oficialmente, y tu informe era sumamente parco en detalles. Sólo decías que te habías instalado, que tenías un contacto fiable en el departamento del sheriff del condado de Hazard y que confiabas en resolver satisfactoriamente la situación.

Riley tomó aire y dijo con despreocupación:

– ¿Y cuál es la situación?

Esta vez, el silencio fue tenso, por decir algo.

– ¿Riley?

– ¿Sí?

– ¿A qué fuiste a Opal Island?

– No…, no me acuerdo exactamente.

– ¿Estás herida?

– No. -Decidió, sintiéndose algo culpable, no mencionar la sangre. Aún no, en todo caso. Creía que tal vez tendría que hacerlo más adelante-. No tengo ni un rasguño, ni un chichón en la cabeza.

– Entonces será posiblemente un trauma emocional o psicológico. O un trauma psíquico.

– Sí, eso me imaginaba.

Bishop, como era propio de él, no perdió el tiempo en exclamaciones de asombro.

– ¿Qué recuerdas?

– Llegar aquí…, vagamente. Alquilar la casa, instalarme. Después de eso, sólo imágenes que no he podido ordenar.

– ¿Y de antes de marcharte de Quantico?

– Lo recuerdo todo. O, al menos, todo hasta el cierre de la investigación de San Diego. Volví a la oficina, empecé con el papeleo, y eso es casi todo, hasta que me desperté aquí hace un par de horas.

– ¿Y tus sentidos?

– Mi sentido de arácnido parece estar fuera de servicio, pero me desperté muerta de hambre, así que seguramente no significa nada. Respecto a la clarividencia, no sé aún, pero me parece… -Sabía que tenía que ser sincera-. No creo que funcione precisamente a toda cilindrada.

Bishop no vaciló.

– Vuelve a Quantico, Riley.

– ¿Sin saber qué ha pasado? No puedo hacer eso.

– No quiero tener que ordenártelo.

– Y yo no quiero tener que desobedecerte. Pero no puedo hacer las maletas y marcharme con…, con este enorme espacio en blanco en mi vida. No me pidas que lo haga, Bishop.

– Riley, escúchame, estás ahí sola, sin refuerzos. No recuerdas nada de las tres últimas semanas. Ni siquiera recuerdas qué has ido a investigar. Y ya sea de forma temporal o permanente, no dispones de las capacidades que normalmente te ayudarían a concentrarte y a aclarar lo que está pasando bajo la superficie. ¿Puedes darme una sola razón por la que deba ignorar todo eso y dejar que te quedes?

Ella tomó aire y se la jugó.

– Sí. Una razón muy importante. Porque hoy, cuando me desperté, estaba completamente vestida y cubierta de sangre seca. Sea lo que sea lo que ha pasado aquí, estaba hasta los codos de sangre. Una llamada al sheriff del pueblo y seguramente habría acabado en el calabozo. Así que tengo que quedarme, Bishop. Tengo que quedarme hasta que recuerde, o descubra, qué demonios está pasando.


****

A Sue McEntyre no le gustaba en absoluto la ordenanza municipal que prohibía los perros en la playa de ocho de la mañana a ocho de la tarde. No le importaba levantarse temprano para que sus dos labradores se dieran una buena carrera por la arena, pero los perros grandes (los suyos, al menos) habrían estado más contentos si hubieran podido meterse también en el agua un par de veces durante el día. Sobre todo en pleno verano.

Por suerte había un parque que bordeaba el centro de Castle, provisto de una zona con un pequeño estanque en la que los perros podían estar sin correa a cualquier hora del día, así que al menos una vez al día Sue cargaba a Pip y Brandy en su toDoterreno y allá se iban, cruzando el puente para llegar a tierra firme.

Ese lunes por la tarde, no esperaba que el parque estuviera lleno de gente. Los veraneantes solían estar tostándose en la playa o comprando en el centro del pueblo, así que eran sobre todo los vecinos quienes usaban el parque, y la mayoría por la misma razón que Sue.

