Viernes, 20 de febrero, 8.30 horas
– Tienes mala cara, cariño.
Kristen levantó la vista del montón de papeles que inundaba su escritorio. Se la veía agotada. La secretaria de John la observaba desde la puerta de su despacho con cara de preocupación y una pila de carpetas en las manos.
– Muchas gracias, Lois. -Miró con recelo las carpetas-. No me digas que todo eso es para mí.
– Me temo que sí. -Lois soltó la pila en el escritorio y se llevó las manos a las caderas-. ¿Has dormido esta noche?
«No he pegado ojo.»
– Un poco. -Desenroscó la tapa del termo que Owen había llenado de café aquella mañana y se sirvió otra taza-. Pero tengo suficiente café para mantenerme despierta.
– ¿Ha habido más cartas?
Kristen negó con la cabeza mientras pensaba en las huellas que Reagan había descubierto en la nieve, alrededor de su casa.
– No, pero no tardarán en llegar. Es solo cuestión de tiempo.
Su compañero, el también fiscal Greg Wilson, asomó la cabeza por la puerta.
– ¿Se lo has preguntado, Lois?
Lois se volvió con mala cara.
– Estaba a punto de hacerlo.
Greg entró tranquilamente en el despacho. Acababa de cumplir los cuarenta, sin embargo conservaba un aspecto atractivo y juvenil que hacía que a todas las mujeres de la oficina se les cayera la baba de admiración y, al mismo tiempo, se les pusiera el pelo verde de pura envidia.
– Todos estamos preocupados por ti, Kristen.
Aquella confesión la irritó.
– Sé cuidarme, Greg.
Él agitó la mano en el aire haciendo caso omiso de sus palabras.
– Vente a casa. Desde que mi suegra se escapó con aquel hombre del bingo tenemos una habitación libre.
Kristen se quedó boquiabierta.
– ¿Qué?
– Sí, mi suegra conoció a ese tipo y…
Kristen sacudió la cabeza, tanto para aclarar sus ideas como para obligarlo a callarse.
– No… ¿Me estás diciendo que me vaya a vivir contigo?
– Todos sabemos que vives sola -se apresuró a explicar Lois-. Y nos jugamos al palito más largo quién iba a proponértelo.
Kristen los miró con recelo.
– Y perdiste tú, ¿no, Greg?
– No. Yo gané. Quiero que te vengas a casa. Por lo menos hasta que todo esto se calme.
Kristen, emocionada, logró esbozar una sonrisa.
– Creo que a tu mujer no le parecería muy bien.
– Fue ella quien tuvo la idea.
Kristen abrió los ojos como platos.
– ¿Le has contado lo de las cartas?
Greg frunció el entrecejo.
– Claro que no. Le he dicho que estabas haciendo obras en casa y que necesitabas alojarte unos días en otro sitio. -Su expresión se tornó algo tímida-. Anoche vio a Richardson por la tele, y esta mañana, durante el desayuno, me ha preguntado abiertamente si lo tuyo tenía algo que ver. Pero no le he contado nada. ¿Qué dices?
Kristen se los quedó mirando a ambos; la contemplaban con expresión de sincera preocupación, lo cual la conmovió un poco. Hacía mucho tiempo que nadie se tomaba la molestia de cuidar de ella. Bueno, en realidad no hacía tanto. Reagan lo había hecho la noche anterior.
– Digo que es un gesto muy amable.
Greg hizo un mohín.
– ¿Pero…?
– Pero no puedo permitir que me echen de mi casa. Además, el teniente Spinnelli ordenará que me instalen una cámara hoy mismo.
Greg se resignó.
– Creo que te equivocas.
Kristen les sonrió.
– Gracias. De verdad.
Lois se inclinó sobre el escritorio para darle un breve abrazo y Kristen se puso tensa. Hacía mucho tiempo que no le demostraban cariño, y aún hacía más tiempo que nadie le daba un abrazo de ningún tipo. Lois se apartó enseguida, con un ligero rubor en las mejillas, pero no se disculpó por aquel gesto espontáneo.
– Si podemos ayudarte, dínoslo, Kristen.
– Lo haré; os lo prometo. -Kristen se esforzó por que su tono sonase liviano y compensar así la negativa-. Me queda menos de una hora para revisar todos estos informes antes de marcharme al juzgado.
Lois salió meneando la cabeza. Greg se detuvo en la puerta para hacer un último comentario. Su semblante, habitualmente afable, aparecía sombrío.
– Kris, estamos realmente preocupados. No subestimes a ese tipo.
Ella lo miró a los ojos.
– No lo haré.
Luego, volvió a sentarse y se quedó mirando las carpetas que se habían sumado a su carga de trabajo. Al cabo de un momento, se espabiló y abrió la primera carpeta de la pila. Suspiró. Otro caso de violación.
Había días mejores y días peores. Todo apuntaba a que aquel iba a ser del segundo tipo.
Viernes, 20 de febrero, 11.00 horas
– Gracias por esperarme.
