Capítulo 8

Jueves, 19 de febrero, 21.00 horas

Kristen ajustó el retrovisor y miró a ambos lados antes de salir del aparcamiento. Se sentía sola y muy vulnerable. Se volvió para mirar atrás mientras se preguntaba si la estaría siguiendo. Y, si no era así, ¿qué debía de estar haciendo? ¿Quién sería la siguiente víctima del espía justiciero? Aferró el volante y entrecerró los ojos ante la luz cegadora de unos faros que se aproximaban. En el mundo había gente para todo; la mayoría andaba ocupada en actividades perfectamente legales. Sin embargo, por cada veinte ciudadanos honrados había uno que no lo era.

La suma de todos esos unos bastaba para garantizarle ocupación y ganancias durante el resto de su vida. Exhaló un suspiro que vio tornarse vapor antes de disiparse. Él andaba cerca; se encontraba en alguna parte acechando al tipo de turno.

Y, por alguna razón, le había hecho llegar los frutos de su trabajo.

Los frutos de su trabajo.

– Ya hablo igual que él -murmuró-. Es la pompa y solemnidad personificadas. -Se mordió el labio mientras volvía a levantar la cabeza para mirar por el retrovisor-. Pero enseña los dientes.

Aquello le hizo pensar en la expresión divertida de Jack al recomendarle que se comprara un perro con grandes colmillos. Sonrió. El equipo trataba por todos los medios de levantarle el ánimo, de aplacar su miedo. Todos la habían acompañado hasta el coche que acababa de alquilar; Mia, Jack y Marc. Y también Reagan. No podía olvidarse de Reagan, de sus profundos ojos azules y su irónico sentido del humor. Cerbero. Soltó una risita. El guardián de tres cabezas de las puertas del infierno; qué apropiado. Tal vez se decidiese a comprarse un perro, quizá durante el fin de semana. Un perro ladrador, nada de cachorros monísimos; y que tuviera grandes colmillos. Ah, y que no se comiera a los gatos.

Se entretuvo dándole vueltas a la idea durante todo el camino. Sin embargo, cuando se disponía a entrar en el recinto de su casa los alegres pensamientos se esfumaron y se encontró observando su propia vivienda con pavor.

Podía estar en cualquier parte. Además de pavor sentía enojo; le enfurecía que el miedo la obligara a permanecer sentada en el coche en el camino de entrada a su casa. Tenía miedo en su propia casa. Mierda.

Oyó unos golpecitos en la ventanilla y del bote que pegó casi atravesó el techo. Se llevó la mano al corazón y al volverse descubrió que Reagan la miraba con el gesto torcido. Él le indicó con un movimiento rotativo de los dedos que bajara la ventanilla. Al hacerlo, una ráfaga de aire helado le provocó un escalofrío.

– Estamos a diez grados bajo cero -susurró Reagan, consciente de que todas las ventanas de las casas estaban a oscuras-. Si ese hombre no te mata antes, te morirás de frío.

Ella lo miró con expresión de disgusto.

– En el coche se está bien. Bueno, se estaba bien.

– Pues a mí se me está congelando el trasero. Déjame las llaves.

– ¿Cómo dices?

Él metió la mano enguantada, con la palma hacia arriba, por el hueco de la ventanilla.

– Déjame las llaves para que compruebe que no hay nadie escondido en los armarios. Caray, Kristen, date prisa.

Ella extrajo de un tirón las llaves del contacto y se las estampó en la mano.

– No te he pedido que vinieras -dijo, pero sintió una tremenda y repentina alegría de que lo hubiese hecho. Maldiciendo la flojera de sus piernas, se dispuso a seguirlo por la acera.

– De nada -dijo Abe-. Tendrías que instalar una luz en la entrada.

– Ya lo hice -respondió; se estremeció al ver que Reagan no acertaba en la cerradura y la llave rozaba la puerta que tanto se había esmerado en pintar el otoño anterior-. Pero los vecinos se quejaron de que les impedía dormir y recogieron firmas para que la quitara.

Él se sacó una linterna del bolsillo del abrigo, iluminó la cerradura y abrió la puerta que daba a la cocina.

– A tus vecinos lo que les hace falta es que los espabilen. -Esperó a que ella entrase tras él y cerró la puerta-. Desconecta la alarma y quédate aquí.

– Sí, señor.

Él la miró de soslayo con una sonrisa ladeada y a Kristen el corazón volvió a latirle a ritmo galopante. Esta vez no era debido al miedo, o no al mismo tipo de miedo. Sin embargo, la rapidez y la fuerza del latido eran las mismas. Observó cómo la mueca se desvanecía al tiempo que empuñaba el arma.

– Quédate aquí -repitió, esta vez con suavidad-. Lo digo en serio.

– No soy estúpida -murmuró en cuanto se quedó sola en la cocina. Para entretenerse, dio de comer a los gatos y luego preparó té, deseando que el temblor de sus manos no hiciese tintinear la porcelana.