Encontró un sitio más cercano que de costumbre a la zona acotada para los perros y unos minutos después estaba lanzando un disco volador a Brandy y una pelota de tenis a Pip. Ella los tiraba y los perros iban a buscarlos llenos de alegría, y así los tres hacían ejercicio.

No fue hasta que Pip soltó bruscamente su pelota y se adentró a todo correr en el bosque que Sue reparó en que una parte de la valla estaba en el suelo. Comprendió entonces que el más osado y curioso de sus dos perros había aprovechado la ocasión para escaparse.

– Maldita sea. -No estaba muy preocupada. Era poco probable que Pip se dirigiera hacia las calles y el tráfico. Pero tampoco era probable que respondiera si lo llamaba, sobre todo teniendo en cuenta que explorar los bosques le gustaba incluso más que correr por la playa y que había perfeccionado el arte de volverse sordo temporalmente y sin aviso cuando le convenía.

Sue llamó a Brandy, le ató la correa al collar y salió en busca de su otro perro.

Cualquiera pensaría que era fácil ver a un perro de pelaje claro entre las sombras de los árboles, pero Pip tenía también el don de volverse prácticamente invisible, así que Sue tuvo que confiar en el olfato de Brandy para encontrar a su hermano. Por suerte aquello sucedía con la suficiente frecuencia como para que la perra condujera a su dueña con paso seguro por el bosque sin necesidad de que Sue le dijera lo que tenía que hacer.

Aquella arboleda era muy rara en la zona. No estaba formada, como era lo corriente, por pinos larguiruchos y suelo arenoso, sino por altísimos árboles de madera dura y densos matorrales. Pero como también estaba a menos de dos kilómetros del centro de Castle, no era lo que podía llamarse un bosque virgen.

Posiblemente, Sue y sus perros habían explorado cada palmo en los cinco años que llevaba viviendo en Opal Island.

Aun así, habría evitado el gran claro que había cerca del centro del bosque si Brandy no la hubiera llevado derecha a él. Había oído comentarios acerca de lo que habían encontrado allí hacía una semana, poco más o menos, y no le gustaba pensar que lo que a ella le parecía un interesante amontonamiento de rocas en las que sentarse a descansar y disfrutar de la quietud del bosque tenía ahora, en su imaginación, un propósito posiblemente más siniestro.

Satanismo, decía la gente.

Sue nunca había creído en esas cosas, pero de todos modos no había humo sin fuego. En aquellos bosques estaba prohibida la caza y ¿por qué, si no, iba a matar nadie a un animal…?

Pip empezó a ladrar.

Consciente de un escalofrío repentino, Sue apretó el paso y casi echó a correr junto a Brandy por el sinuoso sendero que llevaba al claro.

Cualquiera capaz de despedazar a un animal en el bosque sin ningún motivo, pensó, seguramente no dudaría en matar a una mascota, sobre todo si estaba en el lugar y el momento equivocados.

– ¡Pip!

No serviría de nada llamarlo, pero de pronto estaba terriblemente asustada, asustada como nunca antes, en un nivel tan profundo que era casi primigenio, y tenía que dar voz a aquel terror con un grito de la clase que fuese.

Hasta mucho después no se dio cuenta de que seguramente había olido la sangre antes de llegar al claro.

Cuando Brandy y ella irrumpieron en el claro, encontraron a Pip a unos metros de allí, parado y ladrando como un loco. No era su ladrido feliz, sino extraño y casi histérico que denotaba el mismo miedo primigenio que sentía Sue.

Brandy gemía y Sue la sujetó a su lado, se acercó a Pip y le abrochó la correa al collar a ciegas, con la mirada fija en lo que había en el centro del claro.

Aquel montón de rocas aparentemente inofensivo seguía allí, pero ya no parecía inofensivo: estaba salpicado de sangre, de montones de sangre.

Sue, sin embargo, prestó poca atención a las piedras. Ni siquiera notó que habían hecho un fuego cerca de ellas. Tenía la mirada fija en lo que colgaba sobre ellas.

