Miércoles, 25 de febrero, 20.30 horas
– Gracias. -Zoe cerró de golpe el teléfono móvil-. Vamos.
Scott, harto, puso en marcha el monovolumen.
– ¿Adónde?
– Al hospital del condado, acaba de entrar con el detective Reagan.
Scott suspiró y alejó el vehículo de la acera.
– Deja que lo adivine. ¿Otro de tus soplones?
– La han visto en el vestíbulo del hospital -dijo Zoe con satisfacción mientras abría la polvera-. Esta mañana se ha escapado temprano pero aun así la cogeremos.
– Qué emoción -masculló Scott.
Zoe se lo quedó mirando.
– Conduce y calla.
Miércoles, 25 de febrero, 20.45 horas
Kristen estaba de pie junto a la ventanilla de la unidad de cuidados intensivos; contemplaba a Vincent, inmóvil en una cama del hospital. En teoría, Abe y ella habían salido de casa por algo de cenar, pero Abe la había llevado directamente al hospital sin preguntarle nada, lo cual era muy amable por su parte.
– Gracias -murmuró.
– ¿Por qué?
Ella notó las vibraciones de su voz grave recorriéndole la espalda mientras la abrazaba con fuerza contra sí; era un gesto de posesión pero también, y sobre todo, de apoyo. Ella se respaldó en él; el pelo se le enredaba en su barba incipiente. Por primera vez en muchos años había salido de casa con el pelo suelto. Lo había hecho porque él se lo había pedido; no sabía si sería capaz de negarle algo.
– Por acompañarme. Ya sé que no te gustan los hospitales.
– ¿Cómo lo has adivinado?
– Me lo imaginé cuando en el ascensor dijiste que los odiabas.
– Lo siento, es algo muy… arraigado.
– De todas formas, gracias por acompañarme. Es justo lo que necesitaba.
Lo vio encogerse de hombros.
– Sabía que estabas preocupada por Vincent.
– Y gracias por conseguir que me dejasen entrar. -Al principio le habían prohibido el acceso porque no era familiar del enfermo, pero Abe lo había solucionado mostrando su placa. Ella exhaló un hondo suspiro al observar a Vincent allí tendido-. Nunca he pensado en ellos como dos ancianos, pero supongo que lo son.
Pasó una enfermera.
– Hace mucho tiempo que se ha agotado el tiempo de las visitas, detective. Tienen que irse. -Alzó una ceja-. A no ser que tenga más preguntas.
– No, ya nos ha dicho que no hay ningún cambio en el pronóstico. No tenemos más preguntas -dijo Kristen en voz baja.
– Espere, yo sí quiero hacerle una pregunta. ¿Ha venido alguien a verlo? -preguntó Abe en el tono que utilizaría en un interrogatorio policial, y Kristen, sorprendida, se volvió a mirarlo.
– Dos hombres, pero no eran familiares del enfermo -respondió la enfermera.
– ¿Dos? -Kristen, confundida, miró a la enfermera con extrañeza-. Me imagino que uno era Owen Madden, pero ¿quién era el otro?
– No me ha dicho su nombre, estaba muy afligido.
– ¿Podría describirlo? -le pidió Abe.
La mirada de la enfermera se suavizó.
– Debía de tener unos veinticinco años. Era un varón de rasgos caucásicos con síndrome de Down leve. Dijo que había oído lo de su amigo en las noticias. Me habría gustado dejarlo entrar, pero…
Kristen parecía abatida.
– Timothy.
Abe inclinó la cabeza para mirarla a los ojos.
– ¿Lo conoces?
– Trabajaba para Owen hasta hace un mes, pero lo dejó porque su abuela se puso enferma.
Abe entrecerró los ojos.
– ¿Cuándo dejó el trabajo? ¿Cuándo exactamente, Kristen?
– No lo sé. A mediados de enero, más o menos. -La intención del tono de Abe la turbó; sacudió la cabeza con convencimiento-. No puede ser. No es posible que Timothy esté implicado en nada de lo que estamos investigando. No, Abe.
– A mediados de enero… ¿No te llama la atención?
La enfermera intervino en la conversación.
– Si se refiere a ese asesino, soy partidaria de la opinión de la señorita Mayhew. Por lo que he leído en los periódicos, el asesino es muy inteligente y calculador. En cambio ese tal Timothy es altamente funcional. Hablamos de dos casos muy distintos.
Abe frunció el entrecejo.
– Lo sé, pero odio las coincidencias. Si vuelve, ¿podría avisarme?
La enfermera cogió la tarjeta que le tendía.
– Claro.
Miércoles, 25 de febrero, 21.05 horas
Sonó la campana que indicaba la llegada del ascensor y se abrieron las puertas. Zoe torció el gesto al ver que Reagan rodeaba a Kristen por los hombros. Sabía que detrás de aquella relación había algo más que el mero interés de Reagan en vigilar su casa. Su mente empezó a trabajar para sacar el máximo partido de aquella situación.
– Ahí están -siseó Zoe-. Scott, ¿estás a punto?
– Rodando -dijo él en tono seco. Ella avanzó hasta colocarse enfrente de la pareja y captó sus reacciones. Mayhew la miró con ojos encendidos y Reagan apretó los dientes. Muy bien, muy bien.
– Señorita Mayhew, ¿podría hacer unas declaraciones sobre el estado de salud de Vincent Potremski?
– No.
Reagan y ella prosiguieron su camino pero Zoe se interpuso.
– ¿Cuál ha sido la reacción en la oficina de John Alden ante el comportamiento indecoroso que se le imputa?
Mayhew se detuvo en seco y le dirigió una mirada de absoluta incredulidad. Sacudió la cabeza y sus rizos botaron como movidos por un resorte.
– No haré ninguna declaración, señorita Richardson. Ahora, por favor, discúlpenos.
Avanzaron de nuevo, pero Zoe advirtió el temblor de las manos de Mayhew, la señal que tanto había esperado en momentos de estrés. Mayhew aparentaba aplomo, pero no estaba tranquila.
– ¿No es cierto que por su culpa han apaleado a su amigo hasta dejarlo medio muerto y que es probable que quede en estado vegetativo el resto de sus días? -preguntó en pos de Mayhew.
