Capítulo 1

Antes incluso de abrir los ojos, Riley Crane tuvo conciencia de dos cosas. De su dolor de cabeza y del olor a sangre.

Ninguna de ellas era infrecuente.

Su instinto y su formación la impulsaron a quedarse perfectamente quieta, con los ojos cerrados, hasta que estuvo segura de estar del todo despierta. Estaba boca abajo y seguramente en una cama, pensó. Seguramente en su propia cama. Encima de las sábanas, o al menos no tapada.

Sola.

Entornó los ojos lo justo para ver. Sábanas revueltas, almohadas. Sus sábanas revueltas, sus almohadas, pensó. Su cama. La mesilla de noche, provista de los accesorios habituales: una lámpara, una desordenada pila de libros y un despertador.

Los números rojos anunciaban que eran las dos de la tarde.

Eso sí que era raro. Ella nunca dormía hasta tarde, y nunca echaba la siesta. Además, aunque el dolor de cabeza o el olor a sangre no fueran infrecuentes en su rutina, el que se dieran los dos juntos empezaba a hacer sonar campanas de alarma en su cabeza.

Riley se concentró en escuchar y su inquietud aumentó al darse cuenta de que sólo oía en un nivel «normal». El leve zumbido del aire acondicionado. El rugido y el restallar del oleaje fuera, en la playa. Una gaviota chillando al sobrevolar la casa. Las cosas que un oído cualquiera podía distinguir automáticamente sin necesidad de prestar especial atención o afinarse.

Y nada más. Por más que lo intentaba, no oía el pulso interior de la casa, formado por cosas como el agua en las cañerías, el zumbido de la electricidad en los cables y el crujido y el movimiento casi imperceptible de la madera y la piedra aparentemente sólidas cuando el viento soplaba del mar y empujaba el edificio.

No oía nada de eso. Y eso era malo.

Arriesgándose, Riley se incorporó sobre los codos y deslizó la mano derecha bajo la almohada. Ahhh, al menos eso estaba allí, justo donde debía estar. Cerró la mano sobre la empuñadura tranquilizadora de su arma y la sacó para inspeccionarla rápidamente.

El cargador puesto, el seguro en su sitio, ninguna bala en la recámara. Sacó automáticamente el cargador, comprobó que estaba lleno y volvió a colocarlo; luego metió una bala en la recámara, el ademán rápido y suave después de tantos años de práctica. Se sentía cómoda con la pistola en la mano. Y eso estaba bien.

Había, sin embargo, algo terrible.

Veía ahora la sangre además de olerla. Estaba en su cuerpo.

Rodó sobre la cama y se sentó en un solo movimiento mientras su mirada volaba llena de recelo por la habitación. Su dormitorio, algo que reconocía con una sensación de familiaridad, el alivio de estar donde debía. Y estaba vacío, excepto por ella.

El dolor de cabeza aumentó por la velocidad de sus impulsos, pero Riley prefirió ignorarlo mientras se miraba. La mano con la que sostenía la pistola estaba manchada de sangre seca, y cuando se cambió el arma de mano, vio que la otra también lo estaba. En las palmas, en el dorso de las manos, en los antebrazos; vio incluso que tenía sangre bajo las uñas.

Hasta donde podía ver, no había sangre en las sábanas, ni en las almohadas. Lo que significaba que, al parecer, toda aquella sangre se había secado antes de que ella cayera sobre la cama completamente vestida y se durmiera. O se desmayara. En cualquier caso…

Dios santo.

Sangre en las manos. Sangre en la camiseta de color claro. Sangre en los vaqueros descoloridos.

Un montón de sangre.

¿Estaba herida? No sentía ningún dolor, aparte de la jaqueca. Sentía, en cambio, frío y un miedo creciente, porque despertarse cubierta de sangre no podía ser bueno, se mirara por donde se mirara.

Se levantó, un poco rígida y más que un poco temblorosa, y salió descalza de la habitación. Inspeccionó la casa rápidamente pero con cautela para asegurarse de que estaba sola, de que no había ninguna amenaza inmediata. La otra habitación estaba limpia como una patena y parecía no haberse usado recientemente, lo que probablemente era cierto. Riley rara vez tenía invitados que necesitaran una habitación extra.

Inspeccionar el resto le llevó poco tiempo porque la casa consistía en un gran espacio diáfano que incluía cocina, comedor y cuarto de estar. Estaba limpia pero ligeramente desordenada, con libros, revistas, periódicos, discos y DVD amontonados aquí y allá. El desorden habitual de la vida cotidiana.

