Capítulo 15

Lunes, 23 de febrero, 5.00 horas

– Despierta. -Kristen oyó el zumbido de una mosca y le dio un manotazo-. Kristen, despiértate.

No, no era una mosca. Era una voz grave, la de Abe. Se dio la vuelta para quedar boca arriba y abrió los ojos. Permanecía sentado en el borde de la cama con expresión preocupada. Estaba guapísimo. La camisa un poco desabrochada dejaba entrever el pecho. Kristen sabía que era robusto, había notado su fuerza protectora cada vez que la había abrazado. Ahora se preguntaba qué sentiría si acariciase justo aquella parte de su cuerpo, si pasase los dedos por el grueso vello moreno que la cubría. ¿Resultaría áspero o suave? ¿Qué le parecería a él? ¿Notaría en las manos la vibración de sus gemidos?

Mientras lo contemplaba, él levantó la mano para apartarle el pelo de la cara y lo hizo con tanta ternura que sintió ganas de suspirar. Tenía unas manos muy suaves, y muy atractivas. Se removió al notar una calidez palpitante entre las piernas que ahora sabía que podía llegar a proporcionar algo más que una sensación de frustración. Mucho más. «Por eso todo el mundo está tan enganchado a los orgasmos», pensó. La sensación era… indescriptible. Excitante. Intensa. «Lo he conseguido. Por fin lo he conseguido.» Y quería experimentarlo otra vez.

¿Cómo se las arreglaba uno para hacer una petición de aquellas características? Y si la hacía, ¿cuánto tardaría él en querer ir más allá? Un día u otro querría… ir más allá. Y, por mucho que se esforzase en asegurar lo contrario, no le gustaría el resultado. La cálida sensación desapareció de repente. «Pues sí que ha durado poco», pensó.

Él inclinó la cabeza para acercarse.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí.

Él entrecerró sus ojos azules.

– Pues no tienes buen aspecto. Hoy no deberías ir a trabajar.

– Tengo que ir. A las nueve tengo que presentar peticiones. -Se apoyó sobre los codos para incorporarse y gimió al notar el dolor en la espalda-. Me siento como si me hubiese pasado por encima un camión.

– Claro; eso es lo que ha pasado. El camión era enorme. Y el camionero tenía una pistola.

Kristen sintió un nudo en el estómago; se volvió hacia la ventana del dormitorio. Casi se había olvidado de la agresión. Lo normal habría sido que hubiese pensado en ella en cuanto se despertó. Sin embargo, no había sido así. En lo primero que había pensado había sido en Reagan y en sus manos.

– Ahora estás a salvo -dijo él en tono tranquilizador-. No tienes que temer nada.

De hecho, no temía nada. Ningún hombre en toda su vida le había infundido seguridad; ninguno, hasta conocerlo a él.

Lo miró fijamente a los ojos.

– Ya lo sé. Gracias.

La expresión de sus ojos cambió de súbito, en lugar de preocupación veía en ellos ardor, y volvió a notar la palpitación cálida, que se intensificó hasta tornarse casi dolorosa. Observó el movimiento de su garganta al tragar saliva. Él apretó la mandíbula, pero no hizo el más mínimo ademán de tocarla. Y ella lo deseaba.

Estaba en la cama. Con un hombre. Y no sentía miedo. Sin dejar de mirarlo a los ojos, esbozó una sonrisa.

– Buenos días.

Los orificios nasales de él se ensancharon y ella oyó el sonido de la breve inspiración.

– Buenos días.

Kristen pensó que le hacía falta un buen afeitado. Tenía las mejillas y la barbilla cubiertas de una oscura barba incipiente, y también el espacio comprendido entre la nariz y el labio superior. Extendió el brazo tímidamente y tanteó la distancia con los dedos hasta palpar sus labios. Y él tragó saliva.

– ¿Qué? -dijo con voz queda y los dedos aún posados en sus labios. Eran mullidos, pero sabía que podían tornarse muy consistentes al rodear los suyos.

La pasión ardía en los ojos de él.

– Eres preciosa -respondió en voz baja.

Por un momento, Kristen se olvidó de respirar.

– No es cierto.

Él le dio un beso en la parte interior de la muñeca y ella se preguntó si notaba la aceleración de su pulso. Él se inclinó para acercarse hasta que sus ojos quedaron separados solo unos centímetros. A esa distancia Kristen descubrió que el azul de sus ojos estaba bordeado de negro.

– Sí, sí que lo es. -Ladeó la cabeza, acercó los labios a los de ella y todo volvió a comenzar. El apremio, la palpitación, las punzadas. El deseo. Ella se oía gemir de placer y él también debía de oírlo, porque puso más pasión en el beso mientras la sujetaba por la espalda y ambos volvían a quedar apoyados en la almohada. Kristen extendió los brazos, topó con sus hombros y se aferró. Él tenía la espalda tensa; ella se dio cuenta de que estaba sosteniendo el peso para guardar cierta distancia. Solo le rozaba la boca y mantenía el resto del cuerpo apartado del suyo. No la presionaba, no la forzaba. Era fuerte, pero delicado. El contraste le resultaba excitante.

Él acabó el beso sin ponerle del todo punto final; en vez de eso, la provocó tanteándole las comisuras de los labios con la punta de la lengua y le cubrió de besos las mejillas, la barbilla, la frente.

– Eres muy guapa, Kristen -le susurró al oído.

Ella se estremeció y su espalda se arqueó impulsando hacia arriba las caderas, pero solo topó con la sábana y el aire. Él se puso más tenso y se echó hacia atrás para recuperar la postura original. Entonces ella abrió los ojos y vio que la estaba mirando y que su pecho se hinchaba y se deshinchaba mientras se esforzaba por regular la respiración.

