Capítulo 18

Miércoles, 25 de febrero, 8.00 horas

– Vamos a empezar -anunció Spinnelli, situado junto a la pizarra.

Las conversaciones cesaron. Kristen pensó que en la sala se respiraba un ambiente tranquilo. Por fin contaban con una línea que seguir, pero también tenían un nuevo cadáver en el depósito. A Aaron Jenkins le habían cortado el cuello y su cuerpo había quedado expuesto a la congelación en la penumbra del patio trasero de la casa de Kristen. Los miembros de la banda debían de haberse acercado en coche hasta allí y al no ver ningún coche patrulla habían aprovechado la oportunidad. La amenaza era evidente. Cualquiera que colaborara con el asesino merecía que la banda tomase represalias contra él. Y Kristen seguía encabezando la lista.

La mesa de la sala de reuniones estaba al completo. Además del equipo principal se encontraban allí Julia; Todd Murphy, un miembro del equipo de Spinnelli; y Miles Westphalen, el psicólogo de la plantilla.

– ¿Qué tenemos, chicos? ¿Abe?

– Un nombre asociado a la bala -explicó Abe-. Hank Worth. El problema es que murió hace sesenta años.

El rotulador chirrió cuando Spinnelli anotó el nombre en la pizarra.

– ¿Qué más?

– Sabemos que Genny O'Reilly era su prometida -prosiguió Mia-. Se casó con otro dos meses después de que él partiese a bordo de un barco. A lo mejor he visto demasiadas películas, pero supongo que ella debió de pensar «puede que no vuelva nunca de la guerra» y encontrarse con que tenía que alimentarse por dos. Si es así, su hijo debe de tener unos sesenta años.

Spinnelli lo consideró.

– Me parece una edad algo avanzada para nuestro humilde servidor.

– Muchas personas están en perfecta forma a los sesenta años -apuntó tímidamente Westphalen.

Spinnelli sonrió.

– Protesta aceptada, Miles.

– Bueno -observó Jack-, quienquiera que sea la persona a la que nos enfrentamos debe de tener más fuerza que el común de los mortales. ¿Cuánto pesaba la víctima más corpulenta, Julia?

Julia sacó sus anotaciones.

– Ramey pesaba noventa y nueve kilos, y King, ciento catorce. Los otros, menos. Pero creo que utilizó una carretilla o una plataforma con ruedas.

– ¿Por qué? -preguntó Abe enseguida.

– Los cadáveres no mostraban ninguna señal de haber sido arrastrados. No presentaban rasguños en la espalda ni cardenales en los tobillos, en las muñecas o debajo de los brazos que indicaran que los habían agarrado y tirado de ellos con fuerza. Sí que se ven las marcas de la cuerda que utilizó para atarles las muñecas y los tobillos pero son muy distintas de las que resultarían de arrastrar un cuerpo. De haberlos colocado sobre una plataforma con ruedas, no habría necesitado mucha fuerza. Solo habría tenido que hacerlos rodar.

– Aun así, ¿hacer rodar un cuerpo de ese peso no es demasiado esfuerzo para un hombre de sesenta años? -se extrañó Jack.

Mia alzó la mano.

– Antes que nada, deberíamos comprobar en el registro si Genny O'Reilly tuvo un hijo; si es así, ya nos preocuparemos de la edad del asesino. Buscaremos las posibles partidas de matrimonio de sus hijos y las de nacimientos posteriores. Los nietos de Hank y de Genny tendrían entre veinte y cuarenta años, y esa edad sí parece apropiada.

– Si la hipótesis resulta cierta -intervino Miles, pensativo-, o el asesino conoce la identidad de su padre biológico para hacerse con un molde o, como mínimo, conoce la marca de la familia Worth. Estaba pensando en el hombre con quien se casó Genny O'Reilly. ¿Cómo debió de reaccionar al tener un hijo que no era suyo? ¿Cómo debió de tratarlo? Si tuvieron más hijos, ¿consideraría al bastardo el primogénito? Tal vez sentía ira y rencor. -Westphalen se encogió de hombros-. O tal vez no.

– Buscaremos los documentos de Genny O'Reilly y lo averiguaremos -propuso Spinnelli-. ¿Qué más tenemos?

Abe se inclinó hacia delante.

– El anciano, Grayson James, dijo que Hank Worth y él solían ir a la finca de su padre a practicar el tiro. Mia, ¿recuerdas que el otro día dijiste que el asesino debía de tener alguna propiedad donde pudiese practicar?

A Mia se le iluminó la mirada.

– Podemos comprobar en el registro qué propiedades pertenecen a los Worth.

El rotulador volvió a chirriar al escribir Spinnelli en la pizarra.

– ¿Qué más?

– He estado tratando de averiguar cómo era la cadena con la que estranguló a Ramey -dijo Jack-. Hemos hecho un modelo con las marcas y he identificado unas cuantas de ese tamaño. -Depositó tres cadenas sobre la mesa-. La más parecida al modelo de escayola es la del centro.

– Parece de perro -saltó Spinnelli-. He visto que la gente utiliza cadenas así para ponerles la placa de identificación.

Mia mostró la cadena que llevaba colgada al cuello por dentro de la blusa.

– ¿Te refieres a una cadena como esta?

Unas cuantas placas de identificación militar colgaban de un extremo.

– Mi padre me entregó estas placas cuando me hice policía. Me dijo que a él le habían servido para conservar la vida en Vietnam y que esperaba que a mí me ayudasen a conservar la mía durante el servicio.

– Un tirador tan bueno tenía que ser militar -dijo Abe con voz emocionada-. La explicación parece lógica.

Spinnelli caminó de la pizarra a la mesa y viceversa.

– Bien, bien. Seguidle la pista, y si topáis con algún problema para investigar en los registros militares, decídmelo y hablaré con el gobernador. -Hizo una mueca-. Le daré trabajo para que deje de molestar al alcalde, y así el alcalde dejará de molestarme a mí. ¿Algo más? -Nadie pronunció palabra y Spinnelli señaló al detective Murphy, que había permanecido sentado en silencio-. Murphy, háblanos de la pistola de Muñoz.

– Hemos visitado las casas de empeños -explicó Murphy. Era un hombre serio y llevaba el traje arrugado. A Kristen le sonaba que tenía fama de ser un buen policía, metódico-. Encontramos la pistola ayer a última hora.

– ¿Tiene huellas? -preguntó Abe.

Murphy asintió.

– Sí. Y estaban registradas. Pertenecen a un delincuente común que suele andar por ahí armando jaleo. Hemos hecho circular una orden de detención. Con un poco de suerte lo encontraremos; es posible que viera algo el lunes por la noche.

Spinnelli tapó los rotuladores.

– Y yo pediré que nos permitan examinar el expediente de Aaron Jenkins. Ahora que está muerto, no tienen por qué poner pegas.

Mia se puso en pie.

– El registro abre a las nueve y quiero llegar la primera. ¿Estás apunto, Abe?

Abe cogió el abrigo y Kristen se vio obligada a volver la cabeza para no mirarlo. La noche anterior no había habido el más mínimo roce entre ellos y eso hacía que lo deseara aún más. Primero hablaron con la policía científica y luego con los forenses, mientras estos retiraban el cadáver de Jenkins. Al fin, cuando todo el mundo se hubo marchado, Abe le dio un beso de buenas noches prolongado y vehemente, y luego la envió a la cama con una palmadita en la espalda. Él se acostó en el sofá, tal como le había prometido, y la dejó con el corazón a cien mientras se preguntaba qué habría ocurrido si le hubiese pedido que la arropara. Abe se levantó varias veces durante la noche para comprobar que estaba bien, y ella se había sentido invariablemente tentada de pedirle que se quedara. Pero no lo había hecho y, cuando al fin se quedó dormida, en sus sueños no cesaron de aparecer imágenes ardientes que aún le hacían bullir la sangre.

– Voy a conducir yo, Mitchell, así que iré por algo para desayunar. -Se detuvo junto a la silla de Kristen y se inclinó para susurrarle al oído-: No vayas sola a ninguna parte, ni siquiera a Owen's. Por favor.

Su mirada, llena de ternura y preocupación, le atenazó el corazón.

– Te prometo que me quedaré aquí todo el día.

Abe se incorporó.

– Todo el día tal vez no -respondió él en tono enigmático.

– Abe -lo llamó Spinnelli con voz seria-, me han contado lo que le ocurrió a tu padre anoche. Mientras no consigamos pruebas para inculpar a Conti, andaos con cuidado tú y los tuyos.


Miércoles, 25 de febrero, 10.00 horas

– ¿Todo esto? -preguntó Abe mientras ojeaba la pila de gruesos volúmenes-. Tardaremos días.

La empleada, que se llamaba Tina, les dirigió una mirada compasiva.

– Las partidas de matrimonio de los años cuarenta aún no están informatizadas -explicó-. Pero no es tan difícil como parece. Díganme el nombre y la fecha.

– Genny O'Reilly -respondió Mia mientras miraba por encima del hombro de la mujer-. Se casó durante el otoño de 1943.

Tina colocó separadores en uno de los volúmenes para marcar las páginas.

– Tiene que estar entre las páginas marcadas por los separadores. Si lo comprueban ustedes mismos yo me dedicaré a buscar el listado de propiedades que me han pedido.

– De acuerdo -dijo Mia-. Nos gustaría que nos ayudase a encontrar la finca de un tal Worth. No sabemos exactamente dónde está, solo que es por la parte norte de la ciudad.

Tina se mordió el labio.

– ¿Saben el nombre de pila?

Abe negó con la cabeza.

– La persona que nos proporcionó la información lo llamó «señor Worth». Su hijo se llamaba Hank, por si sirve de ayuda. A lo mejor el padre se llamaba igual.

Tina se encogió de hombros.

– Haré lo que pueda. Que tengan suerte.

Cuando Tina se marchó, Mia se dejó caer en una silla.

– Tenemos que acabar con las fiestecitas nocturnas.

Abe abrió el grueso libro.

– ¿Qué dijo ayer tu cirujano cuando lo abandonaste tan temprano?

