Capítulo 7

Jueves, 19 de febrero, 19.00 horas

– ¿Dónde está Spinnelli? -Mia dejó la chaqueta sobre una silla, frente a la mesa alrededor de la cual se habían sentado la noche anterior.

Abe reparó en que alguien había llevado una pizarra para que anotasen en ella la información con que contaban. Sentada a la mesa había una joven ataviada con una bata blanca, y en la silla contigua estaba colgado el abrigo de Jack, aunque él no se encontraba en la sala. La joven se levantó y les tendió la mano.

– Soy Julia VanderBeck -dijo al tiempo que estrechaba la mano de Abe-. La forense.

Tenía unos treinta y cinco años, grandes ojos castaños y el pelo de color café con leche. Abe se dijo que era guapa y que debería sentir interés por ella. Pero no podía dejar de pensar en la piel de color marfil, los ojos verdes y el pelo rizado y voluminoso.

– Yo soy Abe Reagan. ¿Están los cinco cadáveres en el laboratorio?

– Sí, pero si no te importa esperaré a que llegue todo el mundo para no tener que explicar las cosas dos veces. -Hizo aquella observación en tono amable pero cansado.

Mia se dejó caer en la silla.

– ¿Dónde está Spinnelli? -repitió-. ¿Y Jack?

– Estamos aquí -dijo Spinnelli entrando por la puerta; sostenía una cazuela-. Tenemos visita. -Parecía divertido.

– Y una visita así es siempre bienvenida -añadió Jack, que apareció cargado de fiambreras.

Abe reconoció los platos y las fiambreras antes de oír la voz de su madre y de que esta irrumpiera en la sala.

– ¡Abe! -Le tiró del cuello para obligarlo a bajar la cabeza y estamparle un sonoro beso en la mejilla.

Él pasó por alto las sonrisitas burlonas de sus compañeros y la dejó hacer.

– Hola, mamá. -Ella lo miró sonriente; se la veía tan contenta que Abe no se atrevió a amonestarla. En vez de eso, también le sonrió. Sabía que se presentaría allí en cualquier momento. Según Sean, su padre no le permitía que fuera, pero Becca Reagan solía tomar sus propias decisiones-. ¿Qué has hecho?

– No me vengas con sermones -le espetó con una risita-. Llamé al teniente Spinnelli para que me diera el número de tu extensión y muy amablemente me informó de que hoy os quedaríais trabajando hasta tarde, para que no me preocupara.

Spinnelli destapó la cazuela y Abe percibió el olor del estofado de col desde la otra punta de la sala. Era uno de sus platos favoritos.

Spinnelli respiró hondo para deleitarse con el aroma.

– Tu madre se ha ofrecido a traernos algo de cenar. -Sonrió-. No he podido negarme.

Abe se agachó para besar a su madre en la mejilla.

– Gracias, mamá. -La mujer se ruborizó y Abe pensó que seguía igual de guapa que aquel día en que, siendo él pequeño, lo envió a la escuela con pastelitos de chocolate para celebrar su cumpleaños-. Eres un encanto.

– No me vengas con zalamerías. -Se apartó a toda prisa para sacar platos y cubiertos de plástico de la enorme bolsa que llevaba siempre consigo-. ¿Acaso crees que podía dejaros pasar hambre?

Mia estaba inclinada sobre la cazuela, aspirando el aroma.

– ¿Lleva carne?

La madre de Abe la miró ofendida.

– Claro. ¿No serás vegetariana, verdad, cariño? -añadió en tono preocupado.

Mia se echó a reír.

– No. Soy la detective Mia Mitchell. La nueva compañera de Abe.

La mujer la miró aún más preocupada.

– ¿Su compañera?

Mia soltó una risita y no pareció ofenderse.

– No se apure. Conmigo está a salvo.

Spinnelli asintió en señal de confianza.

– Mia sabe cuidarse.

Poco convencida, la madre de Abe se dirigió a la puerta.

– Bueno. Os dejo con vuestra reunión.

Mia llenó un plato de plástico de estofado hasta casi rebosar y se dirigió hacia Jack, quien retrocedió con las manos en alto en señal de rendición.

– Te acompaño abajo, mamá -dijo Abe.

Su madre se detuvo al final de la escalera.

– ¿Quién es la otra? -preguntó-. La de la bata blanca.

– Es la forense. -Abe tuvo que contener la risa al ver la cara de su madre-. Estoy seguro de que se ha lavado las manos antes de salir del depósito de cadáveres.

– Caramba. -La mujer se encogió de hombros-. Bueno, supongo que alguien tiene que ocuparse de esas cosas. ¿Qué tal te va con tu nueva compañera? -Lo miró sin levantar la cabeza-. Es muy mona.

Abe se echó a reír.

– Déjalo, mamá. No te empeñes. Si me enamorase, perdería el mundo de vista y no perseguiría a los malos.

La madre de Abe sonrió.

– En eso tienes razón. ¿Me devolverás los platos?

– El domingo, cuando vaya a probar tu asado; puede que antes.

– Ah, has hablado con Sean. -Su sonrisa menguó-. Entonces ya lo sabes.

