Riley optó por acercarse a casa de los Pearson como por casualidad, desde la playa. Tras tomar esa decisión y después de comer con Ash, regresó a su casa, cambió su bolso por una riñonera lo bastante grande para que cupiera su pistola, su documentación, un par de barritas energéticas y las llaves de la casa, buscó unas gafas de sol tras las cuales poder ocultar al menos en parte un sinfín de inseguridades y salió a dar un paseo sin propósito aparente.
En la playa, eso significaba no llevar el arma a la vista. O, al menos, eso era lo que se decía.
«Muy buen criterio: a veces llevo el arma en la cadera y a veces la escondo. Es lógico. ¿No?»
Aquellas dudas eran poco propias de ella y nada profesionales. Y daban miedo. Riley intentó olvidarlas diciéndose una vez más que las cosas acabarían por aclararse.
Con el tiempo.
Había otras personas en la playa: eran más de las dos y aquélla se consideraba una buena hora del día para los adoradores del sol. Varias personas la saludaron inclinando la cabeza y sonriendo al pasar, pero ninguna de ellas la llamó, lo cual fue un alivio, porque sus caras le eran desconocidas.
Estaba, en cualquier caso, concentrada en escudriñar las casas del paseo marítimo mientras paseaba. Nadie le había dicho dónde se encontraba exactamente la casa de los Pearson, sino sólo que estaba «playa arriba, cerca de tu casa».
Jake se había enfadado tanto con ella cuando se marchó del lugar del incendio con Ash que Riley no había querido preguntárselo. En cuanto a Ash, estaba preocupada pensando en cuándo iba a volver a pedirle que confiara en él y había olvidado preguntárselo.
«Sí, menuda policía soy.»
Pero, en lugar de volver a pedirle aquello, Ash se había puesto a hablar tranquilamente de cosas sin importancia, y Riley había llegado a la incómoda conclusión de que iba a limitarse a esperar a que ella sacara el tema.
O la conocía lo bastante bien como para saber que odiaba los ultimátums como la sensación de estar acorralada, o confiaba plenamente en que, tarde o temprano, se sinceraría con él.
Cualquiera de las dos cosas la desconcertaba.
– ¡Hola, Riley!
Se detuvo, pero no se movió de donde estaba, un poco por encima de la marca de la marea alta. Un hombre caminaba rápidamente hacia ella por la pasarela de madera que daba acceso a la playa desde una de las casas. Mientras andaba, agitaba un brazo para llamar su atención.
¿La casa de los Pearson? Riley no lo sabía. ¿Había visitado aquel lugar? No se acordaba. La casa que estaba mirando le resultaba tan poco familiar como cualquiera de las que formaban la pulcra hilera de chalés atractivamente individualizados y, sin embargo, básicamente iguales: grandes terrazas, ventanas a montones y coloridas toallas de playa tendidas a secar en las barandillas de las terrazas, agitadas por la brisa. Aquella casa en particular no tenía nada de memorable.
Pero el hombre…
«Te conozco. Tu cara está en mi mente.»
Era una de las caras de su mente, al menos. Y no era mala cara: más bien delgada, con los huesos un poco demasiado prominentes. Hacía juego con su cuerpo enjuto, ataviado con una camiseta vieja con el logotipo de un grupo de rock de los setenta y unos pantalones cortos demasiado largos y ligeramente holgados.
«Por lo menos no lleva un Speedo…»
Riley se esforzó por sacudirse aquella idea irrelevante y concentrarse en el hombre que caminaba torpemente hacia ella por entre el hondo montón de arena acumulado al pie de los peldaños de la pasarela.
Calculó que tendría unos cuarenta y cinco años. Era bastante alto, con una buena mata de pelo oscuro, sin ningún peinado en particular, y una piel muy pálida que ya empezaba a mostrar los primeros signos de quemadura.
«¿Ya? ¿Sé que lleva aquí poco tiempo o sólo lo doy por sentado por lo que me dijo Ash?»
– Protector solar -dijo despreocupadamente cuando el hombre llegó a su lado-. En la playa puedes quemarte en cuanto te descuidas. Es esa brisa tan agradable que viene del mar. -Seguía hurgando en su memoria, pero de momento no había encontrado ningún nombre para aquella cara vagamente familiar.
El hizo una mueca.
– Sí, Jenny me lo dice constantemente. Y también dice que es muy fácil hacer chistes sobre un adorador de Satán quemado por el sol.
