Pasados unos segundos, Ash soltó un breve suspiro.
– Está bien. Tienes razón. Tienes más derecho que yo a estar enfadada.
– Gracias.
Se miraron el uno al otro y luego, por fin, Ash sonrió.
– Así que has decidido confiar en mí, ¿eh?
Consciente de que el ayudante del sheriff los observaba, Riley bajó de nuevo la voz.
– Bueno, a fin de cuentas estaba acostándome contigo. No sé si lo sabes, pero no tengo costumbre de acostarme con hombres a los que apenas conozco.
– Eso dijiste.
Ella le miró entornando los ojos.
– ¿Te importaría decirme por qué contigo hice una excepción?
La sonrisa de Ash se hizo más amplia.
– ¿Sabes?, creo que voy a esperar un poco, a ver si recuperas esa parte de tu memoria.
– Cabrón.
– He dicho que tienes más derecho que yo a estar enfadada, no que ya no esté enfadado. Eres toda una actriz, Riley. Puede que con el tiempo me haya dado cuenta de que pasaba algo, pero ni se me ha pasado por la cabeza que fuera un extraño para ti.
Ella se aclaró la garganta.
– Un completo extraño, no. Puede que mi memoria esté fuera de servicio, pero otras partes de mi cuerpo se… Digamos simplemente que recordé algunas cosas antes que otras.
– Sí, en la cama congeniamos desde el principio -dijo él-. Me habría ofendido gravemente si lo hubieras olvidado.
– Seguro que sí.
– Cosas de hombres.
– Aja. Bueno, mientras tú te das golpes de pecho, yo voy a ver si capto algo en la escena del crimen.
Él se puso serio.
– Riley -dijo-, no me hace falta saber mucho de facultades parapsicológicas para darme cuenta de que esto no es una buena idea.
– Seguramente no, pero es lo único que se me ocurre ahora mismo. -Sacudió la cabeza-. Mira, Gordon no pudo decirme gran cosa porque yo no le había contado casi nada. Nunca tomo notas ni voy redactando un informe durante una investigación. He empezado a hacerlo aquí, por si acaso mi mente está más dañada de lo que creía. Así que no dejé precisamente un rastro de miguitas de pan que pudiera seguir después. No sé qué está pasando. No sé qué he descubierto estas últimas semanas. Lo único que sé es que alguien me atacó y que un hombre ha muerto.
– ¿Y tu jefe te dejó aquí sin refuerzos?
Riley le explicó brevemente lo ocupado que estaba el resto del equipo con otros casos y añadió:
– Bishop quería que volviera a Quantico, pero conseguí hacerle cambiar de idea. Tengo que informarle todos los días, y quiero tener unas cuantas respuestas que ofrecerle cuando le llame hoy. Si no, cuando se entere de lo que pasó ayer…
– ¿Qué pasó ayer?
«Mierda.»
– Perdí unas horas más -reconoció ella de mala gana.
– ¿Qué?
– Ya me has oído. Unas doce horas, esta vez. Desde ayer por la tarde hasta esta mañana.
– Riley, anoche parecías estar perfectamente bien.
– Ya me lo imagino. Es obvio que funcionaba normalmente. Estuve trabajando con el ordenador, redactando ese maldito informe. Pero no recuerdo haberlo hecho.
– Dios mío. ¿Te importaría explicarme por qué no estás en un hospital?
– En un hospital no sabrían qué hacer conmigo. Ash, casi lo único que sabe la ciencia médica del cerebro humano es que no sabe para qué se usa en su mayor parte. Y hasta donde ha podido determinar la UCE, ésa es probablemente la parte que usamos las personas con capacidades parapsicológicas.
El había fruncido el ceño.
– ¿Me estás diciendo que un examen médico no mostraría ninguna alteración orgánica que explique tu amnesia?
– Te estoy diciendo que no me dirían nada que no sepa ya. Y que esto no es algo que pueda curar un médico poniéndome una venda y mandándome a casa con una receta.