Abe miró a Kristen, que viajaba en el asiento del acompañante. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que se había subido al todoterreno con el abrigo desabrochado y las mejillas encendidas debido a una mezcla de frío y trabajo excesivo. Había bajado la escalera del juzgado tan deprisa que, teniendo en cuenta que llevaba zapatos de tacón alto, a Abe le había extrañado que no tropezase y se cayera. Durante los veinte primeros minutos de trayecto no hizo más que volverse a mirar atrás, nerviosa, hasta que se convenció de que Zoe Richardson no los seguía; aunque lo hubiese intentado, haría unos cuantos kilómetros que la habrían dejado atrás.
Ahora permanecía inmóvil, con los ojos posados en el paisaje del pequeño barrio periférico en el que vivía la primera joven víctima de Ross King.
– No te preocupes -la tranquilizó Abe-. He aprovechado para hacer unas cuantas llamadas.
Pasó medio minuto antes de que ella susurrara:
– ¿Hay novedades?
– Jack ha encontrado restos de leche en polvo en el interior de una de las cajas. Un dos por ciento.
Kristen ni siquiera pestañeó; seguía con los ojos pegados a la ventanilla.
– ¿Os extraña encontrar leche en cajas para transportar leche?
– No, pero quiere decir que las han utilizado para eso hace poco.
– Así que está en contacto con una persona o con una empresa que recibe partidas de leche.
– Sí; a no ser que las utilice para colocar encima el equipo de música.
– Podría haberlas recogido de la basura.
Abe se encogió de hombros, se sentía un poco turbado ante el poco ánimo de Kristen. Aquella mañana le había ocurrido algo, pero no tenía claro que confiara en él lo bastante como para sincerarse.
– Tal vez, pero al menos tenemos otra pieza del rompecabezas. Jack también ha encontrado trocitos de mármol en todas las cajas, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que el asesino colocó losetas de ese material en el fondo.
Aparcó el todoterreno junto al bordillo, enfrente de su primer destino.
– ¿Piensas contarme lo que ha ocurrido? -le preguntó con aspereza. Kristen se puso tensa-. ¿Alguna otra carta?
Kristen se volvió de súbito; sus ojos verdes expresaban enfado y agitación.
– No. Te lo habría dicho. No soy idiota, detective.
Él tenía ganas de acariciarla, de tranquilizarla, pero por supuesto no lo hizo.
– Entonces, ¿qué es?
Su mirada se aplacó.
– Hoy he tenido otro caso de agresión sexual. La víctima y su padre me estaban esperando en la puerta del despacho cuando he salido de la reunión para presentar peticiones.
Eso explicaba su tensión cuando lo llamó al móvil para decirle que tardaría media hora más de lo previsto. Sin embargo, él no dijo nada, aguardó a que continuara. Y ella lo hizo unos instantes después, tras relajar los hombros con gesto de agotamiento.
– La chica ha irrumpido en mi despacho; le aterrorizaba tener que declarar. Y a su padre no se le ha ocurrido nada mejor que amenazarla si no lo hacía. Ha dicho que no descansaría hasta ver a ese pedazo de escoria entre rejas.
– Su declaración no resultará muy convincente si el jurado sabe que actúa bajo coacción.
Kristen se volvió a mirar la casa al otro lado de la acera.
– No; aunque a mí me parece que dice la verdad. Por si fuera poco, no hay muchas señales físicas que lo demuestren. Me toca a mí decidir si tenemos pruebas suficientes para presentar cargos contra el hombre a quien acusa.
– Y si lo haces, tendrás que obligarla a subir al estrado. -Siguió con su mirada la de Kristen y la posó en la casa-. Como a los chicos del caso de King.
Ella exhaló un largo y profundo suspiro.
– Y como en el caso de Ramey y en todos los demás. Cada vez que una víctima de agresión sexual se presenta ante el tribunal, revive los hechos.
– Tal vez les sirva para que las heridas cicatricen, para olvidar lo ocurrido y seguir adelante con sus vidas.
Kristen se volvió y lo miró a los ojos. Su expresión, repleta de aflicción, pesar y vulnerabilidad, lo atenazó.
– No lo olvidarán nunca -dijo con un hilo de voz-. Tal vez las heridas cicatricen y ellas consigan salir adelante con sus vidas, pero nunca, nunca olvidarán lo ocurrido. -Abrió la puerta del coche y se bajó de un salto-. Vamos a terminar de una vez con esto -dijo sin volverse a mirarlo de nuevo.
Abe se quedó pasmado y no pudo hacer más que contemplarla desde su asiento mientras ella se aproximaba a la casa. Por fin reaccionó y la alcanzó.
– Kristen…
Con un ademán severo y resuelto, ella dio por terminada la conversación. De todas formas, Abe no sabía qué decir.
Kristen señaló el camino de entrada a la casa.
– Los Reston tienen compañía -observó.
Era cierto. Había coches aparcados en el camino y también junto al bordillo opuesto.
– El señor Reston fue el interlocutor. El matrimonio se mantuvo unido -explicó Kristen, y enfiló el camino de entrada a casa-. Es lo que hacen todos los padres. Imagino que las cosas siguen igual.
Ni siquiera tuvo que llamar a la puerta. Esta se abrió en el mismo momento en que llegaban al porche. Los recibió un hombre vestido con una sudadera de los Bears, unos vaqueros desgastados y calcetines. Su rostro expresaba resignación.
