Capítulo 12

Riley se terminó la barrita energética y el zumo con la esperanza de que las calorías la ayudaran a despejar la niebla de su cerebro, pero no se sorprendió mucho al ver que no daba resultado. No parecía capaz de pensar, excepto para hacerse preguntas para las que no había respuestas.

Todavía, al menos.

«He estado haciendo cosas. Con normalidad, o Ash habría hecho algún comentario. Pero no recuerdo qué he dicho o hecho. Y perder tantas horas y pasar una noche intranquila que culmina con el sueño (o el recuerdo) de una misa negra, no puede significar nada bueno.»

El pánico empezaba a apoderarse de ella, frío y afilado, imposible ya de negar. Aquello se le había escapado de las manos, ella misma estaba fuera de control y no servía de nada en la investigación de un asesinato. Lo correcto, lo más sensato y prudente, era regresar a Quantico.

Ese mismo día. Inmediatamente.

Justo en ese momento algo en la tele atravesó su pánico y captó su atención, y se lanzó a coger el mando a distancia para subir el volumen.

Bishop. Casi nunca salía en las noticias, intentaba evitar por todos los medios que le fotografiaran o le grabaran en vídeo, y siempre mantenía un perfil bajo en el transcurso de las investigaciones. Así que, ¿en qué demonios se había metido para aparecer en las noticias de difusión nacional?

– … el agente a cargo del caso se niega a comentar la investigación en curso, pero fuentes de la Policía de Boston han confirmado hace sólo unos minutos que la víctima más reciente del asesino que está aterrorizando la ciudad desde hace unas semanas es, en efecto, Annie Le Mott, de veintiún años, hija del senador Abe Le Mott. El senador y su esposa se encuentran recluidos en casa con su familia, mientras la policía y el FBI trabajan sin descanso para atrapar al asesino de su hija.

La presentadora de la CNN pasó al tema siguiente, y su voz adoptó un tono alegre al informar sobre algo menos trágico.

Riley apretó el botón del mando a distancia que quitaba el volumen y volvió a su ordenador. No necesitaba sus sentidos, ni recordar los sucesos recientes, para saber qué debía hacer. Dos minutos después estaba leyendo un informe detallado del FBI sobre el asesino en serie de Boston. Y el informe explicaba muchas cosas.

En efecto, Bishop estaba metido hasta el cuello en su propia investigación. De hecho, estaba persiguiendo a un asesino particularmente cruel que, de momento, tenía al menos una docena de muescas en su cinturón. Doce víctimas conocidas en menos de veintiún días, todas ellas mujeres jóvenes, asesinadas con sangriento desenfreno.

No era de extrañar que Boston estuviera enloqueciendo. Ni que aquella serie de asesinatos hubiera llegado a las noticias nacionales.

Tampoco era de extrañar que Bishop hubiera aceptado la garantía de Riley de que podía controlar la situación allí, a pesar de que no hubiera informado. Dudaba de que su jefe hubiera dormido o comido en los últimos días, y más aún que se hubiera preocupado en exceso por sus «puntales»: gente a la que había escogido como líderes de equipo porque eran agentes extremadamente inteligentes y capaces, poseedores de las capacidades y la iniciativa necesarias para operar con independencia tanto de él como del FBI, si era necesario y mientras fuera necesario.

Sólo que normalmente no era necesario.

Con aquella idea en mente, Riley siguió conectada a Internet y entró en una base de datos de Quantico reservada a la UCE, se abrió paso entre las diversas barreras de seguridad y comprobó el paradero de los demás miembros de la unidad.

«Dios mío.»

Chicago, Kansas City, Denver, Phoenix, Los Ángeles y Seattle, más dos pequeñas localidades de la costa del Golfo de las que nunca había oído hablar. La unidad estaba literalmente dispersa por el mapa. Riley nunca había visto sus recursos humanos y materiales tan diseminados. Y todos los equipos estaban trabajando en operaciones de alto riesgo que iban desde asesinatos a posibles amenazas terroristas (investigaciones éstas para las que se solicitaba su asesoramiento desde hacía poco tiempo).

Que ella supiera, era la única agente que estaba operando sin equipo, sin compañero y sin ningún tipo de refuerzo. Claro que era también la única que se había embarcado en la investigación oficiosa de unos cuantos sucesos extraños que no incluían ni un asesinato ni ningún delito de importancia.

Al principio. Ahora, la situación era decididamente de alto riesgo. Y estar sola allí era al mismo tiempo muy mala idea y aparentemente inevitable.

