Jueves, 19 de febrero, 13.30 horas
– La próxima vez elegiré yo el restaurante -protestó Mia mientras subía de dos en dos la escalera que conducía directamente a la comisaría.
Abe la seguía.
– No ha estado mal. El mejor curry indio que he probado en mucho tiempo.
Mia se volvió con un mohín.
– Solo tenían comida vegetariana. -«Ray nunca habría…» Interrumpió el pensamiento. Ray ya no estaba, y ahora tenía un nuevo compañero. Por fin la noche anterior, antes de acostarse, había leído su expediente.
– Solo ha sido una comida, Mitchell; no te lo tomes como si fuese una hecatombe. ¿Qué es esto?
Mia cogió el montón de hojas que había sobre su escritorio, idéntico al que Abe sostenía.
– Los nuevos listados de Kristen. Cumple sus promesas.
Pasó las páginas hasta llegar a una marcada con un Post-it verde fosforescente y ahogó una carcajada. Al principio de la lista se encontraba el nombre de la propia Kristen, en negrita y en cursiva, seguido del de su secretaria, los de tres fiscales más y el de su jefe, el mismísimo John Alden, escritos con fuente normal.
– Nos llevará horas repasar todo esto -dijo Abe al hojear el listado. Mia supo cuándo Abe vio el Post-it verde porque se ruborizó-. No tenía intenciones de ofenderla -comentó-, solo estaba sorprendido.
– Creo que lo ha comprendido. -Mia levantó la vista y observó a un desconocido cruzar la oficina. No lo había visto antes, pero se parecía demasiado a Abe para tratarse de un extraño-. Parece que tienes compañía.
Abe alzó la vista y una sonrisa iluminó su rostro. Mia reprimió un suspiro involuntario. Una sonrisa de Abe Reagan era suficiente para hacerle olvidar que se había propuesto no salir con policías. Pero se había dado cuenta de cómo miraba a Kristen. Abe tenía una ardua tarea por delante. Kristen Mayhew era dura de roer.
– ¡Sean! -exclamó Abe. Los dos hombres se abrazaron con torpeza y Abe miró a Mia con una mueca para que no se tomara aquello por lo que no era-. Es mi hermano Sean.
– Lo he deducido yo solita -dijo Mia en tono seco. El hermano de Abe era igual de moreno y atractivo que este pero lucía una alianza en el dedo.
– Pasaba por aquí -dijo Sean, y Abe soltó un bufido.
– ¿Desde cuándo te dejas caer por los barrios bajos? Mi hermano es corredor de bolsa -explicó.
– Desde que mamá me recomendó que no te perdiera de vista. Quiere estar segura de que te tratan bien. Papá no la deja venir a ella.
Abe frunció los labios.
– Me lo imagino. Me alegro de verte. ¿Qué tal está Ruth?
– Mejor desde que el bebé duerme toda la noche de un tirón.
Una sombra atravesó el rostro de Abe y fue reemplazada por una sonrisa tensa pero sincera.
– Bien, bien.
La sonrisa de Sean se desvaneció.
– Abe… El próximo sábado es el bautizo.
La sombra fugaz reapareció de nuevo, seguida por una sonrisa tensa.
– Allí estaré, te lo prometo.
– Lo sé. Es que… A Ruth le parece fatal, pero sus padres han invitado a Jim y a Sharon.
La sonrisa tirante se disipó y Abe apretó la mandíbula. Mia sabía que no debía escuchar la conversación, pero pensó que si hubieran deseado hablar en privado se habrían retirado a algún otro lugar. Los nombres de Jim y Sharon no aparecían en el expediente de Reagan pero parecían muy importantes.
– Dile a Ruth que no se preocupe -lo tranquilizó Abe-. Iré de todas formas. Por mi parte no habrá ningún problema. Seguro que la iglesia es lo bastante grande para que quepamos los tres.
Sean suspiró.
– Lo siento, Abe.
– No importa. -Abe forzó una sonrisa muy artificial-. De verdad.
– La buena noticia es que mamá está preparando una pierna de cerdo para asarla el domingo. Me ha pedido que te lo diga.
– Esta noche la llamaré y le diré que allí estaré.
Se hizo otro silencio corto durante el cual la pena crispó el rostro de Sean.