– Señorita Mayhew -la saludó en tono suave-. La estábamos esperando. -Abrió más la puerta y ellos entraron.
Abe paseó la mirada por la sala en la que se encontraban sentados nueve adultos más. Todos lo escrutaron con curiosidad y a continuación dedicaron una mirada hostil a Kristen.
Aquello enfureció a Abe. Respiró hondo y se esforzó por no olvidar por qué se encontraban allí. Los hijos de aquellas personas habían sido víctimas de una horrible agresión, no únicamente por parte de King sino también por culpa del sistema judicial, que no había conseguido que se hiciese justicia. Se situó detrás de Kristen y posó la mano en su hombro con suavidad. Al notar el contacto, ella se estremeció; al momento, carraspeó.
– Este es el detective Reagan. Le han asignado este caso.
No hacía falta que especificara de qué caso se trataba. Ninguno de los padres pronunció una sola palabra.
Aunque tensa, Kristen continuó:
– Ross King ha sido asesinado. Nuestra intención era ir casa por casa para informar a los familiares de sus víctimas, pero el hecho de que se encuentren todos juntos nos facilita el trabajo.
– Qué alegría facilitarle el trabajo, señorita Mayhew. -El comentario desdeñoso provino de uno de los hombres que estaban sentados en el sofá; de nuevo Abe tuvo que esforzarse para no olvidar por qué se encontraban allí.
Kristen pasó por alto el ataque.
– Es obvio que todos estaban al corriente.
Reston señaló una mesita auxiliar sobre la que había cinco sobres dispuestos en hilera.
– Todos recibimos una carta ayer por la mañana. Y luego vimos a aquella periodista en las noticias.
Kristen examinó la sala.
– ¿Dónde están los Fuller?
– Se divorciaron el año pasado -respondió Reston-. Ella regresó a Los Ángeles con el chico. A él la empresa lo trasladó a Boston. Su matrimonio no superó tantas tensiones.
Una mujer se levantó, se colocó de pie junto a Reston y le pasó la mano por la cintura como muestra de apoyo conyugal.
– Supimos que ayer fueron a ver a esas mujeres y nos imaginamos que era solo cuestión de tiempo que vinieran aquí. -Levantó una mirada retadora y la cruzó con la de Abe-. Antes éramos una familia normal, una familia feliz, detective Reagan. Hasta que apareció Ross King. Ninguno de nosotros lamenta que haya muerto.
Abe escrutó los rostros de cada uno de los familiares presentes y eligió con cuidado sus palabras.
– No dudo de su inteligencia, y por tanto no voy a comportarme como si lo hiciera. No pienso degradarme, y por tanto no voy a comportarme como si Ross King mereciera mi compasión. Sin embargo, mi trabajo consiste en investigar los crímenes al margen de mi opinión sobre la víctima. No espero que lo comprendan, pero eso no hará que lo que digo sea menos cierto.
En la sala se hizo el más absoluto silencio. Entonces una de las mujeres se echó a llorar. Su marido se puso en pie con el rostro encendido de furia e impotencia.
– Díganos, señorita Mayhew. ¿King sufrió mucho?
La mujer levantó la vista, las lágrimas le rodaban por las mejillas.
– Nos lo debe.
Kristen se volvió a mirar a Abe y, por un instante, la angustia de la madre que sollozaba se reflejó en sus propios ojos. Al momento, el sentimiento se desvaneció. Se volvió de nuevo hacia los padres que aguardaban su respuesta.
– No puedo ofrecerles detalles de una investigación en curso.
– ¡Váyase al infierno! -Otro de los padres se puso en pie-. Aquella vez le hicimos caso y fueron nuestros hijos los que pasaron por un infierno, y todo porque nos prometió que iba a meterlo entre rejas. -Se dejó caer en el asiento, hundió la barbilla en el pecho y empezó a estremecerse-. ¡Váyase al infierno! -volvió a renegar entre sollozos.
Abe la vio dudar.
– No puedo darles detalles -repitió-, pero…
El padre levantó la vista y, al mirarlo a los ojos, Abe se sintió atenazado por su suplicio.
– Pero ¿qué? -sollozó el hombre.
– Sufrió -se limitó a decir Kristen.
– Mucho -añadió Abe en tono rotundo; se preguntaba qué harían aquellas parejas a continuación. Se miraron entre ellas, sus ojos reflejaban una morbosa expresión de alivio-. Entiendo que cuando encontremos al asesino quieran enviarle una postal de agradecimiento, pero…
– Y una botella de whisky escocés de veinte años.
– Y una invitación para que pase con nosotros las vacaciones en Florida.
– Y un abono para ir a ver a los Bears.
Abe levantó la mano para apaciguarlos.
– Me lo imagino. Sin embargo, tengo que pedirles que colaboren. ¿Alguno de ustedes vio algo que pueda ayudarnos a establecer la hora de la entrega de esas notas? -Nadie abrió la boca y Abe suspiró-. Es obvio que son personas inteligentes. Saben por las noticias que King no ha sido el único asesinado. Saben que yo no puedo tolerar que nadie se tome la justicia por su mano. Si ustedes lo consienten, será como si hubiesen matado personalmente a King.