A no ser que desistiera. Que regresara a Quantico. Nadie se lo reprocharía, dadas las circunstancias. Si le contaba a Bishop aquel último incidente, era indudable que le ordenaría volver sin darle siquiera tiempo para hacer las maletas.

Riley se dio cuenta de que estaba tocando la quemadura que tenía en la base del cráneo. Se obligó a parar, masculló una maldición y salió de la base de datos de la UCE.

No podía desistir. No podía marcharse.

Tenía que saber. Tenía que descubrir qué estaba pasando.

– Finge -susurró. Eso podía hacerlo. Era lo que mejor se le daba, a fin de cuentas. Fingir.

Fingir que todo era normal. Fingir que no le pasaba nada.

Fingir que no estaba aterrorizada.

– Por supuesto, eres consciente -le dijo el sheriff a Ash- de que no tienes por qué intervenir en esta investigación. En esta fase, al menos. Tu cometido empezará cuando atrapemos a ese hijo de puta.

Ash se recostó en su silla, frente a la mesa de reuniones, y se encogió de hombros.

– He intervenido en otras mucho antes de que empezara el proceso judicial, los dos lo sabemos.

– No en un asesinato, Ash.

– Desde que soy fiscal del distrito no habíamos tenido un asesinato. Ni desde que tú eres sheriff. Me apuesto algo a que, si hubiera habido uno, habríamos trabajado juntos. Puede que no sea policía, pero tengo experiencia en investigaciones, investigaciones de asesinato incluidas. Y tú eres demasiado buen policía como para ignorarlo.

Leah miró a Riley, interesada por saber cómo estaba reaccionando a todo aquello, y no se sorprendió al verla aparentemente enfrascada en la lectura de los informes relativos a los pocos datos que habían recabado desde la tarde anterior.

No había gran cosa. Los equipos habían peinado Opal Island y Castle, yendo literalmente puerta por puerta en busca de un nombre que ponerle a la víctima. De momento, la búsqueda había dado como resultado tres adolescentes desaparecidos temporalmente y un marido en la misma situación (los primeros habían sido encontrados durmiendo la borrachera de una fiesta que había durado hasta tarde, y el segundo en un campo de golf cercano), pero no se había echado en falta a ninguna otra persona desde el domingo por la noche.

Leah había leído y releído los informes que Riley estaba examinando, y se preguntaba qué encontraba tan interesante la agente federal. Claro que, se dijo, tal vez más que interesada en la lectura de los informes estuviera intentando no mezclarse en la «discusión» en la que se habían enzarzado los dos hombres.

– Voy a utilizar todos los recursos que pueda -estaba diciendo el sheriff-. Pero ¿no tendrías que estar en el juzgado?

Ash movió la cabeza de un lado a otro.

– Esta semana, no. Y la semana que viene tampoco. A no ser que pase algo inesperado. Hasta estoy al día del papeleo.

– Así que te aburres y tienes tiempo de sobra, ¿eh?

– Jake, el caso es tuyo. Si no quieres que me entrometa, dilo claramente.

No era un desafío, en realidad, pensó Leah. Y, sin embargo, sí lo era. Si Jake rehusaba la ayuda de Ash, cometería un error. Ash había trabajado varios años como ayudante del fiscal del distrito de Atlanta, y pese a lo que se rumoreara sobre los motivos de su marcha, nadie dudaba de que tuviera considerable experiencia en investigaciones de asesinato. Mucha más que Jake, de hecho.

Si Jake rechazaba la ayuda de un hombre con tanta experiencia, posiblemente los votantes lo recordarían en las siguientes elecciones, sobre todo si empeoraba la situación. Además, ello haría parecer a Jake inseguro o celoso de su autoridad.

O simplemente celoso, y punto.

Así que Leah no se sorprendió demasiado al ver que su jefe aceptaba el ofrecimiento, aunque con escaso entusiasmo y muy poca gratitud.

– Mientras esté claro quién manda, no tengo ningún problema con que nos eches una mano, Ash.

– Está claro.

– Muy bien, entonces. -Jake miró a Riley-. ¿Ves algo que nosotros hayamos pasado por alto?

– Dudo que lo hayáis pasado por alto -dijo ella con calma-. La sangre del estómago de la víctima contenía glicerol.

– Un anticoagulante, sí. Ya me he fijado. Pero es también un ingrediente de toda clase de cosas, desde anticongelante a cosméticos, así que no es muy difícil de conseguir. Lo cual significa que es prácticamente imposible seguir su rastro.