Lo sabía. Había logrado no pensar en ello, sin embargo no había conseguido librarse del malestar que sentía. La idea de ver a Jim y a Sharon adquiría de nuevo protagonismo y le atenazaba el estómago. Nunca se había llevado bien con los padres de Debra; no obstante, la relación se había deteriorado hasta tornarse hostil hacia el final de la vida de su esposa. Apretó el brazo de su madre.

– No te preocupes. Te prometo que no les amargaré el bautizo a Sean y Ruth.

– Nunca he pensado que fueses a hacerlo, Abe. Pero prefería que lo supieras antes de que llegara el día.

El apoyo que la madre de Abe ofrecía a sus hijos era incondicional. Él la adoraba por ello.

– Estoy avisado. -Le dio un beso en la mejilla-. Gracias por la cena, mamá. Iré a verte en cuanto pueda.

La mujer le posó las manos en el rostro y ejerció cierta presión, lo cual obligó a Abe a seguir con el cuerpo inclinado para mantenerse a su alcance.

– Estoy muy contenta de que hayas cambiado de trabajo. -Suspiró llena de orgullo.

– Lo sé.

– Pienso en ti cada día.

Era esposa de un ex policía y madre de dos en activo. Estaba familiarizada con el peligro y convivía con él, pero la familia no llevaba nada bien que Abe se hubiese convertido en un agente encubierto, y él lo sabía. Al principio iba a verlos una vez al mes; pero, a medida que se implicaba en el trabajo, las visitas se iban espaciando. La última vez que se había arriesgado a ir a casa de sus padres fue la noche en que Debra murió. Ya hacía un año. Había acudido en secreto, amparándose en la oscuridad. Ahora todo aquello formaba parte del pasado y podía ver a su familia cuando quisiera.

– Lo sé, mamá. Estoy bien, de verdad.

La mujer no apartaba las manos y a Abe empezaba a dolerle el cuello en aquella postura tan incómoda; sin embargo, no hizo el menor intento de erguirse.

– Espero que no te haya puesto en un compromiso al venir esta noche. No he podido resistirme a la tentación.

– Te quiero, mamá. Has hecho muy bien en venir. -A la mujer le chispeaban los ojos y Abe hizo una mueca para restar solemnidad al momento-. De todas formas, no lo tomes por costumbre. Estos son peores que los bichos que andan sueltos por la calle. Llegaría un día en que no sabrías cómo quitártelos de encima.

La madre de Abe se echó a reír con voz trémula y lo soltó. A continuación señaló hacia la ventana que daba a la calle.

– Abe, ayuda a esa chica. Es menuda y no puede con tanto peso.

Kristen trataba de abrir la puerta con una mano mientras en la otra sostenía una gran bolsa de papel; de pronto Abe recordó que había ido a la cafetería a comprar la cena. Esperaba que no le importase congelarla. Dudaba de que alguien pudiera quedarse con hambre después de acabar con todo lo que había llevado su madre. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que alguien pudiese preferir la comida preparada. Se apresuró a abrirle la puerta y le arrancó la bolsa de las manos.

– Ya la llevo yo.

Kristen movió los hombros para desentumecerlos.

– Gracias. No creía que pesase tanto; Owen me la ha acercado al coche. -Se volvió hacia la madre de Abe, quien aguardaba expectante a que este las presentara, y luego lo miró a él con gesto interrogatorio.

– Kristen, esta es mi madre, Becca Reagan. Mamá, esta es Kristen Mayhew. Trabaja en la fiscalía.

La madre de Abe miró a Kristen de arriba abajo.

– Por televisión pareces más alta -dijo.

Kristen le sonrió por cortesía.

– Es la primera persona que me lo dice. Gracias.

– A veces me entran ganas de estamparle un bofetón a esa reportera y enseñarle modales.

La sonrisa cortés de Kristen se tornó sincera.

– Eso es muy amable por su parte, señora Reagan. A mí me entran ganas de hacer lo mismo casi todos los días.

– Mi hija quiere estudiar derecho -dijo, pensativa.

– ¿Annie? -preguntó Abe, extrañado.

– No, Annie no. -La madre de Abe se volvió con un mohín-. Annie ya tiene una carrera. Me refiero a Rachel. Despierta, Abe.

– No puede ser. Aún es una niña.

Rachel había sido una sorpresa tardía para sus padres. De hecho, más bien les había dado un susto. Abe se llevaba veintidós años con su hermana pequeña, así que todos la consideraban como una hija.

– Ya tiene trece años -puntualizó su madre con aspereza-. Haz el favor de tenerlo en cuenta en mayo, cuando llegue su cumpleaños. No se te ocurra regalarle un peluche. Ya no tiene edad para eso.

Abe se quedó pasmado. No era posible que Rachel tuviese trece años. No podía ser. Las chicas de trece años empezaban a maquillarse, y a salir con chicos, y… Con más chicos. La idea le hizo estremecerse. Tenía que hablar largo y tendido con su hermana pequeña.

– ¿Y qué quiere para su cumpleaños?

