Capítulo 11

Viernes, 20 de febrero, 20.00 horas

– Dame las llaves.

Kristen no dijo nada, no movió ni un músculo; se limitó a mirar por la ventanilla, tal como llevaba haciendo todo el trayecto. Estaba en estado de shock. Al darse cuenta, Abe se arrepintió de no haber hecho caso de su primer impulso y haberla llevado directamente a urgencias.

Se acercó hasta su puerta y le alzó suavemente la barbilla.

– Kristen. -Chasqueó los dedos y ella parpadeó-. Vamos dentro. ¿Puedes caminar?

Ella asintió, confusa, y salió del coche como pudo, pero al poner los pies en el suelo hizo una mueca de dolor. Él hizo caso omiso de sus grititos de protesta y la cogió en brazos como si de uno de los hijos de Sean se tratase.

Entró con ella en la cocina, con cuidado de no lastimarle la rodilla; la había visto frotársela mientras se disponía a arrebatarle a la asquerosa de Richardson la cinta que había obtenido de forma tan poco ética. No había podido pararle los pies en la rueda de prensa, pero no pensaba permitirle que presentara ante todo Chicago la imagen de Kristen herida y asustada.

A pesar de que se hacía la valiente, la mujer que llevaba en brazos estaba herida y asustada. De hecho, estaba completamente aterrorizada. Pensó en la mirada que había observado en sus ojos esa mañana, cuando estaban sentados en el coche delante de la casa de los Reston. Parecía mentira que hubiera sido aquella misma mañana.

Sin embargo, por inverosímil que resultara, era cierto. Ella misma había dicho que las víctimas no olvidaban nunca la agresión; nunca. En aquel momento le había asaltado la sospecha de que Kristen también había sido una víctima. Y todavía lo era. Ahora estaba seguro. No estaba preparado para analizar el sentimiento que le producía el hecho de saberlo. Las circunstancias presentes lo abrumaban demasiado para pensar en el pasado.

– Voy a desconectar la alarma -murmuró Kristen.

Él la bajó hasta una altura que le permitiera accionar los botones del panel y luego la condujo al mullido sofá de la sala de estar. La tendió en él con las piernas estiradas y le colocó un cojín debajo de las rodillas.

A continuación le desabrochó el primer botón del abrigo, pero ella lo detuvo.

– No. -Se incorporó y su mirada se perdió en la penumbra.

– Muy bien. -Abe encendió la luz y la claridad repentina los obligó a pestañear-. Te prepararé un poco de té. -Esperaba que tuviese infusiones en bolsita, pues no tenía ni idea de qué cantidad de té debía poner en la tetera de porcelana con grandes rosas estampadas-. Aguarda aquí.

Estaba de suerte; preparó una infusión mientras llamaba a Spinnelli, a Mia y a su cuñada Ruth, que era médico. La voz no le temblaba. Sin embargo, sí le temblaron las manos al coger la taza de té.

Se dio media vuelta y se apoyó en el viejo frigorífico con la delicada taza entre las manos; notaba un nudo en el estómago. De pronto, acudió a su mente la imagen de aquel día. Se encontraba con Debra en el momento en que le habían disparado, permanecía atrapado en aquella escena que había reproducido mentalmente tantas veces que no era capaz de contarlas. La noche anterior había estallado una tormenta primaveral que dejó más de diez centímetros de nieve. Por la mañana, los márgenes del camino seguían cubiertos de hielo y a él le dio miedo que Debra resbalase y se cayera. Podría haber sufrido algún daño, ella o el hijo que esperaban. Qué ironía.

– Te dejaré enfrente de la tienda -se ofreció; le preocupaba que el trayecto a pie desde la zona de aparcamiento hasta la tienda de ropa de bebé fuera excesivo para Debra, embarazada de ocho meses.

Ella se había echado a reír con aquellas carcajadas que le parecían tan increíblemente excitantes.

– No me seas protector -le dijo en tono guasón-. Estoy embarazada pero no soy una inválida. Un poco de ejercicio me sentará bien. Ruth me lo ha dicho.

Por eso había continuado hasta encontrar un hueco, a dos manzanas de la tienda de bebés de Michigan Avenue. A Debra, el vale que había recibido como regalo en la fiesta que habían celebrado la noche anterior le quemaba en las manos y había saltado del coche sin que a él le diera tiempo a abrirle la puerta. A continuación, todo había ocurrido muy deprisa. Se oyó un disparo y ella se desplomó; el rostro del asesino adolescente se demudó de sorpresa y disgusto, y luego se apresuró a subirse al coche que lo esperaba. Los neumáticos chirriaron cuando se dio a la fuga.

Después, todo había ocurrido muy lentamente. La sangre de ella se derramó en la cuneta y un transeúnte empezó a gritar para pedir auxilio mientras él intentaba sin éxito detener el chorro que manaba del agujero de la sien. Suplicó una y otra vez: «Debra, por favor, cariño, abre los ojos».

Pero Debra no abrió los ojos. No volvió a hacerlo nunca más. Una hora más tarde los médicos le entregaron el bebé en el hospital; yacía inmóvil, inerte. Nunca se había sentido tan impotente.

Hasta aquella noche, cuando se dirigía al lugar del siniestro sabiendo que Kristen se encontraba encerrada en su coche por culpa de dos rufianes sedientos de sangre que la habían amenazado por algo de lo que ella no era la causante.

«Pero está bien. Ha sabido defenderse», se dijo.

Soltó una risita triste. Con un simple espray de polvos picapica. Menos mal que lo llevaba encima y había tenido agallas para emplearlo. Menos mal que no se había quedado paralizada y sin saber qué hacer.