– ¿Y qué le hace suponer que no lo hemos hecho? -preguntó Reston en tono tranquilo.
– Yo no supongo nada -aclaró Abe-. Pero, tal como he dicho, me parecen personas inteligentes. Saben que todos están en mi lista de sospechosos. Y también saben que eso no va a facilitarles las cosas a sus hijos. Ya han pasado por un infierno. Creo que el único motivo por el que ustedes no mataron a King hace tres años fue que no querían que sus hijos los vieran entre rejas. -Abe observó que todos se estremecían y supo que había conseguido lo que pretendía-. Necesito saber cuándo recibieron las notas y dónde estaban la noche en que King desapareció.
– ¿Cuándo desapareció? -preguntó la señora Reston.
– Lo primero es lo primero. -Abe sacó su cuaderno-. A los Reston ya los conozco; los demás tendrán que decirme su nombre, y luego dónde encontraron la nota y cuándo la recibieron.
El señor Reston se encogió de hombros.
– Anteayer por la noche me quedé dormido en el sofá. Me desperté a las tres de la madrugada y abrí la puerta para cerrar el postigo. Entonces vi la nota colocada en el marco.
– Muy bien. -Abe lo anotó-. A ver, el siguiente.
Los demás padres declararon haber encontrado las notas cuando se despertaron; uno, a las seis; otros, a las siete. Habían respondido todos excepto el hombre que había insultado a Kristen, quien seguía sentado y cabizbajo. Abe aguardó, pero el hombre no dijo nada.
Kristen no había pronunciado palabra durante el interrogatorio. Se inclinó y posó la mano en la espalda del hombre.
– ¿A qué hora llegó a casa, señor Littleton?
El hombre levantó la cabeza y entrecerró sus ojos enrojecidos.
– ¿De qué me habla?
Su esposa suspiró con desaliento.
– Ya sabes de qué te está hablando, Les. Llegó sobre la una y media. -Miró a Abe-. Les y Nadine Littleton.
– ¿Encontró entonces la nota, señor Littleton? -preguntó Kristen.
– Sí. -Littleton apartó la mirada.
Abe sabía que había algo más.
– ¿Vio a alguien dejarla allí? -Kristen insistió con delicadeza.
Littleton vaciló un momento y luego asintió.
– Metió el sobre por la ranura del buzón.
Abe esperó, pero el hombre guardó silencio.
– ¿Y? ¿Qué aspecto tenía?
Littleton se encogió de hombros, visiblemente tenso.
– Iba vestido de negro. No era ni alto ni bajo. Eso es todo.
– ¿Llegó en coche? -Kristen volvió a posarle la mano en la espalda-. Por favor, señor Littleton.
– Tenía una furgoneta blanca. Es todo cuanto sé.
Kristen se irguió.
– ¿Puedo hablar con usted a solas un momento, señora Littleton? Puedes empezar a preguntarles dónde estaban en el momento del asesinato -susurró a Abe-. Volveremos enseguida.
En cuanto Kristen hubo conducido a la señora Littleton a la cocina, Abe se volvió hacia el grupo. Empezó por preguntar a una pareja, y ambos juraron encontrarse en casa juntos la noche en cuestión. Kristen volvió con la señora Littleton y se puso los guantes.
– La señora Littleton ya me ha informado de dónde se encontraban ellos, detective Reagan.
Abe le lanzó una mirada perpleja. A continuación, cerró el cuaderno y guardó los cinco sobres que había sobre la mesa.
– Tengo que pedirles que no hablen con la prensa.
– Y si lo hacemos, ¿qué? -preguntó Reston.
Abe suspiró.
– Están en su derecho, desde luego. Pero a Zoe Richardson solo le interesa lucrarse con el asunto. La primera vez consiguieron que no salieran a relucir los nombres de sus hijos. Espero que sigan teniendo claras las prioridades. -Los dejó con esa frase y, en silencio, se dirigió con Kristen hacia el todoterreno.
Cuando ambos se hubieron abrochado los cinturones de seguridad, puso en marcha el motor.
– Te escucho -dijo Abe.
Ella suspiró.
– El señor Littleton empezó a tener problemas con la bebida a raíz del juicio. Estuvo en prisión unos cuantos meses a causa de una pelea en un bar. La señora Littleton acudió a pedirme ayuda.
– Tuvo que costarle mucho.
Kristen arqueó una de sus cejas pelirrojas con gesto irónico.
– Ni te lo imaginas. Me puse a trabajar con el fiscal del caso para aducir un atenuante y conseguir una pena menor con libertad condicional y que así pudiera seguir un tratamiento para el alcoholismo. Supuse que ayer por la noche había estado por ahí bebiendo. La señora Littleton me dijo el nombre del bar y de la compañía de taxis con que volvió a casa. Tal vez el taxista viera algo. El señor Littleton también salió la noche de la desaparición de King. El hombre estuvo en el bar hasta que un taxi lo recogió y lo llevó a casa. -Kristen volvió la cabeza para mirar la casa de los Reston-. Me ha parecido que no era necesario airear sus problemas delante de todo el mundo.
Abe arrancó.
– Bueno, hoy nos hemos enterado de unas cuantas cosas.