– Dinero. -La madre de Abe miró a Kristen-. Dice que quiere ser abogada, como tú.

Kristen abrió los ojos como platos.

– ¿Como yo?

– Sí. Te ha visto por televisión. ¿Te importaría hablar un día con ella?

Kristen esbozó una sonrisa de satisfacción y Abe se quedó sin aliento. Ese gesto, pícaro y divertido, no se parecía a ninguno de los que había mostrado el rostro de Kristen hasta aquel momento.

– ¿Quiere que hable con ella de mi trabajo, señora Reagan?

– No lo sé. ¿A ti te parece buena idea?

Kristen se encogió de hombros.

– Depende del día. Pero claro que me gustaría hablar con ella. Su hijo tiene el teléfono de mi despacho.

«Su hijo.» Sonaba igual de formal que la manera en que se había dirigido a él durante todo el día, y también la noche anterior. Aquello empezaba a molestarle. Tenía un nombre de pila. A Mia, a Jack y a Marc los llamaba por los suyos. A la mierda tanta cortesía.

– Tenemos que irnos, mamá. Nos esperan para empezar la reunión. Conduce con cuidado.

La madre de Abe notó la aspereza de su tono y lo miró perpleja.

– Claro. No te olvides de devolverme los platos -dijo. Se despidió con un gesto de la mano y se marchó.

Kristen miró a Abe con recelo.

– ¿Qué platos?

– Los planes de la cena han cambiado. Mamá nos ha traído un poco de comida.

Mientras subía por la escalera, Kristen se fue desabrochando el abrigo.

– ¿Solo un poco?

– ¿Te gusta el pollo frito para desayunar?

Ella se encogió de hombros.

– Si no hay más remedio…


Jueves, 19 de febrero, 19.15 horas

Spinnelli daba cuenta del último bocado de su plato cuando entraron.

– Estaba a punto de enviar a una patrulla a buscaros.

– Pues yo no. -Mia lamió el tenedor-. Si no hubieseis vuelto, habría podido repetir.

– ¿Nos habéis dejado algo? -preguntó Abe mientras echaba un vistazo a la cazuela.

Mia hizo una mueca.

– Solo quedan verduritas.

Abe dejó la bolsa de papel de Kristen sobre la mesa y extrajo de ella dos recipientes de plástico.

– Bueno, empecemos. Julia, ¿qué puedes decirnos de los cadáveres?

Julia sacó un cuaderno.

– Han traído los cinco cadáveres esta tarde, hacia las dos.

Abe tendió a Kristen uno de los recipientes y tomó asiento junto a ella. Al notar el calor de su cuerpo, Kristen recordó cómo se había colocado tras ella en la casa de los Dorsey. En aquel momento le había dado seguridad. Sin embargo, ahora tenía la sensación de que invadía su espacio. Ocupaba parte de su sitio en la mesa, además del propio; pero le pareció descortés apartar la silla siquiera unos centímetros, así que permaneció donde estaba y trató de concentrarse en el asunto por el que se habían reunido. Julia tenía cinco nuevos cadáveres en el depósito. El culpable seguía en libertad y, probablemente, planeaba el sexto asesinato.

– ¿Han muerto de un disparo en la cabeza? -preguntó.

Julia negó con la cabeza.

– Ojalá fuese tan sencillo. La cosa es complicada, así que sacad los cuadernos. Hay cinco cadáveres. Los cinco muestran heridas de bala en la cabeza; sin embargo, dichas heridas solo fueron la causa de la muerte de los tres Blade. A Ramey y a King les dispararon después de muertos y con un arma distinta.

La chica acaparaba la atención de todos los presentes.

– A Ramey lo estrangularon. Los rayos X muestran que le oprimieron la laringe. He conseguido una buena fotografía de las marcas de la cadena. El asesino tiró con fuerza, las estrías están muy marcadas. -Le tendió una fotografía a Jack, quien la examinó antes de pasarla para que la vieran los demás-. Tal vez podría hacer incluso un modelo de escayola. Os tendré al corriente. Ramey también presentaba una fractura en la base del cráneo. Parece que el asesino lo golpeó con un objeto contundente antes de estrangularlo.

– ¿Tienes idea de qué tipo de objeto contundente pudo utilizar? -preguntó Mia.

– Todavía no. Os lo diré cuando lo sepa. Ramey no presenta heridas hechas en defensa propia y no tiene ningún resto debajo de las uñas. He encontrado residuos de metralla alrededor de la herida de bala de la cabeza. También he descubierto escoriaciones en las muñecas y en los tobillos.

– Así que golpeó a Ramey, lo ató, lo estranguló, le reventó los sesos y luego se lo llevó y lo enterró. -Spinnelli anotó los detalles en la pizarra con el entrecejo fruncido-. El disparo en la cabeza significa que lo mató dos veces. -Puso cara de exasperación ante las risitas que se oyeron en la sala-. Ya sabéis a qué me refiero.

– Una vez cobrada su venganza aún no tenía suficiente -dijo Reagan, pensativo-. Por eso lo llevó al lugar de la sepultura y volvió a agredirlo. No le bastaba con verlo muerto, así que le llenó de plomo la zona pélvica.

