Miércoles, 18 de febrero, 21.30 horas
Spinnelli los esperaba en el laboratorio. Mientras entraban en fila, como si fuesen los Reyes Magos con presentes para el Niño Jesús, Spinnelli golpeteaba la palma de su mano con un par de guantes de látex.
– ¿Por qué habéis tardado tanto? -les espetó en cuanto Abe depositó una caja encima de la mesa de acero inoxidable que ocupaba el centro de la sala.
– Tuvimos que esperar a que Jack terminase -respondió Mia en tono igualmente seco mientras depositaba otra caja junto a la de Abe.
Jack Unger, el investigador de la escena del crimen, era el jefe de la unidad de la policía científica a la que habían encargado efectuar un minucioso examen del aparcamiento. El equipo trabajaba de forma concienzuda y profesional, y Abe se vio obligado a respetar su meticulosidad a pesar de que la inquietud lo invadía por momentos. A buen seguro las cajas contenían las pruebas de un homicidio múltiple, pero la iluminación del aparcamiento era demasiado tenue para distinguir nada. Jack había insistido en que debían finalizar el rastreo inicial antes de examinar el contenido del maletero del coche. Él fue quien depositó la última caja sobre la mesa y se dirigió a Spinnelli.
– ¿Cómo prefieres que lo hagamos, rápido o bien? -preguntó sin inmutarse.
– Rápido y bien -respondió Spinnelli-. ¿Dónde está Kristen?
– Aquí. -Kristen apareció la última y cerró la puerta-. Estaba tratando de ponerme en contacto con John Alden para explicarle lo sucedido, pero ha saltado el contestador.
– Bueno, pues ya que estáis aquí, ¿qué os parece si me lo explicáis a mí? -propuso Spinnelli mientras se embutía los guantes.
Kristen se quitó el abrigo, lo cual confirmó las sospechas de Abe. La gruesa prenda invernal ocultaba una figura menuda y delgada ataviada con un traje negro entallado que contrastaba con la piel de color marfil y el verde de aquella mirada que lo había cautivado desde el momento en que la viera junto al ascensor; tenía una voluminosa melena y los ojos grandes. Recordó la única vez que la había visto con anterioridad, hacía dos años. Aquel día también vestía de negro. Al parecer, ella también se había fijado en él, pero aún no era capaz de atar cabos. Abe se preguntó si llegaría a hacerlo, que acabara recordando aquel encuentro sería sorprendente. En el ascensor, con aquella mata de rizos de color rojizo que sobresalían en todas direcciones, no la había reconocido. Aquel día, dos años atrás, llevaba el pelo recogido en un moño muy tirante que daba toda la impresión de provocarle dolor de cabeza, igual que en ese momento.
Se quedó mirando a Kristen. Se pasaba la mano por el pelo para asegurarse de que no se había soltado el moño que se había hecho antes de que Mia y Jack llegaran al aparcamiento. No hacía falta ser detective para darse cuenta de que se estaba refugiando de nuevo en su papel de fiscal. Su reputación no le permitía llevar el pelo alborotado, sentir miedo ni aferrar el brazo de un desconocido.
– He conocido al detective Reagan mientras esperábamos el ascensor. -Se encogió ligeramente de hombros-. Era tarde y se ofreció a acompañarme al coche, pero al llegar allí vi que tenía una rueda pinchada. Y al abrir el maletero para cambiarla, encontré eso. -Señaló las tres cajas de leche y a continuación extendió la mano con la palma hacia arriba-. ¿Hay más guantes?
Jack le tendió un par y ella se los puso y se situó en un lugar frente a la mesa lo más alejado posible de Abe. Mantenía las distancias, lo había hecho durante la hora entera que había transcurrido desde que descubrieran las cajas llenas de prendas con sus sobres. Y no se había aferrado una sola vez a su brazo ni al de ninguna otra persona; Abe sabía que se sentía avergonzada por haberse mostrado vulnerable y asustada. Su actitud ya no expresaba lo uno ni lo otro; había recuperado la entereza y la cautela. Aquella transformación radical lo fascinó.