– Pero ¿qué supone que tuviera glicerol en la sangre? -Leah odiaba admitir su ignorancia, sobre todo porque el sheriff (para su sorpresa) la había elegido como ayudante en la investigación. Pero no se sentía menos policía por no tener conocimientos especializados, y necesitaba entender lo que estaba pasando.

Fue Jake quien dijo:

– Que alguien no quería que la sangre se coagulara rápidamente.

– Sigo sin entenderlo -se quejó Leah.

– Probablemente significa -dijo Riley- que la sangre que bebió la víctima, ya fuera voluntariamente o por la fuerza, no era fresca. Alguien la había guardado con ese fin. Quizá durante un tiempo.

Leah hizo una mueca.

– Un cubo de sangre. Qué asco.

– ¿Tanta era? -preguntó Ash.

– Sí. Por lo menos un litro -respondió Riley-. Mucho más de la que se usa en cualquier ritual que yo conozca.

– Y más de la que cualquiera podría tragar sin vomitar una parte, diría yo -comentó Ash.

Riley volvió a mirar el informe del forense.

– Había pequeñas abrasiones en la parte interna del esófago. Yo apostaría algo a que usaron un tubo. Seguramente mientras la víctima estaba inconsciente. Le metieron directamente la sangre en el estómago. Y dudo que después viviera lo suficiente para vomitarla.

– Entonces, ¿qué sentido tiene? -preguntó Jake-. Llenarle el estómago de sangre y luego decapitarle… ¿para qué?

– No lo sé -contestó Riley-. Pero tiene que haber una razón. En los rituales, la sangre representa la vida, el poder. La sangre humana mucho más que la de un animal.

Los pensamientos de Riley iban por otros derroteros.

– ¿Quieres decir que lo que he oído contar es cierto? ¿Que en los rituales ocultistas se usa sangre humana?

– En algunos rituales ocultistas o satánicos, sí, muy raramente. Pero el donante o donantes ofrecen voluntariamente una cantidad mínima de sangre como parte de la ceremonia. Normalmente pinchándose un dedo, o haciéndose un corte en la palma de la mano. Es algo simbólico. Nadie se desangra hasta morir.

– ¿Y esta vez sí? Me refiero a otra persona, aparte del hombre que encontramos en el bosque.

Riley frunció ligeramente el ceño mientras miraba la carpeta cerrada que tenía enfrente, sobre la mesa.

– Como os decía, había al menos un litro de sangre en su estómago. Era toda del mismo grupo sanguíneo, así que es probable que perteneciera a la misma persona, aunque no podemos estar seguros sin hacer pruebas de ADN. Pero, si procedía toda de la misma persona, es mucha sangre para perderla de una vez.

– ¿Demasiada? -preguntó Leah.

– ¿Podría alguien perder tanta sangre y sobrevivir? Sin duda. Hay entre cinco y seis litros en el cuerpo humano, dependiendo de la estatura y el peso. Perder un litro es grave, pero no necesariamente mortal, sobre todo si se debió a una sangría ritual y no a una herida traumática.

– El caso es que al menos una parte salpicó también los alrededores. -Jake inclinó la cabeza cuando Ash le miró-. Ahí hay dos tipos de sangre. La mayoría es de la víctima, pero una parte es, por lo visto, del mismo donante del que procedía la que había en el estómago de la víctima. No hay forma de calcular cuánta, sobre todo porque la tierra absorbió gran cantidad. Pero yo apostaría a que había más de un par de litros.

– Entonces es probable que haya otra víctima de asesinato que no hemos encontrado aún.

– Puede que sí. -Riley seguía con el ceño fruncido-. O puede que no. Puede que el asesino necesitara el anticoagulante porque iba a tardar en extraer tanta sangre sin matar al donante. O donantes. Seguramente pudo extraer un poco cada día durante varios días sin ponerle en peligro, si tuvo cuidado y sabía lo que hacía.

– Entonces, ¿buscamos a una persona con anemia? -preguntó Ash.

– A falta de una segunda víctima. O una primera víctima, mejor dicho. -Riley miró al sheriff-. ¿Ha habido suerte? ¿Habéis encontrado algún patrón reconocible en las manchas de sangre de la escena del crimen?

– De momento, nada. Melissa dice que el programa no ha acabado el análisis todavía, pero tiene la impresión de que no hay nada que encontrar.

– Era una posibilidad remota. -Riley se encogió de hombros.

– ¿Qué habrías esperado, si hubiera un patrón? -preguntó Ash.

– Bueno, al asesino, sea quien sea, parece que le gustan las señales. Así que habría esperado otra señal o un símbolo.

– ¿Aquí están los adoradores del diablo? -sugirió Jake con sorna.

– Algo parecido. Sutiles no son.