Kristen seguía mirando por la ventanilla.
– Por ejemplo, ¿de qué?
– De que nuestro hombre tiene una furgoneta blanca, se oculta en la oscuridad y deja las notas entre la una y media y las tres de la madrugada. Y… -Aguardó a que lo mirara.
Al fin lo hizo, con recelo.
– ¿Y?
– Y de que tú, Kristen Mayhew, eres una gran persona.
Ella abrió los ojos como platos en un espontáneo gesto de sorpresa y se ruborizó, pero no apartó la mirada y el instante se prolongó. Abe, de pronto, se apercibió de su respiración agitada. Iba acompasada con el latido de su propio corazón. Ella tragó saliva y su voz surgió como un susurro extremadamente sensual.
– Gracias, Abe.
Él posó los ojos en los labios entreabiertos de ella, y luego más abajo, en el final de su garganta, donde el pulso se hacía evidente. Abe se dio cuenta de que el ambiente estaba indudablemente caldeado, de que ella se cubría el labio inferior con los dientes, y de que él estaba empezando a olvidarse del trabajo. Por eso se acomodó en el asiento y se concentró en la carretera.
– De nada.
Viernes, 20 de febrero, 13.00 horas
Zoe estaba furiosa. Ni siquiera la información que había sonsacado al forense le compensaba. Allí estaba, sentada junto al cámara frente al juzgado, aguardando a que la gran estrella se dejara ver.
– No puedo creer que los hayas dejado escapar.
Scott se pellizcó la nariz.
– Ya te he dicho que lo siento; me he disculpado las diez veces que me lo has repetido. Allá tú si quieres enfrentarte a un policía que no está dispuesto a que lo sigan. A partir de ahora, tú conduces. Ya me encargaré yo de enchufarle el micrófono en la epiglotis al infeliz de turno.
Zoe alzó los ojos en señal de exasperación. Por lo menos había conseguido el nombre del policía gracias a la matrícula del coche. Se trataba del detective Abe Reagan. Mediante una llamada al registro averiguó que pertenecía al Departamento de Policía de Chicago, que procedía de una familia de policías y que su esposa había muerto. Saldría muy favorecido en las imágenes. Tenía un bonito perfil y los hombros más anchos que un defensa. Mmm… Cuánto envidiaba a Mayhew por ocupar el asiento del acompañante.
– Bueno, en algún momento tendrá que salir.
Scott ya no sabía cómo ponerse; estaba harto de esperar.
– Ya tienes los nombres de las víctimas que desenterraron ayer. ¿Por qué no hablas de eso?
Tenía razón. El pequeño patinazo de un forense tras una fiesta organizada en el trabajo para celebrar las vacaciones le había proporcionado una fuente inagotable de información. Era increíble lo que un hombre podía llegar a hacer para que su esposa no supiera que tenía una aventura. Ella se había ganado la recompensa. Todavía se estremecía al pensar que las manos que la habían acariciado cortaban cadáveres en pedazos. Ahora sabía que el espía de Kristen había vengado tres crímenes y que como resultado había cinco cadáveres en el depósito, y también sabía quiénes eran las víctimas. Podría haber conseguido imágenes de las familias de los niños asesinados por los Blade, pero no quería perderse la de la cara de Mayhew cuando le soltara la pregunta del día.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Scott-. ¿Vamos a casa de los niños asesinados o no?
– No -respondió Zoe. A continuación, se irguió en su asiento al observar que el detective Reagan aparcaba su todoterreno frente al juzgado-. Empieza el espectáculo, Scott. Vamos.
Esperó a que Kristen saliera del coche y se encontrase a media escalinata para dejarse ver. Scott le iba a la zaga con la cámara encendida. Zoe experimentó un gran placer cuando, al verla, los ojos de Kristen destellaron de ira.
– No tengo nada que decir, Richardson -le espetó de forma mecánica.
Subió un escalón más, pero Zoe la atajó con gran soltura haciendo que el ademán pareciera un gracioso paso de danza. Era una artista consumada.
– Aún no he formulado ninguna pregunta, señora fiscal.
– Pero está a punto de hacerlo.
– Claro. -Se acercó el micrófono a la boca-. ¿Es cierto que se han producido cinco asesinatos, señora Mayhew?
Kristen abrió los ojos como platos, inicialmente sorprendida. Luego los entrecerró.
– No tengo nada que decir. -Siguió caminando. Zoe la detenía a cada escalón; Scott filmó todo el espectáculo.
– ¿Es cierto que el asesino le ha enviado cartas personales y que le ha obsequiado con los restos de las víctimas?
Kristen se detuvo en seco; sus labios dibujaban una fina línea en su rostro.
– No tengo nada que decir. -Pero el gesto brusco ya lo había dicho todo. Subió la escalera deprisa y Zoe dejó que se alejara mientras se preparaba para el último ataque. Le gritó la pregunta final mientras Kristen se retiraba.
– El asesino firmó las notas que envió a las víctimas de Ramey como «Su humilde servidor». ¿Fue así como firmó también sus cartas, señora Mayhew?
Kristen se detuvo y se dio media vuelta; había recobrado la compostura por completo.
