J Leah Wells había querido ser policía desde los ochos años. Quizás incluso desde antes, pero sus recuerdos sólo alcanzaban hasta esa edad. Había convertido su casa de muñecas en una cárcel en la que tenía recluidas a tres muñecas, a dos osos de peluche y a un muñeco ninja que le había quitado a su hermano cuando estaba despistado.
El ninja había cometido un acto atroz: había secuestrado a la Barbie Malibú y pedido un rescate por ella. La batalla por atraparle y liberar a la rehén fue intensa.
A su madre todo aquello la desconcertaba un poco: temía con razón que aquellos juegos infantiles anunciaran una vida menos tradicional que la que ella, al menos, esperaba para su hija. En vez de pasar su época de universitaria integrada en una hermandad femenina y estudiando psicología infantil o algo por el estilo, Leah había estudiado psicología e investigación criminal y había hecho prácticas en la oficina de investigación del Estado.
Pero si a su madre la había decepcionado la elección profesional de su hija, la propia Leah había quedado un tanto desilusionada por los cuatro años que había pasado en la Policía de Columbia: allí descubrió que no le gustaba ser policía en una gran ciudad. Demasiada violencia. Demasiadas situaciones deprimentes con final trágico e infeliz.
Gordon decía que había elegido la carrera equivocada para una mujer que creía que las historias tenían que acabar con final feliz. Pero lo cierto era que Leah disfrutaba con su trabajo casi siempre. Disfrutaba ayudando a la gente. Así que, cuando Columbia se volvió demasiado deprimente, llegó a la conclusión de que un pueblo en la playa sería sin duda mucho más alegre y menos violento, y tendría además otros muchos alicientes.
Sobre todo porque era una de esas raras pelirrojas que se ponían morenas, en vez de llenarse de pecas.
Había recalado en el departamento de Policía del condado de Hazard gracias a un alfiler. Teniendo delante una lista de departamentos policiales de la costa sureste que buscaban agentes con experiencia, había cerrado los ojos y clavado un imperdible abierto en el papel.
Salió el condado de Hazard.
Tal vez fuera un modo estúpido de planear una carrera, y más aún una vida, pero a Leah le había salido bien. Porque ahora le gustaba su trabajo y le encantaba la vida en la playa. Y además tenía un hombre que estaba loco por ella. Miel sobre hojuelas.
– Y ahora -le dijo a Riley, concluyendo su historia con aire ofendido- un monstruo asesino ha tenido que venir a arruinarme el paraíso.
– Sí, los monstruos asesinos pueden amargarte la vida -dijo Riley, muy seria. Estaba sentada en un rincón de la mesa de reuniones, balanceando ociosamente un pie mientras esperaba a que el sheriff Ballard se reuniera con ellas provisto del informe de la autopsia. Entre tanto, había conseguido que Leah se pusiera a hablar con sólo hacerle una o dos preguntas sencillas sobre sí misma.
Leah suspiró.
– En fin, ya sabes lo que quiero decir. No es que me esté tomando este asesinato a la ligera. Cada vez que cierro los ojos, veo a ese pobre tipo allí colgado, en el bosque. Me pongo enferma. Y tengo miedo. Porque si el maníaco que lo mató no es un veraneante, cabe la posibilidad de que sea alguien que conozco.
Riley dio otro mordisco a la barrita energética que se estaba comiendo. Luego dijo:
– Si te sirve de algo, me sorprendería que el asesino fuera un veraneante.
– Mierda. ¿Por qué?
– Porque si de verdad practica, o practican, rituales satánicos, no es algo que uno se lleve por ahí cuando se va de vacaciones. Los rituales extremos, al menos. Además, la discreción es fundamental, y ese sitio estaba muy a la vista.
– Entonces puede que sea… ¿qué? ¿Un falso ritual?
– Una cortina de humo, tal vez. Para ocultar el verdadero motivo que hay tras el asesinato. Y, si es así, si alguien está usando la parafernalia ocultista para despistarnos es, casi con toda probabilidad, para desviar nuestra atención de alguien que de otro modo sería un sospechoso lógico del asesinato de ese hombre.