– Abe.

Alzó la vista y la encontró en el arco de la puerta con expresión preocupada. Lo había llamado «Abe».

– No tendrías que haberte levantado -la regañó.

Ella avanzó cojeando por el desgastado suelo de linóleo y le cogió la taza de las manos.

– No estoy herida. Me encuentro bien.

Estaba mejor, lo notó enseguida. Tenía la mirada más viva y el rostro menos pálido. Pero ni con mucho estaba bien.

– Ya, por eso no te has quitado el abrigo. -Su voz resultó más áspera de lo que pretendía; aun así, ella se despojó del abrigo en silencio y dejó al descubierto el traje gris marengo y la blusa fucsia que, por extraño que resultara, no desentonaba con su pelo.

– ¿Es para mí este té? -preguntó.

– Si está bueno sí, si no me lo tomaré yo.

Ella dio un sorbo.

– Está bueno. ¿Puedo ofrecerte algo? Tienes peor aspecto que yo.

Él supuso que tenía razón.

– ¿Tienes algo un poco más fuerte que el té?

– Yo no bebo, pero es posible que tenga algún licor. -Abrió un armario y sacó una botella de whisky escocés que estaba por estrenar; era de buena marca-. Me tocó el año pasado en un sorteo que se celebró en la oficina por Navidad. Si no te gusta, échale la culpa a John.

La siguió hasta la mesa de la cocina y se sentó enfrente de ella.

– Está muy bueno -opinó después del primer trago. Alden tenía buen gusto-. ¿Por qué no bebes?

Ella lo miró por encima de la taza de té.

– Eres un entrometido.

Él siguió bebiendo whisky y notó cómo le templaba el estómago y le aplacaba los nervios que le había dejado el paseo por los caminos del recuerdo.

– Gajes del oficio.

Kristen aceptó su explicación con una mueca irónica.

– Cuando yo tenía dieciséis años mi hermana murió en un accidente de tráfico en el que el conductor iba bebido. Nunca he probado el alcohol.

– Lo siento.

– Gracias.

No dijeron nada más, se limitaron a permanecer sentados mientras cada uno se tomaba la bebida que había elegido. A Kristen aquel silencio no le resultó incómodo; observaba a Reagan al otro lado de la mesa. Tras las últimas noches, ya no le extrañaba tenerlo en la cocina; su compañía imprimía al ambiente cierta intimidad, y ella la disfrutaba a pesar de ser consciente de que solo se trataba del producto de su imaginación. Y de un deseo vano.

Sonó el timbre y Reagan se puso en pie.

– Debe de ser el agente McIntyre que viene a levantar acta de lo ocurrido.

– Hazlo entrar aquí.

Lo oyó abrir la puerta y saludar a McIntyre. Pero al momento empezó a despotricar, y antes de que entrara en la cocina Kristen ya sabía que sostenía en las manos una caja de cartón de color marrón.

– Qué hijo de puta -gruñó Reagan-. Por lo menos esta vez la cámara habrá captado las imágenes.

Kristen se quedó mirando la caja marrón; le pesaban las extremidades debido al agotamiento.

– Sabíamos que ocurriría tarde o temprano. ¿Quieres abrirla aquí o en la comisaría?

Reagan sacó el móvil.

– Que lo decida Spinnelli.

Salió de la cocina y la dejó allí con la caja, en compañía del inquieto agente McIntyre.

– Estamos pasando una mala racha, señorita Mayhew -dijo McIntyre.

No sabía por qué, pero las palabras honestas del joven agente se le antojaron a Kristen de lo más gracioso. Se echó a reír a carcajadas; no podía parar. Cuando al fin se quedó sin aliento, se dejó caer en la silla. McIntyre escrutaba su taza con recelo.

– No es más que té, agente -explicó cuando consiguió llenar de aire los pulmones-. El whisky es de Reagan.

– Claro, señorita. ¿Puedo redactar el acta ahora?

Kristen arrastró una silla y le indicó con un ademán que se sentara.

– Adelante. No estoy borracha, agente McIntyre, solo cansadísima y muy preocupada. -Se irguió en la silla-. Le ha tocado poner el remate a un día horroroso.

El chico sacó el bloc con expresión comprensiva.

– Seré breve.

Y, fiel a su promesa, no formuló preguntas estúpidas ni le hizo repetir nada. Cuando Reagan volvió, ya se había guardado el bloc en el bolsillo.

– ¿Lo tiene todo, McIntyre?

– Sí. No tengo claro que logremos atraparlos, pero de todas formas mañana enviaremos a algunos hombres a rastrear la zona. Tal vez los vecinos hayan reparado en la presencia de algún matón. Ya veremos.

Reagan hizo una mueca.

– Volverán a intentarlo.

A Kristen se le encogió el estómago.

– Maravilloso.

Reagan le apretó ligeramente el hombro sano.

– Trata de no preocuparte. -Retiró la mano antes de que ella cediera a la tentación de apoyarse en él-. Spinnelli y Jack vienen hacia aquí. McIntyre, tendrá que confirmar dónde ha encontrado exactamente la caja.

McIntyre se ajustó la gorra.

– No hay problema, detective. Señorita Mayhew, la llamaré si surge algo nuevo.

Reagan lo acompañó a la puerta. Kristen lo oyó saludar a otra persona y abrió los ojos como platos cuando lo vio aparecer con una treintañera de pelo castaño claro que llevaba un bolso negro. Había tenido más visitas en una hora que durante los últimos dos años. Reagan le dedicó una mirada cautelosa.