– A lo mejor es que las otras tres veces no me ha entendido. No tengo nada que decir, señorita Richardson.
– Sigue filmando -ordenó Zoe, y Scott siguió filmando a Kristen hasta que esta entró en el juzgado y la perdieron de vista.
Scott bajó la cámara.
– ¿Cómo te has enterado de que le ha enviado cartas?
Zoe sonrió con serenidad.
– Soy muy buena, Scottie. No lo olvides.
Viernes, 20 de febrero, 13.30 horas
Veía borrosas las palabras de las páginas que tenía delante. No había podido leer ni una.
«No es justo», pensó.
Kristen se mordió el labio. ¿Cuántas veces había oído aquella frase en los cinco años que habían transcurrido desde que entrara a trabajar en la fiscalía del Estado? Demasiadas y de boca de demasiadas víctimas, lo cual no les quitaba razón. ¿Cuántas veces se la había repetido a sí misma? Últimamente no muchas, tenía que admitirlo. Por lo menos en lo que respectaba a su vida privada.
En el presente, su vida privada no existía.
Pero había pasado por momentos peores. Unos cuantos, y realmente malos. Aun así, no tenía motivos para quejarse. Había conseguido que su vida privada lo fuera de verdad. «¿Por qué precisamente hoy? Maldita sea», se dijo. Apretó los dientes y se enjugó el labio con un pañuelo de papel. ¿Qué la habría impulsado a decirle semejante cosa a Reagan? «Nunca, nunca olvidarán lo ocurrido», había asegurado. «¿Me estaré volviendo loca?» Cerró los ojos y los apartó del escritorio, como si quisiese borrar de su mente la imagen de la mirada atónita de Reagan, el sonido de su voz al pronunciar su nombre. «Como si él supiera lo que significa.» Y su mirada tras la visita a casa de los Reston. La había observado con sus ojos azules y chispeantes, como el centro de una llama de gas.
Le había dicho que era una gran persona.
«Santo Dios. Si él supiera… Si supiera toda la verdad…»
Él quería ir más allá. Había visto su mirada encendida y había notado que el ambiente se caldeaba hasta ponerle la piel de gallina y causarle escalofríos.
La habían llamado muchas cosas, pero «ingenua» no era de las más frecuentes. Frígida, sí. Reina de Hielo, también. Pero ingenua, no; últimamente no. Reagan había querido besarla. Allí mismo, enfrente de la casa de los Reston.
Soltó un resoplido de tristeza y desolación. «Si él supiera… Se apartaría volando.»
Había querido besarla. Y en un instante de locura, ella había llegado a preguntarse cómo se sentiría si la acariciase, si sus labios serían firmes o mullidos, qué sentiría al rodear su ancho cuello con los brazos y aferrase a él. Con fuerza.
En ese instante de locura, también ella había querido besarlo. Tal vez por eso estaba tan alterada.
– Kristen, tienes visita.
Se volvió, sobresaltada, y vio a Lois de pie en la puerta con expresión preocupada. Kristen soltó un pequeño resoplido y miró su agenda. Le quedaban quince minutos libres.
– ¿Puedes pedirle que vuelva más tarde? -Sería mejor que la visita volviera después de la rueda de prensa. Después de que Richardson soltara el bombazo ante todos los micrófonos de Chicago. «Tendría que habérselo dicho a Reagan -pensó-. Tendría que haberlo prevenido.» Era lo mínimo que podía hacer por el hombre que la consideraba una gran persona-. Ahora estoy ocupada.
– No, no puedo esperar. -Owen apareció detrás de Lois con una gran bolsa de papel-. No has venido a la hora de comer.
Kristen se apoyó en el respaldo de la silla, aliviada. Hizo un ademán para señalar la pila de carpetas del escritorio.
– Tengo un montón de papeleo pendiente.
Owen mostró desagrado.
– El papeleo no es motivo suficiente para saltarse la comida, Kristen. Te he traído un poco de estofado de ternera. -Dejó la bolsa sobre el escritorio y arqueó sus pobladas cejas-. Y de postre, un pedazo de tarta de cereza.
Kristen le sonrió.
– No tendrías que haberte molestado.
Él le dirigió una mirada severa.
– No es ninguna molestia. He puesto un poco de estofado en un recipiente de plástico y te lo he traído. Total, estoy aquí al lado. Además, tengo que repartir más comida en este mismo edificio. -Extrajo de la bolsa un recipiente de plástico y lo depositó frente a ella-. Vi a Richardson en las noticias ayer por la noche.
Kristen suspiró.
– Ya. Yo vi el final.
Owen frunció el entrecejo.
– ¿Es verdad lo que dijo? ¿Hay un espía asesino merodeando por ahí?
Kristen retiró la tapa del recipiente. Olía muy bien.
– Owen, ya sabes que no puedo decirte nada. -Levantó la vista y lo obsequió con un intento de sonrisa que resultó de lo más inexpresiva-. Aun así, ¿puedo comerme el estofado?
El hombre no le devolvió el gesto.
– Me he pasado la mañana escuchando las noticias. No han dejado de hablar de lo que Richardson dijo anoche.
– Fantástico. ¿Y qué opina la gente?
Él frunció los labios.