– Menudo pelmazo. De hecho, estaba buscando alguna excusa para pedirle que me llevara a casa. -Lo miró con gesto burlón-. ¿Qué tal lo pasaste tú? ¿Cómo fue la noche después de que el séquito os dejara solos?

«Eterna.» Abe pensó en Kristen, en la forma en que lo había mirado la noche anterior. Se encontraban junto a la puerta de la cocina, ella acababa de cerrarla con llave tras salir la última persona y conectó la alarma. En el mismo instante en que se dio la vuelta, la tensión se adueñó del ambiente y casi notó un chisporroteo mientras ambos permanecían en extremos opuestos de la estancia, mirándose. Hasta que de pronto ella se lanzó en sus brazos como si lo hubiera hecho toda la vida. Él la besó, y volvió a besarla. Por suerte, consiguió limitarse a seguir besándola mientras la sujetaba por las caderas; los cuerpos de ambos temblaban. Al final, en lugar de atraerla y pegar su cuerpo al de ella tal como se moría de ganas de hacer, la apartó de sí con suavidad y le dio media vuelta para que se dirigiera al dormitorio con un simple «buenas noches». Si ella le hubiese insinuado que la acompañara, lo habría hecho. La habría tomado en brazos y la habría llevado a la cama, y luego la habría ayudado a alcanzar otro… hito.

Sin embargo, ella no se lo había insinuado. Se dirigió al dormitorio y solo volvió la vista atrás una vez, pero aquella mirada había valido más que diez hitos seguidos. Reflejaba una mezcla de confianza y deseo ardiente, y la combinación despertó en él algo muy profundo. Le permitió que se alejara y oyó, con el cuerpo tenso, lleno de deseo, cómo se preparaba para meterse en la cama. No consiguió dormirse hasta las tres; lo sabía porque había ido a observarla en silencio cada media hora. Prefirió pensar que iba a verla porque estaba preocupado. Le había afectado mucho encontrar el cadáver de Jenkins en el patio, con la amenaza que aquello implicaba. Prefirió pensar que era por eso, pero en realidad albergaba la esperanza de que cambiase de opinión y le pidiese que se quedara junto a ella. Lo deseaba, lo veía en sus ojos. Pero no lo hizo, y al final se acurrucó en la cama y se quedó dormida como un angelito.

En cambio, lo último que él albergaba eran pensamientos angelicales. La deseaba con tal intensidad que le faltaba el aliento. Pensó en ello durante mucho tiempo mientras permanecía despierto, tendido en el incómodo sofá con la vista fija en el papel de rayas azules. Era muy bella, de eso no cabía duda, pero había conocido a muchas mujeres bellas en su vida. Kristen, sin embargo, tenía algo más, algo más profundo; era íntegra, valiente y amable, y en su interior latía un gran corazón que ella mantenía oculto. Un corazón que justo empezaba a dejarse entrever y que él quería para sí.

En solo una semana ella le había robado el suyo.

Levantó la cabeza. Mia lo miraba fijamente, comprendía lo que expresaban sus grandes ojos azules. Ella también era muy atractiva, pero no la deseaba. Deseaba a Kristen.

– Quería advertirte que la trataras con delicadeza, pero creo que ya lo sabes -dijo con seriedad.

Abe puso mala cara.

– ¿El qué? ¿Qué sabes tú?

Mia se encogió de hombros.

– Hace mucho tiempo que sospecho que detrás de la entrega de Kristen a su trabajo hay algo más que el simple afán de justicia. Una vez incluso llegué a hacer comprobaciones, quería saber si había interpuesto alguna denuncia. Tengo una muy buena amiga, Dana, que se dedica a asesorar a las mujeres en estos casos y pensé que podría ayudar a Kristen. Pero en Chicago no consta ninguna denuncia.

– Yo también había pensado en comprobarlo -admitió Abe.

– Pero prefieres que sea ella quien te lo diga. Ten paciencia, Abe. Kristen lleva mucho tiempo sola. Tardará un tiempo en acostumbrarse a poder confiar en alguien.

Abe notó que la voz de Mia denotaba añoranza.

– ¿En quién confías tú?

Una de las comisuras de sus labios se alzó y esbozó una triste sonrisa.

– En mí. -Exhaló un suspiro exagerado-. Hasta las marimacho sueñan con un príncipe encantado. Por desgracia, yo no he pasado de la rana. -La sonrisa se convirtió en una mueca de aflicción y Mia tiró del libro para acercárselo-. Bueno, vamos al grano. No puede haber muchas Genny O'Reilly que se casasen en 1943.


Miércoles, 25 de febrero, 10.00 horas

Capturar al juez estaba resultando más fácil de lo que había previsto. Parecía mentira lo que facilitaba las cosas el hecho de contar con un poco de información privilegiada. Al principio había planeado asaltar al juez cuando entrase o saliese del Lincoln con cristal antibalas que conducía su chófer, lo cual, en el mejor de los casos, habría resultado dificultoso. En el peor, lo habrían cogido.

Sin embargo… Sonrió al pensar en el milagroso artilugio electrónico que había hallado en el bolsillo de Trevor Skinner. Era a la vez teléfono móvil, agenda, listín telefónico y varias cosas más. En apariencia Skinner había dejado pocas cosas al azar, y aún menos a cargo del jurado. Cada uno de los abogados defensores y los jueces de la ciudad ocultaban suficientes trapos sucios como para tenerlo ocupado durante semanas. Por una parte lamentaba haberse dado a conocer; pero por la otra, no. Los criminales y la escoria que los defendía estaban muertos de miedo, temían salir solos de casa y, como las víctimas, se volvían a mirar atrás a cada paso. Gracias al periodismo sensacionalista de Zoe Richardson, sabía que el hombre que acompañaba a William Carson era su guardaespaldas y que los abogados defensores de más renombre de la ciudad se rifaban a los mejores gorilas para que los protegieran.

Pero la protección era una vana esperanza. Un hombre paranoico tendría miedo en el lugar más seguro del mundo. Y ese era su objetivo, aterrorizar a todos los hombres cuyos nombres contenía la pecera.

Palpó el papelito que llevaba en el bolsillo; el nombre del juez Edmund Hillman. Él había presidido el juicio de Leah. Gracias a la BlackBerry de Skinner, sabía que el honorable Edmund Hillman tenía una amante. Llevaba tres años citándose con Rosemary Quincy todos los miércoles por la tarde en un pequeño hotel de Rosemont; allí el honorable juez Hillman no hacía precisamente honor a su condición. Según los datos de Skinner, aquella era la única ocasión en que Hillman conducía su coche.

Pensó en llegar al hotel temprano, antes de la hora en que solía hacerlo Hillman. Aguardaría, observaría, y entraría en acción. Había llegado el momento de que fuera él quien impusiera orden.


Miércoles, 25 de febrero, 11.30 horas

Kristen colgó el auricular muy despacio y venció el impulso de estamparlo contra la pared, tal como acababa de hacer Ronette Smith. Le había agradecido la llamada y le había dicho con retórica cargada de ironía que estaba perfectamente, que su familia también estaba perfectamente y que la vida le iba perfectamente, a pesar de que la justicia estadounidense no la hubiese ayudado en absoluto ni ella tampoco. Kristen se frotó la frente. Ronette no se había ido por las ramas.

Había sido tan clara como la mayor parte de las personas que aparecían en su lista. Kristen la observó con objetividad. Había conseguido ponerse en contacto con casi la mitad. Tres se habían quedado sin trabajo hacía poco, lo cual podía resultar un hecho traumático, pero su voz no era la que esperaba de un asesino.

«¿Y qué voz se supone que tiene alguien que ha asesinado a nueve personas? ¿Fría? ¿Desapasionada? ¿De loco?»

Estaba pensando en eso cuando una sombra cubrió el listado. Levantó la cabeza, casi segura de encontrar a Spinnelli o a Abe, y abrió los ojos como platos al ver ante ella a Milt Hendricks, el jefe de John. Se puso en pie de inmediato.

– Señor Hendricks…

Él reparó en los documentos que ella estaba revisando en la mesa de Abe y levantó la cabeza para mirarla a los ojos.

– No me andaré con rodeos. Solo quiero tener la seguridad de que sabes por qué te he apartado de los tribunales.

– Porque los abogados defensores están asustados y le preocupa que apelen las sentencias de los casos que estaba llevando -dijo Kristen reproduciendo las palabras de John.

Hendricks asintió.

– Es cierto. Pero también quería apartarte del punto de mira. Ese hombre te ha elegido a ti por algún motivo. Insistí para que John te hiciese saber que hago esto por tu seguridad, no como castigo. Pero, dadas las circunstancias, no estoy seguro de que te haya transmitido el mensaje completo. Esta situación es temporal, Kristen. De todos los fiscales de la ciudad, tú eres quien consigue que se dicten más condenas. Cuando todo esto termine, quiero que vuelvas al trabajo. Aunque, a juzgar por esos documentos, parece que no has dejado de trabajar.

Kristen notó que se ruborizaba, pero conservó la serenidad.

– Estoy ayudando a la policía a analizar estos viejos casos -dijo-. Estamos seguros de que existe alguna conexión.

Hendricks alzó una ceja.

– ¿John te ha dado permiso?

– Tampoco me lo ha negado, señor -respondió tardíamente.

A él estuvo a punto de escapársele la risa.

– Ya. Bueno, supongo que no hay ningún problema, pero ten cuidado. -Se puso muy serio-. Ten mucho cuidado. Acabo de perder a uno de los mejores fiscales de mi equipo; no quiero perder a otro.

Kristen palideció.

– ¿A John? ¿Le ha ocurrido algo?

– No, no. Físicamente está bien -la tranquilizó Hendricks-. Esta mañana ha presentado la dimisión. Y yo la he aceptado.

Kristen se sentó y se lo quedó mirando.

– No sé muy bien qué decir.