Leah se quedó pensando.
– Pero no podemos saber si tenía enemigos aquí hasta que averigüemos quién es. Quién era.
– Sí. Así que la identificación tiene que ser prioritaria.
– Y lo es. Pero, de momento, nada. El médico que nos sirve de forense nos dio un informe preliminar anoche. No ha encontrado marcas identificativas en el cadáver. No tenía cicatrices, ni tatuajes, ni marcas de nacimiento. Cotejamos sus huellas otra vez para asegurarnos, pero no ha habido suerte.
– Yo no esperaría encontrar sus huellas dactilares en los archivos -dijo Riley.
– ¿Por qué, si puede saberse?
Riley dobló cuidadosamente el envoltorio vacío de la barrita energética, convirtiéndolo en una tira cada vez más estrecha.
– Porque falta la cabeza -respondió.
Leah no pudo evitar hacer una mueca, pero dijo:
– ¿Y qué?
– Que nunca he oído hablar de un ritual ocultista en el que se decapitara a la víctima y desapareciera la cabeza. Y no veo por qué iba a hacer eso el asesino si no es para retrasar la identificación. Si es así, y si el asesino tuviera motivos para creer que sus huellas estaban registradas en los archivos policiales, y puesto que obviamente no es muy escrupuloso, habría destruido las yemas de los dedos. Se los habría cortado, o quemado, quizá.
Leah se aclaró la garganta.
– No es muy bonito el mundo en el que vives, ¿no?
Riley pareció ligeramente sorprendida. Luego sonrió con cierta desgana.
– Supongo que no. Pero no suelo pensarlo de ese modo.
– ¿Es sólo un trabajo?
– Bueno…, más o menos. A través de mi trabajo conozco a gente fantástica. Tengo algunas experiencias interesantes, y no todas son negativas. Viajo mucho. Y creo que el trabajo que hago es importante.
– Oh, de eso no hay duda. -Leah bajó la voz ligeramente, a pesar de que estaban solas en la sala de reuniones-. Y puedes usar tus facultades paranormales en algo realmente importante, en vez de trabajar en una feria o una de esas líneas de videntes.
– Una de las personas con poderes más asombrosos que conozco pasó años trabajando en una feria, diciendo la buenaventura.
– No quería decir…
Riley zanjó su respuesta con un ademán.
– Ya lo sé. Pero tienes razón: algunos de nosotros, quizá la mayoría, no tenemos muchas formas de ganarnos la vida decentemente usando esas habilidades. Suponiendo que puedas usarlas, y muchos no pueden.
– ¿Quieres decir que no pueden controlarlas?
– La mayoría no podemos controlarlas, o al menos no de forma fiable. Mi jefe dice que si alguna vez nace una persona con poderes parapsicológicos que pueda controlar sus capacidades, el mundo cambiará. Seguramente tiene razón.
– Pero esa persona no eres tú, ¿no?
– No. Llevo usando mis capacidades desde que tengo memoria, y sigue siendo una lotería. Aunque esté perfectamente concentrada y mi nivel de energía sea óptimo, puede que no capte nada. Otras veces ni siquiera lo intento y recibo un montón de información de emociones.
– ¿Captas emociones? ¿Las emociones de otras personas? -Leah no pretendía parecer recelosa, pero sintió en su tono que lo parecía.
Riley miró con el ceño fruncido el envoltorio vacío, convertido en una fina tira doblada. Lo ató pulcramente en un nudo.
– A veces. No como alguien con empatía, que siente lo que siente otro. Sólo sé si alguien está enfadado o triste…, o lo que sea. Aunque lo guarde dentro y no demuestre nada.
Leah la observó preguntándose cómo sería tener esa ventana hacia el interior de los demás. No era que quisiera saberlo de primera mano: bastante le costaba ya aclarar sus propias ideas y emociones sin tener que pensar en los demás.
A Riley, sin embargo, no parecía perturbarla. Era una mujer extrañamente serena, pensó Leah. Incluso el día anterior, en el bosque, en medio de aquella escena espantosa, se había mostrado tranquila y natural. Y hoy llevaba la pistola despreocupadamente en la cadera, con los vaqueros y una camiseta fina de verano.