Ya había preparado y servido la infusión y él aún no había vuelto. Caminó de puntillas hacia el arco que dividía el comedor y se asomó. Reagan había dejado todas las luces encendidas a su paso, igual que la noche anterior; pero ella, a pesar de haberse quejado de lo que subiría la factura, no accionó ningún interruptor. Sospechaba que aquella noche ocurriría más o menos lo mismo.

Detrás de ella, la puerta se abrió y se cerró de golpe. Kristen ahogó un chillido al tiempo que la voz grave de Reagan retumbó en la cocina.

– ¡Caray! ¡Qué frío hace!

Se volvió y se lo encontró dando patadas en el suelo para sacudirse la nieve de los zapatos.

– Haz el favor de no darme estos sustos.

Abe levantó la vista con expresión sombría. Ella, muda como una tumba, sostenía con tal fuerza una taza de frágil porcelana que parecía soldada a sus manos. Aún llevaba puesto el abrigo, abrochado hasta el último botón a pesar de que la cocina estaba caldeada.

– Lo siento. No pretendía asustarte. -Arrojó las llaves a la encimera y, con más cuidado, depositó al lado el maletín con el portátil-. He subido la ventanilla y he cerrado la puerta del coche con llave.

Kristen respiró hondo.

– Gracias. ¿Por qué has tardado tanto?

Abe se guardó la linterna en el bolsillo del abrigo.

– He salido al patio por la puerta del sótano y he dado una vuelta alrededor de la casa.

– ¿Y?

Abe frunció los labios.

– Alguien más ha estado aquí. He encontrado huellas recientes en la nieve, cerca de las ventanas del sótano. ¿Qué guardas en el pequeño cobertizo del patio?

– Es un garaje, pero yo lo utilizo como trastero. ¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

– Por curiosidad. Es un poco raro cerrar un trastero con candado. Alguien podría pensar que guardas cosas de valor.

Kristen esbozó una sonrisa trémula y por completo falsa. Abe había oído la espontaneidad de su risa verdadera y era capaz de reconocer como forzados todos los otros tipos de risa.

– Lo que para unos no es más que basura para otros es un tesoro -dijo ella con voz débil. Lo cual significaba que no tenía ninguna intención de revelarle lo que guardaba allí. Él se sintió un tanto herido. Kristen dejó la taza-. ¿Quieres un té?

Abe se la quedó mirando un instante. Era evidente que intentaba ser amable. El que él estuviera en la cocina de su casa hacía que se sintiese incómoda, de eso estaba seguro. Sin embargo, hacía sinceros esfuerzos por mostrarse hospitalaria. Lo mejor que podía hacer era dejarla en paz y permitirle satisfacer su obvia necesidad de descanso. No obstante, por algún motivo no era capaz de marcharse.

Quería volver a oír su risa; lo deseaba con tal intensidad que el ansia le producía malestar físico.

– Claro. Me ayudará a entrar en calor. -Abe se sentó a la mesa y se quitó los guantes y la bufanda-. ¿No piensas quitarte el abrigo?

Ella bajó la vista y pareció sorprenderse de llevarlo puesto todavía. Se despojó de la prenda con timidez y la depositó en el respaldo de una silla, pero no hizo ademán de quitarse la chaqueta del traje gris marengo.

– Gracias por seguirme hasta casa. -Se concentró en servir el té en un gran tazón que desentonaba por completo con su delicada taza-. Me daba miedo entrar sola, y eso me estaba poniendo furiosa. Te ha tocado pagar el pato. -Levantó la cabeza y lo miró a los ojos-. Lo siento.

Abe ladeó la cabeza y la observó depositar el tazón en la mesa, frente a él. No había apartado la vista al disculparse, lo cual le pareció encomiable.

– No te preocupes. Estoy acostumbrado a que las mujeres se enfurezcan y me hagan pagar las consecuencias. Tengo dos hermanas. Por favor, siéntate.

Kristen le obedeció, cohibida. Abe se preguntaba si siempre se sentía tan a disgusto en su propia casa o si la incomodidad la provocaba el hecho de que la acechara un espía homicida.

– Annie y Rachel, ¿verdad?

Él asintió, satisfecho de que recordase sus nombres.

– Y dos hermanos, Aidan y Sean. -Sopló para enfriar el té mientras agradecía el calor que el tazón transmitía a sus manos-. Aidan también es policía. Y mi padre lo era antes de jubilarse, al igual que todos sus amigos.

Ella entrecerró los ojos con perspicacia.

– Ahora lo entiendo. Perdona si te ha parecido que insistía en presentar a los policías como posibles sospechosos. Tendría que haber incluido al equipo de John desde el principio. Lo habría hecho si se me hubiera ocurrido, pero estoy muy acostumbrada a ir a mi aire. -Se presionó la nuca con las yemas de los dedos para masajearla-. No tenía intención de ofenderte.

– Me he mostrado demasiado susceptible. -Frunció los labios en una mueca-. En mi casa decir «asuntos internos» es peor que soltar un taco.

Ella esbozó una sonrisa breve pero sincera.