– Echemos un vistazo a lo que te ha dejado tu admirador secreto -dijo Jack-. ¿Prefieres empezar por alguna caja en concreto?
Abe observó que los ojos de Kristen se dirigían con rapidez a la última caja. La de la fotografía del torso cosido, la que le había hecho aferrarse a su brazo por el temor de que contuviese órganos humanos y la que él mismo había transportado.
– Las tres pesan lo mismo -dijo Abe. Ella alzó los ojos y los posó en los de él; por un momento, observó que denotaban gratitud y alivio. Pero al instante volvió a refugiarse en la coraza profesional.
– Entonces las abriremos por orden, tal como estaban en el maletero. De izquierda a derecha.
Jack extrajo un sobre de la primera caja y lo examinó.
– Sospecho que los sobres no van a ayudarnos mucho. Parecen corrientes, seguro que los venden en cualquier tienda de material de oficina. Aun así, lo rasgaré por la parte superior por si el asesino ha sido lo bastante estúpido como para pegarlo con la lengua y proporcionarme una muestra de ADN.
– No te hagas ilusiones -gruñó Spinnelli.
– Jack es muy optimista -dijo Mia-. Todas las temporadas se compra un abono para ir a ver a los Cubs porque piensa que van a quedar campeones.
Jack le dirigió una sonrisa de complicidad.
– Este año vamos a ganar. -Al instante se puso serio y le tendió el sobre a Kristen-. ¿Reconoces a este hombre?
Kristen vaciló.
– El aparcamiento estaba demasiado oscuro. -Dio un suspiro y extendió la mano-. Déjame ver. -Abe vio que estaba temblando; sin embargo recobró el control en cuanto puso los ojos en la fotografía granulada que había pegada al sobre-. Es Anthony Ramey -musitó.
– Mierda -masculló Mia.
– ¿Quién es Anthony Ramey? -preguntó Abe.
– Un violador en serie -respondió Kristen, y tragó saliva-. Solía sorprender a sus víctimas en los aparcamientos de Michigan Avenue. Elegía a mujeres que iban a buscar el coche solas y de noche. -Sus ojos verdes se posaron fugazmente en los de él y Abe recordó el miedo que había observado en ellos cuando ambos se encontraban frente al ascensor y el ridículo espray de polvos picapica con que ella pretendía agredirlo; estaba enfadado. No era de extrañar que la hubiera asustado. Lo extraño era que, con la cantidad de crímenes que se cometían, aún se atreviera a pisar la calle, ella y todas las demás mujeres-. Llevé su acusación hace dos años y medio -explicó-, pero el jurado lo absolvió.
– ¿Por qué?
Su rostro se cubrió de pesadumbre.
– Porque registramos el piso de Ramey sin el permiso correspondiente. El juez desestimó la única prueba con que contábamos y sus víctimas fueron incapaces de identificarlo en la rueda de reconocimiento.
– Warren y Trask fueron quienes registraron la vivienda -añadió Mia; levantó un poco el sobre para ver la fotografía y volvió a depositarlo en las manos de Kristen-. Aún no se han recuperado del disgusto.
Kristen suspiró.
– Ni yo tampoco. Ninguna de las tres víctimas quería prestar declaración, y yo las animé a hacerlo diciéndoles que así conseguiríamos deshacernos de Ramey para siempre.
– Bueno, parece que alguien se ha encargado de ello -apuntó Abe, y el comentario provocó desazón en Kristen.
– Eso parece. -Le devolvió el sobre a Jack-. No creo que me guste lo que voy a ver, pero enséñame la siguiente.
Jack le tendió el segundo sobre. En él había una fotografía igual de granulada que la anterior, pero en esta aparecían tres cuerpos alineados hombro con hombro. Kristen parpadeó y la alzó para acercarla a la bombilla.