– Es un buen argumento -dijo Riley. «¿Un adorador de Satán? Mierda. Pero si habla tan abiertamente de ello…»
– De todos modos hoy llevo protector solar. Sobre eso también pueden hacerse muchos chistes, ahora que lo pienso. Pero da igual. Riley, ¿qué es eso que hemos oído sobre el cadáver que encontraron ayer? ¿Era un sacrificio?
– Ya sabrás que no puedo comentar los detalles con personas ajenas al caso. La investigación está en marcha… -«Tu nombre, maldita sea. ¿Cuál es tu nombre? Es…»-… Steve. -«¿Tan corriente? Maldita sea, apuesto a que no es ése.»
Pero, por lo visto, lo era.
– Riley, si ese hombre fue asesinado y colgado sobre el altar dentro de un círculo de sal, los dos sabemos que se trata de un ritual.
Riley se bajó las gafas por la nariz y le miró por encima de ellas.
– No el mío -se apresuró a decir él-. O el nuestro, mejor dicho. Vamos, Riley, tú sabes que nosotros no hacemos esas cosas. No conozco a nadie que las haga. Y te aseguro que no esperábamos que hubiera una víctima humana cuando nos invitaron aquí.
«¿Cuando os invitaron?»
– Sí, respecto a eso -dijo ella, sondeándole con cautela-. Respecto a esa invitación…
– ¿Qué pasa con ella? -Steve frunció el ceño-. Te lo dije cuando hablamos el sábado por la tarde.
– Han pasado muchas cosas desde entonces -contestó ella vagamente.
Steve no pareció extrañado.
– No me digas. Supongo que el sheriff te ha pedido oficialmente que participes en la investigación, ¿no?
Riley volvió a subirse las gafas de sol por la nariz para poder ocultarse tras ellas.
– Como te decía, Steve, la investigación está en marcha.
– Ya, ya. Bueno, sólo para que lo sepas, prefiero hablar contigo a hablar con el sheriff. Él cree que somos una panda de locos. Y seguramente de locos peligrosos, además. Pero tú sabes que no es así.
«¿Lo sé?»
– Bueno, no puedes reprochárselo -contestó tranquilamente-. Habéis estado hablando con la gente. Sobre vuestras creencias.
– No tenemos nada que ocultar -insistió Steve.
– Mmm. Una cosa es no tener nada que ocultar y otra bien distinta ir por ahí diciéndole a todo el mundo que practicáis el satanismo cuando están pasando cosas raras en la zona; eso es buscarse problemas.
– Sí, eso dijiste el sábado, cuando hablamos.
Riley esperó, confiando en que su silencio le hiciera hablar. Era una técnica que le había funcionado a menudo en el pasado, y ahora volvió a funcionar.
– Sé que me lo advertiste, Riley, pero, dios mío, no sabía que iban a asesinar a un pobre diablo. Si hubiera sabido lo que se estaba cociendo, no habría traído aquí a mi gente. Nosotros nos centramos en los rituales de compasión, ya te lo dije. No hacemos rituales destructivos. La energía que se necesita y que se gasta en eso es demasiado negativa. No queremos que nos la devuelvan.
– ¿Ni aunque tuvierais un enemigo del que quisierais libraros?
– Ni siquiera así. Y nosotros no tenemos esa clase de enemigos. Ya te lo dije. Somos inofensivos.
– Está bien. Entonces, ¿quién os invitó a venir?
Steve la miró con el ceño fruncido.
– Eso también te lo dije. Dijo que se llamaba Wesley Tate.
Riley luchaba por interpretar su expresión o captar algún indicio verbal.
– Todavía me cuesta creer que hayas traído a tu gente aquí por recomendación de un extraño, Steve. Creía que tenías mejor criterio. Llevas… ¿cuánto? ¿Veinte años en esto?
– Casi. -Él suspiró-. Sí, sé que podría ser una especie de trampa. Alguien que intenta quedarse con nuestro dinero, en el mejor de los casos, o un grupo de fanáticos que quiere dar un escarmiento sirviéndose de nosotros, en el peor. Pero parecía tan encantador y tan cariñoso, Riley… En casa nos están acosando, nos presionan para que nos marchemos a otra parte, así que la invitación para visitar Opal Island llegó en el momento perfecto.
«En un momento sospechosamente perfecto.»
Riley cruzó mentalmente los dedos y dijo:
– Pero aceptar la invitación de un hombre al que ni siquiera has visto…
– Lo sé, lo sé. En circunstancias normales ni siquiera me lo habría pensado, pero ese tipo sabía lo que tenía que decir. Porque no somos una hermandad secreta con contraseñas y tonterías de ese estilo, pero tú sabes tan bien como yo que hay…
– ¿Contraseñas? -preguntó con sorna.