– Bueno, me alegro de que no haya ningún malentendido. -Su mirada se tornó severa-. No obstante, convendrás en que, al tratarse de un francotirador, las posibilidades de que se trate de un policía aumentan.

Abe asintió.

– Lo sé. Lo comprendí esta mañana, pero no me resulta fácil admitir que puede haber policías malos. -Kristen volvió a masajearse la nuca y él aferró el tazón templado para evitar relevarla en la tarea-. Suéltatelo.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿Cómo dices?

Él dio un sorbo de té.

– Que te sueltes el pelo. Las horquillas te provocan dolor de cabeza. Además, no es la primera vez que te veo con el pelo suelto, y estás en tu casa.

Tras vacilar un momento, Kristen le hizo caso. Extrajo gran cantidad de horquillas y su mata de pelo cayó sobre sus hombros. «No, "caer" no es la palabra más indicada», pensó él. Los bucles brotaron de su cabeza en todas direcciones, como impulsados por muelles. Él ahogó la risita en el té imaginando que a ella no le haría ninguna gracia saber lo que le rondaba por la cabeza.

– ¿Qué estás pensando?

Mientras pasaba los dedos entre los rizos, el rostro de Kristen se relajó. Abe apretó los dedos contra el tazón; se preguntaba si aquel pelo sería suave o áspero al tacto. Estaba seguro de que si alguna vez se atrevía a averiguarlo su aroma persistiría en sus manos. Abandonó sus pensamientos y sacudió la cabeza.

– Si te lo digo te enfadarás.

Ella adoptó una expresión de suficiencia.

– ¿Por qué? Si vas a decirme que soy igual que Annie la Huerfanita o que parece que haya metido los dedos en un enchufe no te preocupes; no será la primera vez.

– Me gusta.

Ella lo miró con recelo; sospechaba que mentía pero le pareció demasiado descortés decírselo.

– Gracias.

Guardaron silencio unos minutos mientras sorbían el té en la absoluta quietud de la cocina. Abe se preguntó si alguna vez se oía algo en casa de Kristen Mayhew. En casa de sus padres había habido siempre tanto alboroto que con frecuencia anhelaba el silencio; sin embargo, el de aquella casa resultaba demasiado agobiante. A pesar de que Kristen se había esmerado en la decoración de las habitaciones, la casa parecía desierta.

– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? -le preguntó.

– Unos dos años. -Kristen miró a su alrededor con orgullo-. He disfrutado reformando la vivienda.

– Se te da muy bien la decoración -la alabó Abe, y ella sonrió con verdadero placer-. Mi hermana Annie es interiorista y regenta un negocio propio. Seguro que le encantaría enfrentarse al reto que supone decorar una casa tan antigua como esta.

– La construyeron en 1903. Cada vez que restauro una habitación, descubro el artesonado del techo. Aún no me he decidido a arreglar la cocina. Estoy esperando a que se estropee algún electrodoméstico, así tendré una excusa para cambiarlos todos. Pero, como no suelo cocinar, no creo que el horno me dé problemas, y el frigorífico parece a prueba de bombas.

– Annie los sacaría por esa puerta en menos que canta un gallo. Mi madre se resistió durante años a hacer obras en la cocina de casa, hasta que Annie la convenció. Mi madre se pasaba el día quejándose de que nadie tenía en cuenta su opinión, pero al final le encantó el resultado.

Los labios de Kristen se curvaron; a Abe el gesto le pareció melancólico.

– Tu madre parece muy agradable. Se preocupa por su pequeño.

– La hermana pequeña es Rachel -la corrigió.

Ella arqueó las cejas.

– Ah, claro. Rachel es la que quiere ser como yo. Tiene trece años, ¿verdad?

Abe se encogió de hombros con un ademán exagerado.

– Eso parece.

– Una sorpresa tardía, ¿no?

– Más bien la campanada del siglo. -La miró con una sonrisa-. Recuerdo que a todos nos consternó descubrir que nuestros padres aún mantenían relaciones. -Kristen se rio entre dientes pero no dijo nada. Al cabo de un minuto, el silencio volvía a resultar insoportable-. ¿Y tu familia? -le preguntó Abe ante su propia sorpresa-. ¿Vive cerca?

Ella negó con la cabeza.

– No.

Abe se inclinó un poco hacia delante mientras aguardaba a que prosiguiera.

– ¿Y?

Ella se echó hacia atrás con un movimiento tan imperceptible que Abe estaba seguro de que la chica no era consciente de haberse retirado. A propósito o no, guardaba las distancias.

– No, no tengo familia en Chicago.

Abe frunció el entrecejo. El tono de Kristen se había tornado alicaído, y su mirada, vacua.

– ¿Dónde? ¿En Kansas?

Al oír mencionar el estado del que procedía, los ojos de Kristen emitieron un centelleo. Depositó la taza en la mesa poco a poco.

– No. Gracias por escoltarme hasta casa, detective Reagan. Ha sido un día muy duro para ambos. -Dicho esto, se levantó.