No parecía una agente del FBI. Claro que Leah se la imaginaba con uniforme del ejército sólo porque Gordon le había enseñado un par de fotografías de los dos juntos.
– No te dejes engañar por esos ojos grandes y esa voz dulce -la había advertido con una sonrisa-. Riley no tiene ni un pelo de tonta. Ha visto la guerra y ha visto el mundo, y sabe cuidar de sí misma allí donde la mande el destino. A mí no me gustaría tenerla por enemiga, ni armada ni desarmada.
Una cosa a tener en cuenta, pensó Leah.
– ¿De verdad ayuda tener dotes paranormales? -preguntó-. En una investigación, quiero decir.
Riley hizo otro nudo en el envoltorio de plástico, lo miró con el ceño fruncido como si se preguntara por qué lo había hecho y lo tiró al cenicero que había sobre la mesa, a su espalda.
– A veces. -Dudó y luego la miró a los ojos y dijo-: Pero puede que esta vez no. Sólo para que lo sepas, ahora mismo estoy un poco fuera de juego.
– ¿Por Ash? -aventuró Leah.
Riley se sorprendió visiblemente.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque me identifico contigo, supongo. -Leah se rio-. Una vez, cuando me estaba enamorando de Gordon, vine a trabajar calzada con dos zapatos distintos. Creía que los chicos iban a recordármelo eternamente.
Riley sonrió, pero sus ojos seguían teniendo una mirada intensa, interrogadora.
Era curioso lo claramente que surgió, pensó Leah. Aquella pregunta tácita. Sin proponérselo, se descubrió ofreciendo una respuesta.
– Ash es un tipo muy intenso, todo el mundo lo sabe. Imagino que seguramente lo es más aún de puertas para adentro, por decirlo así.
– Es un poco…, arrollador -contestó Riley, cautelosa.
– Apuesto a que sí. Se rumorea que dejó la oficina del fiscal del distrito de Atlanta porque no podía controlar su temperamento.
– ¿En serio?
Leah se encogió de hombros.
– Bueno, ya sabes: son rumores. Yo personalmente nunca he visto ningún indicio de nada parecido. Pero su intensidad salta a la vista. Vuelvo todo el rato a esa palabra, pero parece que le viene como anillo al dedo, ¿no crees?
– Sí. Sí, así es.
Leah sacudió la cabeza.
– Todo esto ha pasado en muy mal momento -dijo-. Parecía que os iban muy bien las cosas, que habíamos descubierto que todas esas supuestas prácticas ocultistas no eran más que bobadas y que Gordon se estaba preocupando por nada. Ahora, con este asesinato, todo el mundo está tenso y con los nervios de punta, y nadie piensa en otra cosa. Aquí está pasando algo, eso está claro, con ocultismo o sin él.
– Sí.
– Ayer fue bastante evidente que a Ash no le hace ninguna gracia que trabajes en el caso. ¿Lo habéis aclarado?
– Sí. Le dije que iba a colaborar en la investigación.
Leah se rio.
– Muy bien hecho. Seguramente le sentará bien descubrir que no vas a estar siempre a su disposición.
– Creo que eso ya lo sabía.
El sheriff entró en la sala en ese momento, poniendo así fin a las confidencias. Al menos, de momento.
– Buenas, tenemos papeleo -dijo-. Y estamos imprimiendo las fotografías de la escena del crimen. Riley, resulta que sí tenemos un programa de reconocimiento de patrones, y una técnico que sabe usarlo.
– ¿Melissa? -preguntó Leah.
– Sí. Lógico, ¿no? -Le pasó a Riley la carpeta marrón que llevaba y añadió-: Es la experta en informática del pueblo, y menos mal que la tenemos. Es una de esas personas con un don natural. Va a examinar las manchas de sangre de las rocas, a ver si hay algo que indique una pauta.
– Muy bien. -Riley abrió la carpeta y empezó a ojear el informe de la autopsia.
Jake estuvo un minuto paseándose inquieto por la habitación; luego se sentó a la mesa, cerca de Riley.
– No ha habido suerte: seguimos sin identificar a ese tipo -comentó.