– Esta es mi cuñada Ruth.

La pediatra. Kristen frunció los labios.

– Te he dicho que no es nada.

– Y seguramente tiene razón, señorita Mayhew -convino la mujer-. Lo comprobaremos y así podremos irnos todos a dormir.

– Por favor, llámame Kristen. -Le lanzó una mirada feroz a Reagan, quien no parecía tener ninguna intención de disculparse-. Siento que Reagan te haya hecho salir de casa; no me pasa nada.

– Le duele el hombro y la rodilla -dijo Reagan. Kristen dio un resoplido de frustración, pero Ruth la miraba con expresión divertida.

– Llámame Ruth o doctora Reagan, pero no doctora Ruth. Es todo cuanto te pido. Abe, lárgate. -Esperó a que le hubiera obedecido y luego esbozó una sonrisa-. Quítate la chaqueta y las medias, si puedes.

Con la chaqueta lo logró, aunque le costó lo suyo. Las medias eran harina de otro costal. Kristen reconoció a regañadientes que no podía.

– Menos mal que has venido. No me imagino durmiendo con las medias puestas.

Ruth sonrió abiertamente y se arrodilló junto a la silla.

– Yo ni siquiera me imagino llevándolas. Debes de sentirte como una salchicha. Deja que te ayude. -Tras unos cuantos tirones, las piernas de Kristen quedaron desnudas, con la falda por encima de las rodillas. Ruth le dio unos cuantos golpecitos suaves y luego se puso en cuclillas-. Me parece que te has torcido la rodilla y te has hecho un esguince en el hombro. No es grave, pero mañana te dolerá.

Kristen frunció el entrecejo.

– ¿Más que ahora?

– Mucho más -aseguró Ruth en tono jovial-. Pero teniendo en cuenta lo que podría haber sido, diría que has estado de suerte. -Se puso en pie y miró al suelo. Su expresión se tornó preocupada-. Abe es una buena persona. Tenía miedo de que hubieras entrado en estado de shock. No seas excesivamente dura con él.

Kristen se bajó la falda para cubrirse las rodillas.

– Siento que hayas tenido que venir.

– No te apures. ¿Has cenado?

Kristen hizo un esfuerzo por recordarlo.

– Sí, sí. Fui a la cafetería de Owen. Volvía a casa cuando esos tipos me abordaron.

– Bueno, me parece que lo mejor será que tomes ibuprofeno y te des un buen baño.

Kristen dio un bufido.

– Eso es exactamente lo que le he dicho a Reagan que iba a hacer, pero es muy terco y no escucha.

Ruth se echó a reír.

– Es cosa de familia. Espera a conocer a su padre.

Kristen sacudió la cabeza, muy alarmada por lo que Ruth pudiera estar pensando.

– No, no… Yo no… Quiero decir que… -Se dio por vencida al observar el regocijo creciente de Ruth-. Déjalo, da igual.

– Encantada de conocerte, Kristen. -La sonrisa de Ruth se desvaneció y la chica se volvió hacia la puerta-. Déjale que te cuide, por favor. Es muy importante.

Kristen recordó la expresión del rostro de Abe cuando ella había entrado en la cocina; reflejaba desconsuelo y desesperanza. Aferraba la taza con tal fuerza que pensó que iba a hacerse añicos entre sus manos.

– ¿Por qué? -preguntó.

Pero no obtuvo respuesta. Reagan había elegido aquel preciso momento para volver.

– Kristen está bien, Abe -dijo Ruth dándole una palmadita en el hombro-. En cambio tú necesitas imperiosamente tomarte algo caliente y descansar.

Abe le dirigió a su cuñada una sonrisa que denotaba verdadero afecto. A Kristen se le encogió un poco el corazón. Se preguntaba cómo debía uno de sentirse al tener familiares tan allegados que acudían al momento de haberles pedido ayuda. De nuevo, se puso a soñar despierta.

– No te preocupes por mí -dijo Abe.

Ruth suspiró.

– Siempre me dices lo mismo, pero no puedo evitarlo. Vendrás el sábado, ¿verdad? Falta solo una semana, no te olvides.

– Ni por todo el oro del mundo me perdería el bautizo de mi nueva sobrinita.

Ruth se mordió el labio inferior.

– Siento lo de los padres de Debra, Abe. Mi madre los ha invitado y no podía decirles que no vinieran sin provocar un altercado familiar.

¿Quién era Debra? ¿Por qué al mencionar a sus padres la mirada de Abe se había endurecido?

– No te preocupes, Ruth. Seguro que podemos convivir de forma pacífica durante unas horas. -Le colocó un mechón de cabello detrás de la oreja; tenía práctica, se notaba que lo había hecho muchas veces antes-. Si veo que se avecinan problemas me iré, te lo prometo.

– No quiero que te marches, Abe. -La voz de Ruth se empañó; cerró los ojos-. Lo siento. Es que ya te has perdido muchas cosas y no quiero que te pierdas también esta.

Él, incómodo, se volvió hacia Kristen. Ella estuvo tentada de apartar la mirada, por educación, pero recordó de nuevo aquella expresión afligida y decidió dedicarle una sonrisa de apoyo. Aquel desconocido se había portado con ella como si formara parte de su familia. Se había preocupado por ella cuando no tenía ninguna obligación de hacerlo. Ruth había dicho que era importante que le permitiera cuidarla y, cualquiera que fuese el motivo, Kristen creyó que tenía razón.

– No me seas melindrosa -dijo Abe-. Ya sabes cuánto lo odio.