– ¿Tienes una lupa, Jack? -Sin pronunciar palabra, Jack le tendió una pequeña lente. Ella entrecerró los ojos y escudriñó la fotografía-. Dios santo.
Mia miró por encima de su hombro y masculló un improperio.
– Son los Blade.
Abe arqueó las cejas.
– ¿Los Blade? ¿Esos tres chicos son de los Blade? -Había tratado con la banda cuando era agente encubierto. Los Blade tenían fama de traficar con armas y droga. Cuando él entró en narcóticos llevaban poco tiempo operando, pero crecieron como la espuma. Quienquiera que hubiese matado a tres miembros iba a ver que su vida se convertía en un infierno.
Desde el otro extremo de la mesa, Kristen volvió a posar los ojos en él.
– Los tatuajes de su piel lo indican. Mírelo usted mismo. -Le acercó el sobre y la lupa-. El año pasado llevé la acusación de tres de ellos por haber asesinado a dos niños que esperaban el autobús escolar. -Mientras Kristen hablaba, Abe se fijó en el tatuaje de la parte superior del brazo de uno de los cadáveres; representaba dos serpientes entrelazadas. Kristen tenía buena vista. O tal vez fuese que no había conseguido apartar aquella imagen de su mente-. Los niños quedaron atrapados en el fuego cruzado entre pandillas. Tenían solo siete años.
«Santo Dios. La vida de dos niños sesgada como si tal cosa por una pandilla de vándalos enzarzados en una pelea territorial», pensó Abe. A continuación preguntó:
– ¿Y los absolvieron?
Kristen asintió y él volvió a observar que el dolor invadía sus ojos verdes. El dolor, la ira y el temor creciente.
– Hubo cuatro testigos presenciales.
– Y los cuatro sufrieron un ataque de amnesia el día del juicio -añadió Mia con amargura-. Esa vez fue culpa mía. -Volvió la cabeza-. Y de Ray.
– Hiciste cuanto pudiste, Mia -la tranquilizó Spinnelli-. Todos hicisteis cuanto pudisteis.
Abe le devolvió el sobre a Jack.
– Vamos por el último -dijo.
– No estoy segura de querer verlo -musitó Mia.
Kristen se irguió.
– Tenemos dos de dos. Seguramente el último también será un caso mío. -Cogió ella misma el sobre-. A este hombre lo han cosido desde el esternón hasta el abdomen. -Frunció los labios-. No podrían haberle hecho algo así a un tipo mejor. -Se volvió hacia atrás para dirigirse a Spinnelli-: Es Ross King.
Los labios de Spinnelli esbozaron un mohín de aversión.
– Tendrán compañía hoy en el infierno…
Abe extendió el brazo hasta el otro lado de la mesa y le quitó el sobre de las manos. Kristen estaba en lo cierto, aunque a él le hizo falta forzar la vista para reconocerlo. El rostro maltrecho de la fotografía se parecía muy poco al que mostró la primera plana del Tribune durante las semanas precedentes al juicio de King.
– Tiene buena vista. Con todos esos moretones no lo había reconocido.
– A lo mejor es que ya me lo había imaginado así -respondió Kristen con voz severa y crispada-. Es tal como habría quedado si los padres de las víctimas la hubieran emprendido con él. -Abe la miró sorprendido y los labios de ella se curvaron en un gesto de amargura-. No somos de piedra, detective. Nosotros también vemos a las víctimas. Resulta difícil no sentir odio hacia un hombre que se aprovecha de chicos que confían en él.
– Lo leí en los periódicos cuando trabajaba de agente encubierto. -Abe le tendió el sobre a Spinnelli, quien había estado aguardando su turno-. Era entrenador de béisbol y pederasta.
– Y tenía un abogado más listo que el hambre. -Kristen tensó la mandíbula-. Hizo subir al estrado al hermano de King después de aleccionarlo para que soltase como si tal cosa que King tenía antecedentes de mala conducta sexual. El juicio resultó nulo, y eso también lo perjudicaba a él, pero nosotros nos vimos obligados a retirar los cargos de violación y acusarlo de delito menor porque los padres de los chicos se negaron a hacerlos comparecer en otro juicio.