– Hemos examinado la tierra -intervino Jack- y hemos encontrado perdigones. Son iguales que los de King.

– Eso quiere decir que no utilizó silenciador -dijo Mia-. Alguien tuvo que oír algo.

Spinnelli asintió.

– Mañana haremos un sondeo por el área. -Atravesó la sala hasta la pizarra, trazó tres columnas y las tituló Ramey, Blade y King, respectivamente-. ¿Cuándo vieron a Ramey por última vez?

Mia abrió su libreta.

– Su madre afirma que lo vio por última vez el 3 de enero. Su novia dice lo mismo. Está segura porque esa noche la dejó plantada.

Kristen suspiró mientras Spinnelli anotaba la fecha en la columna correspondiente a Ramey; el chirrido del rotulador le ponía los nervios de punta. «Rayas azules.» Esa fue la noche en que se decidió por el papel de rayas azules, pero no retiró las muestras hasta dos noches más tarde, cuando volvió a sufrir insomnio y empezó a empapelar la habitación.

– Debió de colocar la caja de Ramey en el maletero aquella misma noche o, como muy tarde, la noche siguiente. -Se quedó mirando a Spinnelli, cuyo bigote se curvaba hacia abajo en un gesto de preocupación-. Fue entonces cuando retiré las muestras. Podéis preguntarles a los vecinos, por si alguien vio algo, pero a las once de la noche suelen estar todos acostados.

– ¿Qué muestras? -preguntó Julia, extrañada.

Spinnelli inclinó la cabeza hacia Kristen para indicar que le cedía la palabra. La chica exhaló un fuerte suspiro.

– El asesino me dejó unas cartas en el maletero del coche.

– Esa parte ya la conozco. Pero ¿de qué muestras hablas? -repitió Julia.

– En una de las cartas hace referencia a unas muestras de papel pintado que había en el salón de mi casa.

Julia se recostó en la silla con el entrecejo fruncido.

– ¿Te ha estado espiando?

– Eso parece. -Kristen notó que un escalofrío volvía a recorrerle la espalda-. No me mires así, Julia.

Después de dirigirle una mirada penetrante, Julia extrajo más fotos. Una de las láminas brillantes mostraba el rostro magullado de Ross King.

– Ross King presenta fuertes traumatismos en la cabeza y la zona de los hombros. -Sostuvo en alto una fotografía y señaló con el bolígrafo-. Hay fracturas detrás de la oreja derecha y en la sien izquierda. A juzgar por la forma del cardenal, diría que le asestaron un golpe con un bate de béisbol.

– King era entrenador -dijo Kristen en voz baja-. Otra vez el «ojo por ojo».

Reagan miró de cerca una de las fotografías.

– ¿Alguna astilla?

– No; ni rastro. Creo que debió de utilizar un bate de aluminio.

– ¿Lo golpeó hasta matarlo? -preguntó Mia.

Julia meneó la cabeza.

– No lo sé. No lo sabré hasta que no lo abra, pero podría ser que King muriese de un disparo en el pecho. -Sostuvo en alto otra foto, un primer plano ampliado de las suturas que recorrían el torso de King, y señaló una zona en forma de media luna a la que le faltaba la piel.

– Podría ser una herida de bala -convino Reagan.

– Me parece que ahí no acaba todo. -Julia le tendió la foto-. En la radiografía no aparece ninguna bala, pero le falta medio pulmón izquierdo. Tampoco existe ningún agujero por donde pudiera salir la bala. Por qué el asesino quiso recuperar la bala es asunto vuestro, no mío.

– ¿Y con qué lo cosió? -preguntó Spinnelli asomándose por encima del hombro de Reagan.

– Con hilo de algodón del que se encuentra en cualquier mercería.

– Una bala en la cabeza y otra en el corazón. -Kristen fijó la mirada en Julia. La conocía lo bastante como para saber que la cosa no acababa ahí-. ¿Qué más?

Julia le devolvió una mirada de preocupación.

– Le reventó las rodillas, Kristen. -Extrajo otra foto y se la entregó a Jack, que estaba sentado a su izquierda.

– Vimos las heridas cuando lo desenterramos -dijo Jack-, pero no sabíamos qué podía haberlas causado.

– Una bala -aclaró Julia-. He obtenido la información a partir de la radiografía, aún no he podido hacerle la autopsia. La imagen muestra que las dos rótulas están destrozadas; de hecho, pulverizadas. Apuntó a ellas directamente. No sé qué arma utilizó vuestro hombre, pero seguro que era potente.

– Inmovilizó a King de manera que no pudiese escapar -murmuró Kristen. Por algún motivo, aquello la dejó más preocupada que el propio asesinato.

Julia sacó otra serie de fotos.