– Ruth y yo estuvimos en Willowdale el fin de semana pasado. Las rosas son muy bonitas.
Abe tragó saliva y Mia comprendió por qué. Willowdale era un cementerio y, según había leído en el expediente, hacía poco que Abe se había quedado viudo.
– Es la primera vez que me atrevo a ir.
Mia se preguntó cómo debía de sentirse uno al tener que ir de incógnito y no poder siquiera visitar la tumba de su esposa. La invadió un sentimiento de compasión y de respeto. Abe Reagan había renunciado a muchas cosas para someter a unos cuantos traficantes de drogas a la justicia.
Sean estrechó el brazo de Abe con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
– Lo sé. Nos vemos el domingo.
– Gracias por venir -dijo Abe con voz apagada. En cuanto su hermano se marchó, se dejó caer en la silla y cogió el nuevo listado de Kristen.
Mia lo contempló impertérrita.
– Así que él es la oveja negra de la familia, ¿no? Negra pero rica.
Abe sofocó una risita.
– Imagínatelo. Todos los demás somos policías, y él se pasa el día jugándose el dinero.
– Así que tienes sangre azul.
– Sí. Mi padre era policía. Ahora está retirado, pero lo lleva en la sangre. Mi abuelo también lo fue. Y también lo es uno de mis hermanos. -Arqueó una ceja-. Aidan está soltero.
– No salgo con policías -aclaró Mia con una sonrisa.
– Una chica lista.
Mia frunció el entrecejo.
– Lo suficiente para darme cuenta de que Ruth es la esposa de Sean y de que Debra era la tuya y está enterrada en Willowdale. ¿Quiénes son Jim y Sharon?
Abe abrió los ojos, más sorprendido por el descaro de Mia que por su capacidad deductiva.
– Los padres de Debra -respondió-. No nos llevamos del todo bien. ¿Siempre eres tan entrometida?
– Ahora eres mi compañero -aclaró Mia-. ¿Cuánto tiempo hace que murió Debra?
– Depende de cómo se mire -respondió él, y suspiró al ver que ella arrugaba el entrecejo-. Debra resultó herida hace seis años. Técnicamente, la muerte cerebral se produjo antes de que la ambulancia entrara en urgencias. Y ya no despertó.
Eso no figuraba en el expediente.
– ¿Qué le ocurrió?
Poco a poco, el semblante de Abe se tornó inexpresivo.
– Le alcanzó una bala que iba dirigida a otra persona.
– ¿A quién? -preguntó Mia, como si Abe no lo llevara escrito en el rostro. Pobre hombre.
– A mí. Fue un cabrón con cierta debilidad por la venganza; yo había detenido a su hermano. -Tragó saliva con impaciencia-. Y el maldito cabrón tenía una puntería nefasta.
La compasión suavizó la mirada de Mia.
– ¿Y cuándo murió? Técnicamente.
– ¿Técnicamente? Hace un año.
– Lo siento -dijo ella.
Abe asintió con frialdad.
– Gracias.
– ¿De cuántos meses estaba embarazada?
Abe apretó los dientes y apartó la mirada.
– De ocho. Ocho jodidos meses.
Mia suspiró.
– ¿Sabes qué mierda le cayó al que mató a Ray? Le rebajaron la pena. Si se porta bien, lo tendremos paseándose por la calle dentro de dos años.
Abe alzó los ojos.
– Pues dentro de dos años lo estaremos esperando, Mitchell.
«A Ray le habrías gustado, Abe Reagan -pensó Mia-. A pesar de tu manía de hacerte el valiente y correr riesgos innecesarios.» De todas formas, ahora comprendía por qué Abe había expuesto su vida tantas veces. El dolor puede hacer que un hombre se comporte como no lo haría en otras circunstancias.
– ¿Tienes previsto hacer alguna proeza estúpida, del estilo de las de narcóticos?
Los labios de Abe se curvaron hacia arriba.
– No.
– Bien.
Jueves, 19 de febrero, 14.30 horas
Desde la furgoneta, observó a una anciana con uniforme de criada abrir la puerta y recoger la caja que él había dejado en el peldaño de la puerta después de llamar al timbre.