– ¿Son? -preguntó Leah. Luego sacudió la cabeza-. Claro… Sería un grupo, ¿no?

– Probablemente. En casi todas las religiones hay fieles que profesan sus creencias en solitario, pero para cualquier ritual de importancia tiene que haber más de uno. Hasta una docena de participantes, posiblemente.

– La conspiración para el asesinato -comentó Ash en tono neutro- es un delito muy infrecuente.

– Ellos no lo considerarían un asesinato -dijo Riley.

– De todas formas, que un grupo de gente guarde un secreto así ¿hasta qué punto es probable?

– Si practican el satanismo, es muy probable. O al menos muy posible. Ash, esos grupos sólo pueden sobrevivir si mantienen en secreto sus actividades poco convencionales. Y eso lo aprenden enseguida. Van demasiado contracorriente para que la sociedad los tolere, y no digamos para que los acepte.

Leah se sorprendió levemente.

– ¿Es que necesitan que la sociedad los acepte?

– Si viven dentro de una comunidad, sí, claro. Su religión es solamente una parte de sus vidas. Van a la compra, salen a comer, van al cine y al teatro, normalmente mandan a sus hijos al colegio… No es infrecuente que algunos sean funcionarios, sobre todo a nivel local. Así que, en general, suelen mantener en secreto sus prácticas ocultistas.

Ash había fruncido el ceño.

– Pero has dicho que la persona a la que buscamos en este caso no está siendo muy sutil. ¿Intencionadamente?

– Quizá. O puede que esté muy ansiosa. Era un sitio muy público para un ritual -dijo Riley-. Sobre todo para un ritual de importancia que incluía un sacrificio. Si a eso añadimos los incendios provocados y todas esas señales y símbolos… O bien está actuando con descaro premeditado o bien es muy descuidado. En cualquier caso, se mueve muy deprisa. Demasiado deprisa, quizá, como para evitar errores.

– ¿Alguna idea de en qué pudo consistir ese importante ritual? -le preguntó Jake-. Has dicho que estas cosas tenían un propósito, ¿no? ¿Qué propósito puede haber en torturar a un hombre y cortarle luego la cabeza?

Riley negó con un gesto y repitió su respuesta anterior.

– No lo sé. Aún.

Jake asintió como si se lo esperara.

– Bueno, mientras tú trabajas en eso, yo tengo a alguna gente investigando a ese grupo de la casa de los Pearson. Porque, que yo sepa, son los únicos en esta zona que adoran a Satán.

– Abiertamente, al menos -murmuró Riley.

El sheriff ignoró su comentario.

En cuanto tengamos la información, seguramente dentro de un par de horas, pienso ir a hablar con esa gente. ¿Me acompañas?

– No me lo perdería.

– Está bien -dijo Ash en cuanto se quedaron solos en la sala de reuniones-. He hecho lo que me has pedido. Me he metido en la investigación. Ahora, ¿quieres decirme para qué?

Riley sintió un leve sobresalto y su mente comenzó a funcionar a toda velocidad. No recordaba haberle pedido que hiciera nada parecido y, desde que se había despertado sin recordar las doce horas anteriores, había estado demasiado angustiada para preguntar (o incluso para preguntarse) por qué Ash la había acompañado al departamento del sheriff.

No dudaba de que él le estaba diciendo la verdad, pero ignoraba por qué se lo había pedido. A no ser que…

– ¿Riley? Mira, no voy a hacerme ilusiones pensando que necesitas que te lleve de la mano, pero…

– La verdad -dijo ella lentamente- es que creo que tal vez sí lo necesite. En cierto modo.

Él esperó levantando las cejas interrogativamente, sin decir nada.

Riley vaciló sólo un momento.

– Jake ha dicho que los informes que está esperando tardarán aún un par de horas. Hay algo que quiero comprobar mientras tanto. Y no creo que deba hacerlo sola.

– Vámonos -dijo él.

No hizo la pregunta obvia hasta que estuvieron en su Hummer, en el aparcamiento.

– ¿Adónde vamos?

Riley tomó aliento.

– Al claro donde se encontró el cuerpo.

Él frunció el ceño.

– Sé que Jake ha tenido la zona acordonada y vigilada, pero ya has visto lo que había que ver. ¿No?

– Con los ojos, sí.

Él no necesitó que se explicara.

– Pero dijiste que no habías captado nada a través de tu sexto sentido.

– Y así es. Pero había mucha gente alrededor. Puede que ahora sea distinto.

– ¿Puede?

– Necesito intentarlo, Ash. -«Porque he perdido más tiempo, y quizás eso cambie las cosas. Quizás.»