Colgado con cuerdas de la gruesa rama de un roble, el cuerpo desnudo de un hombre apenas se reconocía como tal. Los cortes poco profundos que tenía por todas partes habían sangrado mucho, enrojeciendo su carne y goteando visiblemente sobre las rocas.

Goteando durante mucho tiempo.

Tenía las muñecas unidas y atadas, y los brazos estirados por encima de la… por encima de la… Pero no: no tenía los brazos estirados por encima de la cabeza.

No había cabeza.

Sofocando un grito, Sue dio media vuelta y echó a correr.


****

Hizo falta mucha persuasión, pero al final se impuso Riley.

En cierto modo.

Bishop aceptó no retirarla del caso, pero no quiso darle un plazo indeterminado. Era lunes por la tarde. Tenía hasta el viernes para «estabilizar» la situación, es decir, para recuperar sus recuerdos de las tres semanas anteriores y/o descubrir qué estaba pasando. Si no lo hacía a satisfacción de Bishop, tendría que volver a Quantico.

Y debía informar diariamente; una sola omisión y Bishop mandaría a otro miembro o miembros del equipo con órdenes de sacarla de allí. O iría en persona.

Además, Riley debía mandar a Quantico la ropa manchada de sangre con la que se había despertado para que la analizaran inmediatamente. Bishop enviaría un mensajero en el plazo de un par de horas para que recogiera el paquete. Y si los resultados demostraban que era sangre humana, se acabaron los juegos.

– ¿Crees que puede ser sangre de un animal? -preguntó ella.

– Dado que fuiste allí a investigar informes de posibles rituales secretos, es lo más probable. -Bishop hizo una pausa y luego continuó-. Hemos recibido varios informes parecidos procedentes de todo el sureste en el último año, más o menos. ¿Eso lo recuerdas?

Riley lo recordaba.

– Pero nueve de cada diez veces no hay pruebas de actividades ocultistas. O al menos nada peligroso.

– Nada satánico -respondió él-. Que es siempre la idea que alimenta la histeria popular: que los adoradores del diablo celebran rituales secretos en los bosques, incluyendo orgías y sacrificios de niños.

– Sí, cuando en realidad casi siempre son bromas macabras o simplemente alguien que llega a conclusiones precipitadas cuando encuentra algo raro mientras da su paseo diario.

– Exacto. Pero en cuanto empiezan a circular los rumores, esos incidentes se amplifican, y el miedo puede causar problemas serios. A veces, problemas mortales.

– Entonces, ¿vine aquí a investigar presuntas prácticas ocultistas? -Riley luchaba aún por recordar y seguía intentando encontrar la relación entre la ropa y las prendas interiores que había llevado y lo que parecía ser una investigación perfectamente normal (para ella, al menos).

En lo tocante a lo oculto, ella era siempre la emisaria de la UCE.

– Los presuntos inicios de actividades ocultistas -dijo Bishop-. Un amigo y antiguo colega tuyo se puso en contacto con nosotros. No quería que fuéramos allí abiertamente y, de hecho, carecía de autoridad para solicitar nuestra intervención, pero tenía la sensación de que lo que está pasando en Castle y en Opal Island, sea lo que sea, es muy serio y le viene grande al sheriff local.

– Así que estoy aquí extraoficialmente.

– Muy extraoficialmente. Y en virtud de la petición de Gordon Skinner y de tu confianza en que sus intuiciones son de fiar.

– Sí, las corazonadas de Gordon tienen fama de dar en el clavo. Siempre me ha parecido un preconizador latente. Y no se asusta fácilmente. -Riley frunció el ceño para sí misma-. Supongo que cumplió sus veinte años de servicio y se retiró, como planeaba. ¿A Opal Island?

– Eso dijiste.

– Está bien. En fin, en Gordon puedo confiar, desde luego. Si estoy aquí por él, está claro que he pasado tiempo con él estas últimas tres semanas. Él podrá ponerme al corriente.