Kristen se detuvo. Sin embargo, cuando esta vez se volvió, sus ojos no mostraban incredulidad sino cólera. Zoe aguardó, aguzando los cinco sentidos. Había conseguido que Mayhew perdiera el control; por fin.
Kristen avanzó un paso pero Reagan le apretó el hombro.
– Kristen -dijo con voz queda pero lo bastante clara para que lo oyera-. No vale la pena.
Por un momento pareció que Reagan había ganado y Zoe se sintió decepcionada. Pero entonces Mayhew volvió a avanzar con paso trémulo.
– Antes que nada, señorita Richardson, debe saber que el término correcto es «estado vegetativo persistente»; estoy segura de que los familiares de los afectados apreciarán que lo tenga en cuenta. En segundo lugar, debería ser consciente del poder que le da ese micrófono, señorita Richardson, y a usted, señor, su cámara. Espero que utilicen ambas cosas para ayudar a que se haga justicia con las víctimas inocentes y no para echar más leña al fuego. -Dicho esto, se alejó. Reagan volvía a rodearla por los hombros y tomaba el control; Zoe vio que Mayhew se apoyaba en él.
Por un breve instante, Zoe deseó contar con alguien en quien poder apoyarse. Pero el pensamiento quedó destruido por el fuego de la ira. Menuda bruja pretenciosa.
– Deja de filmar -dijo con furia contenida. Scott bajó la cámara sin dejar de observar la retirada de Mayhew; la admiración que reflejaba su mirada la enfureció aún más-. No se te ocurra abrir la boca -siseó y le pasó por delante.
Tenía que redactar una noticia.
Miércoles, 25 de febrero, 22.30 horas
– ¿Quién es Leah Broderick? Dígamelo, por favor…
Miró a Hillman con desdén. El arrogante y poderoso hombre de la sala del tribunal se había convertido en un tembloroso amasijo insignificante. Deseó que Leah pudiese estar allí para verlo.
No había sido difícil trasladar a Hillman desde la furgoneta hasta el sótano de su casa. Sin embargo, se resistió un poco cuando quiso tenderlo en la mesa y tuvo que convencerlo con un golpe en la cabeza. Había recobrado el conocimiento y llevaba una hora tratando inútilmente de arrancar las cadenas que lo sujetaban. Al fin había empezado a suplicar. Resultaba muy gratificante ver tanta arrogancia reducida a la mínima expresión.
Cogió la pistola y, haciendo oídos sordos a sus súplicas de piedad, le disparó en la rodilla izquierda. El grito fue agudo y estridente; se retorcía de dolor. Empezó a sollozar y él volvió a desear que Leah se encontrase presente.
– Es solo una medida de precaución, juez Hillman. No puedo permitir que se escape. -La rodilla derecha estalló con igual impacto que la izquierda y Hillman volvió a chillar. Él se inclinó para contemplar su trabajo. No paraba de brotar sangre de las heridas, así que le aplicó sendos vendajes-. No quiero que se desangre, juez. Por lo menos, no todavía. Más tarde me ocuparé de usted. De momento, voy a obsequiarlo con algo especial. -Se dirigió al equipo estereofónico y lo accionó-. Me he tomado la libertad de grabar la transcripción de un juicio.
Se dirigió al piso de arriba y se tendió en la cama; estaba más cansado de lo habitual. Tenía tiempo de dormir unas horas antes de proseguir la caza.
Miércoles, 25 de febrero, 23.40 horas
– ¿Cómo está Kristen? -preguntó Mia a modo de saludo.
– Bien. -«Mejor de lo que te imaginas», pensó Abe-. Nos espera en el despacho.
Mia le dirigió una mirada pícara.
– Espero no haber interrumpido nada al llamar tan tarde; ya sabes…
Abe negó con la cabeza y se esforzó por qué no lo delatara una sonrisa de satisfacción, pero no lo consiguió del todo.
– No te preocupes, estaba echando una cabezada. -Junto a Kristen, en su cama, cubriéndole con una mano uno de sus pechos desnudos mientras ella yacía con las nalgas encajadas en las ingles de él. La vida era maravillosa.
Mia lo observó con gesto burlón.
– En el sofá…
– Claro -mintió Abe y la vio tragarse la sonrisa. Señaló al ventanal de la sala de interrogatorios-. ¿A quién tenemos ahí?
– A Craig Dunning. Es el chófer y guardaespaldas de Edmund Hillman.
– El juez que ha desaparecido.
Mia asintió.
– Sí. -Empujó la puerta para abrirla y se sentó junto al hombre. Tenía unos treinta años y, en su nerviosismo, no paraba de darle vueltas a la gorra de su uniforme como si fuese un disco volador-. Aquí está mi compañero, señor Dunning.
Abe le tendió la mano.
– Soy el detective Reagan.
Dunning tenía la mano sudorosa pero le dio un firme apretón.
– Le he visto por la televisión.
– Cosas de la fama -dijo Abe con ironía-. Dígame, ¿a qué hora ha visto al juez Hillman por última vez?
– Sobre las cinco.
– ¿Y dónde estaban? -prosiguió Abe.
Dunning se removió con incomodidad.
– En el aparcamiento de la empresa de alquiler de limusinas.
Mia alzó los ojos.
– Vamos, Dunning, ya es bastante tarde. Cuéntenos la historia.
Dunning la miró con odio, pero obedeció.
– Todos los miércoles paso a recoger al señor Hillman por el juzgado y lo acompaño hasta la empresa de alquiler de limusinas. Allí… nos intercambiamos los coches. Él se lleva el mío y yo lo espero en la limusina hasta que regresa. Pero esta noche no ha vuelto.
Mia hizo un ademán de impaciencia.
– ¿Y adónde va?
Dunning vaciló.
– A encontrarse con su amante.
Abe sacudió la cabeza.
– Primero Alden, ahora Hillman. ¿Es que no hay ningún hombre que se acueste con su esposa? Muy bien, señor Dunning, cuéntenos los detalles. ¿A qué hora suele volver el señor Hillman? ¿Dónde se encuentra con esa mujer? Y ¿cómo se llama ella?
– Se llama Rosemary Quincy, se dan cita en un hotel de Rosemont. Suele volver alrededor de las siete.
Mia se pasó la lengua por los dientes; era evidente que lo hacía para evitar pronunciar lo que probablemente era un comentario jocoso sobre la resistencia de Hillman.