Él, aunque a regañadientes, habría hecho lo mismo de no haber observado el temblor de las manos de ella justo antes de que las entrelazara detrás de la espalda. Al verla allí de pie, ataviada aún con el traje oscuro y los zapatos de tacón, se dijo que aquella era la misma imagen que mostraba en los tribunales; impenetrable.

Pero le temblaban las manos, así que permaneció sentado.

El día anterior había confesado que no tenía amigos. Ahora resultaba que no tenía familia cercana. Las dos veces que había echado un vistazo a la casa, le extrañó no encontrar fotos ni recuerdos, a excepción de los diplomas de la facultad de derecho colgados en la pared del despacho.

– Siéntate, Kristen. -Abe acercó la silla adonde ella seguía de pie-. Por favor.

Ella apretó la mandíbula y apartó la mirada.

– ¿Por qué?

– Porque tienes que estar agotada.

Ella negó con la cabeza y los rizos botaron al compás.

– No. ¿Por qué tienes tantas ganas de saber cosas de mi familia?

– Porque… la familia es importante.

Ella se volvió a mirarlo. Su expresión ya no revelaba furia sino cansancio.

– ¿Te llevas bien con tu familia, detective?

«Detective.» Estaba empeñada en mantenerlo a raya. Y él estaba empeñado en derribar el muro que había construido a su alrededor.

– No nos hemos visto mucho durante los últimos años; gajes del oficio. Pero sí, nos llevamos bien. Es mi familia.

– Pues me alegro. De verdad. Pero deberías saber que la mayoría de las personas se lleva mal con sus familiares, no hay mucha unión. Casi todas las familias tienen problemas.

– Eres demasiado joven para estar tan amargada.

Kristen se abatió.

– Tengo bastantes más años de los que crees.

Abe se levantó.

– Lo que creo es que estás cansadísima. Trata de dormir un poco.

Ella torció el gesto.

– «Que duermas bien, Kristen» -recitó con amargura-. Pues me parece que no voy a dormir bien. -En cuanto vio que se disponía a abrir la boca, levantó la mano para detenerlo-. No me lo digas.

– ¿El qué?

– Que me vaya a un hotel. Estoy en mi casa. No permitiré que me eche.

Abe cogió las tazas y las depositó en el fregadero.

– No pensaba en eso. Quería proponerte ir a la farmacia a comprar algo que te ayude a conciliar el sueño.

Ella cerró los ojos y con una mano se aferró al respaldo de la silla.

– ¿Por qué eres tan amable conmigo, detective?

Aquella era una buena pregunta. Tal vez porque parecía estar muy sola. Tal vez porque había descubierto que estaba asustada y que era vulnerable a pesar de mostrarse ante todo el mundo como valiente y segura de sí misma. Quizá porque no tenía vestidos de fiesta en el armario ni fotos de su familia en la mesilla de noche. O porque la encontraba fascinante y no lograba apartarla de sus pensamientos. Tal vez porque su risa le atenazaba el estómago.

– No lo sé -respondió muy serio-. ¿Por qué no me llamas por mi nombre?

Ella abrió los ojos de forma desmesurada. La pregunta la puso en guardia.

– No lo sé.

– Pues entonces estamos en paz.

Se puso el abrigo, consciente de que ella seguía todos los movimientos de sus manos mientras se lo abrochaba. Cuando llegó al botón del cuello, ella alzó los ojos hasta topar con los de él. Abe notó que su pregunta aún la inquietaba. Y le pareció bien. A él también le inquietaba la que ella había formulado.

– Mañana por la mañana pasaré a recogerte por el juzgado. Me gustaría hacer una visita a las otras víctimas originales antes de que las familias de los cinco asesinados aten cabos gracias a la noticia de esta noche y se pongan en contacto con tu amiga Richardson.

Kristen frunció los labios al oír mencionar a Richardson.

– Allí estaré.


Jueves, 19 de febrero, 22.30 horas

Tenía frío, mucho frío; le dolían las manos. Observó con ansia los guantes forrados de pelo que sobresalían de la bolsa. Enseguida iría por ellos. De momento tenía que contentarse con los de fina piel. Los más calentitos eran tan gruesos que no le permitirían notar el tacto del gatillo.

Avanzó un poco reptando y trató de acomodarse en el duro pavimento de hormigón. Luchó contra las ganas de mirar el reloj. No podía haber transcurrido más de una hora desde que había llegado. Durante las gélidas mañanas en que salía a cazar plumíferos, el tiempo que permanecía agazapado y oculto triplicaba a aquel. Bien podía aguardar un poco más para obtener una recompensa mucho más valiosa.

Esperaba que su invitado apareciese de un momento a otro. Ni siquiera había concebido la posibilidad de que Trevor Skinner no se presentara. El anzuelo era demasiado tentador, tanto que incluso alguien como Skinner se arriesgaría a acudir en plena noche a un lugar como aquel. Hacía ya varias semanas que había delimitado el territorio con estacas. La elección del escenario era fundamental. Y aquel lugar lo tenía todo. Un callejón oscuro y desierto. Unos almacenes. Un edificio abandonado de dos plantas con acceso difícil al tejado. Y un barrio lo bastante degradado como para desalentar a quien pudiera oír algún ruido y se le ocurriera salir a investigar.