Ruth, con los ojos llorosos, esbozó una sonrisa.

– Es culpa de las hormonas. Encantada de haberte conocido, Kristen. Mantén la pierna en alto. -Se inclinó y besó a Reagan en la mejilla-. ¿Vendrás a cenar el domingo?

Kristen observaba la escena fascinada mientras las mejillas de barba incipiente de Reagan se enrojecían ante el pequeño gesto de su cuñada.

– ¿Crees que voy a perderme el asado? Pues te equivocas. Te acompaño al coche.

Kristen agitó la mano en señal de despedida.

– Gracias.

Los vio marcharse. Reagan rodeaba a Ruth por los hombros; la imagen la atenazó. Odiaba desear cosas que nunca tendría. Se volvió y miró la caja.

Él estaba allí por aquella maldita caja; por todas aquellas malditas cajas. Y en cuanto su humilde servidor estuviera entre rejas, desaparecería. Aspiró hondo y soltó el aire antes de concentrarse en la caja.

Se preguntaba a quién habría elegido esta vez el espía como víctima. Se esforzó por sentir su muerte, pero era muy difícil lamentarse por la desaparición de aquellos criminales. Y todavía le resultaba más difícil después de lo ocurrido aquella noche. No hacía falta ser ningún genio para adivinar lo que aquellos hombres le habrían hecho si no se hubiera librado de ellos. No hacía falta mucha imaginación para saber cómo habría terminado.

Con los recuerdos bastaba.

– Spinnelli llegará enseguida -masculló para sí. No era cuestión de que la encontrara allí sentada con las piernas desnudas. Tenía que cambiarse. Hizo acopio de toda su energía y se puso en pie.


Viernes, 20 de febrero, 21.15 horas

No llamó. Dio tal golpe en la puerta que bastaba para despertar a un muerto.

Zoe le abrió.

– ¿Es que no eres capaz de dominarte? -le espetó.

Él la empujó para abrirse paso y dio tal portazo que el edificio tembló.

– Parece que no, puesto que he sido lo bastante estúpido para liarme contigo. -El cuerpo le temblaba por la furia apenas contenida y por primera vez Zoe sintió miedo.

– Tranquilízate, por el amor de Dios. ¿Quieres tomar algo?

– No, no quiero tomar nada. -La aferró por los brazos y ella soltó un grito. Tiró de ella hasta obligarla a ponerse de puntillas-. Lo que quiero es que te retractes y dejes de hablar de Mayhew y de espías asesinos. -Tiró con más fuerza y ella ahogó un gemido-. ¿Lo entiendes?

Ella luchó por liberarse pero él la tenía inmovilizada.

– Es mi trabajo. Estoy haciendo mi trabajo.

– Pues búscate otra noticia o conseguirás que pierda el mío.

– Estás exagerando. No vas a perder el trabajo.

Él la zarandeó con ímpetu.

– Claro que no; porque tú vas a dejarlo estar.

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos.

– Y si no, ¿qué? ¿Qué harás? ¿Le contarás a todo el mundo que me acuesto contigo? Recuerda que yo no estoy casada; a mí me da igual. -Entrecerró los ojos-. ¿O piensas convertirme en un regalito para Kristen?

Él palideció de golpe, tal como ella preveía.

– ¿De qué estás hablando?

Ella se encogió de hombros con gesto despreocupado.

– Del poder de los periodistas, de la comunicación. Corre un rumor y de pronto la gente te asocia con un espía. Algo así arruinaría la carrera de cualquiera.

Se la quedó mirando un momento, luego la apartó de sí con fuerza, como si le quemara. Si por ella fuera, lo quemaría de verdad. Nadie se atrevía a amenazar a Zoe Richardson; nadie.

– Estás loca -masculló.

– Para tu desgracia, estoy perfectamente cuerda. -Se llevó las manos a las caderas, muy consciente del efecto que provocaba-. Bueno, ¿piensas quedarte o no?

El horror se plasmó en el rostro de él.

– ¿Crees que voy a acostarme contigo después de esto? ¡Santo Dios!

– Lástima. Después de la rueda de prensa y la entrevista con los Conti aún me va el corazón a mil. Lo último que me apetece es dormir.

Él la miró con recelo.

– ¿Has dicho Conti? ¿Qué tiene que ver ese hijo de puta en todo esto?

Zoe se echó a reír.

– Qué mojigato te has vuelto de repente. Vete a casa, cielo. A lo mejor aún llegas a tiempo de ver la entrevista.

Él agitó cabeza.

– Eres peor que el veneno.

– Es probable. Ah, y te aconsejo que tengas cuidado con lo que dices mientras duermes, cielo.

Él volvió a palidecer y guardó silencio un momento.

– ¿De qué hablas?

Aquello era demasiado denso para resumirlo en cuatro palabras.

– Hablas en sueños, cariño. Estoy segura de que tu mujer sabe lo nuestro. Y si no, pronto lo sabrá. -Zoe ladeó la cabeza y sonrió con expresión condescendiente-. Que duermas bien.


Viernes, 20 de febrero, 22.00 horas

Había seleccionado el siguiente nombre de la pecera. Era una buena elección. Lo miró mientras reflexionaba sobre la vileza de los crímenes de aquel sujeto. Sería un gran placer verlo muerto.

Suspiró. Debía admitirlo; al menos tenía que confesárselo a sí mismo. Había empezado la misión para vengar a Leah y a las muchas otras víctimas a quienes la justicia había dado la espalda. Tras eliminar al segundo, a Ramey, sintió satisfacción, lo cual estaba bien. Con King fue más que satisfacción, sintió casi… entusiasmo al apalear el rostro de aquel hombre hasta dejarlo como una masa sanguinolenta. Pero lo de Skinner… había sido verdadero placer.