– Que por fin alguien combate el crimen en esta ciudad.
Kristen puso mala cara.
– Para eso tanto trabajo… -Señaló la pila de informes-. Más me valdrá acordarme de eso cuando se me echen encima las diez de la noche y siga aún aquí.
– Las cosas pueden ponerse feas, Kristen. -Owen se abrochó el abrigo-. Vincent y yo estamos preocupados. Queremos que te andes con cuidado.
«Pues esperad a que Zoe airee la última información -pensó Kristen-. Entonces sí que van a ponerse feas.»
– Ya lo hago, Owen. Gracias por la comida.
Viernes, 20 de febrero, 13,50 horas
Abe depositó una bolsa sobre el escritorio.
– ¿Tienes hambre?
Mia levantó la cabeza y aspiró profundamente.
– Depende. ¿Qué es?
– Gyros y hamburguesas. -Echó un vistazo dentro de la bolsa-. Y baklava.
Mia se relamió.
– Retiro todo lo malo que haya dicho sobre ti.
Abe se rio.
– No me lo creo.
Mia se decidió por una hamburguesa.
– ¿Te ha contado algo interesante el taxista?
– Dice que vio una furgoneta blanca con una flor grande estampada en un lateral justo después de dejar a Littleton en su casa ayer por la mañana temprano.
Mia abrió los ojos como platos.
– ¿Una furgoneta de reparto de una floristería? ¿Cuál?
– Dice que solo vio escrito «flores» -explicó Abe muy serio mientras desenvolvía un gyro. Aspiró con fruición. Hasta aquel momento no se había percatado de lo hambriento que estaba.
– Bueno, eso nos facilita un poco las cosas.
– En Chicago hay cuatrocientas sesenta floristerías. Lo he comprobado.
– ¿Ha encontrado Jack algo que tenga que ver con las flores entre todo lo que había en el coche de Kristen?
– No, y eso le extraña. Jack cree que, si el asesino hubiese utilizado la furgoneta de una floristería para trasladar los cadáveres o las cajas de embalaje, como mínimo habríamos encontrado algún resto en las prendas. Polen o algo así. -Señaló los faxes en los que aparecían los establecimientos de Chicago que utilizaban la técnica del chorro de arena-. ¿Qué tal va con esto?
Mia apartó los papeles de mal talante.
– Si supiese qué coño estoy buscando sería un poco más fácil. Hay cientos de nombres. Le he pedido a Todd Murphy que me ayude a compararlos con los de la lista de personas con antecedentes, pero no sé por qué intuyo que nuestro hombre no ha estado metido nunca en ningún embrollo.
Abe se decantaba por lo mismo.
– Bueno, veamos si alguna de esas personas trabaja en una floristería que se llame Flores. Pásame unas cuantas hojas.
Mia le entregó un montón. El rostro se le crispó al oír un grito procedente del despacho de Spinnelli.
– No está muy contento.
Abe echó un vistazo; Spinnelli andaba de un lado a otro con el teléfono pegado a la oreja y no paraba de gesticular.
– ¿Qué ocurre? ¿Le asusta la rueda de prensa?
Estaba prevista a las tres.
– Qué va. Está tratando de explicarle al comisario cómo se hizo Richardson con la primicia. -Ladeó la cabeza y frunció el entrecejo cuando él se la quedó mirando-. Vaya, creía que lo sabías.
Abe notó un pinchazo agudo en la nuca; era un claro síntoma de estrés.
– ¿Qué tenía que saber?
– Richardson ha descubierto que Kristen recibió cartas y que tenemos cinco cadáveres en el depósito, y también sabe quiénes son las víctimas. Parece que Richardson la ha abordado cuando entraba en el juzgado. Kristen ha llamado a Spinnelli de inmediato. Pensaba que también te lo habría dicho a ti.
El hambre se le pasó de golpe.
– No, no me lo ha dicho.
Había tenido tiempo de sobra. Las horas que habían transcurrido después de salir de casa de los Reston habían resultado muy embarazosas, por no decir algo peor. Ella se había encerrado en sí misma y no había dicho nada hasta que llegaron a casa de la primera víctima del tiroteo de la banda. Luego solo habían hablado de trabajo. Y no había vuelto a llamarlo «Abe» ni una sola vez. Habían hablado con los familiares de los muertos y habían tenido que soportar más odio y más acusaciones; luego habían recogido dos cartas más de su humilde servidor y la había llevado en coche hasta el juzgado sin pronunciar palabra; en un silencio denso y violento.
No le había contado lo de Richardson. No se fiaba de él. Aquello le dolió. Sin embargo, cuando estaban sentados enfrente de la casa de los Reston, se había percatado de que sentía interés por él. Se sentía atraída por él. Había estado a punto de besarla, allí mismo, delante de la casa de los Reston, lo que habría resultado completamente inapropiado. Habría demostrado muy poca profesionalidad. Pero seguro que habría sido maravilloso.
Sin embargo, ella se había apartado. Estaba asustada, lo notaba. «Yo también estoy asustado», pensó. Pero el miedo de Kristen era más profundo, y a él le asustaba averiguar qué lo provocaba; creía saberlo y, si estaba en lo cierto, le haría falta hurgar con pico y pala para llegar hasta él.