– ¿Cuánto tiempo lo ha estado esperando?
Dunning volvió a removerse en su asiento.
– Hasta las nueve y media. Luego me he marchado a casa. Pero a las diez y media ha llamado Rosemary. Salía del hotel y ha visto allí su coche… mi coche; todavía estaba en el aparcamiento. Ha dicho que el señor Hillman hacía horas que se había marchado. Estaba asustada. Con todos esos asesinatos…
– ¿Por qué no nos ha llamado ella misma? -preguntó Mia.
Dunning se encogió de hombros.
– Quería mantener su nombre en secreto.
– No es probable que lo consiga. ¿Y su mujer? ¿Está al corriente?
Dunning se mordisqueó los labios con nerviosismo.
– ¿De qué? ¿De la aventura o de la desaparición?
– De ambas cosas -respondió Mia.
– No creo que sepa lo de Rosemary. A Hillman le espera una buena si lo descubre. Pero sí sabe que ha desaparecido. Me ha llamado ella misma, sobre las ocho. Yo…
– Usted le ha dicho que estaba en otra parte. -Mia terminó la frase con enojo.
– Sí. Mire, he venido aquí por voluntad propia. ¿Puedo marcharme ya?
Abe le tendió un bloc y un lápiz.
– Primero anote el nombre y el teléfono de Rosemary, una descripción de su coche y el número de la matrícula. Cuando termine, puede irse.
Le hizo una señal a Mia y salieron juntos de la sala. Abe cerró la puerta tras él y observó a Dunning a través del cristal.
– Puede que Hillman esté bien.
– A lo mejor se lo ha cargado la señora Hillman por tener una aventura -apuntó Mia.
– Pero no lo crees.
– Ni tú tampoco. -Mia se frotó las mejillas con las palmas de las manos-. Mierda, estoy cansada de todo esto. Creo que deberíamos volver a revisar la lista de Kristen.
Jueves, 26 de febrero, 8.00 horas
Estaban todos sentados alrededor de la mesa. Kristen pensó que sus expresiones reflejaban pesimismo. Era lógico, había desaparecido un juez. La prensa estaba alborotada y la comunidad jurídica aún más.
Spinnelli se presionó las sienes con los pulgares.
– Por favor, decidme que habéis encontrado algo cerca del coche.
– Pues no. -Incluso Jack estaba desanimado-. Nada de nada.
– Y nadie ha visto nada -añadió Abe.
Kristen carraspeó.
– Ya sé que estáis hasta el gorro de mis listas, pero os he traído otra. Contiene todos los casos de agresión sexual que ha juzgado Hillman y en los que yo he llevado la acusación. Ya he hablado con algunos de los demandantes. La mayoría de ellos siguen mostrándose resentidos, pero ninguno ha sufrido ningún trauma durante los últimos tres meses.
– ¿Contiene algún nombre que ya conozcamos? -preguntó Mia.
– Uno. Katie Abrams.
– La niña de cinco años que «provocó» al novio de su madre -reconoció Spinnelli con amargura.
Un enojo que le resultaba familiar le hizo hervir la sangre ante el recuerdo de Katie Abrams y el flagrante error judicial.
– Sí, ese es el caso. -Kristen miró a Todd Murphy, quien había vuelto a unirse a ellos-. Pero Murphy investigó a la familia de Katie después de que asesinaran a Arthur Monroe. La madre está en prisión por posesión de drogas y Katie está con una familia de acogida. He hablado con la trabajadora social que se encarga del caso y me ha dicho que vio a Katie hace dos semanas. Está con una buena familia y Katie es relativamente feliz.
– ¿Y los padres adoptivos? -preguntó Spinnelli-. ¿Habéis averiguado algo sobre ellos?
– Tienen coartadas muy sólidas -respondió Murphy en tono quedo.
– Mierda -exclamó Spinnelli-. ¿Qué nos espera ahora, Miles?
– Depende. -Westphalen levantó las manos al observar la expresión enojada de Spinnelli-. Depende de si ha elegido a Hillman al azar o si ha sido su objetivo desde el principio. No ha agredido a nadie desde que el lunes por la noche falló al dispararle a Carson. A lo mejor está inquieto y ha decidido decirnos en qué consiste exactamente su venganza.
– Si Hillman es una víctima elegida al azar, no sabemos más de lo que sabíamos ayer -opinó Abe-. Si es el objetivo inicial de su venganza, quiere decir que con él habrá terminado, ¿no?
– Yo creo que actúa siguiendo unas pautas -insistió Kristen-. Es metódico. Hace las cosas siempre de la misma manera. Y su actuación se centra en la víctima.
– Y en ti -observó Mia.
– Y en mí. Por algún motivo, yo estoy relacionada con todo esto. Pero son más importantes las víctimas. Pensad en las lápidas y en las cartas. Yo solo aparezco en la posdata. El grueso lo dedica a las víctimas. Tal vez el haberme pasado los últimos días hablando con esas personas me ha afectado, pero no hago más que oír las mismas cosas una y otra vez. Las víctimas a quienes la justicia ha vuelto la espalda culpan al sistema. Culpan al criminal, al abogado defensor, al juez y a mí. Todo en el mismo paquete.
– Como los paquetes que él te deja -observó Miles-. Es un paralelismo interesante.
– ¿Adónde quieres ir a parar, Kristen? -preguntó Jack-. ¿Cuál es el punto en común? ¿Katie Abrams?
Kristen sacudió la cabeza.
– No lo creo. Por una parte, últimamente no ha ocurrido nada que guarde relación con Katie Abrams. Por otra, nadie se ocupó lo bastante de la niña en su momento como para querer vengarla. Ese fue uno de los motivos que hizo que el caso resultara especialmente duro. Se trata de otra cosa.
– Quizá todos nos equivocamos y actúa sin ton ni son -apuntó Mia en voz baja-. A lo mejor ha leído sobre ti en los periódicos, Kristen, y te obsequia con esos paquetes porque está como una cabra. Igual que John Hinckley júnior con Jodie Foster. A lo mejor el único punto en común eres tú.
– Si es así, estamos como al principio -concluyó Kristen, desanimada-. Ha sido lo bastante listo para no dejarnos más que una bala, media huella digital y un vaso de café.
Spinnelli suspiró.