«De esto es de lo que hablan cuando se refieren a la tensión sexual -pensó-. Me gusta.»

– ¿Cómo lo haces? -preguntó con voz entrecortada y susurrante.

Él arqueó las cejas.

– ¿Te ha gustado? -Ella notó que las mejillas se le encendían y supo que había pasado del rosa pálido al rojo rubí. Y, por la mirada de sus ojos, dedujo que no le importaba que el color desentonara con su pelo.

– Sí.

– Estupendo -concluyó; lo dijo con tal satisfacción que la obligó a sonreír.

Ella cerró los ojos e hizo acopio de valor.

– Me entran ganas de que sigas.

Se hizo un instante de silencio. Y otro.

– Estupendo -dijo al fin, y esta vez fue su voz la que resultó entrecortada y susurrante. Le acarició los labios con las yemas de los dedos.

El colchón ascendió al ponerse en pie. Ella abrió los ojos y se le secó la garganta de golpe al verlo de perfil. «El pecho no es lo único que tiene firme», pensó sin avergonzarse. La invadió una mezcla de alivio y orgullo al mismo tiempo que él sofocaba una risita.

– Gracias -dijo y ella sintió deseos de esconderse debajo de la cama.

– ¿Lo he dicho en voz alta? -preguntó.

– Me temo que sí. -Le dirigió una sonrisa con expresión divertida-. Ahora tienes que levantarte. Tengo que ir a casa para ducharme, cambiarme de ropa y afeitarme antes de llevarte al trabajo.

Kristen abrió la boca para protestar; podía ir sola. Pero enseguida se volvió hacia la ventana. Una cosa era el orgullo y otra la estupidez, y Kristen no se consideraba estúpida.

– De acuerdo.


Lunes, 23 de febrero, 8.00 horas

Spinnelli parecía preocupado. Abe pensó que tenía todo el derecho a estarlo. No habían encontrado nada de nada.

Se apoyó sobre una cadera en la mesa de la sala de reuniones; su espeso bigote se curvaba en un gesto de disgusto.

– Para hacer un pequeño resumen… -Levantó la mano y contó con los dedos-. Primero: tenemos dos cadáveres más. Segundo: una de las fiscales más destacadas de la ciudad ha sido agredida dos veces, en una ocasión en su propio domicilio. Tercero: han empezado con los abogados defensores.

– Pues no está tan mal -masculló Mia.

Spinnelli la atajó con una mirada feroz.

– Cuarto: el comisario lleva todo el fin de semana recibiendo llamadas de Jacob Conti, a razón de una por hora, porque los forenses están, según sus propias palabras, «desgraciando aún más a su hijo». Y, quinto -sostenía los cinco dedos de la mano en alto-: no tenemos ni un puñetero sospechoso.

Mia, incómoda, se removió en la silla.

– Más o menos eso es lo que hay, sí.

– Ayer Kristen arañó al agresor -dijo Abe-. ¿Qué sabemos de los restos que encontraron en las uñas?

Jack, sentado detrás de Mia, se encogió de hombros.

– Puedo obtener el ADN, pero si no tenéis ningún sospechoso no puedo compararlo con nada.

Spinnelli se quedó mirando la enorme pizarra blanca con frustración.

– ¿Julia no encontró nada en el cuerpo de Skinner? ¿No había pelos, ni hilos? ¿Nada?

Jack negó con la cabeza.

– No. Encontramos restos de tierra en las prendas, barro mezclado con algún residuo químico de la fábrica. Lo he contrastado con la del lugar en el que hallamos la bala y puedo confirmar que Skinner estuvo allí. Además, apretó de tal manera el aparato que utilizó para inmovilizarle la cabeza, que le ha dejado marcado el código del modelo. Julia ha teñido la piel para que se pueda ver en las fotos. Corresponde a un torno de banco.

– Pues vaya descubrimiento -masculló Mia-. Es lo que lodos los padres de familia piden por Navidad.

– Yo también tengo uno -dijo Spinnelli-. Mi esposa me lo regaló hace tres años.

– Me temo que todo el mundo tiene uno -dijo Jack.

– ¿Y qué sabemos de la bala? -preguntó Spinnelli.

– La hemos mostrado en todas las armerías importantes -explicó Mia-. Nadie reconoce la marca del fabricante. Es ilegible. Y todos los dueños nos han dicho que ningún miembro de su club de tiro utiliza balas hechas a mano. Pero estaba pensando…

– No. -Spinnelli arrastró la voz y Mia le dirigió una mirada medio enfadada y medio dolida.

– Sí. Lo hago de vez en cuando, Marc -dijo sin alterar el tono.

– Lo siento, Mia. Ya sé que lleváis casi todo el fin de semana con esto, pero esta mañana me ha llamado el comisario. Acababa de hablar con el alcalde y se ve que este se ha callado lo de las llamadas de Conti y le ha pedido que asigne más personal al caso. El alcalde no estaba precisamente contento y el comisario tampoco. Además, parece que todos los abogados defensores de la ciudad los han llamado para quejarse. Dicen que si los amenazados fueran los fiscales asignarían más policías al caso. -Spinnelli apretó la mandíbula-. Menuda mierda.

– Así que estás de mierda hasta el cuello -ironizó Mia-. Pues no lo pagues conmigo.

– Muy bien. -Spinnelli arqueó las cejas-. ¿En qué estabas pensando exactamente, Mia?

Ella no pareció aplacarse.

– En que si ese tipo se ha molestado en fabricar las balas y es un francotirador que no practica en ningún lugar público, es posible que tenga su propio campo. Para eso necesita bastante terreno, con lo cual los vecinos lo habrían visto y habrían llamado a la policía. Desde el 11-S, todo el mundo se ha vuelto bastante neurótico y no hay quien soporte a los vecinos que juegan a ser Rambo.