Puso en marcha el vehículo y esbozó una sonrisa de satisfacción. Dobló la esquina y entró en un callejón; bajó de la furgoneta de un salto y retiró el rótulo magnético, de forma que el que había estampado debajo quedó al descubierto. Se dirigió al otro lado e hizo lo propio. Luego enrolló los rótulos magnéticos, los guardó en la furgoneta y se sentó al volante.
Tenía que volver al trabajo, al que le daba de comer. Aunque el que de verdad le importaba comenzaba en cuanto se ponía el sol.
Jueves, 19 de febrero, 15.30 horas
Kristen estaba sentada en el interior de su coche, aterrorizada ante lo que estaba a punto de hacer. Mitchell y Reagan llegarían de un momento a otro. Y ella tendría que enfrentarse una vez más a los ojos acusadores de Sylvia Whitman.
Recordaba el día del juicio de Ramey. Hacía mucho frío, como en aquel momento. Las tres mujeres, vestidas con las clásicas prendas que llevaban a diario para ir a trabajar, parecían petrificadas y al borde de la náusea. Sus maridos o novios apenas lograban contener la furia que sentían al ver a Ramey sentado junto a su abogado defensor. Cada una de aquellas mujeres se enfrentó a los hechos y volvió a contar su historia con las manos fuertemente entrelazadas. Ninguna de ellas pudo ocultar la vergüenza que sentía. No eran capaces de mirar a nadie a los ojos. «Excepto a mí», pensó Kristen. Las tres fijaron la mirada en el rostro de Kristen, como si fuese su única ancla de salvación en toda la sala.
Qué valientes habían sido. Incluso cuando el abogado defensor las bombardeó a preguntas y minó su autoestima y su compostura. Ninguna de las tres se desmoronó. Hasta que el jurado leyó el veredicto y Ramey salió en libertad. Entonces se vinieron abajo.
Kristen exhaló un suspiró tembloroso. A ella le había ocurrido lo mismo. Y el abatimiento se había agravado aquella mañana, al ver el cadáver de Anthony Ramey con la pelvis destrozada.
No sentía indignación por el daño que había sufrido Ramey, ni pena por el dolor que experimentaría su familia ante la pérdida. Había negado aquella emoción mientras permanecía frente al cadáver junto a Mitchell y Reagan, pero luego, a solas, fue capaz de admitirla. Era muy simple… sentía satisfacción. Y gratitud.
Su humilde servidor había asesinado a un hombre que no merecía vivir y cuya muerte ella se negaba a lamentar. Estaba mal, pero era un sentimiento humano. Y, a fin de cuentas, ella era un ser humano.
Mitchell detuvo su sedán oscuro frente a ella; lo aparcó junto al bordillo y Kristen observó que se abría la puerta del acompañante y Reagan salía del coche, se erguía y se alisaba la corbata. Sintió un nudo en la garganta al ver sus hombros anchos, su figura esbelta y el atisbo casi imperceptible de barba en sus mejillas. Tragó saliva. Sí, aún era un ser humano.
Reagan miró la casa que se alzaba al final de la cuesta y luego volvió su mirada hacia ella. El corazón de Kristen obvió un latido al observar que el viento le revolvía el pelo oscuro y hacía ondear el bajo de su abrigo desabrochado. Una imagen magnífica, tenía que reconocerlo.
Aquello la obligaba a admitir algo más. La sangre aún le corría por las venas, su pulso era capaz de acelerarse por algo más que por el miedo. Le parecía ridículo. En especial, el no poder apartar la vista de sus ojos. Así que abrió la puerta en el mismo instante en que él se disponía a hacerlo. Bajó del coche sin ayuda e hizo un ademán de agradecimiento con la cabeza al ver su mano extendida.
– No es necesario -dijo en voz alta-. ¿Qué hay de nuevo?
Mia aguardaba en la acera.
– Hemos avisado a los parientes más cercanos. Acudirán a identificar los cadáveres durante las próximas horas. La madre de King ha estado a punto de romperme los tímpanos con sus gemidos y su novia casi le destroza a Abe su cara bonita con las uñas.
Abe alzó la vista al oír lo de su cara bonita.
– ¿Y nuestros amigos los Blade? -preguntó Kristen.