Observó los ojos horrorizados de Skinner. Lo vio forcejear y dar boqueadas cuando ya tocaba a su fin. Y sintió placer.

¿Estaba eso mal? ¿Se habría enfadado Dios?

Se dijo que no. Los hombres de Dios se vieron a menudo obligados a matar y después fueron alabados por ello. Había precedentes. Incluso el propio Skinner habría apreciado que hubiese precedentes.

Se levantó para acercarse al ordenador cuando una imagen del televisor captó su atención. Llevaba todo el día mirándolo, primero apagado y luego encendido. Oyó que lo nombraban y observó la reacción del público. Si la opinión de la gente en el juzgado era un buen indicador, contaba con muchos adeptos. Su cuerpo se tensó cuando Zoe Richardson llenó la pantalla.

Odiaba a aquella mujer. También ella era vil; siempre pavoneándose y haciendo que Kristen pareciera incompetente. Se alegraba de que Reagan le hubiera arrebatado la cinta aquella tarde. Si no, lo habría hecho él mismo. Se sentó, cogió el mando a distancia y subió el volumen. Richardson estaba entrevistando a aquel asesino, a Angelo Conti.

– ¿Cuál fue su reacción al conocer la existencia de Humilde Servidor? -preguntó Richardson.

Conti adoptó un aire fanfarrón.

– No me sorprendió demasiado -respondió.

Richardson ladeó su cabeza rubio platino.

– ¿Y por qué no?

– Por la forma en que ella se dedicó a perseguirme, como si estuviese loca o algo parecido. Soy inocente.

– De hecho, su caso no está cerrado. La fiscal Mayhew podría volver a llevarlo ante los tribunales.

El rostro de Angelo se tornó granate.

– Sí, y volvería a perder. Es una incompetente, ¿sabe? Por eso ha contratado a ese tipo. No puede ganar por sí misma y busca otra forma de pelear.

Richardson pareció desconcertada.

– ¿Está diciendo que la fiscal Mayhew paga a Humilde Servidor para que asesine a las personas que ella no ha conseguido que condenen? ¿Se trataría, entonces, de un sicario?

El estómago se le revolvió al oír la acusación que había lanzado Richardson desde el televisor.

– No -susurró mientras aferraba con el puño cerrado el medallón que llevaba colgado al cuello-. No es cierto.

Angelo Conti se encogió de hombros.

– Llámelo como quiera. Me gustaría que alguien husmeara en su cuenta corriente como ella hizo con la mía.

– Es un punto de vista interesante. -Richardson se volvió hacia la cámara-. Les ha informado Zoe Richardson desde Chicago.

Apagó el televisor. Estaba temblando. Miró el nombre del papelito que había sacado de la pecera y decidió que tendría que esperar. Otro blanco ocupaba ahora el punto de mira.


Viernes, 20 de febrero, 22.30 horas

– ¿Dónde está Spinnelli? -se quejó Jack-. Quiero abrir la caja.

Abe hizo una mueca irónica. Jack parecía un niño el día de Navidad.

– Llegará enseguida. Mañana tendrás todo el día para analizar lo que ha dejado esta vez.

Jack gruñó.

– ¿Y dónde está Mia? Pensaba que llegaría pronto para coger sitio en primera fila.

– Tenía una cita. La he llamado para decirle que Kristen estaba bien y he hablado con ella, pero media hora más tarde tenía el teléfono desconectado.

Jack parecía enfadado.

– Bueno, por lo menos mañana alguien estará contento.

Kristen levantó por un momento la vista desde su asiento, en un extremo de la mesa de la cocina. Se había puesto un chándal pero seguía llevando aquel pingorote tirante en la cabeza y Abe tuvo que contenerse para evitar extraerle las horquillas y liberar sus rizos; probablemente aquel moño era su último recurso para aparentar control.

– ¿Por qué iba a estar Mia más contenta que los demás? -preguntó, y al momento abrió los ojos como platos y sus mejillas se tornaron de un rosa muy favorecedor al captar el significado de lo que Jack había dicho-. No importa.

Jack sonrió.

– Lo siento, Kristen -dijo, y enseguida se puso serio-. Ya sabes que no habrá gran cosa para analizar mañana. Él ni siquiera se ha acercado a la casa.

Así era. El hijo de puta debía de haber descubierto las cámaras porque en la cinta solo aparecía un jovencito en el momento de dejar la caja. Habían captado un buen plano del rostro del chico y del nombre de la escuela que llevaba bordado en la chaqueta; sería fácil localizarlo.

No obstante, el equipo de Jack estaba esparciendo talco en el porche de la casa de Kristen, para tratar de descubrir huellas, y registrando a fondo cada rincón del jardín de la entrada en busca de cualquier rastro. Una llamada a los vecinos reveló que la caja ya se encontraba allí cuando regresaron del trabajo a las cinco. Aparte de eso, nadie había visto nada más.

Jack señaló la caja.

– Vamos a abrirla, ¿de acuerdo?

Abe suspiró.

– De acuerdo. Adelante.

Jack había cubierto la mesa de la cocina de Kristen con papel de embalar de color blanco.

– No creo que encontremos ninguna huella en la caja, aunque nunca se sabe. Aquí está. -Abrió la caja y sacó de ella un sobre. Se dejó caer en la silla-. Dios santo.

Kristen se puso en pie de repente.

– ¿Qué?

Jack levantó la cabeza, su rostro había perdido el color.