– Bueno, sí… Palabras correctas, en todo caso. Nombres correctos. Conocía a gente. Todo concordaba. Y no nos estaba invitando a su casa, ni pidiéndonos nada. Sólo sugirió que echáramos un vistazo a Opal Island y a Castle porque aquí la gente se tomaba la vida con mucha tranquilidad y porque incluso había personas afines.
– ¿Y las has encontrado?
– No. Pero a fin de cuentas sólo llevamos aquí unos días. Hemos hecho correr la voz, por decirlo así. -Hizo una mueca-. Como tú has dicho, en muy mal momento, obviamente. Y te digo una cosa: si esas personas afines se dedican a los sacrificios humanos, no vamos a tener mucho en común con ellas.
– Si es que tenemos algo -añadió amablemente otra voz.
Riley miró más allá de Steve, inquieta de nuevo por no haber notado la proximidad de la mujer alta y morena que se había reunido con ellos en la playa. Sobre todo porque era extraordinariamente bella y tenía una presencia fuerte y bien definida. Rondaba posiblemente los treinta y cinco años y era al mismo tiempo exótica y sensual, con un cuerpo de póster de revista maduro hasta reventar y unos ojos oscuros que prácticamente quemaban.
– Hola, Riley -dijo al acercarse. Su voz, baja y más bien gutural, era tan provocativa como el resto de su persona. Y su cabello, negro como la noche, caía liso y reluciente por su espalda, hasta las caderas.
«Pon su foto en el diccionario junto al nombre de la religión alternativa que elijas, y encajará perfectamente.»
Incluso vestida con un minúsculo bañador. O tal vez precisamente por eso.
Riley rebuscó en su mente y sacó un nombre.
– Hola, Jenny.
– Supongo que se ha armado un buen revuelo con lo de ese asesinato -dijo Jenny, sacudiendo la cabeza-. ¿Es eso lo que has venido a decirle a Steve? ¿Qué deberíamos hacer las maletas y marcharnos?
Aunque hablaba despreocupadamente, la pregunta era, de un modo que Riley no podía definir, una especie de desafío. Riley estaba segura de ello, aunque no entendiera qué había detrás.
«Al menos, creo que estoy segura.»
– Sólo he salido a estirar un poco las piernas después de comer -dijo-. Es Steve quien quería hablar conmigo.
– ¿Deberíamos hacer las maletas y marcharnos? -preguntó Jenny.
– No me corresponde a mí decirlo. Pero ha habido un asesinato, y hay muchos indicios que señalan hacia el ocultismo. Así que, si estuviera en vuestro lugar, tendría cuidado. Quizá no me alejaría mucho de la casa. Y no hablaría de mis creencias mientras estuviera aquí.
– Si estuvieras en nuestro lugar.
Riley asintió con la cabeza.
– Cuando pasan cosas así, la gente se pone muy nerviosa. Todo se saca de quicio. Así que yo intentaría pasar desapercibida un tiempo. Si estuviera en vuestro lugar.
– Entendido. -Jenny sonrió. Le dio el brazo a Steve y con la mano libre dio una palmada a Riley en el hombro-. No te preocupes por nosotros. No nos pasará nada.
…la luz de las velas proyectaba sombras danzarinas por la habitación y se reflejaba en las colgaduras de terciopelo y las túnicas de seda. En la pared, sobre el altar, colgaba una cruz invertida hecha de un material metálico que también reflejaba la luz. Bajo ella había una tarima corriente, y, sobre ella, el altar.
Estaba desnuda. Con la cabeza apoyada en una almohada, yacía en el centro de la tarima rectangular, de modo que uno de sus largos bordes rozaba las corvas de sus piernas abiertas. Tenía los brazos extendidos a los lados, y en cada mano sostenía un candelero de plata con una vela negra.
Las velas estaban encendidas.
Su cuerpo era pálido, su largo cabello negro orlaba su franca desnudez sin intentar ocultarla tímidamente. Sus pechos turgentes estaban coronados por pezones de un artificioso color rojo sangre, y mientras Riley observaba, el celebrante, ataviado con una túnica -el «sacerdote» que dirigía la ceremonia- se colocó de pie entre las patas extendidas del altar, hundió el pulgar en el cáliz de plata que llevaba y dibujó con aquel líquido viscoso una cruz invertida sobre la blanca piel de su vientre.