– Hemos dado con los familiares cercanos de dos de ellos. Nadie parece saber nada del tercero. -Mia frunció el entrecejo-. La novia de uno de ellos asegura que estaba con ella el 12 de enero y que al día siguiente desapareció. El hermano del segundo afirma que el 20 de enero se encontraba en casa y que al día siguiente desapareció. Una semana de diferencia.
Abe se encogió de hombros.
– Con suerte, el examen del forense nos proporcionará una estimación razonable de la fecha de la muerte. -Volvió a mirar al final de la cuesta-. ¿Estamos a punto?
– ¿Qué le preguntaréis a la señora Whitman? -quiso saber Kristen-. No sabemos qué día murió ninguno de ellos, así que no podemos pedirle que presente una coartada.
– No importa -dijo Abe-. Me interesa más ver cómo reacciona ante la noticia.
– Yo no esperaría lágrimas -replicó Kristen en tono rotundo.
– ¿De aflicción?
– De ningún tipo. Sylvia Whitman no es una mujer de lágrima fácil. -Kristen irguió la espalda-. Acabemos de una vez con esto.
Mia y Reagan se quedaron detrás y dejaron que fuese Kristen quien llamara al timbre. Sylvia Whitman abrió la puerta y mostró una expresión de desdén pero no de sorpresa.
– No parece sorprendida de verme, señora Whitman -aventuró Kristen en tono tranquilo.
– No lo estoy. -La mujer retrocedió-. Entren.
Mientras tenían lugar los saludos de rigor, Abe pensó que, aunque no podía decirse que la mujer los hubiese recibido con los brazos abiertos, al menos no les había ordenado que se marcharan. Durante el trayecto en coche, Mia lo había puesto al corriente de las consecuencias del juicio, de las mordaces cartas que el señor Whitman había enviado al jefe de Kristen pidiéndole que la despidiera por incompetente.
El hecho de que Kristen todavía se sentía culpable por no haber conseguido que condenaran a Ramey se hizo evidente en cuanto pisó la calle; el terror que experimentó al mirar la casa casi podía palparse. Sin embargo, una vez dentro recobró la compostura y mantuvo un semblante tan sereno como el de Whitman. Abe le reconoció el mérito.
– Perdonen que no les ofrezca té -dijo la señora Whitman mientras los conducía a la sala de estar. Abe escogió un asiento desde donde podía observar bien el rostro de Whitman. Cuando la noche anterior afirmó que una de las víctimas originales podría haber asesinado a todos los hombres hablaba en serio. Con el término «originales» se refería a las once víctimas cuyos nombres aparecían inscritos en mármol. Que los cinco hombres pudieran merecer ese final, no cambiaba el hecho de que los habían asesinado. Una de sus víctimas podría haber tramado el plan: matar al agresor y de paso eliminar a unos cuantos más que también lo merecían. Menuda ironía para la acusación.
Kristen, sentada, entrelazó las manos sobre el regazo.
– Estos son los detectives Reagan y Mitchell. Señora Whitman, ¿por qué no le sorprende verme? -preguntó Kristen con serenidad, lo cual llenó a Abe de orgullo.
La señora Whitman frunció los labios, se puso en pie y cogió un sobre de un escritorio. «Más sobres», pensó Abe. Sin pronunciar palabra, le entregó el sobre a Kristen, quien extrajo la carta y, sosteniéndola por un extremo, la ojeó y suspiró.
– «Mi querida señora Whitman» -leyó en voz alta-: «Lo que ha sufrido es indescriptible, así que no intentaré buscar palabras para expresarlo. Quiero que sepa que su torturador por fin ha recibido su merecido. Está muerto. Eso no le ayudará a recuperar lo que ha perdido, pero deseo que la ayude a seguir adelante con su vida.» -Levantó la vista-. «Su humilde servidor.»
– Entonces, ¿es verdad? -preguntó Whitman-. ¿Ramey ha muerto?
Kristen asintió.
– Sí. ¿Cuándo recibió esa carta, señora Whitman? ¿Y cómo le llegó?
– La he encontrado esta mañana en el felpudo, debajo del periódico.