– Menudo hijo de puta, lo tenía todo planeado -masculló Spinnelli apretando los dientes.
– Tal como he dicho, su abogado era muy listo. -Kristen se inclinó hacia delante, apoyó las manos enguantadas en la mesa y observó las cajas-. Ahora ya sabemos quiénes son los personajes. Cinco malhechores muertos. Que empiece la acción, Jack.
Todos prestaron atención mientras Jack abría el primer sobre con cuidado y vaciaba su contenido en la mesa de acero inoxidable. Puso en marcha un magnetófono.
– Este es el sobre con la instantánea de Anthony Ramey -dijo dirigiéndose al aparato-. Dentro hay cuatro fotografías más que muestran a la víctima desde distintos ángulos. Parecen haberse tomado sobre un pavimento de hormigón.
Abe examinó los retratos.
– Aquí hay un primer plano de la cabeza. Debió de utilizar una bala del calibre 22. -Miró a Kristen-. Si hubiese sido de un calibre mayor le habría destrozado el rostro casi por completo.
Jack estaba concentrado en el contenido del sobre.
– Cuatro fotos y… un plano de la ciudad con una pequeña cruz. Parece señalar el Jardín Botánico.
El bigote de Spinnelli se curvó hacia abajo.
– Ahí es donde atrapamos a Ramey.
Jack dejó el plano encima de la mesa y se quedó con un papel en la mano. Guardó silencio mientras sus ojos se movían recorriendo la página. Al fin levantó la cabeza con aire vacilante.
– También hay una carta, que empieza así: «Mi querida Kristen».
Kristen abrió los ojos como platos.
– ¿Yo?
Abe notó que estaba alarmada, lo cual era lógico. El asesino había entrado en un terreno algo más personal.
– Lee la carta, Jack -le pidió Abe en tono amable-. Léela en voz alta.
Miércoles, 18 de febrero, 22.00 horas
Jacob Conti ni siquiera miró a quienes sujetaban las puertas del club nocturno para que él entrara. Tenía más dinero que el que mucha gente era capaz de contar, y todo el mundo abría las puertas a su paso. Ya casi no se acordaba de los tiempos en que ese gesto de respeto le sorprendía. Buscó con la mirada entre los cuerpos que se movían con desenfreno en la pista de baile y entrecerró los ojos al distinguir a Angelo. Su hijo era fácil de reconocer. No podía ser otro que el que tenía a una prostituta sentada en cada rodilla y una botella en la mano. Cabía esperar que, después de haber estado a punto de ingresar en prisión, se comportarse como correspondía, aunque solo fuese una noche. En cambio, allí estaba. Celebrando su inocencia, sin duda.
Las juergas de Angelo eran legendarias; no obstante, estaban a punto de acabarse.
Jacob se plantó delante de Angelo y permaneció allí un minuto antes de que su hijo se diera cuenta de su presencia.
– Hola, padre -dijo arrastrando las palabras y alzando la botella casi vacía a modo de saludo.
– Levántate -le espetó Jacob-. Levántate y sal de aquí antes de que te saque yo a patadas.
Angelo se lo quedó mirando unos instantes y, poco a poco, se puso en pie.
– ¿Ha pasado algo?
– Pasará si te ven aquí emborrachándote.
Angelo esbozó una sonrisa burlona.
– ¿Por qué? Me han absuelto. -Se pasó la lengua por los dientes, como si le sorprendiera ser capaz incluso de pronunciar la palabra-. No pueden volver a juzgarme. Al menos por este delito.
Jacob aferró a Angelo por las solapas y lo obligó a ponerse de puntillas.
– Eres idiota. No te han absuelto. El jurado se ha disuelto por falta de unanimidad. Aún pueden volver a procesarte, y seguro que Mayhew no te quita ojo. Un paso en falso y te vas de cabeza a la cárcel.