– Riley…
– Mira, vas a tener que confiar en mí. Fuera lo que fuese lo que me hizo esa pistola eléctrica, la medicina no puede arreglarlo. Quizá sea capaz de aclarar qué está pasando si puedo recuperar la clarividencia y usar mi cerebro y mis sentidos como siempre he podido. Quizá.
– Pero no hay garantías.
– No.
– Podrían empeorar las cosas.
– Ése es un resultado tan probable como otro cualquiera -reconoció ella.
– ¿Por eso has decidido contarme la verdad por fin? ¿Porque te da miedo empeorar, perder más tiempo? ¿Es eso lo que temes?
– Confío en que no haya ningún problema, claro. Pero si lo hay, si pierdo más tiempo, necesitaré a alguien que me siga la pista. -Riley tomó aire y exhaló despacio-. No sé qué puede pasar si consigo recuperar la clarividencia. Puede que nada. Puede que ese sentido haya desaparecido por completo. De momento no he podido recuperarlo, desde luego.
Ash la estrechó entre sus brazos.
Riley se sorprendió un poco, pero se descubrió pasando los brazos alrededor de su cintura y experimentó una trémula sensación de alivio.
Quizás no estaba tan sola como creía.
– Saldremos de ésta -le dijo él-. Y pienses lo que pienses, eres mucho más que una persona con poderes paranormales.
– ¿Intentas prepararme por si acaso no me recupero? -murmuró ella.
– Eso sólo es una parte de ti, Riley. No todo tu ser.
– Si tú lo dices.
Él la mantuvo enlazada con un brazo mientras atravesaban el parque de los perros, en dirección al hueco de la valla.
– Ahora te toca a ti confiar en lo que te digo. Además, me preocupan mucho más esas lagunas de memoria.
– A mí también, amigo mío.
El ayudante del sheriff apostado junto a la valla los conocía a ambos y se limitó a saludarlos inclinando la cabeza y tocándose el sombrero con un murmullo cortés cuando pasaron por su lado, pero la leve sonrisa que esbozó demostraba claramente que había observado su abrazo con interés y sin sorpresa.
– Supongo que todo el mundo sabe lo nuestro -dijo ella con sorna.
– No hemos guardado el secreto. ¿Para qué? Los dos somos solteros y hace tiempo que no necesitamos el consentimiento de nadie.
– Es que suelo ser muy discreta con mi vida privada, eso es todo.
– ¿Otro interrogante que te ronda por la cabeza?
– Digamos simplemente que es otra señal de que hay algo distinto. De que algo cambió cuando llegué aquí. Y es muy exasperante no recordar qué es.
Él la apretó con fuerza, pero sólo dijo:
– Yo apuesto por ti, si te sirve de algo. Dudo mucho que alguna vez hayas perdido una batalla. Al menos, una importante.
Riley quiso decirle que perdería aquella apuesta, pero habían llegado al claro, todavía acordonado con cinta policial amarilla, y se esforzó por olvidarse de todo lo que no fuera aquello.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Ash.
– Ahora -contestó ella-, voy a intentar hacer mi trabajo. Espera aquí, si no te importa.
Él no protestó; se limitó a mirarla cuando pasó por debajo de la cinta y se dirigió hacia las rocas del centro del claro.
– ¿Puedo ayudarte en algo?
– Bueno, si ves que mi cabeza empieza a girar y que me pongo a escupir sopa de guisantes, por favor, sácame de aquí a rastras.
– Por favor, dime que es una broma.
Ella miró hacia atrás y le sonrió.
– Sí. Tú vigila solamente, ¿de acuerdo? Si ves algo raro o sospechoso, rompe la conexión.
– ¿Qué conexión?
– Ésta. -Riley volvió la mirada hacia las rocas, respiró hondo y se concentró en abrir sus sentidos. Acto seguido alargó los brazos y puso ambas manos con firmeza sobre la piedra que tal vez hubiera servido de altar.