– Es Trevor Skinner.

– Oh, no. -Kristen se sentó y se hundió en la silla; tenía el rostro tan blanco como el papel que cubría la mesa-. Me lo temía -suspiró-. Ha añadido a los abogados defensores en su lista de objetivos.

Abe cogió el sobre de la mano temblorosa de Jack. De aquel hombre solo conocía su reputación. Hacía un trabajo excelente.

– ¿Lo conocías bien?

Ella asintió, aturdida.

– Tuvimos unos cuantos encontronazos. Era implacable. Odiaba encontrármelo en los tribunales. Se mostraba despiadado con las víctimas y las machacaba hasta anularlas. -Se presionó los labios con las puntas de los dedos-. No puedo creerlo.

Abe rebuscó entre el contenido del sobre esparcido en la mesa y encontró la carta.

– «Mi querida Kristen: Me alegro mucho de que se haya descubierto el pastel. Espero que te haya reconfortado saber que esos monstruos han muerto. Mientras pueda seguir, seguiré. A estas alturas debes de estar preguntándote por qué lo hago, por qué me he embarcado en la misión de librar a la ciudad de la chusma inmunda que vaga por sus calles. Huelga decir que tengo mis motivos. Vi al señor Trevor Skinner en acción en los tribunales, observé la habilidad con que minaba la confianza de las víctimas y las dejaba incapaces de hablar con voz propia.»

Abe hizo una pausa y miró a Kristen.

– Sí, es cierto; yo protestaba una y otra vez, pero él nunca se daba por vencido. Estaba muy solicitado por los ricos; era capaz de hacer que una víctima pareciera peor que el acusado. Los casos de violación eran de lo más penoso. -Empezaron a temblarle los labios y los frunció-. Conseguía que las mujeres acabaran considerándose sucias y despreciables -dijo con un hilo de voz. Miró a Abe a los ojos; los suyos mostraban un brillo lloroso-. Siento que lo haya asesinado, Abe, pero me alegro mucho do que no pueda volver a hacer eso a ninguna otra mujer. -Parpadeó y dos lagrimones le resbalaron por las mejillas; Jack le cogió la mano.

– Tendríamos que haber hecho esto en el laboratorio -apuntó Jack en voz baja-. Es demasiado para ti, después de todo lo que ha pasado esta noche.

Ella espiró largamente y le soltó la mano con suavidad.

– Estoy bien, solo un poco afectada. Oigamos el resto.

– «Siguiendo la filosofía del "ojo por ojo", concebí un castigo apropiado. Ahora podrás dormir tranquila, Kristen, al saber que Skinner murió sin poder pronunciar ni una palabra en su defensa. Por favor, asegúrate de que los criminales de Chicago sepan que los acecho; estoy furioso y no pienso atenerme a las leyes de los hombres. Se despide como siempre, tu humilde servidor.»

Abe suspiró.

– «Posdata: Sería mejor que terminaras una cosa antes de empezar la siguiente.»

– ¿Qué has empezado a hacer? -preguntó Jack.

Los labios de Kristen se tensaron.

– Anoche empecé a confeccionar unas cortinas para cubrir las ventanas.

Jack hizo esfuerzos por aguantarse la risa. De pronto, estalló, y al cabo de un momento Kristen hizo lo propio. Abe pensó que tenía una risa maravillosa; de nuevo le atenazaba el estómago, y su semblante debió de manifestarlo porque Kristen se puso seria de repente y pareció sentirse culpable.

– Lo siento, de verdad. Es que… ha sido un día muy largo.

– Y lo que queda todavía -dijo Spinnelli desde el vano de la puerta-. ¿Habéis oído las noticias?

– Andamos algo ocupados, Marc -respondió Kristen con ironía-. Hemos asistido a la rueda de prensa. ¿Qué otro desastre puede haber causado esa mujer desde entonces?

Spinnelli extrajo una cinta del bolsillo de su abrigo.

– ¿Dónde tienes el vídeo?

– En la sala de estar -dijo en tono preocupado.

Spinnelli miró la caja.

– ¿A quién le ha tocado esta vez?

– A Trevor Skinner -respondió Abe.

El rostro de Spinnelli se tornó tan céreo como el del resto.

– Y yo que creía que el día no podía ir a peor.


Sábado, 21 de febrero, 2.00 horas

– Tendrías que estar durmiendo.

Sorprendida por la voz grave de Reagan procedente de la escalera del sótano, Kristen desvió la atención de la repisa de la chimenea que estaba puliendo y apartó de su mente la imagen de Zoe Richardson sumergida en miel y atada junto a un rebosante hormiguero. Las fieras hormigas rojas mordían con fuerza. Horas después, aún estaba enojada; le exasperaba que Richardson insinuara que ella había contratado al asesino, que aquella bruja teñida de rubio platino proporcionase a la comunidad criminal un nuevo motivo para cernerse sobre ella, que Angelo Conti contara con otra oportunidad de mentir ante la cámara. Y, en aquel preciso momento, le exasperó que el pulso se le acelerara con solo oír la voz de Reagan.

Pero él no tenía la culpa de los motivos de su enfado. Él había sido más que amable y se había negado a marcharse después de que lo hicieran Spinnelli y Jack, preocupado porque los hombres que la habían abordado volviesen.

– Lo siento -se disculpó Kristen-. No quería despertarte. Trataba de no hacer ruido.

– No estaba durmiendo.