Parecía haber estado usando la pequeña mesa de comedor para trabajar, porque los tapetes estaban apartados y el maletín del ordenador portátil se hallaba sobre una de las sillas. El ordenador no estaba, lo cual sólo significaba que seguramente no había trabajado con él últimamente.

Las puertas estaban cerradas con llave. Las ventanas también estaban cerradas a cal y canto (hacía mucho calor en verano en la costa de Carolina del Sur).

Estaba sola.

Aun así, se llevó el arma cuando entró en el cuarto de baño y miró detrás de la cortina de la ducha, antes de encerrarse en la habitación relativamente pequeña. Entonces, al mirarse en el espejo que había encima del tocador, sufrió otra conmoción.

Tenía más sangre seca en la cara, extendida por la mejilla, y un poco parecía habérsele apelmazado en el pelo rubio. En densos pegotes.

– Mierda.

Se le revolvió el estómago y se quedó allí, parada un momento, con los ojos cerrados, hasta que pasó la náusea. Dejó entonces el arma encima del tocador y se desnudó.

Comprobó cada palmo de su cuerpo sin encontrar nada. Ni una sola herida, ni siquiera un arañazo. La sangre no era suya.

Aquello debería haberla tranquilizado. Pero no fue así. Estaba cubierta de sangre, y no era suya. Lo cual planteaba un montón de preguntas inquietantes y potencialmente aterradoras.

¿Qué (o quién) se había desangrado sobre ella? ¿Qué había ocurrido? ¿Y por qué no se acordaba?

Riley miró la ropa amontonada en el suelo, miró su cuerpo, de un dorado pálido por el bronceado del verano, la piel intacta, salvo por la sangre seca de las manos y los antebrazos.

Los antebrazos. Por la razón que fuera, había estado literalmente metida hasta los codos en sangre. Cielo santo.

Haciendo caso omiso de lo que le habían enseñado (había que llamar a las autoridades locales antes de hacer cualquier otra cosa), Riley se metió en la ducha. Puso el agua lo más caliente que pudo soportar y usó jabón en abundancia para restregar la sangre seca. Utilizó un cepillo de uñas para llegar a los cercos oscuros de sangre de debajo de las uñas y se lavó el pelo al menos dos veces. Pero incluso después de tenerlo limpio, de estar toda ella limpia, se quedó debajo del agua caliente, dejando que le golpeara los hombros, el cuello, la cabeza dolorida.

¿Qué había ocurrido?

No tenía la más leve idea, y eso era lo peor. No guardaba absolutamente ningún recuerdo de cómo se había cubierto de sangre.

Recordaba muchas otras cosas. Casi todo lo importante, en realidad.

– Te llamas Riley Crane -masculló, intentando convencerse de que no pasaba nada grave-. Tienes treinta y dos años, vives sola y eres agente federal, destinada desde hace tres años a la Unidad de Crímenes Especiales.

Nombre, rango, número de serie, más o menos. Cosas de las que estaba segura.

No tenía amnesia. Sabía quién era. Hija de militar, con cuatro hermanos mayores, había crecido viajando por todo el mundo, tenía una educación rica y variada, una formación de espectro tan amplio que muy pocas mujeres podían alardear de nada semejante, y había sabido valerse por sí misma desde muy joven. Y sabía cuál era su lugar: el FBI, la UCE. De todo eso se acordaba.

En cuanto a su vida reciente…

Santo Dios, ¿qué era lo último que recordaba? Recordaba vagamente haber alquilado la casa, recordaba más o menos haberse instalado en ella. Llevar cajas y bolsas desde el coche. Ordenar las cosas. Pasear por la playa. Sentarse en la terraza en la oscuridad de la noche, sentir la brisa cálida del océano en la cara y…

No estaba sola. Había alguien allí fuera, con ella. El recuerdo vago y confuso de voces susurradas. Risas sofocadas. Una caricia que sintió, por un instante fugaz, tan intensamente que se miró la mano, asombrada.

Y luego desapareció.

Por más que lo intentaba no lograba recordar nada más con claridad. Todo se volvía una maraña confusa dentro de su cabeza. Sólo había fogonazos, la mayoría de los cuales no tenían sentido para ella. Caras que no conocía, lugares en los que no recordaba haber estado, retazos fortuitos de conversaciones que no entendía.