Había cerrado inconscientemente los ojos cuando sus manos tocaron la piedra áspera. Aunque las manchas de sangre se habían descolorido hasta formar marcas herrumbrosas que podían confundirse con el color natural de las vetas de la roca, Riley tenía muy presente lo que eran en realidad, y tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para abrirse a ellas premeditadamente.
No esperaba, en realidad, que pasara nada, teniendo en cuenta que sus sentidos estaban en general ausentes.
Pero casi inmediatamente comprendió que había ocurrido algo. Como si se hubiera pulsado un interruptor o cerrado una tapa, se descubrió bruscamente envuelta en un silencio completo.
No se oía a los pájaros. Ni el ruido distante del tráfico y la gente.
Lo único que oía era su respiración, repentinamente agitada.
Se obligó a abrir los ojos y se apartó violentamente del altar, dando un traspié hacia atrás.
El humo acre del fuego se le metía, picajoso, en la nariz, empeorado su hedor por el azufre. Más allá del claro iluminado por la hoguera, el bosque sombrío podría haber tenido kilómetros de espesor: podría haber sido el guardián impenetrable y atávico de la ceremonia que tenía lugar allí.
Las figuras cubiertas con túnicas que danzaban alrededor del fuego, a unos metros de ella, le resultaban familiares, pero únicamente porque reconocía sus movimientos y sus gestos, y el cántico que murmuraban en una lengua que el mundo moderno, en su mayoría, había olvidado. No veía sus caras. Ninguno parecía consciente de su presencia.
En todo caso, no eran los celebrantes y sus túnicas lo que atrapaba su mirada fascinada, sino el ataúd abierto colocado sobre el altar de piedra.
Lo primero que pensó fue que tenía que haber sido un incordio llevar hasta allí el ataúd, obviamente diseñado para aquel propósito. Y más problemático aún tenía que haber sido ocultarlo a miradas ajenas mientras lo transportaban, con lo grande que era. Pero entonces se dio cuenta de que, a pesar de que a primera vista parecía lacado en oro y muy ornamentado, el ataúd era en realidad de una especie de cartón muy duro. Encajaba perfectamente en la piedra plana que, según sus especulaciones, podía usarse como altar.
Y estaba ocupado.
La mujer llevaba una capucha negra, de modo que Riley no podía verle la cara. Estaba por lo demás desnuda, con los brazos cruzados sobre los pechos, en la postura tradicional de los difuntos. Pero tenía las rodillas levantadas y las piernas abiertas en una invitación obscena a un amante.
Parado a los pies del ataúd, sobre una de las piedras más pequeñas, había otro celebrante ataviado con una túnica y con la cara tapada por una máscara con una calavera pintada, en vez de una caperuza. Tenía los brazos levantados y cantaba un poco más alto que los demás. Saltaba a la vista que era quien los dirigía. Llevaba la túnica abierta y debajo de ella iba desnudo.
Y excitado.
Riley dio un paso atrás, y luego otro. Las ideas y los interrogantes se agolpaban en su cabeza. Aquello estaba mal, y no sólo porque la mayoría de la gente se sentiría sin duda horrorizada por la escena. Estaba mal porque la ceremonia no era así. Había cosas familiares, cosas que Riley reconocía: los cánticos, las velas y el incienso. Hasta el ataúd tenía cabida en una ceremonia satánica, pero no así.
Se suponía que era, por encima de todo, una celebración de la vida, de la fuerza y el poder del animal humano. Y la sexualidad era un elemento importante, pero… Aquello estaba mal.
Antes de que pudiera aclarar sus ideas, levantó la mirada por primera vez y se quedó atónita al ver a un hombre desnudo colgado sobre el ataúd.
Parecía estar inconsciente.
Riley intentó ver su cara, pero cuando tres de los celebrantes se apartaron del círculo que rodeaba el fuego y se acercaron al altar, no tuvo más remedio que mirar qué estaban haciendo.
Fue un movimiento acrobático extrañamente grácil: dos de ellos ayudaron al tercero a subirse a lo alto de la piedra más alta, para que quedara de pie, en paralelo, al hombre colgado.