Lo observó descender por la escalera despacio, con cuidado. Aún llevaba puestos los gruesos zapatos, como si esperase tener que salir corriendo en cualquier momento detrás de algún intruso. Sus pantalones conservaban la raya a pesar de la cantidad de horas que hacía que los llevaba puestos. Los únicos indicios de relajación los constituían la ausencia de corbata y el hecho de llevar la camisa por fuera de los pantalones y el botón del cuello desabrochado. Fijó los ojos en el cuello, probablemente más tiempo del que debía. Luego los posó en su rostro, cuyas mejillas oscurecía una barba incipiente, y, de allí, en sus ojos, ensombrecidos por la preocupación. «Está preocupado por mí», pensó, y trató de que la idea no calara en ella excesivamente.

– ¿No te duele el hombro haciendo eso? -preguntó Abe, y ella bajó la vista al papel de lija.

– No mucho. El que me duele es el izquierdo, y soy diestra.

– Ah, pensaba que estabas cosiendo las cortinas -dijo.

– La máquina de coser hace demasiado ruido y…

– Y no querías despertarme; ya lo he entendido. -Se dirigió a las pequeñas ventanas que se alineaban en la pared del sótano. A diferencia de ella, Reagan era lo bastante alto para mirar a través del cristal sin necesidad de encaramarse a una silla. Su estatura y su fuerza resultaban tranquilizadoras-. ¿Dónde tienes la máquina de coser?

– En la habitación libre.

– Entonces puede haberte visto desde la calle.

Kristen dejó el papel de lija; de pronto notó en las palmas de las manos un sudor frío. Se las secó en el pantalón del chándal.

– Sí. -Se levantó; al hacerlo el dolor de la rodilla la obligó a torcer el gesto-. Mira, ya sé que esto me hace parecer débil y cobarde, pero ¿podríamos no hablar de él? Me estoy volviendo loca, no dejo de preguntarme si está ahí fuera observándome. -Sintió un frío repentino y se frotó la parte superior de los brazos-. Espiándome. Es como una película de Hitchcock. Me da miedo hasta meterme en la ducha.

Abe frunció los labios. No era la primera vez que Kristen observaba lo atractivos que eran. Armonizaban con las otras facciones del rostro que en aquel momento se volvía hacia ella.

– Bueno, si quieres ducharte ahora me ofrezco a vigilar desde la puerta. Te prometo que no miraré.

Kristen se quedó muda. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron de golpe. Lo había dicho de broma, con la intención de hacerle sonreír, pero era evidente que sus propias palabras le habían afectado. Todo en él se paralizó, a excepción del rítmico movimiento de su pecho, mientras sus ojos azules emitían un destello y capturaban la mirada de Kristen. El aire que los separaba había adquirido una carga eléctrica. Casi veía las chispas.

Chispas. Levantó la cabeza al encendérsele la luz.

– Participante en el caso Electric, ¿verdad? De eso te conozco. Fue hace dos años, en verano. Trabajabas de incógnito y te detuvieron junto con los demás acusados por posesión de drogas. Te vi en la zona de registro. -Recordó que primero lo había oído y luego lo había visto. Cómo no iba a acordarse.

Los labios de Abe se curvaron en una sonrisa casi petulante.

– Me preguntaba si te acordarías. Te ha costado bastante.

Kristen avanzó cojeando.

– Y con razón. -Soltó una risita al recordar su aspecto-. Entonces llevabas coleta, barba y un ojo morado, y tenías la lengua muy larga.

Abe sonrió abiertamente y la imagen dejó a Kristen sin aliento.

– Aquel día iba camuflado. Tendrías que haber oído lo que dije de ti en cuanto te marchaste.

Estaba sola con un hombre al que había conocido hacía tres días, que le proporcionaba seguridad y que, si no se equivocaba, flirteaba con ella. No era la primera vez que alguien lo hacía, pero todos los casos anteriores la habían dejado fría. En ese momento no podía decir lo mismo.

– Casi me da miedo preguntártelo. -Lo decía en serio.

Él arqueó una de sus cejas morenas y el gesto le confirió un aire travieso. Kristen se avergonzó al notar que la boca se le hacía agua y que el calor de sus mejillas invadía el resto de su cuerpo. «No lo desees, Kristen. Nunca será tuyo.»

– Digamos que mi personaje era muy masculino; dejémoslo así -dijo con ironía y sin apartar la mirada de sus ojos.

Kristen tragó saliva y volvió la cabeza. Retomó su tarea y se concentró en lijar bien una zona de la repisa en la que la pintura de hacía décadas estaba muy adherida.

– Aquel día llevaba documentos a la policía del distrito -explicó-. Primero te oí y luego te vi. Tú me observabas. -Lo hacía con aquellos ojos azules penetrantes que nunca había olvidado del todo-. ¿Por qué?

Lo oyó aproximarse y a continuación notó el calor de su cuerpo detrás de ella. De pronto, le pareció imposible haber sentido frío.

– No lo sé -dijo muy serio-. Levanté la vista y allí estabas tú, con el traje negro y el pelo recogido. Me quedé… anonadado.

«Anonadado.» Kristen se echó a reír.

– Vamos, detective. «Anonadado» es un poco exagerado, ¿no te parece?

– Tú has preguntado, y yo he respondido -dijo en tono seco-. No me gustó nada sentirme así.

Al oír la dureza de sus palabras, el estómago de Kristen dio un vuelco peligroso. Aquello le había dolido. Se refugió en la pintura hasta que estuvo segura de que podía hablar con voz firme.

– Es bueno saberlo. Me parece que ya estoy preparada para hablar de espías obsesos.

– Entonces mi esposa aún vivía. -Las palabras quebradas parecieron cernerse sobre ambos.