– Buena idea, Mia -dijo Abe-. Si es propietario de un terreno, su nombre aparecerá en el registro. Podemos cruzar los datos con la lista de la empresa que vende los equipos de chorro de arena.

– No hace falta que los crucemos con la de los floristas -dijo Jack.

– Aún se me revuelve el estómago al pensarlo -se quejó Mia-. Me pasé horas comprobando el listado. Cuánto tiempo perdido.

– ¿Seguro? -insistió Spinnelli-. Hay dos chicos que dicen que vieron rótulos distintos en la furgoneta, pero ¿cómo sabemos que es verdad?

– McIntyre también lo vio -dijo Abe, y Spinnelli se encogió de hombros y accedió sin estar del todo convencido.

– De todas formas, ¿por qué iban a mentir los chicos? -observó Jack-. ¿A ellos qué más les da?

– Sobre todo teniendo en cuenta que el del paquete de Conti pasó por delante de un coche patrulla cuando iba a entregarlo -añadió Mia-. McIntyre se encontraba en la puerta de la casa de Kristen cuando Tyrone Yates dejó la caja. Si estuviese compinchado con el asesino, no haría algo tan tonto.

A Abe lo asaltó una idea terrible.

– No es que ellos sean tontos. Es idea de él.

Mia se volvió a mirarlo con extrañeza.

– ¿Qué quieres decir?

Abe se sentó delante del ordenador y entró en la base de datos del departamento criminal.

– ¿Cómo eligió el asesino a los chicos? Viven en barrios distintos, van a escuelas distintas. ¿Los eligió de forma aleatoria? ¿Dio con ellos por casualidad?

Spinnelli lo miraba con expresión sombría.

– No hace nada por casualidad. Es metódico. Todo guarda alguna relación, lo tiene todo controlado. Abe, dime que esos chicos son angelitos y que nunca han tenido tropiezos con la ley. Por favor.

Abe tecleó el nombre de Tyrone Yates y esperó la respuesta del ordenador. Cuando la obtuvo, suspiró.

– La lista de delitos del chico es más larga que mi brazo. Agresión, absolución. Tenencia ilícita, absolución. Etcétera, etcétera.

Mia se quedó muda.

– ¿Y qué hay de Aaron Jenkins?

El golpear de los dedos en el teclado llenó la sala.

– Lo mismo. Delitos menores por robos de poca monta. -Bajó por la pantalla con el ratón-. Hace cuatro meses que cumplió los dieciocho años. Su expediente es confidencial. -Abe levantó los ojos y vio que acaparaba la atención de todos-. Escogió a los chicos con premeditación.

Jack frunció el entrecejo.

– No te sigo.

Abe se recostó en la silla y se cruzó de brazos.

– No los seleccionó al azar. De eso estoy seguro. ¿Y si tenía algún asunto pendiente con ellos? Tal vez le hicieran algo personalmente, o se lo hicieran a alguien a quien quiere vengar. Si les paga por los encargos, lo lógico es que la gente piense que saben quién es él. Si suelen obrar mal, tendrán mala reputación en el barrio. Correrá la voz y todo el mundo los asociará con el asesino, así que si quieren dar con él lo lógico es que vayan a por los chicos.

Jack negó con la cabeza.

– Eso no tiene sentido, Abe. Aparte de la cantidad de suposiciones que tienes que hacer para llegar a esa conclusión, si ese tipo tuviera algún asunto pendiente con los chicos se encargaría de asesinarlos él mismo, ¿no te parece?

Abe se encogió de hombros.

– No sé por qué no lo hace. A lo mejor tiene que ver con algún código ético. A lo mejor considera que su delito no es lo bastante grave como para tomarse la justicia por su mano, pero no pondrá mala cara si otra persona les hace los honores. No sé. Sólo digo que esa es la única información con que contamos.

Mia cerró los ojos.

– Hemos enseñado la foto de Aaron Jenkins por todo el barrio; por todo el puto barrio.

Jack se presionó las sienes con movimientos circulares.

– Y, gracias a Zoe Richardson, en todas las casas en las que hay televisión se sabe que vosotros sois los encargados del caso.

– Anoche difundió en las noticias la imagen de Tyrone Yates -dijo Spinnelli, muy serio.

Abe apretó la mandíbula. No había visto las noticias la noche anterior. Había estado demasiado atareado ocupándose del agresor de Kristen.

– ¿Cómo la consiguió?

Spinnelli se pasó la mano por el pelo con gesto de frustración.

– Ayer debió de andar merodeando por casa de Kristen. Mostró un vídeo muy borroso en el que se veía a Yates aguardando detrás del coche de McIntyre. Luego captó las imágenes de Conti maltratando a Julia. Richardson lo llamó «la profunda pena de un padre» -dijo con sarcasmo-. Mi esposa lo grabó y lo vi al llegar a casa, puesto que todos estábamos en casa de Kristen ayer por la noche.

Mia se puso en pie y anduvo de un lado a otro.

– Así que tanto Richardson como nosotros conocemos la identidad de los dos mensajeros.

– Los chicos no podrán identificar al asesino -aseguró Jack-. A menos que os mintieran acerca de lo que vieron.

– Puede que hayan mentido -dijo Abe-, y puede que no. Si lo han hecho, los quiero aquí para arrancarles la verdad. Si no, quienes quieren conocer a toda costa la identidad de nuestro humilde servidor no se creerán el relato de los chicos y entonces su vida corre serio peligro. Sabemos que los Blade son de esos; por ello se arriesgaron a atacar a Kristen en plena calle. Lo mejor será que hagamos venir a los chicos, por su propio bien. Mientras tanto, quiero saber cuáles son los vínculos que los unen a nuestro hombre. Kristen no estuvo implicada en ninguno de los dos casos.