– Ha puesto en peligro su cargo -se limitó a explicar Hendricks-, y también la reputación de la oficina. Con un poco de suerte, todo esto terminará pronto y podremos volver al trabajo. Ah, sé que necesitas información sobre los delitos de Jenkins. Considérala en tus manos. -Tras una inclinación de cabeza, Hendricks se marchó y dejó a Kristen mirándolo boquiabierta.

– Mi madre diría que en boca cerrada no entran moscas.

Kristen se volvió hacia su izquierda y vio a Aidan Reagan apoyado sobre un escritorio cercano. Cerró la boca de golpe y él sonrió.

– ¿Estás libre para comer? -le propuso.

– ¿Me estás haciendo una propuesta?

– Sí. Abe me ha dicho que tenías que recoger un encargo y yo tengo tiempo antes de pasar a buscar a Rachel.

– ¿Un encargo? Ah, sí -recordó-. La pistola. Ya han pasado los tres días. -Frunció el entrecejo-. ¿Por qué vas a recoger a Rachel? ¿No está bien?

– Sí, sí. Es que esta semana trabajo de noche y eso me permite convertirme en su sombra. Hasta que todo esto termine, la llevaré a la escuela y luego la recogeré. Creo que es lo mejor. Y no se te ocurra decir que lo sientes -le advirtió-. Papá se pondría como loco y te daría una patada en el trasero.

Aquello la obligó a sonreír, aunque con tristeza.

– ¿Cómo está tu padre?

Aidan se encogió de hombros.

– Dolorido. Y muy cabreado. Creo que lo que más rabia le da es no haberles hecho más daño. Eso le hiere en el amor propio. Pero se recuperará.

Kristen lo escrutó con detenimiento.

– ¿Has cambiado de opinión respecto a mí?

Aidan se sonrojó, exactamente igual que le ocurría a Abe cuando se sentía incómodo.

– Siento haber sido desagradable contigo cuando nos conocimos. Sé lo de la pintada de los Blade en tu casa. Abe me ha contado que quieres comprarte un perro. Conozco a un chico que los adiestra para la unidad canina. ¿Te interesa?

Kristen, conmovida, cogió el abrigo.

– Vamos.


Miércoles, 25 de febrero, 12.00 horas

– ¿Ha habido suerte? -preguntó Tina, la empleada del registro.

Mia alzó los ojos.

– Sí, pero estaba al final de todo; cómo no.

– Siempre ocurre lo mismo -convino Tina.

– Genevieve O'Reilly -leyó Abe en su cuaderno-. Se casó con Colin Barnett el 15 de septiembre de 1943; los casó el padre Thomas Reed en la parroquia del Sagrado Corazón.

Tina asintió, satisfecha.

– Muy bien. Pueden comprobar en el censo si tuvieron hijos. De todas formas, si eran miembros de la parroquia, en la iglesia tendrán un registro de los bautizos.

– ¿Qué tal le ha ido a usted? -preguntó Mia-. ¿Ha avanzado algo en la búsqueda de la propiedad?

Tina le tendió una hoja.

– He caído en la cuenta de que Hank es el diminutivo de Henry, y así lo he encontrado. Henry Worth. Cuando él murió, la propiedad pasó a Paul Worth. Es todo cuanto he descubierto. Espero que les sirva de ayuda.

Mia ojeó el papel; cuando levantó la cabeza los ojos le brillaban.

– Nos es muy útil. Vamos a llamar a Spinnelli. Debería enviar a una unidad táctica por si el hombre se encuentra allí.

Abe cogió su abrigo.

– Espero que esté en casa -dijo muy serio-. Quiero ser el primero en ponerle la mano encima.


Miércoles, 25 de febrero, 13.30 horas

– Tendrías que haberme dicho que eras alérgica a los perros -le reprendió Aidan entre carcajadas mientras la ayudaba a salir del coche.

– Qué horror. -No le quedaba ni un ápice de la satisfacción que había sentido al probar la pistola nueva en el campo de tiro de Givens. El sentimiento se desvaneció por completo en cuanto llegaron al criadero de perros guardianes adiestrados de forma impecable. Fue poner un pie allí y empezar a moquear, y cinco minutos después profería unos estornudos tan tremendos que se habría caído al suelo si Aidan, entre risas, no la hubiese sostenido-. A mí no me hace ninguna gracia -protestó.

– ¿Cómo se te ocurre entrar en un criadero sabiendo que eres alérgica a los perros?

Kristen se apoyó en el coche para coger aliento.

– No lo sabía. No he estado en contacto con muchos perros. Una vez un invidente entró con su perro en el local adonde suelo ir a comer y empecé a estornudar, pero pensaba que era cosa de aquel animal en particular. -Se enjugó los ojos llorosos y entró en el coche. A diferencia de su hermano, Aidan prefería la sobriedad y la elegancia de un Camaro a la robustez de un todoterreno. Kristen se sorbió la nariz y se estremeció mientras él ponía en marcha el motor y de la rejilla de la calefacción empezó a salir un aire gélido-. Creo que me he quedado sin perro guardián.

Los labios de Aidan se curvaron.

– Supongo que no tienes opción. De todas formas, me imagino que a Abe no le importará sustituirlo.

A ella se le encendieron las mejillas a pesar del aire frío que despedía la supuesta calefacción.

– Abe es muy amable.

Aidan se volvió a mirarla antes de salir del aparcamiento.

– Pues si todo lo que sabe hacer es ser amable, tendré que darle unos cuantos consejos. -El rostro de Kristen debió de reflejar el horror que sintió, pues él se echó a reír-. Estoy bromeando, Kristen. En primer lugar, lo que ocurra entre Abe y tú es cosa vuestra, y en segundo, si le dijese eso me ganaría una patada en el trasero.

– Parece que es una reacción típica de la familia -comentó Kristen.

– Bueno, casi todos somos chicos.

– Tienes dos hermanas -observó Kristen.

– Son ellas quienes tienen tres hermanos -la corrigió Aidan-. No es lo mismo.

– Lo tendré en cuenta -dijo en tono irónico, y él soltó una risita.

– Debes de considerarme un hombre de Neandertal, un salvaje como los que andaban arrastrando las manos por el suelo.

Kristen hizo ver que escrutaba sus nudillos en busca de rasguños.

– No, diría que has evolucionado hasta cierto grado de modernidad. -Contuvo el aliento cuando él hizo un viraje brusco-. ¿Qué haces? -Miró atrás y luego se volvió hacia Aidan. Miraba el retrovisor con aire de satisfacción-. ¿Periodistas?

– Esa bruja teñida de rubio y el pelotillero que carga con la cámara. Ya no nos siguen.

– De verdad que odio a esa mujer -dijo Kristen con hastío.

– Me parece que el sentimiento es mutuo.

Kristen frunció el entrecejo.

– Pues yo no le he hecho nada. ¿Por qué la ha tomado conmigo?

– Se alimenta de la desgracia ajena y esta vez te ha tocado a ti.

– Sigo sin entenderlo -protestó Kristen.

Aidan se inclinó para ajustar la calefacción.

– ¿Mejor así?

– No te preocupes, cuando iba andando a la escuela en pleno invierno pasaba más frío.

– Vivías en Kansas, ¿verdad?

Kristen suspiró.

– ¿Qué es lo que no te ha contado Abe?

Aidan sonrió con picardía y Kristen alzó los ojos con exasperación.

– Por el amor de Dios -masculló, consciente de que su rostro había adquirido un tono bastante más oscuro que el rojo rubí; parecía un volcán en erupción. Y, total, ¿por qué? No habían pasado de las caricias y los besos. Pero ambos sabían que, cuando ella lo decidiera, irían más lejos. Por una vez, las reglas las ponía ella. La sensación le resultaba muy agradable, tentadora, liberadora.

– Tendrás que acostumbrarte a que te tomen el pelo -dijo él-. En mi familia es práctica habitual.

Kristen sintió un anhelo muy fuerte; era como si alguien le aferrara el corazón. Le encantaría formar parte de aquella familia. Sintió un atisbo de celos hacia Debra; era evidente que había encajado en ella sin esfuerzo alguno.

– Háblame de Debra -dijo de pronto.

Aidan parpadeó con evidente desconcierto.

– ¿De Debra?

– Sí, ya sabes, la que se reía como yo, tu cuñada.

Aidan se concentró en la carretera.

– No tienes por qué ponerte de mal genio, abogada. ¿Qué te parece si comemos? Estoy muerto de hambre.

Era una manera muy poco sutil de cambiar de tema. Estaba claro que a Aidan no le apetecía hablar de Debra. «A lo mejor no le apetece hablar de ella conmigo», pensó.

– Perfecto. No estamos lejos de la cafetería adonde suelo ir.

Le indicó cómo llegar a Owen's, luego se recostó en el asiento y trató de que se le ocurriera algún otro tema de conversación.

– Para Abe, era su vida entera -dijo de repente Aidan. Kristen se acomodó en el asiento para observarlo de perfil. Vio que apretaba la mandíbula y que los nudillos se le ponían blancos de tan fuerte como aferraba el volante-. Cuando le dispararon, pensé que él se moriría. Y, de hecho, quiso morirse.

La voz de Aidan resultaba curiosamente inexpresiva, y aquello a Kristen le pareció más revelador que si se hubiese echado a llorar.

– Lo siento -dijo-. No tendría que haber sacado el tema.

– No te preocupes. Supongo que tienes derecho a saberlo. -Encogió sus anchos hombros-. Cuando ocurrió yo llevaba unos cuantos años en la policía y creía que ya lo había visto todo. -Sacudió la cabeza mientras se esforzaba por tragar saliva-. Pero el hecho de verla tan exánime, durante tanto tiempo… -Carraspeó-. Creo que lo peor de todo fue el entierro del bebé.

El pasmo atenazó la garganta de Kristen.

– ¿Qué bebé? -logró articular.

Aidan le dirigió una mirada breve.

– Debra estaba embarazada de ocho meses cuando le dispararon. El bebe no sobrevivió. Pensaba que lo sabías.

Ella negó con la cabeza y se volvió a mirar por la ventanilla. Cuando Aidan detuvo el coche ella ni siquiera era consciente de que estaban frente a Owen's.