«Su esposa.» Kristen se volvió despacio. Él se encontraba muy cerca; retrocedió hasta apoyarse en la repisa de la chimenea para ganar unos centímetros de distancia. Se había fijado en ella cuando aún estaba casado. No creía que fuera de ese tipo de hombres. Aquello le dolió aún más.

– ¿Tu esposa? -preguntó con un hilo de voz.

Él la miraba con ojos penetrantes, retador.

– Sí. Debra, mi esposa.

Debra era su esposa. Y a él le molestaba que sus padres acudieran al bautizo del sábado. Kristen se humedeció los labios; de repente, los tenía resecos.

– Si lo he entendido bien, murió.

– Hace un año.

Ella aguardó un momento pero él no añadió nada más.

– ¿De qué murió?

La expresión de Abe se tornó airada.

– Me parece que la causa oficial de la muerte fue un fallo cardíaco, pero tras cinco años en estado vegetativo un fallo de cualquier órgano habría bastado.

Ella se quedó sin aliento al asimilar la magnitud de lo que acababa de decirle. «Cinco años.» Le dolió en el alma que hubiese tenido que pasar por semejante experiencia. Su primera impresión la noche en que coincidieron en el ascensor había sido acertada. Su semblante mostraba una desolación inequívoca.

– La amabas.

Los ojos de Abe emitieron un destello.

– Sí. -La intensidad con la que pronunció aquella corta palabra lo expresaba todo.

Kristen supo que si quería saber más cosas tendría que preguntárselas. Aunque no estaba segura de querer saber más. Ya le había creado bastantes problemas ocuparse de los asuntos ajenos. «Pero él se ha ocupado de los tuyos, Kristen, y lo ha hecho sin dudarlo ni un segundo.» De pronto, se dio cuenta de que él le estaba ofreciendo la oportunidad de compartir lo que pesaba sobre ambos.

Una relación. Algo con lo que llevaba años soñando, algo que la aterrorizaba tanto como la atraía.

Mientras ella reflexionaba, él la observaba, lo cual la ponía nerviosa; le parecía que podía leer sus pensamientos, y tal vez fuera así. «Quizá no le importe», se dijo. Pero casi en el mismo momento en que aquella idea, ingenua y esperanzadora, acudió a su mente la descartó. Sí le importaría. Aquello los alejaría; pero eso pasaría más adelante. En ese momento él necesitaba hablar, y ella quería escucharlo. Serían amigos.

Pero solo amigos. Así lo decidiría él, y no ella. Él sería quien se apartara de ella y no al revés. Lo sabía. A ambos les dolería. Pero aún no había llegado aquel momento. Partió el papel de lija y le ofreció la mitad.

– Háblame de ella; de Debra.

Abe cogió el trozo de papel de lija; en su mano parecía ridículamente pequeño. Se alejó para empezar por el extremo opuesto de la repisa y Kristen respiró hondo para llenar de aire los pulmones. Luego siguió lijando.

– Debra era… -su voz se tornó áspera y se quebró-. Lo era todo para mí.

Kristen notó que se le partía el corazón mientras se preguntaba qué debía significar serlo todo para alguien. Sobre todo para alguien como él. Lijó con más fuerza.

– ¿Qué ocurrió?

– Nos dirigíamos a una tienda. Ella salió del coche y le dispararon.

Kristen lo miró por el rabillo del ojo. Permanecía inmóvil, con la vista fija en el papel abrasivo.

– ¿Querían atracaros?

Abe apretó la mandíbula.

– No. Fue un desgraciado que quería vengarse del detective al que acababan de ascender por haber detenido a su hermano.

Cerró un momento los ojos. Le habían arruinado la vida por hacer su trabajo. Había un claro paralelismo entre el pasado de él y la vida actual de ella, pero de momento no pensaba tocar el tema.

– Háblame de ella.

– Tenía el pelo castaño y los ojos oscuros. -Se calló un momento y Kristen observó cómo se esforzaba por recuperar el recuerdo de la mujer que lo había sido todo para él-. Era alta -prosiguió con voz más firme-. Era maestra; le encantaban los niños.

– Debía de ser una gran mujer.

– Lo era. -Notó la tristeza en su voz y se volvió para descubrir que su sonrisa también la reflejaba. Permanecía de pie, con el papel de lija en la mano-. Tenía mucha paciencia conmigo.

Kristen sonrió.

– Me lo imagino.

La sonrisa de Abe se disipó y, con ella, toda la energía de Kristen.

– No tienes ni idea.

De pronto, Kristen reparó en que no se sostenía en pie y dejó de lijar.

– Estoy muy cansada, Abe. Creo que ya he tenido bastante por esta noche. Y a ti también te convendría irte a dormir. Haz el favor.

Él se limitó a volver la cabeza y mirarla de arriba abajo; y, luego, de abajo arriba. Tenía la mirada acalorada. El cansancio se desvaneció y fue reemplazado por un hormigueo. Él se había quedado anonadado la primera vez que la vio. A ella le estaba ocurriendo lo mismo, tenía que admitirlo.

– ¿Piensas cambiar de peinado algún día? -preguntó él; ella exhaló tal suspiro que le vació el aire de los pulmones y la cabeza empezó a darle vueltas.

«Respira, Kristen, respira.»

– ¿Por qué lo dices?

Él sacudió la cabeza y el gesto rompió el hechizo.

– No importa. Vete a dormir. Falta poco para que se haga de día.

– ¿Qué haremos mañana?

Abe arqueó una ceja.

– Desenterraremos a Trevor Skinner.

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