Leah quiso decirle que dejara a Riley asimilar el informe que estaba leyendo, pero mantuvo la boca cerrada.
Sin levantar la vista, y aparentemente sin dejar de leer, Riley dijo:
– No me sorprende: falta la cabeza y sus huellas dactilares no están en los archivos. Sigue sin haber denuncias de desaparición que encajen, supongo.
– Sí. No se ha informado de ninguna desaparición.
– ¿Es raro en esta zona?
– ¿Que no se denuncien desapariciones? No, es normal. No hay mucha gente que falte de casa, excepto algún adolescente que tarda en volver, de vez en cuando, o algún pescador borracho que se queda dormido en su barca.
Leah se decidió a hablar.
– Si desapareció el domingo por la tarde o a primera hora de la noche, han pasado menos de cuarenta y ocho horas. A no ser que haya alguien esperándole en casa, sea donde sea, es normal que nadie le haya echado de menos. Sobre todo, si estaba de vacaciones.
Riley asintió con la cabeza.
– Los hábitos de los veraneantes varían. No todo el mundo da paseos por la playa o visita los restaurantes o las tiendas. Algunos vienen con una bolsa de libros o un maletín lleno de trabajo, se sientan delante de la ventana, encargan la comida por teléfono y no salen de su parcelita de arena alquilada hasta que llega la hora de volver a casa. Si ese hombre vino solo, puede que su ausencia se haya notado tan poco como su llegada.
– ¿Cómo lo haces? -preguntó Jake.
Ella le miró por encima de la carpeta abierta.
– ¿El qué?
– Leer y hablar al mismo tiempo. ¿O estás fingiendo que lees?
Leah mantuvo otra vez la boca cerrada y se limitó a escuchar.
– No -contestó Riley-. Estoy leyendo. Es un don que tengo. Me enseñó otro agente de la unidad.
– Debe de ser muy útil -refunfuñó él.
– A veces.
– Eso se considera un rasgo masculino, ¿no? Ser capaz de compartimentar mentalmente. O emocionalmente.
– Eso he oído decir.
– ¿No estás de acuerdo?
– En realidad nunca me he parado a pensar en ello. -Riley seguía hablando con calma, y su leve sonrisa era amable, pero Leah estaba segura de que era perfectamente consciente de lo que estaba pasando.
Jake estaba exhibiendo uno de sus rasgos menos favorecedores, un rasgo que Leah reconocía por haberlo visto a menudo. Sencillamente, estaba acostumbrado a que las mujeres le prestaran atención pasara lo que pasase a su alrededor. Prácticamente todas. Y a esa parte de él le desagradaba quedar en segundo plano, ya fuera detrás de otro hombre o de un asesinato.
Evidentemente, quedar en tercer plano en lo que a Riley concernía le estaba sacando de quicio.
Leah hizo una apuesta consigo misma respecto a qué curso imprimiría Jake a la conversación.
– Seguramente también se te dan bien los números -dijo.
– Sí -contestó Riley, todavía amablemente-. Y también sé cambiar una rueda y el aceite del coche, utilizar herramientas eléctricas, interpretar cualquier mapa con precisión, dar en el blanco en el campo de tiro o en campo abierto, y jugar al billar. Y no es que quiera alardear, ni nada por el estilo. Sólo lo digo.
– ¿Y al póquer?
– También.
– Un dechado de virtudes -dijo Jake-. ¿Sabes cocinar?
– Me temo que no.
– Entonces es una suerte que Ash sí sepa, ¿no?
Leah ganó su apuesta.
– Supongo que sí. -Riley se encogió de hombros.
– ¿Es que no te importa?
– Bueno, suelo comer fuera de casa, así que es un cambio. Podría acostumbrarme.
A Jake le desagradó tan visiblemente aquella respuesta que Leah estuvo a punto de echarse a reír. Pero no lo hizo. A fin de cuentas, era su jefe.
Riley cerró la carpeta y se dio unos golpecitos con ella en la otra mano.
– Volviendo al asesinato, como no tenemos forma de identificar el cuerpo, creo que lo mejor será buscar a un hombre que no esté donde deba estar. Empezando por lo más sencillo. Los veraneantes.