– No, Abe no me contó que esperaba un hijo.

– No se lo tengas en cuenta. Desde el funeral, no ha hablado de ello con nadie, ni siquiera con mamá y papá. Pensaba que era su forma de hacerle frente. Pero le encantan los niños. Solo tienes que fijarte en cómo mira a los hijos de Sean. Estoy seguro de que tiene ganas de formar una familia.

Kristen apretó los labios para evitar que le temblaran. Aidan creía que lo que a ella le molestaba era pensar que tal vez Abe no quisiera tener hijos. Qué ironía. Abe había perdido a su hijo mientras ella… «Qué tremenda ironía.»

– ¿Era un niño o una niña? -preguntó, incapaz de callárselo.

Aidan vaciló.

– Era un niño. Abe quería llamarlo Kyle, como papá.

– Pobre Abe -dijo con voz queda-. Lo perdió todo en un solo día. -«¿Cómo se sentirá cuando descubra la verdad sobre mí?», se preguntó. No tenía ningunas ganas de averiguarlo.

Aidan apagó el motor.

– Lo que cuenta -dijo- es que hacía años que no lo veía tan feliz como durante la última semana. Has devuelto el brillo a sus ojos. -Aidan carraspeó-. Todos nos sentimos agradecidos por eso.

– Gracias. -Kristen forzó una sonrisa y señaló el local de Owen-. Vamos a comer. -Salió del coche abatida y su expresión fue de disgusto cuando al tirar de la puerta del restaurante esta no se abrió. Miró dentro; la luz estaba encendida pero todos los asientos de escay agrietado se veían desocupados.

– Según el letrero, está cerrado -observó Aidan.

– Nunca cierran al mediodía. -De pronto tuvo un presentimiento y el corazón se le aceleró-. Oh, no. Tendría que habérselo advertido. -Se dirigió corriendo a la barbería contigua y asomó la cabeza por la puerta-. Señor Poore, ¿qué le ha ocurrido a Owen?

El señor Poore levantó la vista del pelo que estaba cortando; su rostro surcado de arrugas expresaba dolor.

– Está en el hospital con Vincent, Kristen.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? -preguntó, y el señor Poore se le acercó despacio mientras se secaba las manos con la bala blanca.

– Unos bestias han apaleado a Vincent en el callejón de detrás del local cuando ha salido a tirar la basura. Este era un barrio tranquilo, y ahora… -Alzó las manos en señal de derrota-. La cosa pinta mal, Kristen, muy mal.

– No. -Kristen flaqueó y notó que Aidan le pasaba el brazo por los hombros.

– Sí -dijo muy serio el señor Poore-. Owen ha salido a ver qué ocurría y también ha recibido algún golpe, pero no está tan mal. En cuanto he oído los gritos he llamado a la policía, pero esos hombres se han largado corriendo. -Sacudió su cabeza de bola de billar-. Vincent no tenía buen aspecto, para nada. Se lo han llevado al hospital.

– ¿Sabe a cuál? -preguntó Aidan. Su voz denotaba serenidad; había adoptado el tono de un policía formulando preguntas. Aquello le proporcionó a Kristen el ánimo suficiente para mantenerse en pie.

– La policía ha dicho que irían al hospital del condado.

Aidan atrajo a Kristen con fuerza y la obligó a erguirse.

– Vamos, Kristen.


Miércoles, 25 de febrero, 14.15 horas

Aidan entró con ella en el hospital y aguardó en silencio mientras Kristen le preguntaba a una enfermera dónde podía encontrar a Vincent. La siguió hasta el ascensor y pulsó el botón de la planta de cirugía sin pronunciar palabra. Cuando ella salió del ascensor y vio a Owen sentado solo en la sala de espera, Aidan se hizo a un lado y se limitó a observar.

Kristen avanzó hasta el extremo de la sala donde se encontraba Owen y ocupó el asiento contiguo. Se lo veía envejecido. Envejecido, cansado y súbitamente débil. La culpa que sentía se mezclaba con la ira y el miedo y no estaba segura de que fuese capaz de hablar.

– ¿Estás herido? -susurró. Él negó con la cabeza.

– Vincent… -Owen dejó la frase inacabada mientras trataba con todas sus fuerzas de tragar saliva. Apartó la mirada-. Él nunca le ha hecho daño a nadie; nunca. Era el hombre de mejor corazón que he conocido en mi vida.

Kristen le aferró el brazo.

– ¿Era? Owen, háblame. -Owen no reaccionó y Kristen le tiró del brazo con más fuerza-. Maldita sea, Owen, dime si sigue con vida.

Owen se volvió con lágrimas en los ojos.

– El cura ha estado con él.

Kristen sintió como si acabaran de propinarle un puñetazo en el pecho.

– Dios mío…

Ambos guardaron silencio. De pronto, Kristen oyó unos compases del Canon de Pachelbel procedentes de su bolso. Sacó el móvil y vio que no aparecía ningún número en la pantalla.

– Eh, señorita. -Una mujer que leía el Cosmopolitan la miraba con desagrado-. Aquí dentro no se puede utilizar el móvil. ¿Es que no ha visto el cartel?

Helada por el espanto, Kristen se llevó el teléfono al oído.

– ¿Diga?

– ¿Aún no tiene la respuesta? -Era la voz de un hombre.

Por dentro temblaba, pero por fuera parecía serena.

– ¿Quién es?

– Responda sí o no, señorita Mayhew -dijo la voz en tono burlón-. ¿Tiene la respuesta?

Owen le hacía señas a la señora del Cosmopolitan para que se callara.

– No -respondió Kristen-. No tengo la respuesta.

– Muy bien -dijo la voz-. Pues dese prisa. La próxima vez no nos ocuparemos de ningún viejo, iremos por alguien muy joven. -Y colgó.

«Alguien muy joven… Rachel.»

Kristen, aterrorizada, miró el reloj. Al cabo de un cuarto de hora las clases terminarían y Rachel se encontraría sola. «Porque Aidan está aquí, conmigo.» Dirigió la vista a la pared en la que lo había visto apoyado, pero ya no estaba allí. Frenética, lo buscó hasta encontrarlo junto a un teléfono, cerca de la zona de enfermería. Corrió hacia él.

– ¿Dónde está Rachel?

Aidan colgó el teléfono con calma.

– Con Sean. Está bien, Kristen.

Notó que le flaqueaban las piernas y Aidan la sujetó por los hombros.

– ¿Seguro? -La voz le temblaba pero le daba igual-. Me han dicho que la próxima vez irán por alguien muy joven. En la primera persona que he pensado es en Rachel y… -Se le hizo un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Aidan la atrajo hacia sí y le dio unas palmaditas en la espalda mientras ella se estremecía y trataba de contener lo que parecía un torrente de lágrimas.

– Llora si quieres -susurró él-. Ya sabes que tengo dos hermanas.

Kristen se aferró a su sudadera y se contuvo.

– Creía que eran ellas las que tenían tres hermanos -dijo entre dientes, y notó que Aidan se reía en silencio.

– Todo depende de cómo se mire. Desde mi punto de vista, has tenido una mala semana. Si quieres llorar, estás en tu derecho.

Ella apretó los dientes.

– No voy a llorar.

– Entonces no necesitarás esto.

Le puso un pañuelo de papel en la mano y ella se dio unos toquecitos en los ojos lo más furtivamente que pudo. Se retiró y respiró hondo.

– Gracias. ¿Cuándo has llamado a Sean? Has estado conmigo todo el tiempo.

– Cuando estábamos abajo, mientras tú hablabas con la enfermera.

– Pero ¿cómo es que no te he oído…?

Aidan sacó el móvil.

– Le he mandado un mensaje. También le he enviado uno a Abe, pero está fuera de cobertura. He llamado a Spinnelli desde el teléfono de la zona de enfermería para explicarle lo sucedido. Tiene un equipo dedicado exclusivamente a los casos de amenaza, Kristen. Cogerán a la persona que ha herido a papá y a tu amigo.

– Es cosa de Conti -dijo muy seria-. Estoy segura.

– Y yo también. Pero Abe tiene razón. Mientras no tengamos pruebas, estar seguros no nos sirve de nada.

Kristen se volvió con disimulo a mirar a Owen. Seguía sentado allí solo.

– Tengo que volver junto a él.

Aidan le respondió con una sonrisa y ella le dio un golpecito en el brazo con timidez.

– Gracias; de verdad.

Aidan enrojeció.

– No hay de qué. Ve con tu amigo.

– ¿Está bien la chica? -preguntó Owen cuando Kristen volvió a su lado.

– Sí.

Él se arrellanó en la silla, aliviado.

– Menos mal. Parece una buena chica.

– Owen, lo siento mucho. Tendría que haberos avisado a ti y a Vincent. Me siento responsable de lo ocurrido.

Owen frunció los labios.

– ¿A ti también te han amenazado?

– El domingo por la noche entró un hombre en mi casa. -Owen palideció y le cogió la mano-. No me hizo nada -explicó ella-. Estoy bien, Abe lo ahuyentó. Pero el hombre me dijo que si no entregaba al asesino, las personas que me importaban morirían. Tendría que haberos avisado. Lo siento.

– Podrían haberte matado -dijo él con gravedad-. Dios mío. ¿A quién más han agredido?

– Han amenazado a mi madre.

El rostro de Owen denotó sorpresa.

– Pensaba que tus padres habían muerto.

– Mi madre tiene Alzheimer. No… no me reconoce. Voy a verla tan a menudo como puedo, pero mi padre no me deja que la traiga aquí. No le han hecho nada. Solo la han amenazado.

– ¿Y a quién más, Kristen? ¿A quién más han agredido?

– Al padre de Abe. Le dieron una paliza, como a Vincent. -Los labios empezaron a temblarle y los apretó con fuerza-. Pero está bien. Pobre Vincent.

Owen le puso la mano en la barbilla.

– Tú no tienes la culpa, Kristen. -Ella no dijo nada y él alzó los ojos-. No hace falta que te quedes en el hospital. Te llamaré cuando Vincent salga del quirófano. Ve con tu amigo, te está esperando.