Lunes, 23 de febrero, 11.30 horas

Un completo silencio reinaba en la sala de reuniones de la fiscalía del Estado. Kristen exhaló un hondo suspiro.

– Eso es todo. -Miró los veinte rostros que la escrutaban y en la mayoría observó estupor o consternación. Greg y Lois mostraban lo último.

A la cabeza de la mesa, John tenía aspecto de cansado. Había sido él quien le había pedido que les relatara la acometida del coche el viernes por la noche, el descubrimiento de las cajas de Skinner y de Conti, lo de los mensajeros y el ataque de la noche anterior. Kristen omitió la parte más personal, en especial cómo Reagan le había ayudado en más de un aspecto.

– ¿Seguro que no sabes quién es ese tipo? -preguntó Greg en aparente tono de duda, lo cual obligó a Kristen a dejar de pensar de súbito en Abe Reagan.

– ¿Qué crees? ¿Qué me lo callo? -protestó con aspereza ante el bofetón verbal de Greg.

El chico puso mala cara.

– Ya sabes que no me refiero a eso. Lo que quiero decir es que ese tipo te conoce. Tiene acceso a tu vida privada. Es probable que más de una vez te tenga al alcance de la mano.

– Gracias por presentarle un panorama tan alentador -espetó Lois con ironía y en la sala se oyeron unas risas ahogadas.

Kristen consiguió esbozar una sonrisa a pesar de que el frío que sentía le agarrotaba los músculos.

– Greg no ha dicho nada que yo no haya pensado ya.

John carraspeó.

– La policía ha establecido el espacio temporal aproximado de cada asesinato. Puesto que creen que el asesino tiene acceso a información confidencial del juzgado, os pedirán a todos que deis explicaciones sobre vuestro paradero en el momento de los asesinatos. Le he asegurado al teniente Spinnelli que colaboraréis en todo lo necesario.

A oídos de Kristen llegaron airados rumores y levantó la mano para acallarlos.

– Muchas veces criticamos a la policía por no poner los puntos sobre las íes. Y eso es precisamente lo que ahora tratan de hacer, tratan de descartar como posibles culpables a todos los que tenemos acceso a la información confidencial del juzgado, tal como ha mencionado John. Por favor, cooperad cuando vengan a hablar con vosotros.

John alzó la mano con gesto cansino.

– A mí me interrogó Spinnelli el sábado. Cuando os pregunten dónde estabais en el momento de los asesinatos, decidlo. Y recordad que todo cuanto habéis oído es confidencial. No se os ocurra hablar de ello fuera de esta sala. Ahora podéis iros. -Señaló a Kristen-. A ti te necesito.

Esperó a que todo el mundo hubiera salido y quedaran solo los dos sentados a la mesa. Se pasó las manos por el rostro y suspiró.

– ¿Qué tal las peticiones esta mañana?

Kristen abrió mucho los ojos, le sorprendía aquella pregunta. John nunca mostraba interés por las peticiones, a no ser que trataran de algún caso importante, y los de aquella mañana eran absolutamente rutinarios.

– Tensas. -La palabra se quedaba corta. El abogado defensor se había situado en el extremo opuesto de la sala, como si Kristen contaminase el espacio-. Pero me las he apañado.

– Tú siempre te las apañas, pero no puedes seguir así.

A Kristen se le erizaron los pelillos de la nuca.

– Así, ¿cómo?

– En lo que he podido, he tratado de evitarlo. He ascendido la cuestión tanto como he podido en el escalafón. -Kristen vio en él cansancio y resignación y notó un nudo en el estómago-. Milt no ha parado de recibir llamadas desde que salió a la luz lo del asesinato de Skinner. -Milt era el jefe de John. Siempre que intervenía era bien para reprender a alguien bien para ascenderlo. Y Kristen no era tan ingenua como para esperar un ascenso-. Quedas suspendida de tu cargo temporalmente, hasta que todo esto termine.

Kristen se quedó helada, no daba crédito a lo que acababa de oír.

– ¿Cómo has dicho?

John volvió a suspirar.

– Ningún abogado defensor quiere entrar contigo en la sala del tribunal. Alegan que su integridad física y la de sus clientes se halla seriamente amenazada. Milt lo considera una causa suficiente para solicitar la apelación de todos tus casos. Tienes que tenerlos preparados para transferirlos esta misma tarde, a las cuatro. Nos repartiremos tu trabajo entre todos.

Kristen permaneció inmóvil; se había quedado anonadada, era incapaz de pronunciar palabra.

John se puso en pie.

– Lo siento, Kristen. Le he dicho a Milt que creo que se equivoca, que no es justo, pero no ha servido de nada. Me siento responsable de esto, pero no hay nada que pueda hacer. -Le puso la mano en el hombro con gesto vacilante y lo apretó. Ella apenas se dio cuenta-. Tómatelo como unas merecidas vacaciones -dijo con poca convicción-. Ya; ya me imagino que no puedes.

«Unas merecidas vacaciones.» La mera idea resultaba grotesca. Se levantó y consiguió mantener las piernas firmes gracias a su voluntad de hierro. Como siempre, lo tenía todo bajo control.

– Voy a recoger mis cosas.

– Kristen… -John extendió el brazo pero se puso fuera de su alcance. Dejó caer el brazo mientras suspiraba una vez más-. Si necesitas ayuda, dímelo.

– No; no hará falta.