– ¿Qué hay de la cabaña que registrasteis ayer? ¿Encontrasteis huellas, Jack?
– Unas cuantas, en los marcos de las fotos; por desgracia están incompletas y cubiertas por una espesa capa de polvo. También hemos encontrado algunas en el periódico; claro que podría haber ido de mano en mano, pero aun así las estamos analizando. Ninguna se ajusta a la que encontramos en el cuerpo de Conti. Ambas fotos estaban escritas por detrás. En una decía: «Worth: Henry, Callie, Hank y Paul». En la otra: «Hank y Genny, 1943».
Abe tomó nota.
– Así que Paul es el otro hijo. Tiene sentido; la funcionaría del registro nos dijo que la finca de los Worth había pasado a ser propiedad de Paul Worth cuando Henry, el padre, murió. Y sabemos por el certificado de matrimonio que Genny se casó con un hombre llamado Colin Barnett. Sabemos en qué iglesia lo hizo y también en qué año, y además tenemos una foto suya. Yo seguiría investigando por ahí; es la única pista con la que contamos.
– También tenemos el nombre de Paul Worth -añadió Mia-. Él habría heredado las viejas matrices de su padre. Deberíamos seguir esa pista.
Abe reconoció que tenía razón y esbozó una sonrisa triste.
– Es más fácil dar con información sobre él que sobre un posible hijo de unos sesenta años, ¿verdad?
– Yo seguiría la pista de Paul Worth -opinó Kristen-. Si es el propietario de la finca donde estuvisteis ayer, tiene que constar en algún documento de la oficina de recaudación.
– Muy bien. -Spinnelli anotó todo aquello en la pizarra-. ¿Qué más?
– Una cosa. -Murphy habló desde el extremo opuesto de la mesa-. Marc me ha pedido información detallada sobre el expediente de Aaron Jenkins. El chico fue acusado de abusos sexuales. Trató de violar a una chica en el hueco de la escalera de su instituto hace siete años, pero ella no consta en ninguna de las listas de las víctimas, Kristen. Lo he comprobado. Se llama June Erickson.
Kristen hizo memoria.
– Es la primera vez que oigo ese nombre. ¿Podemos hablar con ella?
Murphy hizo una mueca.
– Si somos capaces de dar con ella, sí. Su familia se trasladó poco después de interponer la denuncia. He hablado con algunos vecinos y dicen que la chica tuvo problemas en la escuela después de lo ocurrido. Sus compañeros la intimidaban por haber denunciado a Jenkins; parece que él era muy popular. He confeccionado una lista de personas que se llaman igual que sus padres y hoy me dedicaré a buscarlos. Cuando tenga más noticias, os lo haré saber.
– Entonces ya tenemos el trabajo repartido -determinó Spinnelli enérgicamente-. Abe y Mia, vosotros os dedicaréis a buscar a Genny O'Reilly. Murphy, tú trata de dar con June Erickson. Kristen, tú ocúpate de Paul Worth, pero no salgas del edificio sin que te acompañe uno de nosotros. Si te dejan en casa un paquete relacionado con el juez Hillman, el agente que está allí vigilando nos lo hará saber.
– ¿Y tú? -preguntó Abe.
– Yo me ocuparé de los políticos y de los periodistas que pretenden enseñarnos cómo tenemos que hacer nuestro trabajo.
Kristen le entregó la última lista.
– Aquí aparecen los casos que llevó Hillman, los nombres de los abogados defensores y de los acusados. Si es cierto que todo esto guarda alguna relación y se trata de una venganza, una de estas personas será la siguiente víctima.
Jueves, 26 de febrero, 9.30 horas
El padre Ted Delaney, de la parroquia del Sagrado Corazón, tenía un algo de detective, por algo había seguido los episodios de Colombo religiosamente, y nunca mejor dicho. Así que cuando Abe le explicó lo que buscaban, el anciano sacerdote se zambulló en la tarea con un entusiasmo tal que hizo sonreír a los policías.
– En aquella época no era yo el párroco, como comprenderán -dijo colocándose bien las gafas en el puente de la nariz-. Yo llegué aquí en 1965. Dos generaciones antes que yo, al frente de la parroquia estaba el padre Reed. En 1943 ya era anciano. Creo que murió antes de que terminase la guerra.
– Ya nos imaginábamos que el sacerdote que los casó habría muerto -dijo Abe-. ¿Recuerda que a esta parroquia perteneciera una pareja apellidada Barnett? Él se llamaba Colin, y ella, Genny.
– No puedo afirmarlo, pero en aquel tiempo la parroquia era mucho más extensa. -Los miró por encima de sus pequeñas lentes con cierta expresión de reproche-. La gente ya no va a la iglesia como antes.
Abe se esforzó por no bajar la cabeza.
– Tiene razón -dijo-. ¿Y qué hay de las partidas de bautismo? Creemos que su hijo nació en marzo de 1944.
Delaney sacó un grueso ejemplar y lo hojeó; sus dedos se habían tornado torpes y deformes por la edad. Al fin alzó la vista.
– Sí, fue un niño. Lo bautizaron como Robert Henry Barnett el 2 de marzo de 1944.
Un paso más.
– ¿Tuvieron más hijos, padre? -preguntó Abe.
– Si tienen paciencia, lo miraré.
Después de lo que a ellos les parecieron horas, los lentos dedos de Delaney volvieron a detenerse.
– Una hija, la bautizaron como Iris Anne el 12 de mayo de 1946. -Sus dedos siguieron recorriendo las páginas-. Y otro hijo, Colin Patrick, bautizado el 30 de septiembre de 1949.
– ¿Es posible que Genny siga viva? -preguntó Mia.
– Si es así, ahora debería de tener unos ochenta años -dijo Delaney-. Los certificados de defunción están en otra sala. Si esperan aquí, iré a comprobarlo.
Cuando se hubo marchado, Abe se volvió hacia Mia.
– No llamaron a su primogénito Colin, como el padre -susurró Abe sin apenas voz.
Mia alzó una ceja.
– Un sietemesino. Menudo revés. Me pregunto si Colin padre lo sabía de antemano o si le sorprendió un hijo perfectamente formado que nació dos meses antes de lo esperado.
– Ella llamó a su primer hijo Robert Henry.
– Y Hank es el diminutivo de Henry.
Abe asintió.