«Debo de estar loco para plantearme hurgar en el interior de Kristen Mayhew -pensó-. ¿Por qué lo hago?» Ella tenía valor y coraje. Y también unos bonitos ojos verdes, unas curvas sensuales, una mente despierta y una elegancia discreta. Y una risa que lo dejaba sin respiración.
Tal vez fuera solo porque se trataba de una buena persona. Kristen Mayhew le gustaba porque era una mujer guapa y una buena persona.
«Y un cuerno», se dijo. Lo que sentía era bastante más complejo.
Mia se terminó la hamburguesa en silencio, pensativa. Se limpió los labios con una servilleta y la dobló formando un cuadrado.
– Hace mucho tiempo que trabajo con Kristen. La conozco tanto como el que más -dijo al fin. Abe levantó la cabeza y en los ojos azules de Mia leyó que lo había comprendido todo. Notó que le ardían las mejillas-. Aunque en realidad nadie la conoce muy bien -prosiguió ella-. Siempre ha sido muy solitaria. -Mia frunció el entrecejo-. Sus compañeros la llaman la Reina de Hielo, lo cual me parece totalmente injusto.
Abe recordó su mirada angustiada cuando aquella madre había perdido el control en casa de los Reston, recordó que Kristen no había pronunciado una sola palabra en defensa propia cuando los padres le habían proferido crueles acusaciones. Y también la forma en que había asegurado que las víctimas no olvidarían nunca lo ocurrido, justo antes de entrar. Nadie que hubiese presenciado aquello sería capaz de considerarla fría.
– Sí, es muy injusto. -Hablaba con mucha más calma de la que experimentaba. Kristen Mayhew había despertado en su interior un sentimiento que llevaba años sin emerger, un profundo deseo de protegerla, de atajar a cualquiera que se propusiera herirla.
«El asesino siente lo mismo. -El apercibimiento fue repentino y rotundo-. Por eso la ha elegido como destinataria y por eso la espía en su propia casa.»
– El asesino la conoce -dijo.
Mia lo miró perpleja.
– Eso ya lo sabemos.
– Me refiero a que la conoce bien. La ha observado interactuar con la gente, con las víctimas. -De ahí venía la compasión, la angustia-. Y no la odia.
– ¿Qué quieres decir?
Abe se inclinó hacia delante con vehemencia.
– Durante estos dos últimos días, la he visto hablar con las víctimas y con sus familias. Cuando menos, la gente se ha mostrado distante; en algunos casos, incluso hostil.
– Como Stan Dorsey.
– Sí. Ninguna de esas personas parece tenerle simpatía y, por descontado, ninguna la admira. Ni siquiera Les Littleton. Kristen se ha desvivido por ayudarla y ella, aun así, la ha humillado escudándose en su patético sufrimiento.
A Mia se le iluminó la mirada.
– Cree que no hizo bien su trabajo; de lo contrario no habría perdido el caso.
– Él perdió -dijo Abe-, lo de menos es si Kristen lo representó o no. Recuerda lo que dijo Westphalen. Y mi instinto me dice que el asesino tiene una estrecha relación con Kristen, no es alguien que la conoce solo de verla por televisión. La conoce personalmente, estoy seguro. Me pregunto si habrá alguna víctima que haya perdido el caso y que no culpe a Kristen por ello.
Mia ladeó la cabeza, pensativa.
– Nos entregó la lista de todos los casos que ha perdido. Tal vez en su base de datos anote si el cliente ha quedado o no satisfecho.
Abe descolgó el teléfono.
– Solo hay una forma de saberlo.
Viernes, 20 de febrero, 14.00 horas
El hombre que había construido la casa que ahora ocupaba él tocaba la trompeta. Su esposa no apreciaba gran cosa las dotes musicales de su marido y había insistido en que abandonara la práctica del instrumento o insonorizara el sótano.
Al bajar, cerró la puerta tras de sí.
Por suerte, a aquel hombre le gustaba mucho tocar la trompeta. Sin el aislamiento acústico, seguro que algún vecino lo habría denunciado.
Ahora ya no había ruidos. Skinner estaba muerto. La rigidez había aparecido y desaparecido y el cadáver había quedado flácido. Se acercó a él y pensó que era una pena que un hombre no pudiera morir dos veces; tratándose de Skinner, incluso cien. Aquel hijo de puta se había convertido en un experto defensor de la escoria que vivía a costa de gente inocente. La casa de ocho habitaciones que Skinner tenía en la costa norte, sus coches de lujo, las escuelas privadas a las que llevaba a sus hijos… todo lo había comprado con dinero manchado de sangre, a costa del sufrimiento de gente inocente y la vil absolución de los culpables.
Sacó la pistola del cajón, a pesar de ser consciente de que nadie podía morir dos veces y de que tendría que contentarse con el simbolismo de aquel gesto. Sin aspavientos, centró el cañón del arma en la frente de Skinner.
En cuanto ultimara algunos detalles, estaría listo para volver a meter la mano en la pecera de Leah. Se enfundó los guantes y se dispuso a despojar al señor Skinner de su traje de Armani. A fin de cuentas, el hombre iba a experimentar un calor insoportable en su último destino.