Rojo. Sangre.
La habitación olía a incienso y sangre, y Riley tenía que respirar por la boca para no toser.
No podía toser.
No podía delatarse.
Miraba por entre la estrecha abertura de los cortinajes, buscando algo que le resultara familiar entre los asistentes cubiertos con túnicas. Su estatura, su complexión, un ademán… cualquier cosa que la ayudara a identificar al menos a uno de ellos. Pero era un ejercicio inútil. Eran pavorosamente idénticos, ocultas sus caras por las capuchas.
Cantaban en voz baja, en latín, y Riley sólo pudo distinguir unas pocas palabras de lo que decían.
– Magni Dei nostri Satanás…
Riley se incorporó sofocando un grito. Su corazón latía violentamente.
"Una misa negra. Eso era lo que había visto, parte de una diversión de la ceremonia satánica conocida como misa negra. ¿Visto? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Se dio cuenta de que estaba en la cama. En su cama, en su habitación de la casa de la playa, con la luz de la luna entrando a raudales por los postigos de las ventanas. Cuando volvió la cabeza con cautela, vio a Ash durmiendo a su lado. Más allá de él vio el reloj en la mesilla de noche.
5.30 horas. Madrugada.
¿Miércoles?
No, no podía ser. Era imposible. Había estado en la playa, hablando con Steve y Jenny, y eran cerca de las tres de la tarde del martes. Y luego…
Allí. Ahora. Despertarse en la cama con Ash.
Más de doce horas después.
Resistiéndose al pánico, salió de la cama sin despertarle. Encontró una de sus camisas de dormir en el suelo y se la puso. Luego salió de la habitación sin hacer ruido.
Como de costumbre, había dejado varias luces encendidas en el cuarto de estar de la casa, y las persianas estaban firmemente cerradas. Esto último la convenció de que tenía que haber cerrado todas las ventanas al anochecer, como hacía siempre. Le desagradaba sentirse expuesta de noche si no las cerraba, sobre todo teniendo en cuenta que era muy probable que hubiera gente paseando por la playa, al otro lado de las ventanas.
Una costumbre adquirida en sus tiempos en el ejército, cuando nunca era buena idea dejarse ver demasiado u ofrecerse como blanco.
Se detuvo un momento, estiró las manos y se las miró. No temblaban demasiado, pero tampoco estaban firmes. Así era como se sentía por dentro.
Fue a la cocina en busca de una barrita energética y un vaso de zumo de naranja. El mando a distancia del televisor estaba encima de la barra del desayuno, así que lo usó para encender el aparato, pulsando al mismo tiempo el botón que quitaba el volumen. Sintonizó automáticamente la CNN con la esperanza de comprobar la fecha y masculló una maldición al ver el anuncio de un producto bajo en calorías.
Imagínate.
Cogió su zumo y la barrita energética y los llevó a la mesita que había en un rincón del cuarto de estar, donde parecía haber estado trabajando en su ordenador.
¿Lo parece? Dios mío. ¿Por qué no me acuerdo?
Habría sido fácil dejarse dominar por el pánico.
Muy fácil.
Se sentó y pulsó una tecla para reactivar el ordenador, que estaba con el salvapantallas activo. Cuando la pantalla negra se iluminó, lo primero que miró fue la fecha y la hora, sólo para comprobar si, en efecto, era la madrugada del miércoles. Y así era.
Había perdido más de doce horas.
Pero había pérdidas…, y pérdidas.
Por lo visto había estado activa, incluso trabajando. En una ventana aparecía un informe del FBI sobre prácticas de ocultismo recientes en Estados Unidos, mientras que otra mostraba el principio de un informe aparentemente escrito por ella.
– Mmm -murmuró-. ¿Desde cuándo escribo…? Ah.
La primera línea explicaba lo inexplicable de otro modo: «Como no tengo ni idea de cuáles pueden ser los efectos a largo plazo de mi estado actual, he decidido llevar escrito este informe/diario mientras dure la investigación».
¿Su estado actual? Estaba expresado tan ambiguamente que parecía temer que alguien lo leyera. Tal vez Ash, por ejemplo, puesto que aparentemente pasaba casi todas las noches allí.
En cualquier caso, el resto de la anotación era bastante esquemática: detallaba únicamente la visita de la mañana anterior al departamento del sheriff, los resultados de la autopsia de la víctima y sus visitas a los lugares de los incendios acompañada del sheriff. No decía ni una sola palabra sobre su paseo por la playa y su encuentro y conversación con Steve y Jenny.