– Tanto si Colin padre era el más compasivo de los hombres, como si Genny O'Reilly lo engañó, le puso a su hijo el nombre del padre biológico.
– Esperemos que al menos uno de los hijos de Barnett viva en Chicago.
– Cuando regrese el bueno del padre Delaney, iremos a comprobarlo.
Jueves, 26 de febrero, 10.30 horas
Kristen colgó el teléfono. Los últimos intentos realizados para contactar con las víctimas de su lista habían resultado en vano. Algunas se habían mudado, y otras simplemente habían desaparecido del mapa.
Spinnelli se le acercó con cara de pocos amigos.
– Estaba esperando a que acabases de hablar por teléfono.
– ¿Qué ocurre?
Él le tendió la lista que ella le había entregado un par de horas antes. Uno de los nombres aparecía señalado con un círculo rojo.
– Gerald Simpson no se ha presentado en la sala del tribunal esta mañana.
Kristen frunció los labios. Simpson era un abogado defensor entregado a su trabajo. Según él, todos los agresores podían ser reinsertados y los fiscales eran unos rencorosos con ansias de poder que solo buscaban que se declarase culpables a los acusados para obtener prestigio. Defendía a sus clientes con gran fervor, pero mostraba muy poca compasión por las víctimas.
– Así, siguiendo con la suposición de que todo esto está relacionado con Hillman, hemos acotado mucho las posibilidades. Solo he coincidido en la sala con Hillman seis veces. ¿Vamos a poner vigilancia a esos seis abogados?
– Ya lo he solicitado. Hemos lanzado una orden de localización del coche de Simpson. Voy a entrevistarme con su esposa, ya que Abe y Mia siguen en el campo. Tal vez la señora Simpson sepa algo más. -Pero su expresión mostraba con claridad que no lo esperaba.
– Llamaré a las seis víctimas.
Spinnelli se pasó la mano por el pelo con un claro gesto de frustración.
– ¿Sabemos algo de Paul Worth, el hijo?
– Están buscando su nombre en el registro. Han dicho que me avisarán cuando den con los datos.
Jueves, 26 de febrero, 14.30 horas
Ya no vivía ningún Barnett en el ámbito de la parroquia; aun así el padre Delaney les había entregado una lista de sus predecesores.
Viola Keene había sido miembro del Sagrado Corazón durante toda la vida; sin embargo, el hecho de formar parte de la parroquia no había favorecido ni un ápice su predisposición a ayudar.
– Claro que recuerdo a los Barnett. ¿Por qué quieren saberlo? -Viola Keene torció el gesto al observar sus pies-. Acabo de fregar el suelo. ¿Les importaría sacudirse los pies?
– Lo sentimos, señora. -Abe se esmeró en limpiarse los zapatos y Mia lo imitó-. La nieve está medio derretida.
– A ver si por fin deshiela -dijo la mujer, malhumorada.
Abe pensó que no era ninguna anciana. No debía llegar a los sesenta, pero parecía mayor debido al perpetuo gesto de descontento de sus labios. Y el peinado sobrio y las prendas negras no ayudaban en nada.
– No hay que perder la esperanza -opinó Mia y Abe tuvo que disimular una sonrisa.
– Bueno, ¿qué es lo que quieren saber? -espetó Keene-. Tengo un negocio que atender.
Regentaba una pequeña sombrerería, pero la privacidad de la entrevista parecía estar garantizada. La capa de polvo que cubría los sombreros indicaba que hacía bastante tiempo que Keene no tenía ningún cliente.
– Cosas de la familia Barnett -dijo Abe-. ¿Cómo estableció contacto con ella?
– Iba a la escuela con Iris Anne. Era una alocada.
Se acercaron al ancho mostrador donde la señorita Keene se inclinaba sobre lo que parecía una gran lazada.
– ¿En qué sentido?
– Siempre andaba detrás de los chicos y no se aplicaba nada en los estudios. Su hermano era harina de otro costal.
Mia se encorvó un poco para observar el rostro de la mujer más de cerca.
– ¿Qué hermano, señorita Keene?
Ella pareció ofenderse.
– El mayor, por supuesto. Robert se aplicaba mucho en los estudios y ayudaba a su padre en la tienda. Era un buen hijo. -Su rostro se suavizó en extremo y la transformación le quitó diez años de encima-. Se ocupaba de Iris y del otro hermano. -Volvió a torcer el gesto-. En cambio, el pequeño… -Hizo una pausa mientras se esforzaba por recordar-. Colin. Era un consentido. Siempre se metía en líos, andaba continuamente mortificando a los vecinos. -Se sorbió la nariz-. Pero se llevó su merecido.
Mia miró a Abe de reojo. Luego volvió a centrar su atención en Keene.
– ¿Por qué lo dice?
– Colin se metió con quien no debía. -Keene cogió la lazada y empezó a alisar las puntas-. El chico le dio una paliza y tuvieron que ingresarlo en el hospital. En el vecindario, la noticia fue un verdadero acontecimiento.
– ¿Y qué ocurrió después?
– Colin murió.
Mia pestañeó; estaba perpleja.
– Uau. Tuvo que ser todo un acontecimiento.
Keene ahuecó la lazada.
– El chico llevaba un cuchillo escondido en la bota. Colin ni siquiera se dio cuenta de que se lo iba a clavar.
Abe ocultó la sorpresa que le causaba la frialdad de la mujer.
– ¿Qué le ocurrió a Robert?
Sus facciones volvieron a suavizarse, podría decirse que adquirieron una expresión melancólica.
– En casa empezó a pasarlo aún peor. Al final se escapó; a Iris Anne le rompió el corazón.
Abe sospechó que había roto también el de la señorita Keene.
– ¿Por qué dice que en casa lo pasó «peor»? ¿Es que antes lo pasaba mal?
Keene, enojada, levantó la cabeza para mirarlo.
– El señor Barnett era muy duro con Robert. Iris y Colin hacían lo que les daba la gana, pero Robert se veía obligado a trabajar muchísimo. Si se equivocaba, aunque fuera al respirar, su padre lo castigaba con la palmeta. Como les digo, al final se escapó de casa. No he vuelto a verlo jamás.
– Señorita Keene -dijo Mia con suavidad-, ¿qué le ocurrió al chico que mató a Colin?
Keene bajó la vista a la lazada.