– Es lo que yo pensaba. Un dato más para la pizarra, Marc. A los chicos de la banda los derribaron de un solo disparo en la frente. Al contrario de los otros, no presentan restos de pólvora ni golpes en la cabeza. Tampoco hay heridas defensivas de ningún tipo. -Levantó la vista y captó la mirada de Kristen-. Seguro que querréis oír la opinión de los expertos en balística, pero a juzgar por el orificio de entrada y de salida que presentan cada una de las víctimas, diría que el asesino les disparó desde arriba. Y, si tenemos en cuenta la ausencia de restos de pólvora, desde bastante distancia.

Mia se apoyó en el extremo opuesto de la mesa y observó las fotografías con expresión penetrante.

– ¿Qué distancia?

Julia se encogió de hombros.

– Unos seis metros, tal vez nueve.

– Podría haber eliminado los restos -apuntó Mia, pero por su tono se deducía que ni ella misma creía en esa posibilidad.

Kristen resopló. Ahora entendía por qué Julia parecía tan preocupada.

– No les golpeó primero, lo que significa que estaban conscientes cuando les disparó. Y no alcanzo a imaginar que ni siquiera el más joven de los Blade permitiera que lo derribaran sin defenderse. -Levantó la vista y topó con los ojos azules de Reagan clavados en su rostro; esa vez le resultaron extrañamente reconfortantes-. No lo vieron -concluyó con un hilo de voz-. Los acechó desde un tejado.

Reagan asintió con expresión seria y dijo lo que todos estaban pensando.

– Nos enfrentamos a un francotirador.

Mia se recostó en la silla.

– Que inmoviliza a sus víctimas de forma premeditada y luego las golpea hasta dejarlas sin sentido.

Kristen se estremeció; se había quedado helada a pesar del calor que despedía el cuerpo de Reagan junto a ella.

– Y me espía -murmuró.

Spinnelli tapó el rotulador.

– Mierda.


Jueves, 19 de febrero, 19.45 horas

Spinnelli había llenado la pizarra de anotaciones, pero Kristen tenía la sensación de que no habían hecho más que descubrir la punta del iceberg con respecto a su humilde servidor.

– Sabemos que asesinó a las víctimas en un lugar y luego las trasladó al interior de otro para tomar las instantáneas y despojar los cuerpos de cualquier prueba antes de desplazarlos al tercer escenario y enterrarlos.

Kristen observó los datos anotados en la pizarra. Le había aturdido el hecho de saber que quien la espiaba poseía un fusil y puntería de francotirador, pero un pedazo de tarta de limón y merengue de la madre de Reagan ayudaron a tranquilizarla. No tuvo más remedio que reconocer que cocinaba mejor que Owen.

– Te olvidas de las amputaciones pélvicas post mortem -dijo Mia en tono irónico.

Kristen suspiró.

– No, no podemos olvidarnos de eso.

Reagan volvió a sentarse y se cruzó de brazos.

– Con los asesinos actuó de forma limpia y eficiente. Los delincuentes sexuales no tuvieron tanta suerte.

– Tal vez también él haya sido víctima de alguna agresión -apuntó Jack.

– Él o algún miembro de su familia -respondió Spinnelli.

– O ambos -añadió Kristen en voz baja. Alzó la vista y la apartó al encontrarse con la de Reagan-. Los familiares también son víctimas, aunque de otro tipo.

Abe frunció el entrecejo. Su tono y la forma de esquivar su mirada denotaban algo especial.

– Stan Dorsey lo tiene bastante claro -dijo mientras se preguntaba si aún se sentía afectada por la conducta de Dorsey. Él sí; y eso que no era la primera vez que se encontraba con alguien así. La imagen de su mirada perturbada y de todas aquellas pistolas… No le entraba en la cabeza que Kristen Mayhew pudiera enfrentarse a aquello a diario.

Ella mostraba una sonrisa distante, frágil.

– Ya lo creo. -Se volvió hacia Mia para evitar mirar a Abe. A él le habría gustado aferrarla por los hombros y darle media vuelta, pero por supuesto no lo hizo-. ¿Qué ha dicho Miles Westphalen esta mañana? -preguntó Kristen.

Mia le lanzó una mirada a Abe por encima de la cabeza de Kristen antes de contestar.

– Piensa que nuestro hombre ha sufrido alguna experiencia traumática reciente que lo ha marcado. El crimen del que él o algún familiar suyo fue víctima tuvo lugar hace tiempo. Sin embargo, algún hecho reciente ha desencadenado la reacción. -Mia se volvió hacia Spinnelli y luego de nuevo hacia Kristen-. Miles me ha preguntado si te han asignado protección.

Kristen mantuvo la compostura.

– ¿Le parece que la necesito?

– Sí -dijo Mia, impertérrita.

Kristen repiqueteó con los dedos en el tablero de la mesa y acabó posando en él la mano plana. Abe no se habría percatado del ligero temblor de su mano si no la hubiese estado observando. No cabía duda de que era muy buena ante el tribunal; Kristen Mayhew era toda una experta en autocontrol.

– No he recibido ninguna amenaza específica.

– Yo que tú pediría que me asignaran protección, Kris -dijo Julia con sinceridad-. No me hace ninguna gracia pensar que te espía un francotirador.

Kristen apretó la mandíbula.