Destellos sincopados por punzadas de dolor en la cabeza.

Achacó a la jaqueca el enorme espacio en blanco que formaba su pasado reciente, salió de la ducha y se secó. Era sólo el dolor de cabeza, desde luego. Se tomaría un par de aspirinas, comería un poco, metería algo de cafeína en sus venas y entonces se acordaría. Claro que sí. Se envolvió en una toalla, cogió otra vez el arma y volvió al dormitorio en busca de ropa limpia.

Al abrir los cajones y echar un vistazo al armario, cayó en la cuenta de que llevaba allí algún tiempo. Se había instalado de verdad, mucho más de lo que tenía por costumbre. Aquél no era su desorden de siempre, viviendo de una maleta. Su ropa estaba perfectamente ordenada en los cajones y colgada en el armario. Y no sólo había ropa de playa.

Ropa informal, sí, pero también varias cosas elegantes, desde bonitos pantalones de vestir a blusas de seda, pasando por vestidos. Hasta zapatos de tacón y medias.

Así pues, estaba allí por motivos de trabajo, tenía que ser eso. El problema era que no podía recordar en qué consistía su misión.

Abrió un cajón y al sacar un conjunto de braguita y sujetador de encaje, muy bonitos y sensuales, sintió que alzaba las cejas. Aquello no era en absoluto lo que solía ponerse, estaba obviamente nuevo y había más en el cajón. ¿A qué demonios se estaba dedicando allí?

Aquella pregunta resonó con más fuerza aún en su cabeza cuando descubrió también un liguero. Un liguero, por el amor de Dios.

– Dios mío, Bishop, ¿qué me has hecho hacer esta vez?


****

Tres años antes


– Necesito alguien como usted en mi equipo. -Noah Bishop, jefe de la Unidad de Crímenes Especiales del FBI, podía ser persuasivo cuando quería. Y quería, no había duda.

Riley Crane le observaba con indecisión y recelo evidentes. Bishop, que conocía su pasado, lo comprendía y esperaba ambas cosas.

Era interesante, pensó. Físicamente no era en absoluto como esperaba: en cuanto a estatura, estaba un poco por debajo de la media y era menuda, casi frágil en apariencia. No daba la impresión de ser capaz de lanzar a un hombre el doble de grande que ella por encima de su hombro con muy poco esfuerzo visible. Tenía unos ojos grandes y grises, engañosamente infantiles, que miraban con inocencia desde una cara de elfo curiosa, enigmática e infinitamente memorable sin ser bella en modo alguno.

Era fascinante que una cara semejante perteneciera a un camaleón.

– ¿Por qué yo? -preguntó, directa al grano.

Bishop valoraba la franqueza y contestó con naturalidad.

– Aparte de las capacidades necesarias en una investigadora, posee dos habilidades únicas que espero sean de enorme utilidad en nuestro trabajo. Puede adaptarse a cualquier situación y ser quien quiera en cualquier momento dado, y tiene el don de la clarividencia.

Riley no se molestó en protestar. Se limitó a decir:

– Me gusta jugar a los disfraces. Jugar a la simulación. Cuando de pequeña vives con la imaginación, acaban por dársete bien esas cosas. En cuanto a lo otro, dado que no me esfuerzo por anunciarme, sino de hecho más bien lo contrario, ¿cómo lo ha averiguado?

– Mantengo la oreja pegada al suelo -contestó Bishop encogiéndose de hombros.

– No me basta con eso.

– Estoy creando una unidad en torno a agentes con capacidades paranormales y estos últimos años he pasado mucho tiempo…, tendiendo cables. Avisando discretamente a gente en la que confío, dentro de las fuerzas de seguridad y fuera de ellas, sobre la clase de agentes potenciales que necesito.

– Agentes con facultades paranormales.

– No con cualquier don. Necesito gente excepcionalmente fuerte que sepa controlar sus capacidades y afrontar las dificultades emocionales y psicológicas del trabajo que hacemos. -Señaló con la cabeza la escena que había tras ella-. Es evidente que usted puede afrontar el estrés extremo al que me refiero.

Riley miró hacia atrás, hacia el lugar donde el resto de su equipo trabajaba entre los escombros de lo que podía ser o no una explosión provocada. Las víctimas habían sido localizadas y sacadas en camillas o en bolsas para cadáveres, hacía horas. Ahora, un ejército de investigadores buscaba pruebas.