Oyó el coche antes de verlo doblar la esquina; llevaba encendidas solo las luces de cruce. Aguardó y observó en silencio mientras Skinner salía de su Cadillac. Entonces asomó un poco la cabeza y echó un vistazo para asegurarse de que era el hombre al que estaba esperando.

Era él.

Con gesto rápido bajó la vista a las rodillas de la víctima apretó el gatillo -una vez, dos- y Skinner cayó con un alarido. Exactamente igual que King. Sintió que lo invadía la emoción del triunfo, pero enseguida la apartó de sí y se concentró en la imagen, en Skinner, de forma que cuando el hombre movió la mano disparó de nuevo. La mano de Skinner describió un arco y cayó inerte en el pavimento. Había pretendido sacar algo del bolsillo del abrigo, pero ya no podía.

Esperó medio minuto más hasta convencerse de que Skinner no se movía. Recogió deprisa sus cosas, incluidos los casquillos; hizo una mueca de dolor al quemarse la mano. La policía lo atraparía tarde o temprano, pero no pensaba facilitarle las cosas más de la cuenta. Al cabo de un minuto ya había descendido hasta la calle y guardaba los bártulos en el pequeño compartimento oculto en la parte trasera de su furgoneta. Si la policía registraba a fondo el vehículo, lo descubriría; sin embargo, a simple vista no se advertía más que la caja vacía de una furgoneta de reparto. Por fin miró el reloj para calcular el tiempo que le llevaría el resto de la operación. Descargó de la furgoneta la plataforma con ruedecillas que había fabricado expresamente para la ocasión. Bajó la rampa; hizo rodar la plataforma hasta el punto señalado; deslizó por la plataforma al hombre, que se retorcía de dolor, y lo ató boca abajo. Normalmente el cinturón de seguridad servía para salvar vidas, pensó mientras hacía caso omiso de Skinner, que entre gemidos insistía en saber quién era. Sus débiles amenazas de venganza solo sirvieron para arrancarle una sonrisa.

Nada de eso. Si alguien iba a vengarse aquella noche era él. Y también la mujer cuya brutal violación había quedado impune un año atrás. Renee Dexter.

Y, por supuesto, Leah.

Hizo rodar la plataforma por la rampa para subirla hasta la furgoneta y colocarla sobre el grueso plástico que había tendido en el suelo. Las manchas de sangre eran muy difíciles de eliminar de la fibra de las alfombras, y la policía contaba con medios para detectar los restos incluso después de haberlas limpiado a conciencia.

Para terminar, palpó los bolsillos de Skinner y extrajo un juego de llaves, una agenda electrónica y una pistola que parecía de juguete.

– ¿Por qué… por qué… haces esto? -preguntó Skinner con el semblante demudado en una mueca de agonía-. Llévate… la cartera… Por favor… Deja… que me vaya.

Él se rio entre dientes, cerró las puertas de la furgoneta, se metió la agenda electrónica en el bolsillo y lanzó las llaves de Skinner al asiento delantero del Cadillac. Abandonado y con las llaves a la vista, el coche habría desaparecido antes del amanecer.

Miró el reloj por última vez. Había tardado menos de siete minutos en llevar a cabo la segunda parte de la operación. Con King había tardado ocho minutos y veinte segundos. Se estaba superando.


Jueves, 19 de febrero, 22.30 horas

Desde el coche, Abe observó el edificio donde vivía, la fachada de oscuro hormigón que parecía fundirse con el cielo. Tenía veinte pisos. Él vivía en el decimoséptimo. En casa tenía una cama, una silla reclinable y televisión por cable; sintonizaba doscientos cincuenta canales. Sin embargo, llevaba más de seis meses sin encender el aparato. Su espacio era un caparazón vacío, un lugar al que solo acudía para dormir.

Exhaló un suspiro lleno de frustración. Tampoco en su espacio había fotografías de su familia. Estaban almacenadas en cajas, en el guardamuebles. Las había llevado allí el día en que entregó las llaves de la casa a los nuevos propietarios. La casa que había comprado con Debra tenía un patio con unos balancines y una habitación destinada al bebé que ella había empezado a decorar en color azul cielo.

Kristen Mayhew contaba con el pequeño cobertizo del patio trasero.

Él utilizaba el guardamuebles de Melrose Park. «Soy el hipócrita número uno», pensó.

Miró el reloj del salpicadero y luego los platos vacíos del asiento del acompañante. Su madre a veces se acostaba tarde, sobre todo cuando Aidan o su padre patrullaban de noche. «Como cuando lo hacía yo», pensó, recordando la cantidad de veces que había aparecido a la hora del desayuno tras acabar el turno y la había encontrado dormitando en su sillón favorito, cuando ya hacía horas que había terminado la película que había empezado a ver.