Llevaba una espada corta en la mano, un arma que Riley no había visto nunca y cuya hoja afilada brillaba a la luz del fuego.
Los otros dos celebrantes se acercaron al hombre colgado y levantaron los brazos para agarrarle por los tobillos. Retrocedieron después lentamente hacia el otro lado del altar, tirando de sus pies hacia atrás y sosteniéndolos en alto hasta que la parte superior de su cuerpo quedó suspendida sobre el ataúd y la mujer que esperaba dentro.
Riley casi se lanzó hacia delante instintivamente al comprender lo que iba a ocurrir, pero atajó aquel movimiento involuntario al darse cuenta de que aquello ya había sucedido. O era una visión. O tal vez incluso un engendro de su mente y de su imaginación, alteradas por la descarga de la pistola eléctrica.
Lo importante era que lo que estaba presenciando no estaba sucediendo ante ella.
No había nada que pudiera hacer, salvo mirar, horrorizada.
Los cánticos se hicieron más fuertes, el grupo que rodeaba la hoguera comenzó a danzar frenéticamente. Y entonces alguien a quien Riley no podía ver hizo sonar tres veces una campana.
Y todo se detuvo.
Durante un instante que pareció eterno, sólo los latigazos del fuego y su chisporroteo ofrecieron algún viso de vida o de movimiento. Y entonces el hombre situado a los pies del ataúd pronunció con voz enérgica una frase en latín.
«¿La sangre es poder? ¿Es eso lo que ha dicho?»
El hombre de la piedra más alta se inclinó hacia delante, agarró por el pelo la cabeza del hombre colgado y la echó hacia atrás lo suficiente para poder colocar la hoja afilada de la espada sobre su garganta desnuda.
El hombre apostado a los pies del ataúd pronunció, de nuevo en latín, una frase corta que Riley intentó grabarse en la memoria.
«La sangre es la vida.»
Entonces, con voz sofocada e imposible de identificar tras la capucha que le cubría la cara, la mujer del ataúd alzó la voz. Hablaba también en latín, y su tono era inquietante y seductor.
«Ofrezco… este sacrificio… y extraigo de la sangre derramada… de la vida derramada… el poder de la oscuridad… el poder del mal… para hacer mi voluntad.»
La campana volvió a sonar tres veces, y al tercer tañido cortaron la garganta del hombre colgado.
La sangre brotó a borbotones, salpicando el ataúd y a la mujer tendida en él. Ella descruzó los brazos, alargándolos como si diera la bienvenida a la sangre o llamara a un amante. Levantó las caderas y las contoneó. Sus pechos y su vientre se cubrieron de escarlata, y la sangre chorreó por la cara interna de sus muslos.
Los celebrantes agrupados alrededor del fuego comenzaron de nuevo a bailar y cantar, esta vez con mayor frenesí, levantando la voz mientras la sangre del hombre colgado abandonaba su cuerpo laxo.
A los pies del ataúd, el sacerdote también cantaba con voz cada vez más fuerte, más frenética, hasta que por fin la mujer se convulsionó y gritó, presa de un orgasmo, y él se despojó de la túnica, se subió al ataúd y la montó mientras ella se retorcía.
Riley sintió una náusea. Quería cerrar los ojos o apartar la mirada, pero no podía. Sólo podía quedarse allí parada y contemplar la cópula obscena que tenía lugar ante ella, mientras el cántico de los demás celebrantes se transformaba en gritos, la sangre del hombre agonizante salpicaba al hombre y a la mujer del ataúd y el olor del incienso y la sangre hería sus ojos y sus fosas nasales.
Aquello estaba mal. Mal en muchos sentidos…
– ¡Riley!
Abrió los ojos con un gemido, momentáneamente aturdida al ver el claro a la luz del día. No había ataúd. Ni celebrantes cubiertos con túnicas. Ni víctima colgada sobre el altar.
Pero aún sentía el olor de la sangre.
– ¡Riley! ¿Qué demonios…?