– Me ocuparé de eso a su debido tiempo. De momento, no pienso convertirme en una prisionera ni permitiré que me echen de mi propia casa. ¿Qué más ha dicho Westphalen?

Mia sabía cuándo debía dejar de insistir.

– Se ha interesado por las lápidas.

– Pues hablemos de eso -dijo Spinnelli-. Jack, ¿hay algo que comentar?

Julia se puso en pie.

– No dispondré de más información hasta que empiece mañana con las autopsias, y la canguro me está esperando en casa. ¿Me necesitáis para algo?

Spinnelli negó con la cabeza.

– Vete a casa, Julia. ¿Quieres un poco de tarta?

– No, gracias. Empezaré las autopsias a las nueve; lo digo por si alguien quiere venir. -Cogió el bolso y la libreta-. Buenas noches a todos.

– ¿Jack? -Spinnelli tamborileó en la mesa y Jack se volvió de repente.

– ¿Eh? -Le ardía el rostro-. Lo siento, ¿qué has dicho?

Abe se había dado cuenta de que Jack había seguido cada uno de los movimientos de Julia hasta que esta abandonó la sala. Estaba enamorado de ella, y Julia o no lo sabía o no le hacía caso. Pobre hombre.

Spinnelli pasó por alto su reacción.

– Las lápidas. ¿Qué has encontrado?

Jack carraspeó.

– Son de mármol. Las inscripciones están grabadas con chorro de arena y no a mano, lo cual tiene sentido. A mano habría necesitado una semana para cada una.

– ¿Con chorro de arena? -preguntó Kristen-. ¿Cómo se hace eso?

Jack se arrellanó en el asiento.

– Normalmente, el artesano crea una plantilla de caucho o de vitela, como si fuera el negativo de una fotografía, y recorta en ella lo que quiere inscribir. Luego coloca la plantilla en la superficie y le aplica el chorro de arena. Consiste en lanzar una ráfaga de arena fina contra la piedra, la cual lo corroe todo menos la plantilla. Cuando ha terminado, retira la plantilla y ahí está la inscripción. Sin embargo, cuando la inscripción es muy profunda, como en este caso, cuesta más retirar el material de la superficie.

Mia estaba impresionada.

– ¿Tú sabes hacerlo?

Jack la miró con una mueca.

– Dejé las manualidades cuando estuve a punto de perder el pulgar en un taller del instituto. No. He buscado la información en internet. Hay unos cuantos marmolistas en la zona, pero no creo que ese hombre encargara las lápidas. Me parece más probable que hiciera él las inscripciones. Por lo que he leído, si se cuenta con el equipo apropiado no es muy difícil.

– ¿Y de dónde podría haberlo sacado? -preguntó Spinnelli.

– Hay muy pocos fabricantes capaces de comercializar un equipo así. En la inscripción de King encontramos restos de la plantilla, y en el laboratorio dicen que no es caucho. Se trata de vitela. Eso acota las posibilidades.

– Tendré en cuenta esa información -dijo Mia-. Jack, mañana te pediré los nombres de las empresas y confeccionaré una lista de los clientes que tienen en Chicago.

– Tal vez adquirió el equipo hace mucho tiempo -observó Abe.

Mia asintió, pensativa.

– Tal vez. Pero el material tuvo que comprarlo en algún sitio. Lo investigaré. No creo que se pueda comprar un mármol de la calidad suficiente para hacer una lápida en una ferretería.

Spinnelli lo anotó en la pizarra.

– ¿Qué más?

– Todavía estamos analizando la ropa que encontramos en las cajas. Mañana por la mañana tendré parte de los resultados. También analizaremos mañana las notas que recibieron las víctimas de Ramey -dijo Jack-. Aunque me extrañaría que encontráramos algo.

Kristen suspiró.

– Aún tenemos que ir a ver a las víctimas de King y a los padres de los dos chiquillos a los que asesinaron los Blade.

Abe notaba que aquello le causaba pavor.

– Puedo ir yo solo, Kristen.

Ella negó con la cabeza justo en el momento en que él pensó que iba a hacerlo.

– No. Es algo que debo hacer. ¿Puedes esperar hasta las diez? A las nueve tengo que presentar peticiones. -Una versión electrónica del Canon de Pachelbel emergió de su móvil-. ¿Diga? Hola, John. Sí, casi hemos terminado. -De pronto palideció y, tras ponerse en pie de un salto, se acercó al televisor que había en una esquina-. Maldita sea. ¿Por qué canal?

Conectó el aparato y de inmediato apareció la imagen de Zoe Richardson retransmitiendo desde una calle que le resultaba familiar.

– Joder -gruñó Mia.

– Es una cerda asquerosa -masculló Jack.

Abe escrutó a Kristen, quien permanecía plantada delante de la pantalla observando las imágenes y sostenía el mando a distancia con una mano visiblemente temblorosa. Sin embargo, esta vez su rostro no denotaba miedo sino rabia. Entendía muy bien cómo se sentía. Richardson debía de haberla acechado durante toda la tarde, oculta en la penumbra, hasta que consiguió lo que tanto codiciaba.