Lunes, 23 de febrero, 13.00 horas

Abe odiaba el olor de la sala de autopsias. En los mejores días era tan desagradablemente aséptico como un hospital, y él odiaba los hospitales. En los peores… Por fortuna, Conti no llevaba muerto tanto tiempo como para que aquel día fuera de los peores.

– Hemos venido en cuanto hemos podido, Julia -dijo Mia acercándose a la mesa sobre la que descansaba el cadáver de Angelo Conti-. ¿Qué hay de nuevo?

– Os gustará ver esto. -Julia se unió a ellos-. El cuerpo de Conti es el que está en peor estado de todos. Ese hombre no se limitó a golpearlo, lo aporreó hasta hacerlo picadillo.

– Esto no se ve a menudo, contened la respiración -soltó Mia y Julia frunció los labios.

– No me hagas reír. Aún tengo las costillas doloridas a causa de lo de ayer.

Abe torció el gesto.

– ¿Tanto daño te hizo Jacob Conti?

Julia se mostró displicente.

– Tengo unos cuantos moretones. Podría haber sido peor.

– Claro, Jack podría haberle partido la cara a Conti. -Mia puso cara de satisfacción ante la idea.

Julia se sonrojó un poco.

– Jack no tendría que haberse abalanzado sobre él de ese modo.

– Bueno, yo me alegro de que lo hiciera -dijo Mia.

Tras un intento de vacilación, Julia se mostró de acuerdo.

– Yo también.

– Podrías haber presentado cargos -observó Abe.

– Sí, pero la situación ya me parecía lo bastante violenta; además, esa periodista andaba filmando todos nuestros movimientos. Por el amor de Dios, Conti acababa de enterarse de que su hijo había muerto.

– El asesino de su hijo, querrás decir -masculló Mia-. Yo no derramaría ni una lágrima por él, Julia. Angelo Conti murió igual que Paula García, apaleado con una llave inglesa.

Julia exhaló un suspiro.

– Supongo que vuestro hombre se rige por el «ojo por ojo». De todas formas, echad un vistazo a esto. -Levantó un poco el cadáver y señaló una marca justo debajo de la rodilla-. Está borrosa e incompleta, pero es mejor que nada.

Abe se inclinó para verlo mejor y el pulso se le aceleró.

– Una huella dactilar.

Mia lo miró con ojos chispeantes.

– Impresa en la sangre de Conti. Buen trabajo, Julia.

– La lividez indica que el asesino colocó a Conti de lado poco después de su muerte. La sangre aún debía de estar fresca.

– Y no llevaba guantes -murmuró Mia.

Abe sintió una emocionante chispa de esperanza.

– Estaba tan enajenado que cometió un error.

– Sí -afirmó Julia con satisfacción-. A causa de la brutalidad de la paliza al cadáver le quedaba muy poca sangre. Seguramente luego se dio cuenta de que la había fastidiado y trató de limpiarlo. Pero después de colocar a Conti de lado, el cuerpo se quedó rígido y este rincón detrás de la rodilla debió de quedar oculto. Se le pasó por alto.

Abe dio un silbido.

– Tenemos suerte de que la huella no se haya borrado con el roce de la pierna.

– Sí. He avisado a Jack para que nos ayude a identificarla. Llegará de un momento a otro.

– No está completa -advirtió Mia-. No cantemos victoria todavía.

– No lo hacemos. -Abe echó otro vistazo a la huella-. Pero ha cometido un error. Eso quiere decir que cometerá otros y que lo atraparemos.

Julia se quitó los guantes.

– Muy bien. Tengo ganas de que esto acabe, por todos pero sobre todo por Kristen. Me he enterado de lo de ayer. ¿Cómo está?

– Ah, Kristen -dijo Mia dirigiendo a Abe una pícara mirada de reojo-. Cuando la dejé en casa parecía que estaba bien. Pero yo no me quedé toda la noche con ella.

Julia puso una expresión divertida.

– Supongo que has dormido en el sofá, ¿no, Abe?

Abe alzó los ojos.

– Sí, claro. Es muy incómodo.

Y así era. Kristen se había quedado dormida en sus brazos y él se había sentado en el borde de la cama. Se había quedado un buen rato junto a ella observando sus largas inspiraciones y preguntándose si su gran y repentino interés se debía al hecho de que ella era la primera mujer tras seis años de abstención o si, por el contrario, era producto de una comparación inconsciente con Debra. Llegó a la conclusión de que no se debía ni a lo uno ni a lo otro, que solo se trataba de una reacción sana y viril ante una mujer guapa, inteligente y sensible. Luego se había retirado a la relativa incomodidad del sofá cama, en el que había permanecido despierto gran parte de la noche lamentándose de que un hombre sano y viril como él tuviera que yacer allí mientras una mujer guapa, inteligente y supersexy descansaba en la habitación contigua. Reprimirse tras unos cuantos besos de buenos días había sido una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida.

– Las camas plegables casi siempre son incómodas -comentó Julia con ironía. Al abrirse la puerta, desvió la mirada y su expresión divertida cambió al topar con la realidad-. Jack.

Jack cerró la puerta tras de sí.

– En el mensaje decías que era urgente.

– Y lo es. -Abe se puso la chaqueta-. Ve con cuidado, Jack. Por ahora es todo cuanto tenemos.


Lunes, 23 de febrero, 14.30 horas

Las cosas eran mucho más fáciles cuando conseguía mantener la cabeza sobre los hombros. La limpieza era mucho menos necesaria cuando la única señal que presentaba el cuerpo era un agujero de bala en la frente. El hecho de que el proyectil saliera por la parte posterior de la cabeza era una lata, pero las cosas más importantes de la vida no solían ser las más fáciles. Por lo menos había sido más fácil que con Conti. Aún se estremecía al pensar en lo que le había costado limpiar el cadáver. Había sido repugnante. «Incluso para alguien como yo», pensó.

