Epílogo

Sábado, 17 de julio, 13.30 horas

Abe apretó el último tornillo del caballete. Según las instrucciones de montaje, bastaban diez minutos para completar la operación, pero él había tardado dos horas. El que le hubiesen obsequiado con un vídeo sobre el montaje y la posterior utilización debería haberle hecho sospechar de que todo resultaría más complejo de lo que parecía a simple vista. No obstante, qué más daba. Era un regalo para Kristen.

La sala entera era un regalo para Kristen.

Ocupaba la habitación que quedaba libre en la casa, a la que se habían mudado la semana anterior. Él la había convertido en un estudio de arte y lo había llenado de todas las pinturas que pudiera necesitar. «No me extraña que el dependiente de la tienda de bellas artes haya estado a punto de besarme», pensó Abe con ironía; las pinturas eran carísimas. No obstante, qué más daba. Era un regalo para Kristen y, ahora que ya no tenían que pensar en la hipoteca de su casa anterior, podían permitírselo.

Por suerte, la habían vendido enseguida. Annie les había ayudado a realizar algunas reparaciones imprescindibles. Habían empapelado la sala y habían terminado las obras de la cocina. Y, a pesar del tiempo empleado y el coste económico, tanto Kristen como sus antiguos vecinos se alegraban de que la casa albergase a una pareja que se sentía fascinada por los últimos acontecimientos allí vividos. Él era periodista, y ella, escritora. A Abe le entraban escalofríos solo de pensar en ello. Mejor sería venderles la casa y desearles que la disfrutasen.

Los nuevos propietarios de la casa de Owen también estaban encantados. Owen se la había legado a Kristen con la condición de que se quedase con parte de los beneficios de la venta y donase el resto al centro social al que habían asistido Leah y Timothy. Ella había hecho la donación y había empleado el resto en instituir un fondo de ayuda para la hija de Kaplan y para las sesiones de fisioterapia que Vincent había iniciado. Este había resultado ser más fuerte de lo que creían y, a pesar de que no volvería a trabajar en una cafetería, la rehabilitación le permitiría llevar una vida más o menos normal.

Abe retrocedió para observar el resultado. Era un caballete de dos palos y disponía de una manivela para subir y bajar los lienzos. Podía sostener cuadros de hasta dos metros y medio de altura. Dio un vistazo a los que había sacado del cobertizo de la vieja casa de Kristen. Eso era lo que ocultaba tras un enorme candado; los cuadros que había pintado en Italia y durante los primeros años de sus estudios de arte. Retratos y paisajes tan sensacionales que, al verlos, se le encogió el corazón. Y, por supuesto, él era completamente objetivo.

Su esposa estaba bien dotada; en muchos sentidos. Su última obra, todavía sin terminar, se encontraba sobre un caballete improvisado en un rincón de la estancia. Había captado en ella la belleza de Florencia. Era la vista que tenían desde la habitación del hotel en el que se habían alojado durante la luna de miel, lo cual otorgaba a la obra un valor especial.

La casa en sí no era gran cosa, pero Abe sabía que, gracias a Kristen y a Annie, su aspecto iba a cambiar rápidamente. Además, esta vez Kristen se llevaba bien con los vecinos. La nueva casa se encontraba a pocos metros de la de sus padres. Y a tan solo unas manzanas de la de Sean y Ruth. La vida les sonreía.

– ¿Abe?

Oyó el ruido de la puerta de entrada al abrirse de golpe.

– Estoy aquí, cariño. En la habitación libre. -Impaciente por ver su reacción, la observó subir la escalera. Pero la emoción se tornó perplejidad en cuanto Kristen llegó al descansillo. Estaba pálida y temblorosa a pesar del calor que hacía en aquel día de julio-. ¿Qué ocurre? -Ella lo miró con expresión distante e impenetrable. La asió del brazo, la hizo entrar en la habitación y la apremió delicadamente a sentarse en una silla mullida. Luego se agachó a su lado para observar de cerca la palidez de su rostro-. Te he preguntado qué ocurre.

Ella recorrió la sala con la mirada y se quedó sin respiración.

– Abe… Muchas gracias.

Pero pronunció las palabras con un hilo de voz. Aquella reacción no era propia de ella.

– Kristen, me estás asustando. ¿Qué ocurre?

– He ido al médico.

A Abe se le paralizó el corazón. Dios santo. La cabeza empezó a darle vueltas y al final recuperó el pensamiento que había enterrado en los confines de su mente: la posibilidad de que el cáncer se reprodujera.