Angelo se desembarazó de su padre y se alisó las solapas con las sudorosas palmas de las manos. Tanto coraje no era más que una efímera mezcla de bravatas y alcohol.
– No me importaría volver a ver a la señorita Mayhew. Debajo de ese traje negro hay un bonito culo. -Alzó una ceja con gesto hosco-. Pero no voy a ir a la cárcel.
Jacob apretó los puños. Si por él fuese, le daría un sopapo allí mismo, delante de todo el mundo, pero Elaine no aprobaba que le levantase la mano al niño. El problema era que el «niño» tenía veintiún años y no hacía más que meterse en líos. Aun así, Jacob se contuvo.
– ¿Por qué estás tan seguro, Angelo?
Angelo lo miró con desdén.
– Porque tú siempre estarás a punto para aflojar la mosca.
Jacob observó a su único hijo abrirse paso entre los cuerpos que bailaban; sabía que tenía razón. Lo quería y haría cualquier cosa por salvarlo.
Miércoles, 18 de febrero, 22.00 horas
– Eso es todo -exclamó Jack después de leer la última palabra de la carta.
Kristen miró el papel y se alegró de que lo sostuvieran las firmes manos de Jack, pues si de algo carecían las suyas en aquel momento era precisamente de firmeza. Sabía que todos estaban aguardando a que hablara, así que se puso los guantes de látex y cogió la carta con manos sudorosas, deseando con todas sus fuerzas que no le temblaran.
– ¿Puedo?
Jack se encogió de hombros y le tendió la carta.
– Tú eres la protagonista, abogada.
Ella le dirigió una mirada cortante.
– No me hace ninguna gracia, Jack.
– No pretendía hacerme el gracioso -replicó Jack-. ¿A qué se refiere con lo de las rayas azules?
A Kristen el corazón le iba a cien por hora. Miró la hoja con la esperanza de que Jack se hubiese saltado algo. Pero no era así. Le dio la vuelta al papel y observó el reverso confiando en que le proporcionase alguna pista sobre la identidad del remitente. Pero no encontró ninguna. Se trataba de una hoja de papel normal salida de una impresora corriente, una de las miles que podían encontrarse en la ciudad. No había ningún nombre, ninguna marca, nada de nada. Solo tres párrafos con las palabras más escalofriantes que había leído en su vida.
– Me apuesto cualquier cosa a que nunca habías recibido una carta semejante -dijo Mia, y empujó con suavidad la muñeca de Kristen hasta que esta desplazó la mano y la carta quedó plana sobre la mesa, donde también ella podía leerla.
Kristen negó con la cabeza.
– No, como esta no. -Tamborileó con los dedos en el tablero-. Nunca. -Al levantar la cabeza se topó con los ojos azules de Abe Reagan; la miraba fijamente, con una intensidad que le resultaba más desconcertante incluso que con la que le había observado cuando la había aferrado por la muñeca delante del ascensor-. ¿Qué? -le espetó.
Él torció el gesto.
– Vuelva a leer la carta -le pidió.
– Muy bien. -Kristen pronunció la primera frase-: «Mi querida Kristen».
– Es evidente que te conoce -murmuró Spinnelli, lo cual provocó que una serie de escalofríos volviera a recorrerle la espalda.
– O cree que la conoce -puntualizó Abe; luego hizo un ademán-. Continúe.
Kristen puso las manos enguantadas sobre la mesa, a ambos lados de la sencilla hoja impresa, para evitar tamborilear con los dedos.