«Después de que Kristen encontrara los regalitos en el maletero de su coche», pensó Abe. La secuencia temporal era interesante, y el medio por el que le había llegado la carta hacía difícil el rastreo. Se apostaba cualquier cosa a que no iban a encontrar huellas en la carta ni en el sobre; pero podían preguntarle al repartidor de periódicos la hora de la entrega.
– ¿Había algo más junto con la carta? -preguntó Abe, y Whitman lo miró impávida.
– No. Solo la carta y el sobre. ¿Por qué?
Kristen introdujo la carta en el sobre y se la entregó a Mia.
– Los detectives necesitan que les explique dónde se encontraba en el momento de la muerte de Ramey, señora Whitman.
Mia guardó la carta.
– Les agradeceremos a usted y a su marido que se acerquen a la comisaría y nos permitan tomar sus huellas dactilares. Así podremos comprobar que son distintas de las de la persona que escribió la carta.
– Les ahorraré tantas molestias, detectives -dijo Whitman con excesiva suavidad-. Si Ramey fue asesinado por la noche, yo me encontraba en casa sola. Nadie puede confirmar mi coartada. Yo no lo maté pero me quito el sombrero ante quien lo hizo.
– ¿Y el señor Whitman? -preguntó Kristen.
– No está. -Por un momento Abe creyó que Whitman iba a perder la compostura, pero se recuperó tras respirar hondo-. Solicitó el divorcio un año después del juicio.
– Necesitamos su dirección, señora -dijo Abe. Los ojos de Whitman emitieron un destello de dolor, enojo y humillación, y Abe la compadeció-. Lo siento.
Jueves, 19 de febrero, 18.00 horas
Si las entrevistas con Sylvia Whitman y Janet Briggs habían sido frías y formales, la conversación con Eileen Dorsey y su marido fue todo lo contrario. Los gritos retumbaban todavía en los oídos de Kristen, su corazón aún latía salvajemente.
– Ha sido de lo más agradable -ironizó Mia mientras se frotaba la frente con desaliento.
Kristen se recostó en el asiento del coche de alquiler. No lograba controlar el temblor de su cuerpo.
Oyó la voz de Reagan detrás de ella.
– ¿Estás bien, Kristen?
Dejó que el sonido de su voz, su cercanía, la invadiera. Notó que el temblor amainaba. No se permitió pararse a pensar cómo o por qué aquel hombre le hacía sentirse tan segura. De momento se limitaría a tomar lo que le ofrecía.
– Sí -respondió con una leve sonrisa-. Pero me alegro de que estuvierais allí. El hecho de ir acompañada de dos detectives armados me ha ayudado a mantenerlos a raya. Por lo menos ya sabemos que tienen una pistola.
Mia resopló.
– Tienen cincuenta, no una. Juro que nunca había visto a un particular con tantas armas juntas.
Reagan se desplazó para apoyar la cadera en el capó del coche de Mia.
– «Sí, tengo una pistola, detective» -parodió.
Kristen soltó una risita. Su nivel de adrenalina empezaba a disminuir. Reagan había imitado a la perfección a Stan Dorsey cuando, indignado, había depositado un enorme revólver encima de la mesa del comedor y, a continuación, dos semiautomáticos, un rifle de caza pintado de camuflaje y un AK-47. Luego, había abierto la puerta de un descomunal armero hecho a medida para mostrarles cuarenta armas más al tiempo que los miraba lleno de furia.
– Y lo cierto es que todas han sido disparadas recientemente -añadió Kristen con un hilo de voz. Aún le duraba el miedo que había sentido cuando Dorsey se había plantado delante de ella y le había confesado que todas las noches soñaba que dejaba a Ramey como un colador. Aseguró que él no había matado a aquel hijo de puta, pero que, de haberlo hecho, habría rezado para que fuera ella quien llevara la acusación; dada su ineptitud, seguro que estaría de vuelta en casa a la hora de cenar. Luego se le había encarado y había lanzado el último bombazo: ojalá Ramey la hubiera seguido a ella aquella noche; así sabría lo que quería decir ser una víctima.
Entonces Kristen había notado el calor de Reagan, quien se le había acercado por detrás. No la tocó, no dijo nada, pero algo en su rostro captó la atención de Dorsey e hizo que el hombre, con movimientos lentos y comedidos, retrocediera un paso y bajara los puños cerrados. Reagan extendió el brazo por encima de su hombro para entregarle a Dorsey una tarjeta al tiempo que le indicaba que llamase si sabía algo más.