– No hace mucho tiempo que me dedico a esto -dijo Riley-. Tengo inclinación por la investigación, claro, pero en mi último trabajo me dedicaba a la seguridad en bases militares. Voy donde me mandan.

– Eso me ha dicho su jefe.

– ¿Ha hablado con él?

Bishop dudó sólo el tiempo justo para que ello fuera evidente; luego dijo:

– Fue él quien se puso en contacto conmigo.

– Entonces, ¿es una de esas personas de confianza de las que me ha hablado?

– Sí. El amigo de un amigo, más o menos. Y abierto a las posibilidades de lo paranormal, un rasgo poco común entre los militares. Sin ánimo de ofender, obviamente.

– No me ha ofendido. Obviamente. ¿Qué le dijo?

– Parece creer que se está desperdiciando su talento y que no puede ofrecerle la clase de retos que cree que necesita.

– ¿Eso dijo?

– Prácticamente sí. Tengo entendido que le queda muy poco tiempo, unas pocas semanas para volver a reincorporarse. O no.

– Soy militar de carrera -dijo ella.

– O no -respondió Bishop.

Riley sacudió ligeramente la cabeza y dijo:

– Así, de pronto, agente Bishop, no se me ocurre una sola razón para cambiar mi carrera militar por una en el FBI, por muy especializada que sea su unidad. Además, aunque tenga corazonadas de vez en cuando, eso nunca cambia el resultado de ninguna situación concreta.

– ¿No?

– No.

– Nosotros podemos ayudarla a aprender a canalizar y focalizar sus capacidades, y a usarlas de manera constructiva. Quizá le sorprenda lo mucho que eso puede cambiar las cosas…, en cualquier situación concreta.

Sin esperar respuesta, Bishop abrió el maletín que llevaba y extrajo un sobre grande y grueso de papel de estraza.

– Eche un vistazo a esto cuando tenga ocasión -dijo, entregándoselo-. Esta noche, mañana. Después, si le interesa, llámeme. Mi número está dentro.

– ¿Y si no me interesa?

– Todo lo que hay ahí dentro es una copia. Si no le interesa, destrúyalo y olvídese de ello. Pero yo apostaría a que le interesará. Así que voy a quedarme por aquí unos días, comandante. Sólo por si acaso.

Después de que Bishop se marchara, Riley se quedó con la mirada perdida largo rato, dándose golpecitos con el sobre en la mano pensativamente. Luego lo guardó en su coche y volvió al trabajo.

No fue hasta mucho más tarde, esa noche, estando sola en su pequeño apartamento fuera de la base, cuando descubrió que Bishop no le había dicho toda la verdad. En el sobre había algo que no era una copia.

Riley se había armado de valor antes de abrir el sobre, en parte porque el sentido común le decía lo que posiblemente iba a encontrar en él y en parte porque su sentido extra hormigueaba en señal de advertencia. En realidad, no había dejado de hormiguear desde la primera vez que Riley tocó el sobre, pero los años de vida disciplinada, especialmente en el ejército, le habían enseñado a concentrarse y precisar su atención, de forma que normalmente era capaz de sofocar las sensaciones que la distraían hasta que las necesitaba.

Hasta que estuviera preparada para concentrarse en lo que vería cuando vaciara el sobre encima de la mesa.

Copias, sí. Copias del infierno. Informes de autopsias…, y fotografías de autopsias. Instantáneas hechas en la escena del crimen. Y no sólo de un crimen, sino de media docena. Asesinatos de hombres que parecían jóvenes y ricos. Asesinatos brutales, crueles, sanguinarios y salvajes.

Sin necesidad de mirar los informes de las autopsias, Riley supo que los asesinatos habían tenido lugar en ciudades y pueblos distintos. Supo que todas las víctimas conocían a su asesino. Supo que sólo había un asesino.

Y supo también lo que pensaba hacer Bishop para atraparlo.

– Así que por eso yo -dijo para sí misma. ¿Un reto? Oh, sí, no había duda. El reto de toda una vida. Una prueba mortal de sus capacidades. De todas ellas.

Alargó el brazo lentamente y cogió el único objeto del sobre que no era una copia. Era una moneda de medio dólar. No tenía, aparentemente, nada de particular. Excepto que, al tocarla, Riley supo una cosa más.

Supo lo que ocurriría si rechazaba la invitación de Bishop.

Al final, no hubo mucho que pensar. Riley buscó la tarjeta con su número de móvil e hizo la llamada. No perdió el tiempo en cortesías cuando él contestó.