– «Mi querida Kristen: Llega un momento en la vida de un hombre en que este debe posicionarse con respecto a sus creencias y reconocer que existe una ley más poderosa que la humana. Ese momento ha llegado. Llevo demasiado tiempo presenciando que los inocentes sufren y los culpables quedan en libertad. Ya no puedo más. Sé que tú sabrás apreciar esto de manera especial. Llevas muchos años trabajando con tesón para vengar a los inocentes y para que los culpables paguen por los crímenes que cometen. Sin embargo, ni siquiera tú eres capaz de conseguirlo siempre. Anthony Ramey se aprovechó de mujeres inocentes, las maltrató, les arrebató la seguridad y la confianza; y ellas, a pesar de afrontar a su agresor con valentía en la sala del tribunal, no lograron que se hiciera justicia. Pues bien, por fin se ha hecho la justicia que ellas merecen, y tú también. Esta noche podrás dormir tranquila sabiendo que Anthony Ramey se enfrenta a su juicio definitivo.» -Kristen respiró hondo-. Firmado: «Tu humilde servidor». -Empezó a tamborilear con los dedos, pero enseguida volvió a posar las palmas en la mesa-. Y hay una posdata. -Abrió la boca para leerla pero fue incapaz de pronunciar las palabras.
Mia, perpleja, tomó el relevo y leyó la última frase.
– «Y si por algún motivo no logras conciliar el sueño, te recomiendo que elijas el de rayas azules.»
El silencio se adueñó de la habitación, hasta que de pronto Reagan dio un suave golpe en la mesa. Kristen alzó la vista y se topó de nuevo con el mismo gesto torcido.
– ¿A qué se refiere con lo de las rayas azules, Kristen?
Ella se esforzó por ahogar la risa que a buen seguro era producto de la histeria.
– ¿Qué hace cuando no puede dormir, detective Reagan?
Él se la quedó mirando pensativo.
– Suelo levantarme y ponerme a ver la televisión o a leer.
– ¿Y tú, Mia?
Mia la observó extrañada.
– Unas veces veo la televisión y otras hago ejercicio.
Kristen se separó de la mesa dándose impulso y se quitó los guantes; se le habían quedado pegados por el sudor. Cogió un pañuelo de papel y se secó las manos.
– Pues yo me dedico a la decoración.
Las rubias cejas de Mia formaron un arco.
– ¿Cómo dices?
Los labios de Kristen esbozaron una sonrisa avergonzada.
– Hago arreglos en casa. Ya he pintado las paredes, he barnizado el parquet y he hecho obras en el cuarto de baño. El mes pasado decidí empapelar la sala de estar. Durante una semana me dediqué a pegar muestras en la pared para decidir qué papel me gustaba más. Si el de las rosas, el de la hiedra o… -espiró con fuerza y arrojó el pañuelo de papel-… el de rayas azules. -Se volvió a mirar al grupo; todos parecían turbados-. Veo que lo habéis entendido.
– El asesino te espía -dijo Mia con voz incrédula, y esta vez Kristen no logró contener la risa, aunque, por suerte, no sonó demasiado histérica.
– Jack, necesito otro par de guantes. Veamos qué más ha dejado en la caja.
Jack la complació y Kristen se puso los guantes secos mientras él removía con cautela la ropa doblada que contenía la caja y colocaba cada prenda en un cubo de plástico especialmente dispuesto para ello. Un olor fétido saturó el aire y Kristen se alegró de no haber cenado.
– La desdoblaremos en el laboratorio, buscaremos fibras y cosas de ese tipo -anunció Jack-. Hay una camiseta llena de sangre. -Dobló el cuello para mirar la etiqueta-. No es de una marca conocida. También hay un par de vaqueros, no tan manchados de sangre. Son Levi's. Y un cinturón. -Hizo una mueca-. Y unos calzoncillos, Fruit of the Loom.
– ¿Se sentiría orgullosa su madre? -preguntó Spinnelli en tono seco, y Jack se rio entre dientes.
– ¿Quieres decir si están limpios? Tal vez lo estaban cuando los llevaba puestos, ahora seguro que no. Unos calcetines, unas zapatillas Nike. Y por último… -Frunció el entrecejo al mirar el fondo de la caja-. No sé qué es esto. Parece una baldosa. Eso de ponerle un fondo a la caja ha sido todo un detalle por parte de tu humilde servidor, abogada. Así no se ha perdido nada importante. -Extrajo una piedra delgada y la volvió del revés y hacia ambos lados-. Bueno, esto es digno de mención. Creo que es mármol.