– ¿Vuelve a la carga?

Ella lo miró, confusa.

– ¿El qué?

– El cáncer.

Ella se demudó y relajó los hombros.

– No, no, Abe, no. Lo siento. No te preocupes. Estoy bien, de verdad. -El pulso acelerado de Abe se normalizó y ella volvió a dar un vistazo a la habitación mientras esbozaba una sonrisa-. Veo que has estado muy ocupado esta mañana. Qué lástima que tengas que llevártelo todo de aquí.

Abe sacudió la cabeza.

– Ni hablar. Me he pasado la mañana entera… -Pero se interrumpió al observar la mirada de Kristen. Nunca había visto en sus ojos un brillo igual. Reflejaban esperanza y… algo más. El corazón le dio un vuelco; apartó con suavidad los rizos de su rostro mientras se esforzaba para no ilusionarse-. ¿A qué médico has ido?

Ella lo miró fijamente.

– Quería ver qué tal andaba de hierro. Me siento muy cansada desde que volvimos de Kansas, y mi madre solía tener anemia.

Abe no tenía ganas de pensar en aquel viaje, en el enfrentamiento final con el padre de Kristen, quien se negaba a dar a su hija el amor que merecía. Le habían entrado ganas de romperle la cara; sin embargo, Kristen se había limitado a decirle adiós para siempre. Había seguido yendo a visitar a su madre mientras esta vivió, pero había dejado a su padre por imposible. Peor para él. Acabaría más solo que la una. En cambio Kristen estaba bien rodeada, había entrado a formar parte de la familia Reagan.

– ¿Y qué te ha dicho el médico?

– La doctora dice que estoy bien de hierro. -En su rostro se dibujó una expresión maravillada-. Y también dice que estoy embarazada. -«Embarazada.» La palabra estalló en la mente de Abe y le paralizó el corazón. Se sentía eufórico, tenía ganas de gritar, de reír, de ponerse a dar volteretas. Sin embargo, ella estaba muy callada; así que aguardó-. Yo le he dicho que era imposible, que me habían quitado casi todo el cuello uterino. Pero ella me ha explicado que lo que me habían practicado se llama biopsia cónica y que, a pesar de haberme extirpado una parte importante, no interfiere con la concepción. -Kristen pronunció aquellas palabras como si se las hubiese aprendido de memoria pero no las creyese-. Me ha dicho que el médico debió explicarme todo esto hace diez años.

– ¿No lo hizo?

– Tal vez sí. Entre el parto, el proceso de adopción y la operación estaba tan destrozada que es probable que ni lo oyera. Di por hecho que no podría tener hijos. Y después no quise volver a pensar en ello.

Abe no pudo contenerse. Una gran sonrisa se dibujó en su rostro. Al tiempo que profería un grito de alegría, la abrazó con fuerza y la hizo dar vueltas como si tuviese la edad de la pequeña Jeannette. Ella, jadeante, se rio y le echó los brazos al cuello.

Él apartó un poco la cabeza para mirarla a los ojos. El verde intenso y las lágrimas les conferían un brillo deslumbrante.

– Ya sabes que te quiero.

Ella parpadeó y al hacerlo las lágrimas le resbalaron por las mejillas.

– Lo sé. Yo también te quiero, Abe. No puedo creerlo.

– ¿Cuándo cumples?

– En enero.

Él echó cuentas rápidamente.

– Entonces, ¿estás de tres meses?

Ella, abrumada, volvió a mirarlo.

– He oído el latido, Abe. -Se llevó la mano al vientre con vacilación-. Vamos a tener un bebé.

Él le cubrió la mano con la suya; le hubiese encantado estar a su lado en aquel momento.

– La próxima vez iré contigo, yo también quiero oírlo. Te acompañaré a todas las visitas.

Ella hizo una mueca imprevista.

– Tendrás que pagarle a Mia de alguna manera el doble trabajo que le tocará hacer cada vez que tengamos visita.

– Le dejaré que elija los restaurantes. -Abe apoyó la frente en la de ella. Se sentía tan feliz que no cabía dentro de sí-. Te quiero.

– Yo también.

– ¿Podemos decírselo a todo el mundo?

Kristen se libró del abrazo y se dirigió hacia la puerta.

– Sí. Eso si no se nos ha adelantado Ruth.

Abe esbozó una sonrisa.

– ¿La doctora es ella?

Kristen le devolvió la sonrisa.

– ¿A ti qué te parece? Me ha hecho descuento.

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