Dándose cuenta de que Ash la había rodeado con los brazos, de que sin duda la había alejado del altar, Riley hizo un esfuerzo por sostenerse en pie y volverse hacia él. Sintió alivio cuando él siguió agarrándole los brazos.
Si no, pensó, tal vez se hubiera desplomado.
– ¿Qué he hecho? -preguntó, y su voz densa y ronca le sonó ajena.
– Te has puesto blanca como una sábana -dijo él sombríamente, mirándola con el ceño fruncido-. Y has gritado algo que no he entendido. Cuando he llegado a tu lado, estabas temblando y…
Levantó una mano y tocó su mejilla. Luego le mostró las yemas de sus dedos, húmedas.
– …llorando.
– Oh. -Se quedó mirando la prueba de su llanto-. Me pregunto por qué. Estaba horrorizada, pero…
– ¿Horrorizada por qué? ¿Qué demonios ha ocurrido, Riley?
Ella le miró, deseando no sentirse tan débil y exhausta, tan absolutamente desconcertada.
– He visto…, he visto lo que pasó. Al menos, eso creo.
– ¿El asesinato?
– Sí. Pero… -Se esforzó por pensar con claridad-. Pero estaba mal. El hombre no había sido torturado de antemano. Y la sangre no podía salpicar la piedra plana del altar porque había algo colocado encima de ella que la tapaba casi por completo. Y había demasiado ruido, alguien lo habría oído. Y estaba…, estaba mal. Lo que decían, lo que hacían. Estaba mal en muchos sentidos.
– Riley, ¿me estás diciendo que has tenido una especie de visión?
– Creo que sí. Nunca me había pasado, no así, pero algunos miembros del equipo me han hablado de ellas y…, y creo que era eso. Pero estaba mal, Ash. Los detalles estaban mal. Toda la ceremonia parecía…, parecía sacada de una película de terror.
Ash pareció comprender lo que quería decir.
– ¿Parecía teatral? ¿Exagerada?
– En cierto modo sí. Como si la hubiera imaginado alguien que no supiera lo que es el satanismo. O que lo supiera y quisiera…, retorcerlo y convertirlo en algo verdaderamente malvado.
– ¿Uno de esos grupos marginales de los que me hablaste, quizá?
Ella sacudió la cabeza.
– No lo sé. Tal vez. Nunca he oído hablar de algo así, eso lo sé. Un sacrificio humano es lo más perverso que puede haber. Y si a eso se añade una extraña ceremonia que incluye empaparte con la sangre de un hombre agonizante mientras follas en un ataúd…
– ¿Follar en un…? Dios mío, Riley.
– Créeme, era tan espantoso como suena. Y por lo que he oído, deduzco que el ritual tenía como objetivo extraer poder del sacrificio y del sexo.
– ¿Poder para hacer qué?
– No tengo ni idea. Pero tiene que haber algo detrás, una necesidad de poder sobrenatural.
– ¿Igual que en los incendios provocados? ¿Un intento de controlar una energía elemental?
– Sí, y un montón de energía. No entiendo para qué necesita alguien tanto poder, pero… -Se sintió un poco desfallecida y pensó que sus reservas debían de estar realmente en las últimas.
– Riley…
– Estoy bien, Ash. Enseguida…
Se sentó en la cama sofocando un grito, con el corazón acelerado. Reconoció casi de inmediato su habitación, silenciosa e iluminada únicamente por la luz de la luna que se colaba por los postigos de las ventanas. Un rápido vistazo le mostró a Ash dormido apaciblemente a su lado.
El reloj de la mesilla de noche marcaba las cinco y media de la mañana.
«Oh, Dios.»
Salió de la cama, encontró su camisa de dormir en el suelo y se la puso con la escalofriante sensación de haber vivido ya aquello.
No podía estar sucediendo otra vez.
Otra vez no.
Entró en el cuarto de estar y buscó el mando a distancia para encender el televisor. Le temblaban tanto las manos que tuvo que hacer un esfuerzo por pulsar los pequeños botones del aparato.
La CNN confirmó sus temores. Era jueves.
Había perdido más de dieciocho horas.