– Lo metieron en la cárcel, bueno, en uno de esos reformatorios. Cuando salió, se lió a puñetazos en un bar y lo apuñalaron; acabó igual que Colin. -Sostuvo la lazada a contraluz-. En el informe lo llamaron «venganza». No llegaron a coger a quien lo hizo. A todo el mundo le pareció normal que se hubiera ganado unos cuantos enemigos; en cambio, Iris y yo nos preguntamos si Robert había vuelto. -Suspiró-. Claro que no era más que una chiquillada. Años después creí verlo una vez, pero me equivocaba.
– ¿Dónde le pareció verlo?
– En el funeral. Iris Anne y sus padres murieron en un accidente de coche.
– Lo siento -masculló Mia.
Keene se encogió de hombros.
– De eso hace casi veinticinco años. -Ambos se sorprendieron cuando la mujer sonrió a Mia-. Pero gracias. Era mi mejor amiga.
– ¿Qué le hizo pensar que no era a Robert a quien había visto, señorita Keene? -preguntó Abe.
– Lo llamé y no respondió. Mi Robert nunca se habría comportado de un modo tan grosero.
– Una pregunta más y la dejaremos tranquila -dijo Mia-. ¿Tiene alguna foto? ¿Tal vez alguna en la que aparezca Robert?
– Guardo un par de anuarios de la escuela, pero no tengo ni idea de dónde paran.
Mia le entregó una tarjeta.
– Es muy importante que consigamos una foto. Aquí tiene mi nombre y mi teléfono. Si encuentra algo, llámenos, por favor.
Jueves, 26 de febrero, 15.00 horas
– El señor Conti la recibirá enseguida.
Zoe no podía estarse quieta. Se preguntaba si había sido una buena idea solicitar una entrevista, sobre todo después de que él hubiese exigido que acudiera sin la compañía de Scott. Ni siquiera le habían permitido llegar en su propia furgoneta. Siguió al mayordomo, vestido con un traje de raya diplomática, camisa blanca almidonada y corbata negra. Todo aquello le recordó a las películas de Al Capone. Se alegró de haber dicho en la redacción adónde iba.
– La señorita Richardson -anunció el mayordomo, e hizo un gesto para indicarle que podía entrar en el despacho privado de Jacob Conti.
El mafioso en persona estaba sentado tras su escritorio y la miraba con ojos recelosos. Drake Edwards se hallaba de pie a su lado. Supuso que Edwards se esforzaba por parecer despreocupado, pero le rodeaba un halo tal de poder que era imposible que transmitiera nada que recordase, ni remotamente, a la despreocupación. Por un momento lo contempló fascinada; luego se volvió hacia Jacob Conti.
– Gracias por recibirme. Permítame que le dé el pésame por la muerte de su hijo.
Conti no respondió, pero Edwards le señaló la otra silla que había en la sala.
– Siéntese, señorita Richardson -dijo con suavidad-. Tómese su tiempo.
Había algo siniestro en sus palabras, pero Zoe se negó a mostrarse intimidada. Tomó asiento y se aseguró de que su pierna quedase al descubierto.
– Me gustaría que me concediera una entrevista para emitirla por televisión.
Edwards alzó una ceja.
– ¿Por qué cree que el señor Conti podría estar interesado en conceder una entrevista?
– Esta semana se han producido varias agresiones contra Kristen Mayhew y personas de su círculo más próximo -empezó Zoe.
El rostro de Conti permanecía hierático y el de Edwards se iba tornando más y más risueño.
– ¿Y qué tiene eso que ver con nosotros? -preguntó Edwards, y Zoe supo que se estaba mofando de ella.
– Se le acusa de estar implicado en ello, señor Conti. Esta misma mañana ha venido la policía a hablar con usted.
– La policía no nos ha hablado de ninguna acusación, señorita Richardson -aclaró Edwards; volvía a reírse de ella-. A lo mejor su fuente de información está… equivocada. -La miró de arriba abajo con descaro.
Zoe se volvió hacia el silencioso Conti.
– Quería brindarle la oportunidad de negar las acusaciones en un foro público -dijo con tanta honestidad como fue capaz mientras hacía caso omiso de la evidente mirada lasciva de Edwards.
Conti no pronunció palabra. Su semblante no había cambiado ni un ápice desde que ella entrara en la sala. Si no fuera porque observaba un ligero movimiento en su pecho, habría pensado que estaba muerto. Pero lo cierto era que estaba vivito y coleando.
Y representaba una verdadera amenaza. Zoe se puso en pie.
– Si está interesado, póngase en contacto conmigo, por favor. -Depositó una tarjeta en una esquina del escritorio-. Acepte de nuevo mi pésame.
Estaba a punto de salir por la puerta cuando Conti por fin habló.
– Señorita Richardson, la considero tan responsable de la muerte de mi hijo como a la señorita Mayhew y a su asesino.
Incapaz de controlar el súbito temblor de su cuerpo, Zoe se volvió para mirarlo.
– ¿Me está amenazando, señor Conti?
– ¿Qué le hace pensar una cosa semejante? -preguntó Conti. Sus labios se curvaron en una sonrisa aterradora y Zoe supo lo que era el miedo-. Márchese antes de que la eche por la fuerza.
Ella obedeció con las piernas trémulas. Edwards la acompañó a la entrada principal de la mansión y le abrió la puerta. Alzó la tarjeta de Zoe y la deslizó por su escote, entre sus pechos.
– Sabemos muchas cosas, señorita Richardson. Si fuese necesario, sabríamos dónde encontrarla.
No supo cómo fue capaz de poner el coche en marcha. Todo cuanto sabía era que había contenido la respiración hasta que se hubo alejado de la verja de entrada. Un par de kilómetros después, las náuseas que sentía fueron desterradas por una oleada de ira. Había perdido el control de la situación y tenía que recuperarlo.
Cuando Drake volvió a entrar en el despacho, Jacob ni siquiera levantó la vista de los documentos.
– Mátala.
Jueves, 26 de febrero, 17.00 horas
Kristen se echó a reír cuando un singular y espantoso sombrero aterrizó frente a ella en la mesa del despacho. Alzó los ojos y vio a Mia exhibiendo una gran sonrisa.
– ¿Qué es esto?
– Un regalo para ti.
Abe apareció detrás de Mia con cara de satisfacción.