Kristen miró a Aidan. Permanecía de pie apoyado en la pared, observándolos en silencio.

– Ese no es Abe; es su hermano Aidan. Abe le ha pedido que me acompañe durante el día de hoy.

Owen escrutó a Aidan durante un rato antes de asentir en señal de aprobación.

– Eso quiere decir que la familia te ha aceptado. Eso es bueno. A Vincent y a mí nos preocupaba que no tuvieses familia y te pasases la vida junto a dos viejos como nosotros.

Kristen le cogió las manos con firmeza.

– No te preocupes por mí. No me dejan sola ni un minuto. -Esbozó una pequeña sonrisa-. Empieza a ponerme de los nervios eso de no poder estar nunca sola. Pero todo esto no durará mucho. Mira, sé que Aidan tiene que volver al trabajo, así que le pediré que antes me lleve a casa, le diré que envíe a alguien para que te lleve a ti.

Owen esbozó una sonrisa paternal.

– No hace falta. Puedo volver solo.

Kristen suspiró.

– Por favor, Owen, piénsalo. Podría ocurrirte lo mismo que a Vincent. -Ambos se volvieron al unísono hacia las puertas del quirófano, pero seguían cerradas-. ¿Me llamarás cuando salga?

– Te doy mi palabra.


Miércoles, 25 de febrero, 15.55 horas

Abe se agazapó detrás del coche patrulla.

– No parece que aquí viva nadie.

Habían encontrado la antigua propiedad de los Worth y, dentro de esta, una pequeña choza. Atravesaba el techo un tubo de estufa, pero no salía humo. Llevaban aguardando veinte minutos y no habían apreciado el más mínimo movimiento.

– Entremos -propuso Mia.

Abe se dio cuenta de que era su primera incursión juntos.

– Yo iré delante -dijo él-. Tú cúbreme.

– A mí se me ve menos y es más difícil que me den -protestó Mia-. Con Ray, yo siempre iba delante.

Abe la miró, algo molesto.

– Yo no soy Ray.

– Lanzad una moneda al aire y entrad de una vez -los apremió Jack, malhumorado, desde otro coche patrulla-. Ojalá hubiese suficiente luz para poder registrar el lugar; seguro que en esa choza no hay suministro eléctrico.

– Jack tiene razón -accedió Abe-. Cúbreme, por favor. -Abe salió de detrás del coche empuñando el arma, era consciente de que un francotirador podría hallarse escondido en cualquier rincón de la propiedad. Iba plenamente equipado para la intervención, pero una incursión siempre entrañaba peligro, y aquella aún más, puesto que la espesa vegetación proporcionaba protección a quien los acechara. Se acercó al porche de la entrada y, antes de subir el primer escalón, tomó la precaución de probar la resistencia de las tablas del suelo.

– «Cúbreme» -masculló Mia en tono burlón, pero hizo lo que le había pedido. Lo siguió con agilidad escalera arriba y a continuación se apostaron uno a cada lado de la puerta de madera.

– ¡Policía! -gritó Abe-. ¡Abran!

Siguió un silencio sepulcral. Probó a accionar el pomo de la puerta y este giró con facilidad.

– No está cerrado con llave -susurró Mia, y entró detrás de él-. Hace mucho tiempo que aquí no vive nadie.

– Tienes razón. -Abe retrocedió hasta la puerta e hizo señas a Jack y al resto para que entrasen-. ¡Campo libre! -gritó, y se dio media vuelta para inspeccionar el interior sin separaciones de la choza-. No vive aquí, eso está claro.

– Y el suelo no es de cemento como en las fotos, así que cometió los asesinatos en otro sitio. -Mia abrió un armario que había colgado encima de un lavabo seco-. No hay agua corriente, pero he encontrado unos cuantos botes de judías y una pastilla de jabón. -Cogió el jabón y lo sostuvo en alto a contraluz-. Se parece al que usaba mi abuela. Es muy antiguo.

– ¿Qué es antiguo? -preguntó Jack desde la puerta.

– Todo. -Mia exhaló un suspiro de frustración-. Pensaba que estábamos sobre la pista.

– La paciencia no es una de sus virtudes, ¿verdad? -preguntó Abe a Jack.

Este sonrió.

– Pues sí que has tardado en darte cuenta. Menudo detective estás hecho.

Abe le devolvió la sonrisa y recorrió el perímetro interior de la cabaña.

– Alguien ha estado aquí hace poco -dijo, y mostró un periódico-. Es del 28 de diciembre del año pasado.

– Y mirad esto. -Mia se agachó y cuando se incorporó sostenía una bala en la mano enguantada-. Está limpísima. Tiene dos uves dobles entrelazadas, como las otras. Uve doble, de Worth.

– Pues no debe de haberse quedado aquí mucho tiempo. Está todo lleno de telarañas.

– No vive aquí. -Abe abrió la puerta trasera y miró el terreno que se extendía ante él-. Tenías razón, Mia; dispone de un campo donde practicar el tiro.

Salió pisando la nieve y siguió observando el terreno, pendiente de detectar algún movimiento. Descubrió un objetivo móvil improvisado, un alambre tendido entre dos árboles del que colgaba un tablero de contrachapado del tamaño de una puerta recubierto con una típica figura de hombre recortada en papel. Tenía agujeros en la frente y a la altura del corazón. No había rastro de tiros errados.

– Se mueve gracias a un motorcito con pilas que acciona la pinza que lo sujeta. Es perfecto; tiene cuatro velocidades.

Mia rodeó el objetivo.

– No hay balas ni huellas a la vista. La última vez que nevó fue hace una semana, lo cual quiere decir que no se ha acercado por aquí desde entonces.

– ¡Mia! ¡Abe! -Jack les hacía señas desde la puerta trasera-. Venid a ver esto. -Sostenía dos marcos de foto-. Hemos encontrado esto en una caja junto a una cuna.

Uno contenía una foto de familia; aparecían el padre, la madre y dos hijos.

– Por la indumentaria, parece de principios de los años treinta -opinó Mia-. Podrían ser los Worth.

– Sacaremos las fotos de los marcos en el laboratorio -indicó Jack-. Tal vez encontremos algo escrito en el reverso. Mirad esta otra. Es el hijo mayor, unos diez años después; abraza a una chica.

– Va vestido de marinero -observó Abe-. Podrían ser Genny O'Reilly y Hank Worth justo antes de que él se marchase a la guerra.

– Es posible. Me pregunto por qué el señor James no mencionó al hijo pequeño. -Mia dio un vistazo a su alrededor-. ¿Habéis encontrado algo más, chicos?

El agente de la policía científica que sostenía el foco negó con la cabeza y lo apagó.

– No. He cogido el jabón y los botes. En el laboratorio analizaremos las huellas. Podemos instalar unos cuantos focos y buscar más huellas por la pared y los muebles, pero yo no echaría las campanas al vuelo.

Mia frunció los labios, pensativa.

– No está todo perdido; eso si la chica resulta ser Genny, claro está.

Jack guardó en la bolsa las fotografías enmarcadas.

– Pues crucemos los dedos porque esto es todo cuanto tenemos.

– ¿Detective Reagan? -Un policía vestido de uniforme apareció frente a la puerta principal-. Spinnelli lo ha llamado por la radio, dice que se ponga en contacto con él en cuanto termine con esto. Es importante.

«Kristen.» El corazón le dio un vuelco y tuvo que esforzarse por respirar hondo y tranquilizarse.

– ¿Ha dicho que era importante o urgente?

– Importante.

Kristen estaba bien. Si se hubiese visto en apuros, Spinnelli habría dicho que el asunto era urgente. Abe miró a Mia.

– ¿Hemos terminado con esto?

Ella asintió.

– Sí. Llama a Spinnelli.


Miércoles, 25 de febrero, 18.15 horas

Había llegado tarde y no había visto al juez entrar en el hotel. Alzó la vista a los ventanales de la fachada. No importaba. Según las anotaciones de Skinner, Hillman nunca se quedaba a pasar la noche.

Aprovechó la espera para repasar mentalmente la transcripción del juicio que tendría que haber servido para que se hiciera justicia con el caso de Leah. Por desgracia, no había sido así. El jurado había hecho su trabajo y había concluido que el acusado era culpable. Pero con una maniobra poco frecuente, Hillman había rechazado el veredicto acogiéndose a un tecnicismo jurídico. El ser monstruoso que había violado a Leah salió de la sala del tribunal en libertad.

En aquellos momentos todavía no conocía a Leah. Habían hablado por primera vez después del juicio, cuando ella no era ni la sombra de la mujer que un día había sido. Leyó la transcripción y la impotencia le hizo sentir una ira desgarradora a medida que pasaba las páginas.

Ahora no se sentía impotente. Era Hillman quien iba a tener esa sensación.

Aguardó pacientemente a que el hombre saliera caminando con el brío que le era propio. Hillman se detuvo junto a un viejo Dodge. Aquel intento patético de subterfugio no engañaba a nadie. «Y menos a mí», pensó. Puso en marcha la furgoneta y se acercó hasta donde Hillman tenía el coche aparcado. Le dolía la cabeza, pero se olvidó del malestar y se concentró en su víctima.

Vio la alarma en los ojos de Hillman en el mismo instante en que él bajó de la furgoneta con el revólver bien a la vista; el silenciador brillaba bajo la luz del aparcamiento.

– Ponga las manos donde yo pueda verlas -le ordenó sin alterarse. Hillman se llevó las manos a los bolsillos y él le clavó la pistola en el vientre con mucha más fuerza de la necesaria; estaba enfadado con el juez y también por los acontecimientos del día-. He dicho que quiero verlas. Si aprieto el gatillo ahora, morirá aquí mismo, en este aparcamiento, junto al coche que utiliza para que su mujer no descubra que tiene una amante.

Hillman abrió los ojos como platos.

– Si lo que quiere es dinero…

– No soy un vulgar atracador, juez Hillman. -Abrió la puerta lateral del vehículo y observó cómo Hillman palidecía al darse cuenta de lo que le esperaba-. Quítese el abrigo. -Al ver que no se movía, le clavó la pistola en el vientre con más fuerza-. Ahora mismo, por favor.