«Y así termina el episodio más escalofriante de la vida de tres mujeres -oyeron decir a Richardson. A pesar de la brisa vespertina, no se le movía ni un pelo. La cámara acercó la imagen hasta obtener un primer plano de la casa de Sylvia Whitman-. Primero fueron víctimas de violación; luego la justicia les dio la espalda debido a lo que muchos califican de incompetencia por parte de la fiscalía del Estado. Sin embargo, hoy por fin han sido resarcidas. Hoy estas tres mujeres inocentes han recibido la visita de Kristen Mayhew, ayudante del fiscal del Estado, acompañada de dos detectives del Departamento de Policía de Chicago; ellos les han informado de que Anthony Ramey, el hombre que presuntamente las tenía aterrorizadas y del cual fueron víctimas, ha pagado el crimen con su vida.»

A continuación intervino la presentadora en tono grave y preocupado.

«¿Qué dice de todo esto la policía y la fiscalía del Estado, Zoe?»

«No hemos logrado obtener declaraciones de la policía esta tarde. Suponemos que están trabajando para descubrir la identidad del asesino de Ramey.»

«¿Han proporcionado más información esas mujeres? ¿Han dicho algo que pueda resultar útil a la policía?»

– Qué hija de puta -masculló Jack-. Solo nos faltan ayudas de este tipo.

– Por favor, que no diga nada de las cartas -masculló Mia con desesperación-. Que no se le ocurra mencionar las cartas. -Pero Richardson abrió mucho los ojos, como si acabara de recordar algo importante, y Mia golpeó la mesa con la palma de la mano-. ¡Mierda!

Kristen levantó la mano en señal de silencio y Mia apretó los dientes.

«Sí, Andrea. Las tres mujeres han recibido hoy una carta anónima en la que se les comunica que Ramey está muerto y que por fin se ha hecho justicia. -A Zoe le refulgían los ojos-. Las cartas las firma "Su humilde servidor". Les ha informado Zoe Richardson.»

La cámara volvió a enfocar el semblante adusto de Andrea, la presentadora.

«Gracias, Zoe. Aguardaremos ansiosos a obtener más detalles sobre esta impactante noticia. -De pronto su rostro se tornó alegre hasta el punto de resultar cómico-. Les dejamos con la programación habitual.»

Kristen apagó el televisor con brusquedad y durante un buen rato nadie abrió la boca.

– ¿Cómo se ha enterado? -preguntó al final Spinnelli; era obvio que se esforzaba al máximo por mantener la calma-. ¿Cómo diablos se ha enterado?

Kristen seguía mirando la pantalla oscura; a pesar de darles la espalda, su tensión era evidente.

– Nos ha seguido. -Se la oyó tragar saliva-. Me ha seguido. -Depositó el mando a distancia sobre el televisor con meticulosidad-. No puedo creerlo.

– Ya sabes que mi madre está dispuesta a darle una tunda -dijo Abe para romper el hielo-. Y sé por experiencia que cuando se enfada pega unos bofetones de miedo. -Suspiró en silencio al ver que Kristen relajaba los hombros y se volvía a mirarlo esbozando una tensa sonrisa.

– ¿Y cuántas veces has hecho enfadar a tu madre, detective Reagan? -preguntó.

Abe forzó una sonrisa.

– Más de las que recuerdo.

El gesto tenso de Kristen se tornó irónico.

– Eso me lo creo.

Spinnelli se pasó las manos por el rostro.

– Bueno, chicos, ya se ha descubierto el pastel. Convocaré una rueda de prensa para mañana. Abe, asegúrate de obtener información sobre dónde se encontraban las víctimas en el momento de los asesinatos; lo más precisa que puedas. Y averigua si entre ellas hay algún tirador de primera.

– ¿Además de Stan Dorsey? -preguntó Abe en tono seco, y Spinnelli alzó los ojos en señal de exasperación.

– Que Dios nos coja confesados. Quiero conocer todos los movimientos de Dorsey durante esos días. Revisaré la lista de policías y abogados para ver si alguno cuenta con la destreza suficiente como para haber efectuado los disparos. Mia, averigua lo que puedas sobre lo del chorro de arena. Con un poco de suerte Julia nos proporcionará más información después de las autopsias.

– ¿Y qué hacemos respecto a la siguiente víctima? -preguntó Kristen-. ¿Esperaremos a que aparezca otra caja en la puerta de mi casa?

Spinnelli negó con la cabeza.

– Mañana haré instalar cámaras de vigilancia alrededor de tu casa. Si vuelve a acercarse, lo sabremos.

Kristen agitó la cabeza con gesto rápido y resuelto.

– No me refería a eso. Sabemos que tiene predilección por los delincuentes sexuales. Puedo confeccionar una lista de todos los autores de ese tipo de delitos de quienes he llevado la acusación. Tal vez podamos pararle los pies.

Spinnelli asintió.

– Es una buena forma de empezar. Y, Kristen…

La fiscal lo miró con recelo.

– ¿Qué?

– ¿Tienes perro?

Ella negó con la cabeza.

– No.

– Pues te aconsejo que te compres uno.