– Será lo más rápido -convino el sheriff-. Podemos preguntar en todos los moteles y las agencias inmobiliarias por un hombre solo que haya alquilado una habitación, un piso o una casa. En esta zona suele haber más grupos o familias que personas solas, así que eso debería reducir bastante el campo de búsqueda. Pondré a mi gente a trabajar en ello.
– Es un comienzo, en todo caso. -Riley le ofreció la carpeta a Leah-. ¿Quieres echar un vistazo?
– Paso. De todos modos no me enteraría de nada.
Riley sonrió y le devolvió la carpeta a Jake.
– No hay mucho que no supiéramos ya. Un varón blanco de entre cuarenta y cuarenta y cinco años, torturado y decapitado posteriormente. Los resultados de los análisis toxicológicos no han llegado aún. Se estima que la muerte se produjo entre las dos y las seis de la madrugada del domingo. O más bien del lunes por la mañana.
– ¿Ayuda eso? -preguntó Leah.
– No mucho, si no hay nada más. Jake, ¿puedo ver todos los papeles que tengáis sobre cualquier otro delito que haya sucedido este verano y que pueda estar relacionado? Ese incendio provocado, casos de vandalismo, lo que tengáis.
– Claro. -El sheriff había adoptado una actitud profesional. La incursión en la vida privada de Riley parecía olvidada-. ¿Buscas un hilo común?
Ella contestó con naturalidad:
– Si lo hubiera, seguramente tu gente lo habría encontrado ya. A no ser que esté relacionado con el ocultismo. Ésos pueden ser muy sutiles, y creo que la mayoría de los policías no podría distinguirlos.
– ¿Y tú sí?
– Puede que sí, puede que no. -Sacudió la cabeza-. Perdona que hable con tantas vaguedades, pero todavía no he tenido ocasión de ponerme a investigar. Hasta que no tenga una lista de sucesos potencialmente relacionados con el caso e intente aclarar qué tienen en común, documentarse es difícil y casi siempre inútil. El ocultismo es un tema muy amplio.
Jake dijo con un suspiro:
– Sí, he hecho una búsqueda en Internet poniendo «sacrificio humano». No te creerías la cantidad de mierda que me ha salido.
– Oh, yo soy capaz de creerme casi cualquier cosa. -La voz de Riley sonó seca e irónica-. Pero preferiría empezar por el principio, no por el final.
– ¿A qué te refieres?
– A que los preparativos para una ceremonia ocultista son tan importantes como su resultado, posiblemente incluso más.
Leah lo entendió primero.
– Así que, si encuentras algo raro en los preparativos, te inclinarás más por creer que los elementos ocultistas se usaron como cortina de humo.
– Exacto.
Jake había fruncido el ceño.
– ¿Eso es lo que crees? ¿En serio?
– Creo que es posible.
– Te ha convencido Ash.
– La verdad es que creo que él está seguro de que este asesinato no tiene nada que ver con el ocultismo. Yo no estoy tan dispuesta a descartar todavía esa posibilidad.
– Me alegra saberlo -dijo Jake-. Creía que iba a tener que perder un montón de tiempo discutiendo contigo.
– Yo siempre estoy abierta a todas las posibilidades -repuso Riley-. Suele haber muchas, y este caso no es una excepción. Puede que sea un asesinato doméstico disfrazado para que parezca otra cosa. O puede que de verdad sea otra cosa.
Ahora fue Leah quien frunció el ceño.
– Espera un momento. Has dicho que el informe de la autopsia no dice mucho que no supiéramos ya.
– Sí, eso he dicho.
– Entonces es que hay algo. Algo que no esperabas.
– Una cosita -contestó Riley-. El contenido del estómago.
Jake miró la carpeta cerrada que había dejado sobre la mesa y volvió a fijar los ojos en Riley levantando las cejas.
– ¿Qué pasa con eso? Todavía no tenemos los resultados toxicológicos, así que…
– Así que no sabemos si fue drogado o envenenado. Sí. Pero lo que sí sabemos es que tenía el estómago lleno de sangre. Y no era la suya.