Ya estaba bien de pensar en Conti. Había pasado a hacerse cargo de Arthur Monroe, el pederasta que se había hecho pasar por víctima con la excusa de que la sociedad lo había maltratado. Había hecho acopio de todo su sarcasmo para elegir su último lugar de descanso. El juez de gran corazón que se había compadecido más del ofensor que de su víctima de cinco años era propietario de una pequeña tintorería en el norte de la ciudad. El lugar le serviría de vertedero donde dejar a Monroe y al mismo tiempo para advertir al juez.

Entró con la furgoneta en el callejón al que daba la parte trasera de la tintorería. El vehículo lucía un nuevo rótulo, una imitación más que aceptable del utilizado por la compañía de aguas de Chicago. Al igual que el de electricista, constituía la tapadera perfecta en la que atrincherarse. Nadie miraría dos veces un vehículo de servicios.

Y así fue. Al volver a la furgoneta para alejarse de allí pensó que casi resultaba aburrido. Nadie sospechaba de él, nadie le preguntaba «¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí?».

Sin embargo, era mejor así. La recompensa le llegaría cuando se descubriera que otro repugnante peligro público había desaparecido de las calles para siempre.

Tenía que volver al trabajo; aquella misma noche metería de nuevo la mano en la pecera. Era estupendo contar con un pasatiempo.


Lunes, 23 de febrero, 15.45 horas

– ¿Kristen?

Levantó la cabeza al oír la voz de Greg y lo vio apostado a la entrada de su despacho con aspecto abatido. Habría dicho que se sentía tan desdichado como ella misma si el semblante fuera capaz de traslucir una emoción semejante. Se volvió y se concentró de nuevo en la tarea de recoger archivadores mientras se esforzaba por que su voz sonara atemperada.

– Casi he terminado, Greg. Dentro de una hora estaré lista para traspasarte todos estos casos.

Él exhaló un hondo suspiro.

– Sabes que no he venido por eso. -Entró en el despacho y cerró la puerta tras él-. Lo siento; siento que todo esto te haya ocurrido precisamente a ti y también que me haya tocado a mí hacer el papelón.

Ella volvió a levantar la vista y se topó con la ternura de los ojos de él.

– Ya lo sé. No estoy enfadada contigo, Greg. De verdad que no.

Él se dejó caer en la silla que había frente al escritorio.

– Esto no es justo; no está bien. Pero tampoco lo ocurrido durante toda la semana pasada es justo ni está bien. ¿Cómo estás, Kristen? Físicamente, quiero decir.

Ella puso las manos sobre los archivadores.

– Estoy bien, Greg.

– Siempre dices lo mismo -observó él con amargura-. Lois y yo nos temíamos que pasara esto, por eso queríamos que te quedaras en casa de uno de los dos.

– ¿Y que los intrusos entraran en vuestra casa y pusieran en peligro a vuestra familia? No lo creo.

Al oír aquellas palabras Greg puso mala cara y se golpeó la rodilla con el puño.

– ¡Mierda! ¡Alguien tiene que hacerte compañía! ¡No puedes pasar por todo esto sola!

«No estoy sola», pensó. La idea hizo eco en su mente y eliminó parte de la tensión de sus hombros. Durara lo que durase, tenía a su lado a Abe Reagan. Todavía no sabía muy bien por qué, pero de momento la cuestión era que sabía que él acudiría en cuanto lo llamara.

– Estoy bien, Greg -repitió en tono más convincente-. Tengo protección policial, alarma…

– Y las dos cosas te fueron la mar de bien ayer por la noche -la interrumpió con sarcasmo.

Ella admitió que tenía razón con un pequeño gesto de asentimiento, pero no se permitió pensar en lo vulnerable que era.

– Me estoy planteando hacerme con un perro.

Greg no pareció apaciguarse.

– ¿Uno grande?

– Uno muy malo con tres cabezas. Lo llamaré Cerbero.

Greg frunció el entrecejo y a continuación se relajó un poco.

– ¿Lo comprarás pronto?

– Tal vez mañana mismo.

Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación y Lois asomó la cabeza.

– Kristen, tienes visita.

La sonrisa de Kristen se desvaneció.

– Pues pásasela a John, yo estoy de vacaciones.

Lois negó con la cabeza.

– Es personal.

Abrió más la puerta; primero apareció el rostro de Owen y luego él de cuerpo entero. Sostenía una bolsa de papel que olía de maravilla.

– No has venido a comer -dijo en tono de reproche.

Greg se levantó.

– Hazte con el perro mañana -la instó.

– Te lo prometo.

Greg salió y dejó paso a Owen, quien al ver la caja sobre el escritorio torció el gesto.

– ¿Qué es todo esto?

Kristen hizo un gesto de despreocupación con la mano.

– Nada, nada. Estoy ordenando unos cuantos archivadores.

– ¿Y qué decía ese hombre de un perro?

– Es que me voy a comprar uno -dijo en tono despreocupado-. ¿Qué hay dentro de esa bolsa?

– Sopa y un sándwich de carne. Pensaba que no te gustaban los perros; después de que entrara aquel ciego con su perro tardaste una semana en aparecer por la cafetería…

– ¿Me has traído pastel? -preguntó con la esperanza de desviar la conversación.

– De manzana. Es una receta de la familia de Vincent. ¿Por qué vas a comprarte un perro?

Kristen abrió la bolsa y olfateó con gusto.

– Estoy muerta de hambre. No he tenido tiempo de bajar a comer. -En realidad no había bajado porque le daba miedo salir del despacho, además del disgusto que llevaba.