– La caja entera es digna de mención -puntualizó Kristen-. ¿Por qué no examinamos la siguiente, Jack? La de los Blade. Quiero saber si también contiene una carta.
Jack abrió el sobre correspondiente y de él extrajo más instantáneas y papeles.
– Es metódico -observó Jack mientras todos se acercaban-. Primeros planos de los tatuajes y de las heridas de bala.
Kristen apretó los puños para mantener los dedos quietos.
– ¿Hay alguna carta, Jack?
– Paciencia, paciencia…
– No dirías lo mismo si hubiese metido las narices en tu salón -le espetó Mia; Jack se lo tomó bien y puso cara de aguantar el chaparrón.
– Hay un plano marcado con una cruz… Y una carta. -Se la tendió a Kristen con sobriedad.
– Maravilloso. -Kristen escrutó la hoja y tragó saliva para tratar de deshacer el nudo que se le formó en la garganta al leer la posdata, más personal-: «Mi querida Kristen: Parece que aún no has dado con la primera muestra de mi estima.» -Levantó la vista y se encontró con que Reagan la estaba observando con tanta preocupación como antes-. Parece cabreado.
Reagan frunció las cejas.
– Siga.
– «No importa; al fin y al cabo, solo es cuestión de tiempo. Es una suerte que estemos en invierno. Así se conservan mejor.» -Al leer aquella frase, también Kristen frunció el entrecejo. Luego, al mirar el plano, comprendió lo que quería decir y la idea le revolvió el estómago-. Se refiere a los cadáveres.
– Qué suerte la nuestra, ¿verdad? -comentó Mia en tono irónico.
– «Esos tres desgraciados y los de su calaña no saben más que destruir la paz. Han arrebatado a dos inocentes su preciada vida y, aunque solo sea por eso, merecen morir; pero el horror y el sufrimiento que han causado a las personas que de buena fe se habrían prestado a testificar agravan su pecado. Libraste una buena batalla ante el tribunal, Kristen, pero el juicio estaba perdido antes de empezar. De nuevo te deseo que duermas tranquila sabiendo que esos tres asesinos despiadados se enfrentan a su juicio definitivo. Tu humilde servidor.»
– ¿Y la posdata? -preguntó Abe.
Kristen respiró con prudencia, tratando de no atorarse con las palabras.
– «Hiciste bien eligiendo el papel de rayas azules; un trabajo admirable. De todas formas, te aconsejo que la próxima vez escojas otro atuendo para trabajar. No me gustaría que alguien pensase que no eres toda una dama.»
Mia vaciló.
– ¿Cómo te vestiste para la sesión de empapelamiento, Kristen?
A Kristen le ardían las mejillas y volvía a tener las manos sudorosas.
– Con un top y unos pantalones de ciclista. Eran las tres de la madrugada, no pensé que hubiera ningún vecino despierto.
Reagan se apartó de la mesa y caminó por la habitación; todo su fornido cuerpo denotaba tensión.
– Eso no es lo que nos ocupa -se limitó a comentar-. Jack, quiero ver la última carta.
De nuevo, Jack hizo lo que se le pedía; abrió el sobre y depositó su contenido en la mesa. Obvió las instantáneas y el plano y le tendió a Reagan la carta sin pronunciar palabra. Este la ojeó mientras el color afloraba a sus pómulos y una mueca demudaba su semblante.
– «Mi querida Kristen: Estoy impaciente por compartir contigo la satisfacción que siento por mi labor. Ross King era el más rastrero de los criminales. Se aprovechó de niños, les arrebató la juventud y la inocencia, y luego se confabuló con el corrupto de su abogado para burlarse de la ley. Lo que ha recibido por mi parte es mil veces menos de lo que merecía. Esta noche podrás dormir tranquila sabiendo que los niños a quienes arruinó la vida han sido vengados y que todos los demás están a salvo. Tu humilde servidor.»