Mia sacudió la cabeza.
– Me pregunto si los vecinos saben que viven al lado de un puto arsenal. Conque coleccionista, ¿eh? Qué listo.
Reagan se encogió de hombros.
– Están todos registrados. No infringen la ley.
– También han recibido una carta.
Kristen trató de apartar de su mente la mirada salvaje de Dorsey. Estaba lo bastante fuera de sí como para haber asesinado a alguien; pero era demasiado apasionado para haberlo hecho de una forma tan metódica.
– Como Janet Briggs -apuntó Mia.
– O nuestro humilde servidor contrató un servicio de entrega a domicilio verdaderamente discreto, o se ocupó él en persona -observó Abe-. Si las otras víctimas también han recibido una carta, en total son once. Alguien tiene que haber visto algo. Haremos un sondeo por el vecindario para ver si alguien recuerda algún coche o a alguien que merodeara por allí anoche.
– Buena idea. -Se oyó el móvil de Mia, un sonido sencillo y poco melodioso-. Sí. -Entrecerró los ojos-. ¿Cuándo?… Muy bien, allí estaremos. -Se guardó el teléfono en el bolsillo y los miró-. Spinnelli dice que tiene noticias del forense. Tenemos que reunirnos en su despacho cuanto antes. ¿Vienes, Kristen?
Kristen notó el rugido de su estómago.
– Sí, pero antes iré por algo para cenar. Anoche invitaste tú, detective. Hoy me toca a mí; iré a la cafetería de Owen a comprar comida y la llevaré al despacho de Spinnelli. Encárgate de que el forense no empiece antes de que yo llegue.
– ¿Qué comida tienen en esa cafetería? -preguntó Mia-. Por favor, dime que tienen carne.
Reagan meneó la cabeza.
– El curry indio estaba buenísimo.
– Yo necesito carne, Reagan. Si no, me quedaré anémica.
– Sí, sí. Me parece que tienes una anemia de caballo -le espetó él con un bufido.
Mia pasó por alto el comentario y se volvió hacia Kristen.
– Si en la cafetería de Owen tienen carne, yo me apunto.
Kristen sonrió.
– Suelo comer allí. ¿Quieres probar el pollo frito que preparan?
Mia suspiró.
– Es la mejor propuesta que me han hecho en todo el día.
Jueves, 19 de febrero, 18.15 horas
Zoe cerró su teléfono móvil.
– Bingo.
Scott bostezó.
– Esta noche he quedado, Richardson.
– Y yo. -Zoe anotó mentalmente que debía cancelar su cita.
Si se daba prisa podría tener la noticia lista para la edición de las diez. Vio pasar dos coches; el primero lo conducía la detective Mitchell y en el asiento del acompañante viajaba un hombre a quien no conocía pero con quien se hizo el firme propósito de intimar. Al volante del otro coche vio a Kristen Mayhew; iba sola.
– Ese no es su coche.
Scott volvió a bostezar.
– A lo mejor se lo ha cambiado.
– ¿Estás de broma? Le tiene mucho cariño a su viejo Toyota; además, aún puede tirar unos años. -Cuando Scott volvió la cabeza y la miró con expresión de desagrado, Zoe se encogió de hombros-. Conozco a su mecánico. Me cuenta cosas.
– Conversaciones íntimas, ¿eh? -se mofó Scott y Zoe se mordió la lengua. Le gustase o no, necesitaba a Scott para grabar las imágenes.
Sacó un espejito del bolso. El maquillaje se mantenía impecable.
– Además, ese coche lleva una pegatina de Avis en la ventanilla. Muévete, vamos a hacer una entrevista.
– ¿A quién? Tu heroína acaba de marcharse.
Zoe se abstuvo de responder. El día en que Mayhew fuera su heroína… Tal vez se hiciera rica gracias a ella, pero admirarla… nunca.
– ¿Es que no te fijas en nada? Ha entrado en tres casas con la detective Mitchell. ¿No quieres saber por qué? ¿No te pica la curiosidad?
– Ya me lo contarás tú -dijo Scott con voz cansina.