Sin volverse a mirar atrás, abandonó el recinto de su casa. Veinte minutos después penetraba en el de la casa de sus padres. La luz, cómo no, estaba encendida, y su llave aún servía para abrir la puerta de entrada. Había pasado mucho tiempo desde que se fue de allí de madrugada, antes de casarse con Debra. Allí estaba su madre, dormitando en su sillón favorito. Había cosas que no cambiaban nunca. Dejó los platos en el fregadero y la tapó con una manta. Pero ella se removió un poco y enseguida se despertó; al verlo se quedó estupefacta.

– ¿Qué ocurre?

Él se puso en cuclillas.

– Nada. Vengo a devolverte los platos.

Ella lo miró con recelo.

– Eso podía esperar hasta el domingo. ¿Qué ocurre?

Abe le tomó la mano y la entrelazó con la suya.

– Nada. Te echaba de menos.

Ella sonrió y le apretó la mano.

– Yo también. ¿Cómo ha ido la reunión?

– Ha sido muy larga. El estofado de col nos ha venido de maravilla.

– Me alegro. ¿Se burló alguien de ti porque tu madre te llevara la cena?

Él esbozó una sonrisa.

– ¡Qué va! De hecho, han propuesto que te unas al equipo.

Ella le devolvió la sonrisa y su expresión se tornó pícara.

– Y… ¿qué tal con la señorita Mayhew?

Abe se hizo el tonto, pero sabía perfectamente a qué se refería.

– Llegó demasiado tarde para probar el estofado. Mia se lo había terminado todo excepto las verduritas.

Su madre negó con la cabeza.

– No, no me refiero a eso. Es muy guapa. Y también inteligente.

Tendría que haberse imaginado que su vista de lince no iba a perderse ni un detalle del intercambio de miradas con Kristen.

– Sí, lo es.

– No te ha gustado nada que no te hiciese caso.

Lo conocía muy bien.

– No, no me ha gustado.

El semblante de la mujer adquirió serenidad.

– ¿Quieres que prepare un tentempié?

Abe la obligó a levantarse.

– No. Quiero que te vayas a la cama.

Ella hizo una mueca.

– Tu padre ronca.

– No es verdad. -Kyle Reagan apareció rascándose la abultada panza.

– ¡Sí! ¡Y mucho! -La voz desdeñosa procedía de detrás de la puerta cerrada del dormitorio de Rachel.

– ¿Se puede saber qué haces despierta a estas horas de la noche? -la amonestó su padre.

Rachel asomó la cabeza por la puerta y Abe se quedó perplejo al ver a su hermana pequeña vestida tan solo con una camiseta muy holgada. Había crecido mucho. «Dios mío. Tiene trece años y parece que tenga diecisiete», pensó. Se preguntó si su padre habría limpiado últimamente la pistola. Su morena cabellera lucía un peinado distinto y se observaban restos de rímel alrededor de sus ojos azules, que en aquel momento alzaba con un exagerado gesto de exasperación.

– Como si hubiera forma de dormir con todo este ruido -protestó-. Es imposible. -Observó detenidamente a Abe-. Hola, Abe. Me alegro de que hayas vuelto.

Seguro que quería algo. No podía haber cambiado tanto en tan solo un año.

– Hola, Rach.

– ¿Me conseguirás la entrevista o no?

Abe volvió a mirarla, perplejo.

– ¿A quién?

– Querrás decir «¿Con quién?» -lo corrigió en tono de superioridad. Esta vez fue Abe quien puso cara de exasperación.

– Muy bien, pues ¿con quién?

– Con Kristen Mayhew. Mamá dice que os lleváis muy bien.

Abe se estremeció al pensarlo.

– ¿Quieres entrevistar a Kristen Mayhew? ¿Con una cámara?

– No, con una cámara no. Con un bolígrafo. Tenemos que presentar un trabajo sobre la carrera que queremos estudiar y entrevistar a alguien que ejerza esa profesión. Yo quiero ser abogada, como la señorita Mayhew.

– A la porra con los abogados -gruñó Kyle-. Los policías nos dejamos la piel para atrapar a los criminales y esos abogados presuntuosos les consiguen la libertad.

Rachel sacudió la cabeza.

– Esta abogada es diferente, papá. Es la que ha condenado a más criminales de toda la oficina. -Rachel arqueó las cejas. A Abe le pareció que las llevaba mucho más depiladas que la última vez que él había estado en casa de sus padres-. Bueno, ¿qué? ¿Me conseguirás la entrevista o no?

«Si ni siquiera he sido capaz de conseguir que me llame por mi nombre», pensó Abe.

– No lo sé -respondió con sinceridad-. Pero puedo preguntarle qué le parece.

– El año pasado leyó un discurso en la ceremonia de graduación de la facultad de derecho de la Universidad de Chicago -explicó Rachel.

Kyle se dirigió a la cocina sin dejar de despotricar contra los abogados.

A Abe le costaba imaginarse la escena.

– ¿De verdad?

Rachel asintió y el gesto hizo que sus pendientes se zarandearan.