– Y que sea grande -añadió Mia-. Nada de cachorros, aunque sean monísimos.

– Que ladre mucho. -Jack mostró los dientes-. Y que tenga grandes colmillos.

Kristen se volvió hacia Abe arqueando una de sus cejas pelirrojas.

– ¿Alguna otra recomendación?

Abe hizo una mueca de suficiencia.

– Cerbero completaría tu colección y haría buenas migas con Mefistófeles y Nostradamus.

Para su sorpresa, Kristen se echó a reír, y no con disimulo sino con una sonora carcajada y lágrimas en los ojos. El sonido de aquella risa atenazó el estómago de Abe.


Jueves, 19 de febrero, 21.00 horas

Zoe tapó el vino. Se había dado un buen baño y por fin había entrado en calor. Cuando fuese famosa, se iría a vivir a algún lugar cálido. Al carajo Chicago y aquel clima invernal que lo dejaba a uno más frío que un muerto.

«Muerto.» Sus labios se curvaron. Anthony Ramey estaba muerto y el Departamento de Policía de Chicago andaba tras la pista de un espía asesino. Y ella, Zoe Richardson, había comunicado el bombazo.

«Mayhew debe de estar subiéndose por las paredes -pensó con regocijo-. Qué maravilla.» Extrajo con cuidado la cinta de vídeo del reproductor. Esa grabación merecía ser guardada. Había empezado a escribir con esmero la fecha en la etiqueta cuando la sorprendieron unos fuertes golpes en la puerta de entrada. Observó por la mirilla y se inquietó un poco, pero enseguida ahuyentó aquella sensación.

Él no podía decir nada; no lo haría. Ella sí, podía desenmascararlo y lo haría. Lo tenía en sus manos como si fuese una marioneta. Abrió la puerta y puso cara de mosquita muerta.

– No te esperaba. ¿No has recibido mi mensaje cancelando la cita de esta noche?

Él empujó la puerta y la cerró de un fuerte golpe antes de aferrar a Zoe por los hombros. Su expresión era sombría y airada, y una vena le palpitaba en la sien. La excitación recorrió el cuerpo de Zoe hasta las puntas de los pies.

– ¿A qué coño estás jugando? -la increpó, zarandeándola.

Ella parpadeó mientras la boca se le hacía agua. Quién podía imaginarse el ímpetu que aquel hombre llevaba dentro.

– ¿A qué te refieres?

– «Les ha informado Zoe Richardson» -la parodió cruelmente. Volvió a zarandearla-. ¿A qué coño crees que estás jugando?

– Me haces daño.

Él la soltó al instante, pero su pecho seguía moviéndose como un fuelle. Ella lo miró a los ojos, ya despojada de todo fingimiento.

– Hago mi trabajo. Soy periodista y me dedico a informar.

– No me trates como si fuera uno de tus estúpidos adeptos -le espetó-. Ya sé que eres periodista. Pero ¿por qué sigues a Mayhew? ¿Tienes idea de los problemas que estás causando?

Ella se encogió de hombros con actitud despreocupada y cogió la copa de vino.

– Ese no es mi problema. ¿Te apetece un poco de vino? Es un chardonnay estupendo.

Él la miraba como si estuviese a punto de enloquecer.

– No te importa nada, ¿verdad? No te importa armar revuelo aunque eso suponga arruinar mi carrera.

Zoe esperaba que su sonrisa pareciera sincera.

– No veo la relación entre tu trabajo y el mío. -Desde luego la había, y Zoe contaba con ella. Se le acercó; era perfectamente consciente de cómo la seda se ceñía a su piel perfumada por el baño, de cómo la prenda se abría y dejaba al descubierto lo suficiente para que él posara sus ojos, ardientes y centelleantes, en el escote-. No te disgustes, cielo.

Se puso de puntillas y le estampó un beso en los labios fruncidos. Notó que relajaba los hombros un poco y que otra parte de su cuerpo se ponía bastante dura. «Es como quitarle un caramelo a un niño. Es una maravilla que los hombres sean tan previsibles», pensó.

– Sabías que yo era periodista antes de que consiguieras que nos presentaran. -Era ella quien había conseguido que los presentaran, pero el hecho de que él se creyera en desventaja formaba parte de la farsa. Le rozó la comisura de los labios con la lengua y notó cómo se estremecía-. Cuando nos conocimos, yo ya llevaba años informando sobre Mayhew, y seguí haciéndolo después de que te cansaras de mí y volvieras con tu mujer. -Lo besó y le dio un ligero mordisco-. Por cierto, ¿cómo está?

Él deslizó la mano por debajo del vestido y palpó la desnudez de su espalda.

– ¿Quién? -murmuró mientras bajaba la cabeza para que ella lo siguiera besando.

– Tu esposa, cariño -susurró ella.

– Durmiendo, probablemente. -Con la otra mano jugueteaba con los extremos del lazo entre sus pechos-. Y cuando está durmiendo no se despierta hasta que se hace de día.

Zoe depositó la copa a tientas en la mesita auxiliar y pasó el brazo por encima del hombro de él para correr el cerrojo de la puerta.

– Excelente.

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