Claro que tal vez eso lo hubiera imaginado. O soñado.
Como la misa negra, en la que Jenny servía de altar. Quizá lo hubiera soñado. Parecía irreal, desde luego, al menos en cierto sentido. Sangre. La sangre no desempeñaba papel alguno en una misa negra, a pesar de lo que se creyera popularmente. Se suponía que era una ceremonia que se mofaba de las creencias y ceremonias cristianas tradicionales, retorciéndolas y corrompiéndolas. Era blasfema, sí, desde un punto de vista convencional, pero no era ni peligrosa ni intrínsecamente perversa, ni entrañaba sacrificios materiales o derramamiento de sangre.
Al menos, eso se suponía.
Riley recorrió con la mirada la habitación apacible y silenciosa, escuchó el fragor del oleaje en la playa y se preguntó qué era real. En qué podía confiar. En qué podía creer.
¿Había presenciado de veras aquella ceremonia?
¿La había soñado?
Se tocó la nuca y sintió las quemaduras que le había dejado la pistola eléctrica. Eso era real. Y el hombre que dormía en su cama también, desde luego.
Aunque la presencia de ambas cosas en su vida resultara desconcertante.
Ella no se acostaba con hombres a los que apenas conocía, y menos aún en el curso de una investigación. Y su adiestramiento y su experiencia hacían sumamente improbable que alguien pudiera acercarse a ella sin ser visto y dejarla fuera de combate con una pistola eléctrica. Especialmente en circunstancias en las que todos sus instintos y sus sentidos estarían alerta.
A no ser que…, a no ser que quien la había atacado estuviera con ella desde el principio. Eso, suponía, era lo posible. Quizá más que posible. Alguien en quien confiara podía haber estado lo bastante cerca de ella como para sorprenderla, para pillarla desprevenida.
Una bonita teoría, aquélla. El problema era probarla, identificar a esa persona y conseguir ambas cosas sin delatar su ignorancia sobre el tema.
De momento, nadie le había ofrecido ninguna información acerca de dónde había estado o con quién el sábado por la noche. Al menos, que ella recordara.
«Lo único que sé es que me atacaron con una pistola eléctrica. Y que estaba cubierta con la misma sangre encontrada en el estómago de la víctima…»
«Maldita sea. ¿Han identificado a la víctima en las últimas doce horas? Eso era lo prioritario, identificarla. Aunque seguramente lo habría anotado en este dichoso informe. ¿Y qué hay sobre esa otra víctima probable? ¿La han descubierto ya?»
No lo sabía. No se acordaba.
Lo único que sabía era que habían desaparecido otras doce horas de su vida, y que no tenía ni la más remota idea de qué había hecho en ese tiempo.
Apoyó la cabeza en las manos y se frotó lentamente la cara.
– ¿Riley?
Al levantar la mirada vio a Ash acercándose a ella y confió en que su cara no reflejara la angustia creciente que sentía.
– Todavía no ha amanecido -le dijo con aparente calma-. No te he despertado, ¿verdad?
– Me estoy acostumbrando a estos arrebatos tuyos de ansia por ponerte a trabajar antes de que amanezca. -Se inclinó para besarla un momento y añadió-: Parece que son más frecuentes después de una noche intranquila. Has dado bastantes vueltas en la cama.
– Lo siento.
– No me has molestado. Mucho, al menos. -Sonrió-. Supongo que vas a quedarte levantada. Yo voy a darme una ducha y a afeitarme, y luego preparo el desayuno.
– Eres casi demasiado bueno para ser real, ¿lo sabías, amigo mío? -preguntó ella casi involuntariamente.
– Te lo digo siempre. Si no te andas con ojo, vendrá otra y me robará de tu lado. -La besó otra vez y luego se fue a la ducha.
Riley se quedó sentada a la mesa, mirándole, mientras el ordenador zumbaba suavemente. En ese momento se sentía a salvo con Ash…, pero ¿qué significaba eso? ¿Que confiaba en él? ¿Que no se sentía amenazada por su presencia? ¿O simplemente que pensaba y sentía con una parte de su anatomía muy al sur de su cerebro?
¿Podía fiarse de sus emociones (de cualquiera de ellas) cuando sus sentidos y su memoria eran, como poco, indignos de confianza? ¿Cuando podía perder más de doce horas sin previo aviso y sin motivo aparente?
«Hay una razón, un desencadenante. Tiene que haberlo. Sólo tengo que descubrirlo.»
Era fácil decirlo. Y no tan fácil hacerlo.