Con manos temblorosas, Hillman se desabrochó los botones de la carísima prenda de lana.

– No se irá de rositas -dijo con voz entrecortada.

La frase lo hizo sonreír.

– Con Skinner lo conseguí. Claro que fue una lástima que en lugar de Carson muriera su guardaespaldas, pero para aprender a hacer una tortilla hay que romper unos cuantos huevos. Lo más probable es que de esta también salga airoso. Y aunque no sea así, usted morirá de todas formas.

Hillman palideció aún más.

– Oh, Dios mío.

– Espero sinceramente que esté preparado para enfrentarse al Creador, juez Hillman, porque es Él quien va a juzgarlo. Entre y tome asiento.

Hillman miró a su alrededor con desespero, pero, por supuesto, no había nadie por allí. Así lo había planeado Hillman semana tras semana. Un aparcamiento desierto donde nadie lo vería acudir a la cita con su amante.

– Voy a gritar -amenazó con voz quebrada.

– Nadie le oirá y morirá de todas formas. Es una pena que estuviese tan preocupado por mantener el anonimato en sus citas con la señorita Quincy. -Sonrió con crueldad-. Qué ironía, ¿verdad? -Empujó más la pistola-. Si aprieto el gatillo, morirá.

– Y si me monto en el coche con usted, también.

El asesino arqueó las cejas.

– Pero es un cobarde y conservará hasta el final las esperanzas de que alguien acuda a salvarlo. Contaré hasta tres, juez Hillman. Una, dos…

El juez entró en la furgoneta, tal como él sabía que acabaría haciendo. Con la eficiencia que otorgaba la práctica, extendió el brazo y cerró las esposas que mantendrían a Hillman inmóvil en el fondo de la furgoneta. El hombre empezó a patalear y le propinó un puntapié inesperado que lo hizo estremecerse de dolor.

– Pagará por esto, juez Hillman -afirmó-. Igual que por todo lo demás.

A Hillman le brillaba la frente.

– ¿Qué es lo que he hecho?

Cortó un pedazo de cinta aislante para cubrirle con él la boca.

– Leah Broderick.

En los ojos de Hillman vio que aquel nombre no significaba nada para él y su furia contenida creció.

– Aún no se acuerda de ella, pero pronto lo hará. Antes de que esto termine, todos la recordarán. -Presionó la cinta contra la boca de Hillman y se aseguró de cubrir también el bigote, fino como un lápiz. Cuando le arrancase la cinta, el tirón le dolería. No era más que una menudencia, una nimiedad.

Pero había tenido un mal día.


Miércoles, 25 de febrero, 18,30 horas

Abe oyó los golpes en cuanto salió del todoterreno. Aparcó en la calle, pues el Camaro de Aidan ocupaba el camino de entrada a la casa de Kristen. Se detuvo junto al coche patrulla, y McIntyre bajó la ventanilla.

– ¿Hay alguna novedad?

McIntyre se encogió de hombros.

– No han traído ningún paquete. Ha recibido una visita del hombre que vive dos casas más abajo, pero no lo ha dejado entrar. Su hermano la ha traído del hospital hace unas horas. Al oír los golpes me he acercado a ver qué ocurría, pero su hermano me ha dicho que todo iba bien, que solo estaba quitándose de encima el estrés. Creo que está bien.

Abe asintió. Spinnelli le había contado lo de sus amigos del restaurante. Sabía que lo estaba pasando mal.

– Gracias.

Subió corriendo por el camino y aminoró la marcha al llegar arriba. Detrás del coche de alquiler se alzaba una pila de armarios destrozados; y allí estaba también el viejo horno, volcado en el suelo. Abrió la puerta de la cocina con cautela y vio a Aidan extrayendo la nevera, tan antigua como el horno. Su hermano lo vio; no paraba de resollar.

– Este maldito cacharro no lleva ruedas -gruñó Aidan-. Pesa una tonelada. Cierra la puerta o cogeremos una pulmonía.

Abe lo hizo y se lo quedó mirando con sorpresa al tiempo que los golpes cesaban. Una capa de polvo blanco cubría la cocina y todo lo que esta contenía, incluidos a Aidan y a Kristen. Ella se encontraba frente a la pared del fondo con un martillo en la mano. A través del gran agujero, Abe podía ver parte de la vieja sala.

Kristen se volvió, su pelo recogido parecía blanco en lugar de rojizo. Regueros de sudor se deslizaban por sus mejillas, enrojecidas por el esfuerzo, y sus pechos subían y bajaban tras una camiseta sin mangas muy fina, como de papel de fumar. Llevaba un sujetador deportivo y unas ajustadas mallas de ciclista. En un abrir y cerrar de ojos, la camiseta reveló cuánto se alegraba de verlo. Abe hizo un esfuerzo por apartar la vista de sus pezones y mirarla a los ojos. Sus ojos verdes reflejaban sinceridad y excitación. Bajó el brazo poco a poco y el martillo acabó colgando de su mano.

Aidan carraspeó.

– Es hora de que me vaya a trabajar.

Abe observó a Aidan mientras salía por la puerta de la cocina y se dio cuenta de que también él hacía esfuerzos por apartar la vista de la finísima prenda de Kristen.

– Hasta luego. Llámame si necesitas… cualquier cosa. -Pronuncio las últimas palabras con un amago de tos que Abe sabía que disimulaba una risita.

La puerta se cerró y Kristen y Abe se quedaron solos entre los escombros de la cocina.

Abe no sabía muy bien qué decir. Abrió la boca y volvió a cerrarla; al fin se dio por vencido y puso los ojos en los pechos de Kristen.

– ¿Qué has descubierto? -preguntó ella con voz ronca.

Rápidamente volvió a levantar la vista y a posarla en los ojos de ella.

– Hemos encontrado el terreno donde practica, pero él no estaba. -Ella asimiló lo que le decía en silencio, sin mover ni un músculo. Él, incómodo, señaló los escombros-. ¿Qué es todo esto?

Abe observó sus labios temblorosos, pero enseguida los tensó y controló el temblor con firmeza. Se volvió hacia la pared, alzó el martillo y empezó a golpearla de nuevo. Durante un minuto él se limitó a observarla. Luego, se despojó del abrigo y de la chaqueta del traje y los dejó caer al suelo; de haberlos dejado en otro lugar, habrían quedado cubiertos de polvo de todos modos. A continuación se quitó la corbata y la camisa. Encima de la mesa había una palanca; la cogió y se dispuso a derribar la pared que quedaba alrededor del agujero que ella había empezado a abrir.

Durante diez minutos trabajaron codo con codo sin dirigirse la palabra. Ella golpeaba la pared y él derribaba los cascotes restantes. Entonces ella se detuvo y volvió a hacerse el silencio.

– Vincent está en cuidados intensivos -suspiró. El martillo se le resbaló de la mano y fue a parar al suelo-. Los hombres de Conti le han dado una paliza.

Abe dejó la palanca en la mesa, detrás de él, sin volverse, y le tendió los brazos. Ella se acercó de buena gana y se apoyó en su pecho con los puños cerrados. Él la rodeó con sus brazos y posó la mejilla en su cabeza.

– Lo sé, cariño. Lo siento muchísimo.

Ella lo golpeó con el puño en el pecho con gesto contenido; solo una vez.

– Ha sufrido un derrame cerebral en la mesa de operaciones. Acababa de llegar a casa con Aidan cuando Owen me ha llamado. Los médicos dicen que es posible que no lo supere. Maldita sea, Abe. Conti ha hecho que le dieran una paliza por mi culpa. -Estaba abatida, pero no lloró-. Vincent es un buen hombre. Es amable y nunca ha hecho daño a nadie.

Él la meció con suavidad y ella abrió y cerró los puños varias veces contra su pecho.

– Tú no tienes la culpa, Kristen. Ya lo sabes.

Ella volvió a golpearlo, esta vez con más fuerza.

– Luego he entrado en casa y Aidan ha cerrado la puerta. -Ahora sí resbalaban lágrimas por sus mejillas; Abe no tenía ni idea de qué podía hacer, así que se limitó a abrazarla-. Al cabo de un rato han llamado y me he asustado. Me daba miedo abrir la puerta de mi propia casa. -Sollozó como si se ahogase-. Pero solo era el presidente de la asociación de vecinos. Han firmado una petición entre todos. Dicen que soy un peligro para el vecindario y quieren que me vaya de aquí. Quieren echarme de mi casa.

Los hombros de Kristen volvieron a hundirse y Abe sintió ganas de ir a casa de los vecinos y estrangularlos.

– No pueden echarte, cariño -susurró-. Nos ocuparemos de eso más tarde.

– He roto en pedazos la petición y se la he tirado a la cara -prosiguió como si él no hubiese abierto la boca-. Luego lo he mandado al infierno, a él y a su asociación.

Él sonrió sobre su pelo cubierto de restos de escayola.

– Bien hecho -murmuró.

Ella se apartó, tenía el rostro empapado pero sus ojos ya no derramaban lágrimas.

– Me he cambiado de ropa. He decidido ponerme lo que me diera la gana para estar en mi casa. A continuación, he ido por el martillo y he abierto el boquete en la pared. -Miró a su alrededor con mala cara-. Y los gatos han corrido a esconderse.

Él le limpió las mejillas con el pulgar.

– Saldrán cuando tengan hambre.

– Ya lo sé. Tu hermano me ha preguntado qué quería que hiciera y le he pedido que tirase los armarios. Y también los electrodomésticos. Son viejos y feos.

– Sí. -Abe tanteó su pelo en busca de las horquillas y empezó a quitárselas una a una-. En cambio tú eres muy guapa.

Le pareció que había conseguido disipar su turbación.

– Lo crees de veras, ¿no?

– No lo creo, lo sé.

Ella tragó saliva y su corazón se aceleró.

– Tú haces que me sienta guapa. -Lo dijo con un hilo de voz, como si tuviese miedo de que alguien más lo oyera-. Y…

Él le rozó los labios con los suyos.