Cuando estaba a punto de meter la mano en la bolsa, Owen la cerró.

– Primero cuéntame lo del perro. ¿Qué ha ocurrido?

– Hay algún que otro pesado merodeando por casa por culpa del ridículo asunto del humilde servidor. -Se obligó a sonreír para evitar que Owen se preocupara-. Y les he prometido a los chicos que me compraría un perro.

Él entrecerró los ojos.

– ¿Eso es todo? ¿Solo algún que otro pesado?

Kristen asintió.

– Muy pesados. ¿Qué tal el nuevo cocinero?

Owen le entregó la bolsa con mala cara.

– Se ha largado. He contratado a otro pero tampoco está contento. ¿Por qué no has venido a cenar en todo el fin de semana? No estarás a dieta, ¿verdad?

Kristen soltó una risita. Entre los gyros de Reagan, la comida italiana y los guisos de su madre, había engordado. Hacía tiempo que no comía tan bien.

– No; lo que pasa es que… -Titubeó-. Estoy saliendo con una persona. -Se encogió de hombros cuando una amplia sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de Owen-. Y me invita a cenar.

– Estupendo. Eso es estupendo. ¿Cómo se llama?

– Abe Reagan.

La mirada de Owen volvió a tornarse recelosa.

– ¿El detective que se ocupa del caso del asesino?

– Sí -admitió Kristen mientras destapaba el cuenco de sopa-. ¿Por qué?

– No sé. Parece peligroso.

«Seguro que no representa mayor peligro del que ya corre mi vida», pensó Kristen.

La expresión de Owen se suavizó.

– ¿Te trata bien?

Ella recordó lo ocurrido la noche anterior y aquella mañana, su paciencia y su delicadeza, y notó que se ruborizaba.

– Sí, sí. Muy bien.

– Pues con eso ya me quedo tranquilo. Tengo que volver antes de que Vincent se cargue al nuevo.

Kristen sonrió.

– No me imagino a Vincent en esa tesitura.

– Te sorprenderías. Tiene mucho genio.

Kristen se quedó verdaderamente asombrada.

– ¿Vincent? ¿Vincent tiene genio?

Por un instante, una estúpida idea atravesó su mente. No, no era posible que Vincent le hiciera daño a nadie; aunque cosas más raras se habían visto.

– Ajajá. -Owen se dirigió a la puerta-. Anoche perdió veinte dólares por culpa de los Bulls y se le escapó un «mecachis». Un poco más y tenemos que atarlo.

Kristen se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo y se rio para sus adentros al pensar que por un momento se había planteado que aquel hombre pudiera ser el humilde servidor.

– Qué malo eres, Owen.

Él sonrió con aire burlón.

– Ya lo sé. -Abrió la puerta y estuvo a punto de chocar con Lois.

– Kristen, tienes otra visita. -Parecía en parte divertida y en parte atribulada; enseguida descubrió por qué.

– ¡Kristen! -Rachel Reagan entró dando botes en el despacho-. ¡Ohhh! ¡Tienes comida! ¿Puedo?

Kristen se echó a reír, le había alegrado el día de golpe.

– Claro que sí. Pero ni se te ocurra tocar la tarta de manzana; es mía. Rachel, te presento a mi amigo Owen. Owen, esta es la hermana pequeña de Abe, Rachel.

Rachel le sonrió con aquel gesto reservado exclusivamente a las personas interesantes a quienes aún no había conseguido camelarse.

– Encantada de conocerlo.

Owen le correspondió ladeando un sombrero imaginario.

– El gusto es mío. Hasta pronto, Kristen.

– Gracias, Owen. -Kristen le sonrió a Lois, que aguardaba en la puerta-. La chica puede quedarse.

Rachel desenvolvió el sándwich.

– Me muero de hambre. He estado hablando con la profesora y no me ha dado tiempo a comer. -Dio un gran bocado y mientras masticaba añadió-: Hemos estado hablando de ti.

– ¿De mí?

Rachel asintió y se tragó la comida.

– ¿Se puede comprar bebida por aquí?

Kristen le tendió uno de los botellines de agua que guardaba en un cajón del escritorio y Rachel engulló la mitad antes de continuar.

– Gracias. La entrevista que te hice le ha encantado. Quiere saber si estarías dispuesta a dar una charla en clase. -Ladeó la cabeza con aire pícaro-. Por favor.

Kristen puso mala cara porque consideraba que era lo que tenía que hacer.

– ¿Sabe tu madre que estás aquí?

– Más o menos. Le he dicho que iría a casa de una amiga al salir de clase. Tú me contaste que trabajas tantas horas que casi vives aquí, así que no le he dicho ninguna mentira.

Kristen se tragó la sonrisa y dirigió a Rachel una mirada severa.

– Pero tampoco le has dicho la verdad. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

– He venido en el ferrocarril elevado. -Parecía molesta-. No soy tonta, Kristen. Sé moverme por la ciudad.

Pero entre el barrio donde vivía Rachel y la parada del ferrocarril que llevaba hasta la fiscalía había varios rincones sórdidos. Kristen se echó a temblar al pensar que una niña de trece años andaba sola por la calle.

– Rachel, tus padres no te dejan que te muevas sola por la ciudad, ¿verdad?

Rachel clavó los ojos en el bocadillo que sostenía sobre el regazo y Kristen se dio cuenta de que había observado aquella misma expresión en Abe; fue la mañana en que encontraron el primer cadáver y él se enfadó muchísimo al ver que Kristen había incluido policías en la lista de sospechosos. Ella se lo había reprochado y lo había violentado. Rachel sacudió su cabeza de pelo castaño.