– He buscado en internet y he encontrado el discurso en una de las páginas de la universidad. Dice que orientar a los jóvenes es una de las mejores cosas que pueden hacer los profesionales para garantizar un futuro de éxito en todos los campos.

– ¿De verdad?

Rachel volvió a poner cara de estar perdiendo la paciencia y Abe descubrió a su madre tratando de disimular una sonrisa.

– Ahora resultará que en esta casa hay eco -dijo Rachel en un tono idéntico al que había utilizado su padre-. Sí, de verdad. Por eso me imagino que estará encantada de ayudar a una joven como yo. -Su expresión se suavizó hasta convertirse en una sonrisa a la que Abe no podría resistirse-. Venga, Abe. Por favor.

Abe exhaló un suspiro de impotencia.

– Se lo preguntaré, Rachel. Pero no te lleves un mal rato si dice que no. Siempre anda muy ocupada.

Rachel ladeó la cabeza en señal de complicidad.

– Podrías invitarla a comer el domingo. Mamá va a asar una pierna de cerdo enorme. Habrá suficiente para todos.

– No, no y no -dijo Abe con el entrecejo fruncido; pero no porque no le gustase la idea de sentarse a la mesa frente a Kristen, en casa de sus padres. Eso no le costaría nada. La mueca era debida a la mirada desdeñosa con que ella lo había obsequiado al rechazar su invitación-. ¿Te ha quedado bastante claro?

La emoción se desvaneció del rostro de Rachel.

– Bueno, pregúntale lo de la entrevista. Seguro que me pondrían un diez.

– Vale.

– Me parece que hace rato que deberías haberte acostado, cielo -dijo Becca.

Rachel, aunque a regañadientes, obedeció a su madre. Pero antes se puso de puntillas para darle un beso a Abe.

– Me alegro de que hayas venido -susurró-. Aunque no me consigas la entrevista.

Él la besó en la frente. Por lo general, era una buena chica.

– Yo también, pequeñaja. Haz el favor de irte a la cama, si no mañana te dormirás en clase.

Cuando la puerta del dormitorio de Rachel se cerró, la madre de Abe lo abrazó por la cintura.

– Se ha emocionado tanto al saber que conoces en persona a la señorita Mayhew… Yo le había aconsejado que esperara un poco para pedírtelo, pero ya sabes cómo es. Si quieres quedarte a dormir, tienes la cama preparada, Abe. Para desayunar, haré gofres; y de los buenos, no de esos congelados que no valen nada.

– A mí nunca me preparas gofres de los buenos -se quejó Kyle desde la cocina.

– No te convienen -le espetó su madre-. Estás a dieta.

Abe no pudo evitar esbozar una sonrisa al oír a su padre protestar entre dientes.

– No, mamá. Mañana tengo que estar muy temprano en el despacho. Solo quería verte un momento.

Su madre exhaló un suspiro y lo acompañó hasta la puerta.

– ¿Sigue en pie lo del domingo?

– Si no surge algo verdaderamente importante sobre el caso, sí.


Viernes, 20 de febrero, 1.00 horas

– ¿Por qué?

Lo preguntó con un grito agónico; era lo mínimo que se merecía aquel loco.

Él le dedicó una mirada glacial.

– Por Renee Dexter.

Skinner volvió la cabeza para seguirlo con la mirada mientras él escogía los utensilios; tenía los ojos desorbitados de terror.

– ¿Quién?

Él se detuvo. Centró su atención en la imagen patética de Skinner, que seguía amarrado con el cinturón. Ya no sangraba tanto, pero el traje de Armani había quedado empapado. Aquella sería la prenda más cara que embutiría en una caja, hasta el momento. Skinner intentaba visualizar la respuesta en su memoria mientras hacía esfuerzos por resistir.

– No te acuerdas de ella, ¿verdad?

– No. Mierda. ¿Dónde estoy? -gritó Skinner con dificultad-. ¿Quién eres?

Él se dio media vuelta e hizo caso omiso a las preguntas de Skinner.

– Renee Dexter era una estudiante de la universidad que volvía a casa en coche después de su jornada laboral; trabajaba a tiempo parcial en la biblioteca del campus. -Abrió un cajón y examinó el contenido-. Tuvo un problema con el coche y no llevaba móvil. -Eligió un objeto y lo sostuvo en alto para que Skinner lo viera antes de depositarlo en la mesa contigua. Se regocijó al ver su mirada vidriosa llena de terror-. ¿La recuerdas ahora?

– Oh, Dios -gimió Skinner mientras se retorcía para tratar de escapar-. Estás loco. Loco.