– No juega limpio -dijo.

– Yo no juego -contestó él.

– ¿Debería recordarlo para el futuro?

– Usted sabrá.

Riley cerró los dedos sobre la moneda que tenía en la mano y suspiró.

– ¿Dónde tengo que firmar?


****

En la actualidad


No tardó en vestirse. Evitó la ropa interior de encaje, se puso la que solía llevar, más sencilla y práctica (y más cómoda), y buscó unos vaqueros y una camisa de algodón de tirantes. No se molestó en secarse el pelo corto: se lo peinó con los dedos y dejó que se secara solo.

Descalza, fue a la cocina y preparó café; luego rebuscó por ahí hasta que encontró unas aspirinas. Se las tragó en seco con una mueca y descubrió luego zumo de naranja en la nevera con el que eliminar su regusto amargo.

La nevera estaba bien surtida, lo cual le hizo levantar de nuevo las cejas. Normalmente compraba la comida fuera. No era muy dada a cocinar, como no fueran huevos y tostadas, o algún que otro filete.

El ruido de sus tripas le avisó de que hacía tiempo que no comía. Fue un alivio, en realidad, porque ello ofrecía una explicación lógica a la pregunta de por qué sus sentidos estaban tan embotados: su organismo no tenía el combustible necesario para funcionar a pleno rendimiento.

Era su singularidad particular; la mayoría de los agentes de la UCE podían hacer gala al menos de una de aquellas rarezas.

Riley se preparó un gran cuenco de cereales y se lo comió apoyada contra la isla de la cocina.

Tenía en todo momento el arma a mano.

Cuando acabó de comer, el café ya estaba listo. Llevó consigo su primera taza al acercarse a las ventanas que daban al mar y a la puerta de cristal que se abría a la terraza. No salió, pero abrió las contraventanas y se quedó allí de pie, bebiendo el café mientras observaba el Atlántico grisáceo, las dunas y la playa.

No se veía mucha actividad, y la que había estaba dispersa. Unas cuantas personas tendidas sobre toallas o tumbonas de playa, empapándose de sol. Un par de niños cerca de una pareja que tomaba el sol, construyendo con arena un edificio de forma singular. Una pareja paseando por la orilla mientras las olas menudas rompían alrededor de sus tobillos.

Entre la casita de Riley y el agua, la playa estaba desierta. Allí, la gente solía respetar los límites de las playas de acceso privado, sobre todo en aquel extremo menos poblado de la pequeña isla, y si pagabas un ojo de la cara por estar en primera línea, normalmente podías disfrutar de tu pedacito de arena.

Riley regresó a la cocina en busca de su segunda taza de café. Tenía el ceño fruncido porque la cabeza seguía doliéndole a pesar de las aspirinas, la comida y la cafeína. Y porque seguía sin recordar qué había pasado, qué la había dejado cubierta de sangre seca.

– Maldita sea -masculló, reacia a hacer lo que sabía que debía hacer. Como les sucedía a casi todos los agentes de la UCE, Riley era una obsesa del control, y odiaba tener que reconocer ante los demás que una situación se le había ido de las manos. Pero innegablemente eso era lo que había sucedido.

Al menos, de momento.

Dejó su taza en la cocina y, con el arma todavía encima, buscó su móvil. Al final, lo encontró en un bolso deportivo. De un solo vistazo comprendió que el teléfono estaba muerto y bien muerto, cosa que aceptó con un suspiro de resignación. Encontró el cargador enchufado junto a un extremo de la encimera de la cocina y conectó el teléfono.

Había un teléfono fijo en ese mismo lado de la encimera y Riley lo miró mordiéndose el labio un momento, indecisa.

Mierda. En realidad, no podía hacer otra cosa.

Apuró su segunda taza de café, perfectamente consciente de que estaba perdiendo el tiempo y por fin hizo la llamada.

Cuando él contestó con un sucinto «Bishop», Riley se esforzó por que su voz sonara tranquila y natural.

– Hola, soy Riley. Parece que tengo un problemilla por aquí.

Hubo un largo silencio y luego Bishop, con voz extrañamente áspera, dijo:

– Eso ya lo habíamos deducido. ¿Qué demonios está pasando, Riley? Te has saltado tus dos últimos controles.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

– ¿Qué quieres decir? -Ella nunca se saltaba los controles. Nunca.

– Quiero decir que hace más de dos semanas que no sabemos nada de ti.

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