Las uñas de Zoe se clavaron en las palmas de sus manos.
– Me consta que esta casa pertenece a Eileen Dorsey. En la última vive Janet Briggs, y en la anterior, Sylvia Whitman. Las tres víctimas de Anthony Ramey -aclaró, y vio cómo el cámara abría los ojos como platos. Scott no era estúpido, solo estaba dolido porque meses atrás habían pasado una noche juntos y él había creído tontamente que aquello se convertiría en una relación formal; cuando se dio cuenta de su error, se puso hecho una fiera-. Así que ves las noticias -dijo, disimulando una sonrisa de satisfacción.
Scott se irguió.
– Ramey no ingresó en prisión. O ha vuelto a la carga o está muerto.
Zoe bajó de la furgoneta y se alisó la falda.
– Bueno, vamos a averiguarlo.
Jueves, 19 de febrero, 18.30 horas
– Kristen, me alegro de verte. -Vincent le entregó una bolsa marrón que sacó de detrás de la barra-. Tu pedido está listo.
Vincent ya trabajaba en la cafetería de Owen cuando ella empezó a frecuentarla. Era un hombre modesto y agradable. Todo el mundo lo apreciaba.
Un súbito estrépito hizo que ambos se echasen a temblar.
– ¿Cocinero nuevo? -preguntó Kristen.
– Durará dos días, como mucho.
Owen había contratado a tantos cocineros durante el último mes que Kristen ya no se esforzaba por recordar sus nombres.
– ¿Tienes noticias de Timothy?
– No. Espero que su abuela esté mejor. Owen anda muy ocupado últimamente con tanto cocinero sin experiencia.
– Si encontrásemos a alguien que ayudase a Timothy con los cuidados de su abuela, él podría volver.
Vincent se encogió de hombros.
– Owen se lo propuso, pero Timothy se negó. Ya sabes lo que le cuesta aceptar ayuda.
Kristen asintió.
– Sí, lo sé. -Timothy era un adulto altamente funcional con síndrome de Down leve; era orgulloso e independiente, y era muy propio de él rechazar la ayuda de Owen.
– ¿Qué es lo que sabes? -Owen emergió de la cocina; avanzaba secándose las manos en el paño que llevaba atado alrededor de su prominente talle. Era serio y cumplidor y preparaba un estofado de pollo para chuparse los dedos. Una sonrisa se dibujó en su rostro al verla-. No has venido a comer.
Kristen hizo una mueca.
– Ponme unas galletas saladas con crema de cacahuete.
Owen la miró con mala cara.
– Si no te alimentas bien, te pondrás enferma.
Kristen se llevó la mano al pecho.
– No te preocupes. He encargado comida para llevarla al despacho.
Owen examinó la libreta en la que anotaban los pedidos.
– ¿Tres raciones de pollo frito y tres de estofado?
Kristen se relamió.
– Y patatas con salsa de carne.
– Está todo anotado. ¿Qué haces esta noche? -Owen unió las dos asas de la bolsa en su brazo y se dirigió a la puerta de entrada.
– Tengo una reunión. Me he ofrecido a llevar la cena. -Abrió la puerta y se retembló mientras Owen, en mangas de camisa y sin inmutarse a pesar del frío, echaba un vistazo a la calle con el entrecejo fruncido-. Tengo el coche ahí. -Kristen señaló el coche de alquiler y una sonrisa radiante transfiguró el semblante de Owen.
– Al final me has hecho caso y te has deshecho de aquel trasto.
– No es viejo. Solo tiene muchos kilómetros. -Abrió la puerta trasera y depositó la bolsa en el asiento.
– Era un montón de chatarra. Cada vez que te veía con él, Vincent se ponía a rezar. Nos preocupaba que anduvieses por ahí de noche en esa carraca oxidada.
– Este coche es de alquiler. El mío está en el taller. -Kristen se mordió el labio después de soltar aquella mentira piadosa.
Owen volvió a poner mala cara.
– Es un montón de chatarra, Kristen. Cualquier noche te dejará tirada y… -Sacudió la cabeza, indignado-. Eres muy tozuda.
– Pero no tengo que pagar la letra del coche cada mes. Vuelve dentro, Owen. Hace mucho frío y te vas a poner enfermo.