– Se ha hecho amiga de una sombrerera.
Mia se sentó frente a su escritorio y exhaló un suspiro.
– Me ha dado pena, la pobre se pasa el día sola en la tienda.
– Está sola porque es muy desagradable con la gente. -Abe cogió una silla y se sentó en ella a horcajadas. Lo tenía al alcance de la mano; el hecho de verlo allí sentado en aquella postura hizo que afluyesen los recuerdos. Kristen extendió la mano y volvió a cerrarla, y por fin acabó centrando la atención en aquel horrendo sombrero. Sin embargo, por el rabillo del ojo observó que él sonreía, seguro que estaba pasándoselo en grande al saber cuánto le afectaba lo que hacía-. Pero contigo no, Mia. Todo el mundo sucumbe a tus encantos.
Mia hizo una mueca.
– Cállate. ¿Se lo cuentas tú o tengo que hacerlo yo?
Abe hizo un ademán exagerado.
– Adelante.
Kristen escuchó con atención mientras Mia reproducía la conversación con Keene.
– Así que Robert empezó a edad temprana -dijo-, eso suponiendo que fuese él quien volvió para cargarse al asesino de su hermano.
– El joven vengador. Suena como los Boy Scouts pero con una filosofía distinta.
Kristen sacudió la cabeza al tiempo que esbozaba una triste sonrisa.
– Mia, ¿tú qué crees? ¿Es posible que el hombre que estamos buscando sea Robert Barnett? Su nombre no consta en ninguna de mis listas, pero…
Abe asintió.
– Yo diría que sí, pero hemos topado contra un muro. No hemos conseguido averiguar nada más allá del relato de la señorita Keene. ¿Qué tal te ha ido a ti el día?
– He llamado a todos los implicados en el caso que Simpson defendió con Hillman como juez. Nadie parece haber sufrido ningún trauma; he recibido dos invitaciones para cenar y me han propuesto que se nomine al asesino para el Nobel de la Paz. Hay tres personas con quienes no he podido ponerme en contacto; mañana volveré a llamarlas. Ah, y he encontrado a Paul Worth. Creo que era el tío de Robert Barnett por parte de Hank.
Abe alzó una ceja.
– ¿Y?
– Está vivo pero no podemos hablar con él. Vive en una residencia de ancianos cerca de Lincoln Park. No conserva la lucidez. He hablado con su procurador, que es el albacea del Estado. Paul Worth no tiene hijos; cuando muera, la propiedad que encontrasteis ayer pasará a manos del Estado.
– Me pregunto cómo se las arregló nuestro hombre para dar con la propiedad -dijo Abe, pensativo.
– No lo sé. Tal vez conocía a los Worth. -Le tendió la hoja en la que había hecho sus anotaciones-. He preguntado en la residencia si te permitirían verlo. Me han dicho que puedes intentarlo. Spinnelli ha salido, y no iba a ir yo sola.
Abe se quedó mirando el despacho desierto de Spinnelli.
– ¿Adónde ha ido?
Kristen suspiró.
– Está en el despacho del alcalde.
Mia hizo una mueca.
– Oh, oh.
– Sí. Tiene prevista una rueda de prensa a las siete. No será muy agradable.
Guardaron silencio. Al momento sonó el móvil de Abe. A Kristen se le paralizó un instante el corazón. Llevaba todo el día nerviosa, estaba preocupada por los Reagan, por Owen, por su madre; pero todo el mundo estaba al corriente. Había advertido a Lois y a Greg y sabía que hacían cuanto podían por proteger a aquellos que le importaban.
– ¿Diga? -Su rostro se tensó.
Kristen lo cogió del brazo.
– ¿Es Rachel?
Él negó con la cabeza, le cubrió la mano con la suya y le dio un ligero apretón.
– No, mi familia está bien. Se trata de otra cosa. -Se levantó y dio unos pasos-. No es buen momento -masculló-. No, no puedo quedar para cenar… No, para tomar una copa tampoco… Mierda, Jim, suelta de una vez lo que se te ha pasado por la cabeza.
Jim. El padre de Debra. «Pobre Abe.»
– Lo intentaré. -Abe cerró de golpe el teléfono y se quedó inmóvil un instante; denotaba soledad y a Kristen se le partió el corazón. Sin importarle quién lo viera, se levantó y le pasó la mano por su ancha espalda. Él tensó los músculos y cuando se volvió a mirarla vio que lo había entendido-. Están en la ciudad para el bautizo. Quieren que cenemos juntos.
– ¿Por qué?
Él se encogió de hombros con inquietud.
– No lo sé. Dicen que tienen que hablar conmigo.
– ¿Quieres que te acompañe?
Él esbozó una sonrisa forzada.
– Gracias, pero creo que no es buena idea. No te enfades.
– Claro que no. -Apoyó la frente en la parte superior de su brazo-. Solo es que… me preocupas.
A sus espaldas, Mia carraspeó deliberadamente.
– Hola, Marc.
Kristen y Abe se volvieron al unísono y se encontraron con la mirada sorprendida de Spinnelli.
– Por lo menos todo esto tendrá un final feliz.
Kristen apartó la mano de la espalda de Abe.
– El alcalde no está muy contento, ¿verdad?
Spinnelli se hundió en la silla.
– Bueno, al parecer somos unos incompetentes, el hazmerreír de la ciudad, el blanco de todas las críticas y… una vergüenza. Somos muchas más cosas, pero esas son las más importantes. Mia, llama a Murphy. Averigua si ha progresado en su intento de localizar a esa chica. -Chasqueó los dedos y frunció la frente-. Cómo se llama…
– June Erickson -apuntó Mia.
Spinnelli clavó la mirada en el sombrero.
– ¿Qué demonios es esto?
– Algo así como una buena acción -explicó Abe-. Te pondré al corriente.
Jueves, 26 de febrero, 20.45 horas
– Me estoy mareando -dijo Kristen; la habitación daba vueltas a su alrededor.
– Es muy tranquilo -opinó Rachel.
Estaban sentadas frente al televisor de la casa de los Reagan y descendían esquiando virtualmente por una montaña que parecía real.
– Bienvenida a mi mundo -dijo Kyle en tono irónico, y Becca ahogó una risita.
Kristen se tapó los ojos.