Él se quedó mirándola un momento; luego puso en marcha el motor.

– No es cosa mía preguntar el porqué.

– Mientras no te mueras -murmuró ella-. O cabalgues hacia las fauces del infierno. (1)


1. (Referencia a La carga de la Brigada Ligera, poema de Lord Alfred Tennyson. (N. de la T.)


Ash sonrió.

– ¿Te he dicho lo mucho que me alegra tener una amante tan culta? Esa cita habría tenido que explicársela a casi todo el mundo que conozco.

– Cuando eres hijo de militar, los libros y la imaginación te sacan de muchos apuros. -Riley hurgó en su bolso en busca de una barrita energética-. Tengo la cabeza llena de datos, versos y un montón de curiosidades inútiles.

– Sólo son inútiles hasta que los necesitas.

Ella se detuvo mientras desenvolvía la barrita y le miró.

– ¿Eso lo has sacado de una galletita de la suerte?

– Seguramente. -Ash la miró-. Pero tengo una pregunta. ¿Por qué yo y no tu amigo Gordon? Él sabe lo de la clarividencia, ¿no?

– Sí.

– Entonces, ¿por qué no has elegido como guardaespaldas a un antiguo compañero del ejército, si esperas que haya problemas? No es que me queje, entiéndeme. Sólo me lo pregunto.

Riley también se lo preguntaba. Ignoraba si le había pedido que se uniera a la investigación por ese motivo; sólo era una suposición lógica. Porque sabía desde el principio que no podía aceptar la situación tal y como era y asumir la desaparición de sus capacidades parapsicológicas: tenía que forzarse en algún momento, intentar con todas sus fuerzas volver a entrar en contacto con lo que la descarga de la pistola eléctrica había dañado.

Ignoraba qué pasaría entonces. Pero la lógica le decía que no debía estar sola cuando lo intentara. En cuanto al motivo por el que había elegido a Ash y no a Gordon, la lógica también ofrecía una respuesta a esa pregunta.

– Gordon es un civil ahora -dijo por fin-. No puede participar oficialmente en una investigación por asesinato. Tú sí.

– Ah. Tiene sentido.

Sí, tenía sentido. Era lógico.

Pero Riley no sabía si se lo creía.

El problema era, por supuesto, que no recordaba qué la había impulsado a pedirle que interviniera oficialmente en el caso. Quizá fuera por eso: porque tenía intención de hacer todo lo posible por recuperar sus facultades aparentemente desaparecidas y quería que alguien de confianza estuviera a su lado en caso de que acabara sentada de culo en el suelo.

Quizá.

O quizá fuera otra cosa. Algo que se le había ocurrido mientras su mente funcionaba a toda prisa, cuando Ash le habló de una decisión que, al parecer, había tomado en aquellas horas perdidas.

¿Y si volvía a suceder? ¿Y si ese día decidía cosas, hacía cosas o tomaba determinaciones de las que no se acordaría al día siguiente? Había pasado ya dos veces. ¿Había adivinado o sabido de algún modo que su memoria agujereada y sus sentidos dañados sólo eran el comienzo de sus problemas? ¿Y si el ataque del domingo por la noche había dañado su mente, su cerebro, mucho más de lo que creía? Entonces, ¿qué?

De nuevo la lógica imponía que, si pensaba seguir en el caso en aquellas circunstancias (y así era), tuviera a alguien de confianza que no sólo supiera la verdad, sino que estuviera en situación de acompañarla y observarla prácticamente veinticuatro horas al día. En cualquier otro momento, otro miembro de la UCE habría sido la elección lógica. Pero ahora eso no era posible.

Su amante, el fiscal del distrito del condado de Hazard, era la mejor opción que le quedaba.

Pero decir que se sentía cómoda o segura con esa decisión habría sido exagerar las cosas. Por una parte, era un modo muy informal de comportarse en el curso de una investigación, además de muy impropio de ella. Y por otra parte, mucho más vital…

«¿Puedo confiar en él? Siento que sí. A veces. Casi siempre. Pero no siempre.»

La asediaban dudas que ni siquiera era capaz de expresar con palabras. Era como vislumbrar un movimiento por el rabillo del ojo y no ver nada al mirar directamente. Eso era lo que sentía respecto a Ash: que allí había algo más que no veía, algo que no sabía, y ello hacía que desconfiara.

«Pero ¿puedo fiarme de mis sentimientos? ¿De alguno de ellos?

»Y aunque pueda confiar en él, ¿lo entenderá?

»¿Puede entenderlo?»

Загрузка...