– Tal vez. Eso será Dios quien lo juzgue. -Empujó una carretilla que contenía un torno de banco y la situó a la altura de la cabeza de Skinner. Ajustó los extremos del torno a ambos lados de su cráneo y giró la manivela. Skinner se quejó-. Renee Dexter estaba aterrorizada. Tenía diecinueve años y estaba asustadísima. Un coche se detuvo y de él emergieron dos hombres de aspecto elegante; ella suspiró aliviada. Tenía miedo de que apareciera algún gamberro o algún criminal. Sin embargo, la suerte le sonreía; el destino había enviado a dos jóvenes agradables a su encuentro. -Volvió a girar la manivela y Skinner empezó a sollozar-. Por desgracia, los jóvenes agradables no eran tales, señor Skinner. Cuando a la mañana siguiente la policía dio con Renee Dexter, la chica iba esquivando coches por la carretera con las prendas rasgadas. Creyeron que estaba bebida, pero no era así. ¿Mejora su memoria, señor Skinner?

– ¿Por qué? -dijo Skinner entre sollozos-. ¿Por qué me haces esto?

Su semblante se demudó.

– Qué ironía. Renee preguntó exactamente lo mismo a aquellos dos jóvenes cuando se abalanzaron sobre ella aquella noche para violarla por turnos. Luego contó que ellos se habían reído y le habían respondido: «Porque podemos». La policía logró detener a los dos hombres gracias a la descripción que proporcionó Renee desde la cama del hospital y a los cargos archivados en la fiscalía del Estado. -Alzó el arma que había elegido y la volvió a ambos lados para observar su brillo bajo la lámpara-. Y ahí es donde aparece usted, señor Skinner. -Se rio con escarnio mientras veía en la mirada de Skinner que el hombre había caído en la cuenta-. Veo que ya se acuerda.

– Tú… No estabas allí.

– ¿Está seguro, señor Skinner? ¿Está completamente seguro? Se sentaba en la misma mesa que aquellos dos animales. -La voz le temblaba de rabia-. Y cuando Renee subió a prestar declaración, usted se ensañó agrediéndola por segunda vez. No con los puños o con… -hizo un ademán para señalar las partes bajas de Skinner-, pero la agredió. Dijo que era una chica aficionada a las fiestas y que aquellos jóvenes la habían conocido el fin de semana anterior. No era cierto. Y que ella los había citado. Tampoco era cierto. Un análisis demostró que la muchacha había consumido marihuana durante las dos semanas anteriores, lo cual confirmaba el tipo de mujer que era. Así que usted concluyó que era ella quien había buscado que aquello ocurriera y que les había permitido que lo hicieran para después acusarlos falsamente. -Se inclinó sobre él con el cuerpo temblándole de furia-. ¿Se acuerda ahora, señor Skinner?

– Yo…

– Responda a la pregunta, señor Skinner, ¿sí o no?

Skinner gimió.

– ¡Dios mío!

Él tensó el aparato.

– Ahora no se siente tan cómodo, ¿verdad, señor Skinner? He meditado sobre esto durante mucho tiempo. Esos animales quedaron en libertad porque usted presentó a Renee Dexter como una chica de moral libertina. Cuando trató de defenderse le tendió trampas para que se contradijera una y otra vez hasta que se quedó sin habla. -Había recobrado la calma y estaba preparado para hacer lo que debía-. Pues ahora sabrá lo que es quedarse sin habla, señor Skinner.


Viernes, 20 de febrero, 3.45 horas

Zoe se quitó de encima la sábana.

– ¡Arriba! -Lo aferró por el hombro y lo agitó con impaciencia-. ¡Levántate y espabila, grandullón! Es hora de que te marches a casa.

Él se volvió boca arriba y la miró con ojos legañosos.

– ¿Qué hora es?

– Casi las cuatro. El despertador de tu mujer sonará en menos de dos horas y media.

Él abrió los ojos de golpe.

– Mierda. -Se levantó de inmediato y cogió los calzoncillos-. ¿Por qué narices has permitido que me durmiera?

Zoe apartó la mirada con la excusa de recoger los objetos que se le habían caído de los bolsillos. Cuando logró controlar el destello de sus ojos, se volvió hacia él con todas sus pertenencias en las manos.

– Porque yo también me he quedado dormida. -Le dedicó una sonrisa seductora-. Me has dejado exhausta.

Él levantó la cabeza tras remeterse la camisa en los pantalones y se la quedó mirando con expresión engreída. Se lo había ganado, así que de momento Zoe permitió que se creciera.

– Follas de maravilla.

Ella frotó sus labios contra los de él.

– Mmm, Lo sé. Pero es hora de que te marches a casa.

– Ya me voy. ¿Quieres que quedemos esta noche?

«No si puedo evitarlo», pensó. De todos modos, le sonrió.

– Me encantaría. -Si todo iba bien, al atardecer estaría enfrascadísima en aquel caso cuyo interés aumentaba con cada nuevo chisme que llegaba a sus oídos.

Él le sostuvo la barbilla entre sus dedos y le estampó un fugaz beso en los labios.

– Luego te llamo.

Ella lo acompañó a la puerta.

– Claro.

En cuanto hubo salido, cerró la puerta y corrió el cerrojo. Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en su rostro.

Se preguntaba si él sabía que hablaba en sueños. Imaginaba que su esposa sí.

Descolgó el teléfono.

– Scott… Pues claro que sé qué hora es. Quedamos en la estación dentro de una hora. El día promete.

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