– No puedo seguir mirando. Estoy a punto de vomitar.
– ¡Qué bien! ¡He quedado sexta! -Rachel detuvo el videojuego-. Se acabó por hoy.
– Es increíble que aún consigas mover las manos y que no tengas los ojos rojos -dijo Kyle-. Llevas todo el día con ese juego del demonio.
Aquel día no había ido a la escuela. Kyle dijo que era tan solo una medida de precaución y Becca insistió en que no era culpa de Kristen, pero ella se sentía responsable de todos modos. Por otra parte, Rachel estaba contentísima porque se había saltado un examen; además, todas sus amigas la admiraban.
– No se te ocurra disculparte -le advirtió Kyle.
– Si no, me dará una patada en el trasero -replicó Kristen con una sonrisa cansina-. Ya lo sé. ¿Ha llamado Abe?
– En los cinco minutos que han pasado desde la última vez que lo has preguntado, no.
Becca le dio unos golpecitos en la mano.
– Todo va bien, Kristen. Sabe cuidarse. -Lo dijo con la voz de esposa y madre de policías que era.
– Además, es solo una cena -la tranquilizó Kyle-. Lo peor que puede ocurrir es que se equivoque de tenedor y que Sharon lo fulmine con la mirada.
Kristen lo miró perpleja.
– ¿Por qué dice eso?
Kyle se inquietó, pero Becca dio un resoplido.
– Debra era la mujer más dulce y generosa del mundo, en cambio a sus padres solo les importa el dinero y el poder que se consigue con él. -El rostro de Kristen se cubrió de tristeza-. Abe no era lo bastante bueno para Debra, y su padre nunca perdía la oportunidad de hacérselo notar.
– Becca -la reprendió Kyle con amabilidad-, lo pasado, pasado está. Ya no pueden hacerle daño.
Kristen miraba al uno y al otro alternativamente, pero no parecían estar preparados para explicarle más cosas.
– Abe me ha contado lo de la demanda para hacerse con la custodia de Debra.
Kyle abrió los ojos con gesto de sorpresa.
– ¿Lo sabías?
Becca apretó la mandíbula.
– ¿Te ha dicho que lo culparon a él del disparo que recibió Debra? No dejaron de echarle la culpa durante los cinco años que ella permaneció en estado vegetativo.
Pobre Abe. Pobre Kyle y pobre Becca, tener que soportar que su hijo pasara por semejante tortura.
– Hoy no tenía ningunas ganas de verlos.
Becca volvió a resoplar.
– Pues claro que no.
– ¿Y por qué hace lo que ellos quieren? -preguntó Rachel desde el suelo.
Kristen parpadeó desconcertada. Casi se había olvidado de que la adolescente estaba allí y oía la conversación.
Kyle suspiró.
– Me imagino que ha optado por dejar que se desahoguen para terminar de una vez con esto.
– Así el sábado no tendrán nada que decir que pueda estropearles el día a Sean y a Ruth -concluyó Kristen. Aquello hizo que sintiese aún más respeto por Abe Reagan.
A Becca se le empañaron los ojos.
– Tú sí que lo comprendes.
Kristen notó una oleada de anhelo que empezaba a resultarle familiar. Deseaba la compañía de Abe y de su familia. Y también la calidez de aquella casa.
– Abe es un buen hombre -dijo.
Kyle carraspeó con tosquedad y cogió la cartera que había depositado en la mesita auxiliar.
– Kyle -masculló Becca-. No…
Kristen torció el gesto.
– ¿Quiere pagarme?
– No, quiere mostrarte la foto de Debra -la corrigió Rachel.
Kristen se puso tensa. Pero ya era demasiado tarde; Kyle sostenía el deteriorado retrato y habría sido grosero no mirarlo.
Así que hizo un esfuerzo por mirar la fotografía de aquella mujer que lo había sido todo para Abe. Era bonita, lucía un vientre prominente debido al avanzado estado de gestación y aferraba el brazo de un hombre que sonreía como si fuese la persona más feliz del mundo.
– Era encantadora -dijo. Y era verdad. Aquel rostro reflejaba un bienestar, una expresión radiante que denotaba que Debra era también sumamente feliz.
– Se la hicieron dos semanas antes de que le dispararan -explicó Kyle; su voz entrecortada hizo que Kristen tragase saliva-. Pensaba que nunca volvería a ver esa expresión en el rostro de mi hijo. -Pasó el pulgar por el forro de plástico con un gesto a buen seguro habitual-. Pero sí he vuelto a verla; está pletórico desde que te conoce. -De pronto, el pulgar se desdibujó y Kristen se mordió la parte interior de la mejilla sin atreverse a levantar la cabeza.
Rachel le puso un pañuelo de papel en la mano, igual que Aidan había hecho el día anterior.
– Suénate antes de que empecemos todos a berrear -dijo.
Kristen se rio con voz trémula.
– ¿Seguro que solo tienes trece años?
– Casi catorce -replicó Rachel con orgullo.
– Pero se comporta como si tuviese veinte -refunfuñó Kyle, y el tierno momento se desvaneció.
– Entonces, ¿puedo decirle a Trent que somos novios? -preguntó Rachel.
Kyle la miró con expresión de disgusto.
– No. Por lo menos, hasta que cumplas los dieciséis.
Rachel se encogió de hombros.
– Bueno, no perdía nada por intentarlo.
Agradecida por el alivio temporal de sus preocupaciones, Kristen miró el reloj y Kyle gruñó de nuevo.
– Si tan preocupada estás, llámalo al móvil.
– No quiero que piense que quiero controlarlo.
Kyle resopló disgustado.
– Mujeres…
– Todas somos iguales -Rachel terminó el sonsonete.
– Y tú, a tu edad, lo sabes mejor que nadie -dijo Kristen en tono irónico.
– Oye, yo he visto muchas cosas y sé más de lo que te crees. -Rachel cogió el teléfono y se lo tendió-. Llámalo. Lo estás deseando.
Kristen, algo avergonzada, cogió el teléfono y marcó el número de Abe. Un momento después frunció el entrecejo.
– Está apagado.
Las cejas de Kyle se alzaron al unísono.
– ¿Cómo?
– O ha apagado el móvil o está fuera de cobertura. No lo coge.
Kyle tendió la mano; sus ojos denotaban preocupación.
– Dame el teléfono.