– Eso espero. Porque no estás ahí de incógnito, Riley. No has ocultado que eres agente del FBI. Por lo que respecta a la gente del pueblo (incluido el sheriff, puesto que fuiste a hablar con él cuando llegaste), estás en Opal Island de vacaciones. Te has tomado un largo descanso después de un caso especialmente difícil.

– Ah -dijo Riley-. Me pregunto si habrá sido sensato por mi parte. Estar aquí abiertamente, quiero decir.

– Por desgracia, no tengo ni idea. Pero está claro que es demasiado tarde para arrepentirse de esa decisión.

– Sí. Entonces, elegí la isla para pasar mis vacaciones porque Gordon, un ex compañero del ejército, se retiró aquí.

– Eso te daba un motivo lógico para estar ahí.

Riley suspiró.

– ¿Y eso es todo lo que sabes? -El silencio de Bishop hablaba por sí solo, y ella se apresuró a añadir-: Ya sé, ya sé, es culpa mía. Debería haber informado. Y estoy segura de que cuando recuerde por qué no informé, será por una buena razón.

– Eso espero.

– Lo siento, Bishop.

– Ten cuidado, ¿quieres? Sé que sabes cuidar de ti misma, pero los dos sabemos que las investigaciones que desvelan prácticas de magia negra o alguna otra variante de satanismo suelen terminar mal. Y deprisa, por lo general.

– Sí. La última incluyó un asesino en serie, ¿no?

– No me lo recuerdes.

Riley tampoco se alegró de haberlo sacado a relucir, porque aquel recuerdo, al menos, se le presentó enseguida con toda claridad. Había estado a punto de ser la última víctima de aquel asesino en serie.

– Esto no me gusta, Riley, que lo sepas -dijo Bishop.

– Lo sé.

– O el viernes informas de algún avance, o se acabó.

– Entendido. No te preocupes. Tengo a Gordon para cubrirme las espaldas, si es necesario, mientras descubro qué está pasando.

– Ten cuidado -repitió él.

– Lo tendré. -Colgó el teléfono y se quedó allí cerca de un minuto con el ceño fruncido. La jaqueca empezaba a remitir por fin, pero sus sentidos se habían embotado al mismo tiempo que el dolor.

Volvió a llenar su taza de café y registró luego la despensa en busca de las barritas hipercalóricas que solía comprar por si acaso. Era normal que llevara al menos dos en el bolso o en los bolsillos de atrás en todo momento; si no comía algo cada hora o dos, no podía funcionar a pleno rendimiento.

Eficiencia psíquica.

Algunos otros miembros de la UCE envidiaban su metabolismo, que le permitía comer todo lo que quería (y en cantidades asombrosas) sin engordar un solo kilo. Pero también conocían sus desventajas. En el transcurso de una investigación, no siempre podía comer lo suficiente o lo bastante a menudo para abastecer constantemente de combustible sus dotes naturales, y al menos en una ocasión ello había estado a punto de costar una vida.

La suya.

Se comió una barrita energética con el café y puso dos más en el bolso que había encontrado. Inspeccionó el contenido del bolso por si acaso incluía algo extraño que disparara sus recuerdos, pero todo parecía normal.

Solía viajar ligera de equipaje, así que no había gran cosa. Las llaves de su coche alquilado y las de la casa. Una pequeña agenda de bolsillo. Un tubo de bálsamo labial (no usaba carmín). Un estuche con espejo y maquillaje compacto sin apenas uso, porque tampoco se maquillaba, a no ser que las circunstancias lo requirieran. Una billetera con dinero en efectivo, tarjetas de crédito en sus fundas protectoras, y el permiso de conducir. Su cartera con el carné y la placa del FBI estaría en la mesita de noche, o debería estar, puesto que estaba técnicamente de permiso.

Fue a comprobarlo, y allí estaba.

Cuando volvió al cuarto de estar, encendió la televisión y puso la CNN para cerciorarse de la fecha y comprobar si se había perdido algo crucial de las noticias del mundo.