– ¿Y la posdata? -preguntó Kristen, consciente de que le temblaba la voz.
Reagan levantó la mirada con una expresión interrogante.
– «Cerezo, querida.»
Kristen cerró los ojos; el estómago vacío se le revolvió.
– He decapado la repisa de la antigua chimenea y estoy a punto de teñirla. Tengo que elegir entre roble, arce y cerezo. -Abrió los ojos-. La chimenea está en el sótano, no se ve desde la calle a no ser que te pegues a la ventana y mires abajo.
– Entonces es que se ha atrevido a entrar en tu casa. -Spinnelli mostraba un semblante adusto-. ¿Cuándo terminaste de decaparla?
– El sábado. -Kristen extendió las manos sobre sus muslos-. Durante los últimos días he estado demasiado ocupada con el caso Conti para dedicarme a la casa.
– Entonces ya tenemos un marco temporal. No debe de haberle hecho gracia que no miraras antes en el maletero. -Spinnelli posó los ojos sucesivamente en Abe, en Jack y en Mia-. ¿Habéis comprobado si alguien ha manipulado el neumático?
– Tiene un pinchazo en uno de los flancos -respondió Abe; había embutido las manos en los bolsillos de los pantalones.
– ¿Pincharon la rueda mientras el coche estaba aparcado en el garaje? -preguntó Spinnelli.
– Casi seguro -respondió Jack, y se volvió hacia Kristen-. ¿Quieres decir que llevas un mes sin abrir el maletero, Kristen? ¿Ni una vez?
Kristen se encogió de hombros.
– Nunca transporto cosas grandes. El material para las obras me lo entregaron a domicilio. Lo que yo llevo cabe en el asiento de atrás.
Mia la miró extrañada.
– ¿No compras comida?
– No, no mucha. No suelo cocinar.
– Y entonces, ¿qué comes? -preguntó Spinnelli.
Kristen volvió a encogerse de hombros.
– La mayor parte de las veces como en una cafetería que hay cerca del juzgado. -Se encontró dirigiendo la siguiente pregunta a Abe Reagan-: ¿Qué más?
Reagan observaba los planos.
– Enviaremos a algunos hombres a cada uno de estos lugares hasta que lleguen tus chicos, Jack. Quiero empezar de madrugada, en cuanto despunte el sol.
Spinnelli escrutaba las instantáneas.
– Hay cinco muertos. ¿Algún sospechoso?
Mia se mordió la parte interior de la mejilla.
– Lo primero que tendríamos que hacer es hablar con las víctimas de las… víctimas.
– ¿De cuántas víctimas hablamos, Kristen? -quiso saber Spinnelli.
Kristen se recostó en la silla.
– De Ramey hay tres, que sepamos. De los Blade, dos. De Ross King, se presentaron seis chicos de edades comprendidas entre los siete y los quince años. En total contamos con once víctimas, además de los familiares y amigos. -Volvió a alzar los ojos para fijarlos en la intensa mirada de Reagan-. Puedo conseguirle una lista de los nombres y las últimas direcciones de que disponemos.
– Pero eso significa que la víctima de un agresor habría matado a los cinco -advirtió Jack-. ¿Os parece lógico?
– A río revuelto… -Abe anotó las coordenadas de cada plano en su libreta-. Se venga, quita de en medio a unos cuantos y proporciona a la defensa argumentos razonables con los que sembrar la duda si lo atrapan. Es una forma de hacer justicia.
– Lo que me sorprende es que nuestro humilde servidor no haya liquidado de paso a un par de abogados defensores -masculló Mia.
Kristen recogió las fotografías, la ropa y los planos. Y también las cartas.
– No cantes victoria -dijo en tono quedo-. Me parece que aún no ha terminado.