– ¿Y sexy?

La mirada de Kristen se tornó apasionada.

– Nadie había conseguido nunca que me sintiese así.

– Peor para ellos. Y mejor para mí -dijo mientras le presionaba la espalda para atraerla hacia sí y se apoderaba de su boca tal como había soñado desde que la noche anterior la enviara a acostarse sola.

Ella puso las palmas de las manos en su pecho y hurgó con los dedos en su vello, luego las movió arriba y abajo para darle placer, tal como él le había enseñado. Él le acarició la espalda, se moría de ganas de abrazarla con fuerza, de apretarla contra sí, de introducirse en ella, de notar que se estremecía abrazada a él. Por suerte, en el último momento su mente tomó el control de la situación y detuvo las manos en sus caderas. Gimió junto a sus labios y se apartó.

– No quiero forzarte.

Ella respiraba con igual agitación que él.

– No lo haces. -Se puso de puntillas para rodearle el cuello con los brazos y al hacerlo sus pechos ejercieron presión en él-. Anoche viniste a mi dormitorio -susurró pegada a su boca, y a continuación lo besó con suavidad-. ¿Por qué?

La boca se le secó de golpe.

– Quería asegurarme de que estabas bien.

Ella sacudió la cabeza y con el movimiento rozó sus labios.

– Prueba otra respuesta.

Él cerró los ojos y bajó los dedos hasta rozar el principio de la curva de sus nalgas. Las mallas de ciclista realzaban las curvas de su cuerpo.

– Esperaba que me pidieses que me quedase contigo.

– ¿Con qué intenciones? -Lo dijo con un puro ronroneo.

Abe se estremeció de pies a cabeza. Ella había vuelto a tomar las riendas y él volvió a prometerse a sí mismo que bajo ningún concepto le tomaría la delantera. Si solo trataba de provocarlo, lo soportaría. Tal vez aquel juego acabase con él, pero lo soportaría. Sabía que ella lo deseaba. Notaba sus pezones duros contra su pecho. Pero hasta que estuviese preparada, hasta que le pidiera lo contrario, se dominaría.

Ella le mordisqueó los labios.

– ¿Qué habrías hecho si te hubiese pedido que te quedaras?

Él volvió a tragar saliva.

– Kristen, no creo…

– He soñado contigo toda la noche -susurró ella.

Él abrió los ojos y de nuevo creyó morir.

– ¿Y qué has soñado?

– Que me tocabas y me hacías gritar.

Él bajó las manos a las nalgas y empezó a acariciarlas.

– ¿Así?

– Justo así. Luego me hacías el amor. -Vaciló un momento y apartó la vista.

Él le tomó la barbilla con una mano mientras con la otra aferraba su nalga con fuerza.

– Mírame, por favor. -Aguardó hasta que sus pestañas se levantaron y desvelaron la tímida indecisión de su mirada-. Has soñado que hacía el amor contigo. ¿Y qué más?

Ella suspiró varias veces.

– Te gustaba -respondió finalmente.

Abe se sintió como si acabase de darle un puñetazo.

– Kristen… No se trata de que a mí me guste. A estas alturas, ¿aún no te has dado cuenta? Se trata de que nos guste a los dos. -La besó intensamente-. ¿Te ha gustado esto?

Ella asintió con un movimiento muy leve.

– Sí.

Le soltó la barbilla y con la mano le cubrió un pecho; oyó una inspiración brusca y notó que el pezón se erguía.

– ¿Y esto?

Ella le pasó la lengua por los labios y retuvo el inferior entre sus dientes.

– Sí.

Él rozó con los nudillos el punto de unión de los muslos y notó cómo se estremecía.

– Y la otra noche, ¿te gustó?

– Ya sabes que sí.

Le cogió una de las manos, aún posadas en su cuello, y le besó la palma.

– Entonces te prometo que a mí me gustarán las mismas cosas. -Le bajó la mano hasta hacerle recorrer su erección con la punta de los dedos y, en respuesta, se puso tenso-. ¿Lo ves? A mí también me gusta. -La indecisión enturbió los ojos de Kristen; Abe volvió a maldecir a quien le había hecho tanto daño, a quien se había atrevido a herir a aquel ser magnífico-. Pero no tienes por qué hacer nada que no te apetezca -susurró, y los labios de ella adquirieron un gesto decidido. Fue como si él le plantease un reto-. Kristen, no te estoy desafiando. Podemos dejarlo ahora mis…

Ella quiso besarlo y le tiró del cuello con tal fuerza que lo hizo ver las estrellas.

– Ni se te ocurra -suspiró en tono feroz-. No me trates como si fuese de cristal. Cuando anoche entraste en mi habitación, ¿qué querías? Sé sincero conmigo.

Abe no habría podido mentir aunque hubiese querido.

– Quería estar dentro de ti. Quería sentir que me envolvías. Quería oírte gritar y suplicarme que siguiera. Lo deseaba más que el aire que respiro. ¿Te parece que he sido lo bastante sincero?

A Kristen se le llenaron los ojos de lágrimas pero parpadeó en un gesto retador para evitar derramarlas.

– Sí. Ahora, dime, si las cosas fueran normales… Si yo fuera normal…

Esta vez fue él quien la interrumpió estampándole un beso.

– No sigas. Tú no tienes nada de raro.

Los ojos verdes de ella emitieron un intenso destello.

– Entonces demuéstramelo. Demuéstrame cómo se supone que funciona todo esto, porque siempre he querido saberlo.

Permanecieron un momento mirándose el uno al otro y Abe se percató de que ahora era ella quien lo desafiaba. Quería que la cortejara, que se mostrase enamorado. Y también se percató de otra cosa. Estaba muerto de miedo. Inspiró hondo y exhaló el aire poco a poco.

– Muy bien. La cosa funciona así. Para empezar, yo iría mejor vestido. Llevaría traje y tal vez corbata.

Ella esbozó una sonrisa y extendió las manos en su pecho desnudo.

– Me gustas así. ¿Qué más?

El contacto de sus manos le parecía de lo más agradable.

– Luego te prepararía una cena exquisita.

Ella alzó una ceja.

– ¿Sabes cocinar?

Él sonrió.

– Claro. ¿Tú no?

Ella frunció el entrecejo.

– Pensaba que se trataba de conquistarme, no de insultarme.

– Lo siento. Después de cenar, pondría música suave y te estrecharía entre mis brazos. -La atrajo hacia sí y ella bajó los brazos y los posó en los hombros de él-. Y bailaríamos.

– No sé bailar -confesó.

– Bueno, da igual. -Le rozó los labios con los suyos en un beso fugaz-. El baile no es lo más importante.

– ¿Qué es lo más importante? -preguntó ella sin apenas aliento.

– Abrazarte. Acariciarte. Notar el contacto de tu cuerpo contra el mío. Hacerte desear ir un poquito más allá. -Se balanceó junto a ella y le enseñó a seguir el compás, y permitió que su cuerpo excitado la rozara levemente. Ella se estremeció en sus brazos y él apretó los dientes al notar aquella súbita oleada de placer.

– La cosa va bien -dijo ella con voz emocionada-. ¿Cómo sigue?

– Paciencia, paciencia. -Le besó la polvorienta frente-. Aún no hemos terminado de bailar. -Pero fue disminuyendo el ritmo hasta que se mecieron sin levantar los pies del suelo. Le besó la sien, la barbilla, el hueco de la garganta. Y la oyó suspirar-. A estas alturas me estaría muriendo de ganas de notar tu cuerpo pegado con fuerza al mío -dijo-. Sin dejar de bailar, te haría retroceder hasta que tuvieses la espalda contra la pared y me apoyaría en ti. -Arqueó las cejas-. Pero la has echado abajo, así que no puedo hacerlo.

Ella sonrió; su sonrisa de sirena le hizo bullir la sangre.

– Pues improvisa.

Él no pudo aguardar más. Le invadió la boca con un beso que representaba todo cuanto deseaba y ella se lo devolvió con igual pasión. Deslizó los brazos alrededor de su cuello y apoyó todo su cuerpo en él. Abe aferró la redondez de sus nalgas con ambas manos, la levantó y la abrazó con fuerza, tal como había soñado. Ella arqueó la espalda y suavizó el contacto hasta que él gimió y ambos se dejaron caer de rodillas. Con un movimiento ágil, la colocó de espaldas en el suelo y le sostuvo la cabeza con las manos.

Luego acercó su rostro al de ella. Todos los músculos de su cuerpo pedían a gritos que liberase la tensión contenida.

– Esto es lo que quería. -Se abrió paso entre los muslos de ella, ejerció presión con las caderas y detectó un centelleo en sus ojos-. Es lo que quise la primera vez que te vi.

– Es también lo que yo quiero -dijo Kristen-. Muéstrame el resto, Abe, por favor.

Él retrocedió hasta quedar arrodillado. Le quitó la camiseta y al hacerlo la despojó también del sujetador. Ella levantó los brazos para ayudarlo y quedó desnuda hasta la cintura ante la mirada de él.

– Eres preciosa, Kristen. Sabía que eras preciosa. -Se apoyó sobre los codos mientras ella permanecía tendida, pendiente de todos sus movimientos-. Cuando te tuviera así, bien sofocada, te haría desear ir más allá. -Bajó la cabeza y le succionó el pezón con suavidad. Ella se agitaba bajo su cuerpo. Repitió el movimiento y ella arqueó la espalda para pedirle más. Pero él continuó con las suaves caricias, como suspiros en su piel. Hasta que la hizo gemir.

– Por favor.

– Por favor ¿qué?

Ella volvió a arquear la espalda.

– Mierda, Abe. Ya lo sabes.

Él pasó la lengua por debajo de su pecho y el sabor salino de su piel le hizo prometerse que la haría sudar mucho más.

– Tal vez no -susurró-. Te estoy demostrando lo que haría y vas tú y me cambias las reglas del juego.

Ella rio con una risa ahogada, impaciente.

– Abe.