Era 14 de julio. Y el último recuerdo claro y sólido que tenía era de en torno al 20 de junio, en Quantico. Papeleo en la mesa, nada fuera de lo corriente. Sentirse un poco agotada, lo cual era normal después de una investigación difícil.

Y luego… nada, excepto destellos. Susurros dentro de su cabeza, retazos de conversaciones que no tenían sentido. Caras y lugares que creía conocer pero a los que no podía poner nombre. Sensaciones extrañamente turbulentas y hasta caóticas para una mujer que solía afrontar la vida racionalmente.

Se sacudió aquella impresión y miró el televisor frunciendo el ceño. Sí, ella no estaba muy a tono. ¿Cómo iba el mundo?

Un terremoto, dos escándalos políticos, un divorcio de gente famosa y media docena de crímenes violentos después, Riley apagó el volumen y volvió a la cocina a por más café.

Había cosas que no cambiaban.

– No puedo esconderme en esta casa hasta que recupere la memoria -se dijo, murmurando. En primer lugar, no había ninguna garantía de que fuera a recordar; la amnesia a corto plazo vinculada a un trauma no era en absoluto infrecuente, pero en una persona con dotes parapsicológicas podía ser un síntoma de problemas más serios.

No había hecho falta que Bishop se lo recordara.

Por otro lado, nada de lo que había allí encendía la chispa de su memoria. Y necesitaba información cuanto antes. Necesitaba tener una idea de lo que estaba pasando. Así que estaba claro que lo más urgente era contactar con Gordon.

Dedicó algún tiempo a guardar en una bolsa la ropa que se había puesto y logró encontrar lo que necesitaba para hacer un paquete decente que enviar a Quantico. Luego volvió a registrar la casa, esta vez buscando minuciosamente algo fuera de lo normal.

Aparte de la ropa interior provocativa, no encontró nada que le pareciera extraño. Lo cual significaba que no había nada que respondiera a sus interrogantes o planteara otros nuevos.

Cuando acabó su registro, se había comido otra barra energética y el dolor de cabeza había desaparecido prácticamente. Pero cuando intentó abrir sus sentidos extras, no consiguió nada. No consiguió la conexión profunda e intensa con su entorno que le proporcionaba su sentido de arácnido.

En cuanto a la clarividencia…

Era más potente con las personas que con los objetos, de modo que resultaba difícil estar segura de que ese sentido extra hubiera desaparecido del mapa estando sola dentro de casa.

Sonó el timbre, y su primera reacción fue una intensa sospecha que procedía de su entrenamiento y de su eterna adicción a las novelas de misterio y las películas de terror.

Una visita justo cuando la necesitaba no era buena señal.

Llevó la pistola consigo, junto al costado, hasta que llegó a la puerta delantera. Un pequeño panel de cristal transparente encajado en la madera le permitió ver a la persona que esperaba en el porche.

Una mujer con uniforme de ayudante del sheriff, sin gorra. Era alta, pelirroja, bastante guapa y…


No sé, Riley. Esas cosas no se ven por aquí. Extraños símbolos grabados en la madera o dibujados en la arena. Un edificio abandonado y una casa en construcción quemados hasta los cimientos. Esa cosa que encontramos en el bosque y que tú dices que puede indicar que alguien está practicando, o intentando practicar, algún tipo de ritual satánico…

– De momento sólo son piezas sueltas, Leah. Piezas sueltas muy raras, eso sí.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que algo no encaja.


Aquel fogonazo de recuerdos se desvaneció tan rápidamente como había llegado, pero le dejó una certeza: la ayudante Leah Wells era su «contacto de confianza» en el departamento del sheriff.

Riley se guardó la pistola automática en la cinturilla de los vaqueros, a la espalda, descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

– Hola -dijo-. ¿Qué pasa?

– Nada bueno -contestó Leah sombríamente-. El sheriff me ha mandado a buscarte. Ha habido un asesinato, Riley.

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