– No. Es probable que vuelvan a castigarme. -La miró y Kristen observó un destello en sus ojos azules. Tenía los mismos ojos de Abe, y en ellos Kristen también había observado un destello igual-. Claro que si tú no te chivas…

A Kristen se le escapó la risa.

– Lo que voy a hacer es acompañarte a casa. A tus padres les extrañará vernos juntas, así que tendrás que contárselo. Supongo que no pensabas que dejaría que te marchases sola, ¿verdad? No tardará en oscurecer.

Rachel, disgustada, frunció sus bonitos labios.

– No lo había pensado.

Kristen arqueó una ceja.

– Pues si quieres ser fiscal, más vale que te acostumbres a pensar bastante más rápido que los demás. Hace falta determinar todas las posibles consecuencias y trazar un plan para cada una.

Rachel se animó.

– ¿Darás la charla en la escuela? Por favor. -Se llevó las manos entrelazadas al pecho-. Te prometo no volver a venir sola en el ferrocarril nunca más.

– Ya me había dado cuenta de que no me lo habías prometido -respondió Kristen con ironía. Rachel se limitó a esbozar una sonrisa. Kristen se quedó mirando los archivadores colocados sobre su escritorio. Habían pasado a ser problema de Greg. Ella iba a tomarse las vacaciones que le debían-. ¿Por qué no? Acabo de cancelar todos los compromisos de mi agenda.

Con un aspecto de plena confianza que indicaba que no esperaba una respuesta distinta, Rachel se volvió a sentar y dio otro bocado.

– Prepárate, éxito, que ya llego.

Kristen miró a la niña con cariño.

– No hables con la boca llena, Rachel.


Lunes, 23 de febrero, 17.00 horas

Jacob Conti se dejó caer en la silla con aire melancólico.

– Bueno, ¿qué has averiguado?

Drake le dirigió una mirada preocupada.

– Es perfectamente honrada, Jacob. Ni siquiera le han puesto una multa en toda su vida. Es imposible que haya sido ella. Es una abogada honesta.

Jacob hizo girar la silla y se quedó de cara a la pared con el entrecejo fruncido.

– Eso ya me lo habías dicho.

– Lo era cuando juzgaron a Angelo. Y lo es ahora -dijo Drake con una paciencia que a Conti le ponía de los nervios.

Drake había investigado a Mayhew de cabo a rabo cuando le asignaron el juicio de Angelo. Buscó cualquier cosa que pudiera ser utilizada en su contra, que sirviera para comprometerla, para chantajearla si era necesario. Pero no encontró nada.

La tipeja era una mojigata.

Se quedó mirando el retrato de Angelo colgado en la pared y los ojos se le llenaron de lágrimas. Qué chico tan estúpido, no había sido capaz de tener el pico cerrado.

El hombre que le había quitado la vida iba a pagarlo muy caro.

Elaine no se había levantado de la cama desde que el día anterior le diera la noticia. Era lo más difícil que había hecho en la vida. Habían tenido que sedarla y el médico seguía aguardando al pie de la cama por si volvía a despertarse con un ataque de histeria.

– Le arañó a Paglieri -dijo Drake.

Jacob se volvió a mirarlo.

– ¿Cómo dices?

– Paglieri -respondió Drake en tono seco-. El hombre al que enviaste anoche para intimidar a Mayhew sin que yo lo supiera.

Jacob hizo girar de nuevo la silla y lo miró con recelo.

– No necesito pedirte permiso para nada, Drake. Aún soy el jefe, ¿lo recuerdas?

Drake ni siquiera pestañeó.

– Lo recuerdo. Solo te digo que cometiste una estupidez. Te dejaste guiar por los sentimientos, no por la razón.

De pronto un cenicero voló por la habitación y se hizo añicos contra la pared dejando todo el suelo cubierto de ceniza.

– ¡Claro que me guío por los sentimientos! ¡Mi hijo ha muerto, Drake! -De súbito lo invadió una pesadumbre tal que lo obligó a encorvarse-. ¡Angelo ha muerto, Drake!

– Ya lo sé, Jacob -dijo Drake con suavidad-. Pero no puedes asediar a una mujer como Mayhew en su propia casa sin que eso te acarree consecuencias. Le arañó a Paglieri. Ahora tienen una muestra de su piel, Jacob, del ADN. Si lo cogen, darán contigo. Deja que me ocupe yo de esto.

– Tú lo único que sabes decir es que no has podido averiguar nada.

– Nada ilegal, Jacob. Pero eso no quiere decir que no se la pueda convencer para que coopere.

Jacob suspiró. Drake tenía razón. Actuar de modo impulsivo no beneficiaba en nada a Angelo.

– Te escucho.


Lunes, 23 de febrero, 18.00 horas

Zoe aguzó la vista al proyectar la cinta. Mierda; estaban demasiado lejos y las imágenes eran poco nítidas. La noche anterior había tratado de filmar la casa de Mayhew desde unas cuantas calles de distancia puesto que los estúpidos policías que había en la puerta no le permitieron acercarse más. Había ocurrido algo, y por una vez la acción tenía lugar dentro de la casa y no fuera. Parecía que alguien había conseguido penetrar en la fortaleza de Mayhew. Por desgracia, no había conseguido herirla. Qué decepción. La noticia habría sido un bombazo. Sin embargo, aquella historia se estaba propagando por todas partes, y eso era algo bueno puesto que su amante no había vuelto a la carga. Suponía que aún era capaz de tener remordimientos.

Detuvo la imagen borrosa. No merecía la pena continuar. Necesitaba algo nuevo. Por la mañana la habían llamado de la CNN para comprar los derechos de difusión. Aquella era su jugada maestra, y no permitiría que Mayhew y sus perros guardianes se la arruinaran.

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