Él decidió tener compasión y concederle lo que no pedía por timidez, le rodeó el pecho con la boca y lo succionó; le rozó el pezón con la lengua y volvió a succionar. Ella gimió, hundió los dedos en su pelo y lo atrajo hacia sí. Y entonces él se dio por vencido. Le devoró primero un pecho y luego el otro, hasta que ella empezó a retorcerse.

– Dios -dijo entre jadeos.

Él levantó la cabeza, presa del pánico.

– Por favor, no me pidas que pare ahora.

Ella levantó la cabeza del suelo y lo miró a los ojos.

– Si paras, te mato.

Él exhaló un pequeño suspiro de alivio. No estaba seguro de qué habría hecho si le hubiese pedido que se detuviera. Habría parado, pero… Le besó los pechos humedecidos y siguió por el estómago hasta el ombligo, espaciando los besos cada vez más.

Ella levantó las caderas.

– Abe, puede que todo esto sea nuevo para mí, pero creo que ha llegado el momento de quitarnos toda la ropa.

Él se había deslizado por su cuerpo. Tenía los hombros entre los muslos de ella.

– Entonces te alegrarás de contar con un experto como yo -dijo en tono frívolo-. Eres muy impaciente. -Introdujo la boca entre sus piernas y ella gritó-. Dios, qué húmeda estás ya -dijo, y la miró a los ojos. Ella se incorporó apoyándose sobre los codos; sus ojos exigían más-. Esto es lo que quería ayer -dijo él en voz baja-, ¿lo entiendes? -Ella asintió sin pronunciar palabra; el corazón de Abe amenazaba con salírsele del pecho-. ¿Puedo? -Y ella volvió a asentir.

Incapaz de esperar más, le bajó las mallas de un tirón. Luego descendió sobre ella y enterró la boca en su cálida y húmeda excitación. Ella se tendió mientras exhalaba otro gemido entrecortado y se cubría los ojos con el brazo. Y Abe se lanzó al banquete. Había pasado mucho tiempo desde la última vez, y Kristen sabía a gloria.

Unos grititos guturales y espasmódicos surgieron de la boca de ella y él aminoró el ritmo para prolongar al máximo su placer.

– ¿Te gusta esto? -preguntó.

– Sí -respondió levantando las caderas-. Por favor. -Y unos gloriosos instantes después empezó a tensarse y extendió los brazos en busca de él. Él le cogió una mano mientras con la otra la rodeaba por detrás y la atraía hacia sí-. Abe. -Pronunció su nombre en un grito agudo y penetrante y él intensificó la presión hasta que ella se liberó al tiempo que emitía un largo y quedo gemido. Sus besos recorrieron suavemente la parte interior de sus muslos hasta que su respiración se tornó regular.

Su cuerpo exigía liberar la tensión contenida. Levantó la cabeza y al mirarla se dijo que nunca, nunca, olvidaría su aspecto en aquellos momentos. Estaba radiante, rebosante de placer. Impresionada. Y cubierta de yeso blanco.

Ella lo miró a los ojos.

– ¿Y qué harías después? -suspiró.

Él tragó saliva.

– Te pediría que me ayudases a desabrocharme el cinturón, y a bajarme la cremallera del pantalón.

Ella se sentó y lo ayudó a ponerse de rodillas.

– Pues te ayudo. -Y lo hizo. Tiró de la hebilla; sus pechos se agitaban con cada movimiento ante los ávidos ojos de él. Debido a la concentración, la punta de la lengua asomaba entre sus labios. Cuando al fin logró desabrocharla él le cubrió las manos con las suyas e interrumpió un momento la búsqueda.

– Espera. -Extrajo la cartera del bolsillo del pantalón y sacó un condón. Kristen abrió los ojos como platos; Abe casi podía oír los engranajes de su cabeza dando vueltas. ¿Llevaría siempre uno encima? ¿Hacía aquello con todas las mujeres? En ese punto, él disipó todas sus dudas-. Kristen, la última vez que hice el amor fue hace seis años, antes… -Vio que ella lo entendía-. Puse el condón en la cartera el miércoles por la noche, al volver a mi casa.

– Cuando me viste por primera vez -dijo muy bajito.

– Cuando volví a verte -la corrigió él con voz queda-. Ahora voy a pedirte con todo el respeto del mundo que acabes de bajarme los pantalones porque de verdad, de verdad quiero estar dentro de ti. -Las mejillas de Kristen adquirieron un tono rosado; inclinó la cabeza y se concentró en su cintura. Le costó un poco desabrochar el botón pero él dejó que lo hiciese por sí misma. Poco a poco bajó la cremallera. Exhaló un hondo suspiro. Tiró de los pantalones y de los calzoncillos hasta bajárselos a la altura de las rodillas y al suspirar de nuevo vio que él contenía la respiración. Lo acarició con vacilación y el aire retenido durante tanto rato surgió en un gemido gutural-. Dios, qué gusto. -Aquello debió de animarla, porque lo rodeó con la mano y ejerció presión, y él se supo a punto de estallar-. Para. -Le aferró el puño-. Quiero correrme dentro de ti. -Se despojó a patadas de los pantalones y se puso el condón; las manos le temblaban. Luego, se arrastró hasta colocarse entre sus piernas y la besó en la boca para volver a notar que se fundía con él-. No tengas miedo -susurró mientras la tendía de espaldas en el suelo.

Ella lo miró fijamente con los ojos muy abiertos.

– No tengo miedo.

Pero estaba asustada. Y él lo sabía. La única forma de disipar su temor era demostrarle qué se sentía. Empujó hondo y se estremeció al notar que ella lo rodeaba y contraía los músculos en señal de aceptación. La notó ardiente y tensa. Era muy guapa. «Y es mía.»

– ¿Kristen?

Su rostro parecía contrito pero el miedo había desaparecido de sus ojos.

– No pares.

– No lo haré. No puedo. -Se retiró y volvió a hundirse en ella; Kristen contuvo el aliento-. Llegados a este punto, te sugeriría… -Se interrumpió porque ella alzó las rodillas y lo asió con las caderas. Él se hundió aún más-. Oh, Dios. Sí, así. Muévete conmigo, Kristen. -Hizo que sus cuerpos cimbrearan al compás. Háblame. Dime lo que sientes.

– Es increíble -gritó cuando él empujó. Extendió los brazos para aferrarlo por los hombros-. Nunca pensé…

En algún momento, él perdió el hilo de la conversación. Su cuerpo se había hecho con el control; siguió y siguió hasta que, desde la distancia, oyó el grito ahogado de ella, notó su cuerpo contraerse a su alrededor, y aquel placer catapultó el suyo. Apretó los dientes y empujó por última vez.

A continuación se hizo la calma. Aún jadeante, se colocó de lado sin dejar de abrazarla; suplicó que, ahora que había terminado, ella no se sintiese culpable ni se arrepintiese. No pensaba consentirlo. Era una mujer extraordinaria, aunque nunca lo reconocería. Pensó que era la mujer más extraordinaria del mundo; y en ese punto detuvo sus reflexiones porque, en medio del silencio que siguió a la plenitud, se había dado cuenta de que era muy afortunado. Había gozado de dos mujeres extraordinarias en su vida. Debra se había marchado y él nunca podría hacer que volviera. Ella más que nadie habría querido que siguiese adelante; y en aquel momento, por primera vez desde el día en que abrazó a su esposa mientras esta se desangraba en la cuneta, se permitió fantasear sobre el futuro. Se imaginó qué supondría volver a llevar una vida normal, junto a una mujer a quien abrazar de noche y niños con cabellos de rizos pelirrojos. La idea le hizo sonreír.

Kristen permanecía tendida, avanzando por el caleidoscopio de sensaciones con que él la había obsequiado; allí mismo, en el suelo de la cocina. Le estampó un beso perezoso en el pecho cubierto de vello y recostó la cabeza en su brazo. La sensación predominante en aquellos momentos era el alivio. Él había sentido placer; mucho placer, si se atrevía a considerarse apta para juzgarlo. No tenía gran experiencia, pero tampoco era idiota. Casi al final había estado a punto de darle un ataque al corazón de lo agitado que tenía el pulso. La forma en que había empujado, exhibiendo sus dientes apretados; la forma en que su cuerpo se había sacudido y convulsionado; el gemido al alcanzar el clímax. Sí, había sentido placer. Y ella también. No se había corrido una vez sino dos, y la sensación no se parecía en nada a lo que había imaginado.

«Así pues, no soy frígida.» La idea era tan estimulante que soltó una carcajada.

Abe espiró con fuerza.

– Ahora te pediría que si alguna vez volvemos a hacer el amor, después no te eches a reír -dijo en tono burlón. A ella el corazón le dio un vuelco-. Es fatal para mi ego.

Ella le besó la parte inferior de la barbilla.

– No te preocupes por tu ego. Me he reído por una tontería; es que me siento feliz.

Él la atrajo hacia sí y le dio un fuerte abrazo.

– Eso no es ninguna tontería, Kristen. Es muy importante.

– Tienes razón. -Ella levantó la cabeza y contempló sus cuerpos desnudos. Era algo que pensaba que jamás vería, ella desnuda junto a un hombre. Aquel hombre era Abe, y eso era muy importante. Le besó el hombro y luego descansó la cabeza en su brazo-. ¿Te das cuenta de que estamos desnudos en la cocina de mi casa con un coche patrulla en la puerta?

Él se frotó la nariz.

– ¿Te das cuenta de que estoy a punto de estornudar por culpa de tanto polvo y de estar aquí tumbado sobre los escombros? -preguntó, y ella soltó una risita. Una risita. Ella, Kristen Mayhew, con fama de frígida, estaba tendida desnuda sobre un montón de yeso junto a un hombre que parecía Abe Reagan y riéndose. Él sonrió y le tocó la punta de la nariz-. Tendrías que reírte más a menudo -dijo-. Tienes la nariz cubierta de yeso.

Ella se desperezó lentamente; se sentía mejor que de maravilla.

– Eso se arregla con una ducha.

– Mmm… La ducha. -Apenas podía contener la risa-. ¿Quieres saber lo que tengo ganas de hacer en la ducha?

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