Capítulo 10

Viernes, 20 de febrero, 14.15 horas

Kristen observó junto a Jack cómo Julia descosía el torso de Ross King. La reunión había terminado, así que había decidido bajar y asistir a la autopsia. Si aquello no le quitaba las preocupaciones de la cabeza, nada podría hacerlo. De camino se había encontrado a Jack. Su expresión era sombría; no había hallado nada nuevo en las prendas ni en las cajas de embalaje, ni tampoco en la tierra extraída de las tumbas. Estaba allí para tratar de descubrir algo que orientara sus análisis y le proporcionara resultados.

«Y porque siente algo por Julia -pensó Kristen-. Es una pena que todo el mundo se dé cuenta excepto ella.»

– Quienquiera que hiciera esto sabía muy bien lo que se traía entre manos -opinó Julia-. Las puntadas son pulcras y regulares, la cicatriz está perfectamente situada y no se aprecia ningún desgarro. -Levantó la cabeza y miró a Kristen; las gafas que llevaba distorsionaban la imagen de sus ojos-. O es médico o se le da muy bien el patchwork.

– O es cazador -añadió Jack desde su posición, a la derecha de Kristen. Cuando Kristen y Julia lo miraron sorprendidas se encogió de hombros-. Solía ir a cazar con mi tío; sobre todo matábamos ciervos y patos, y luego él los cosía y los dejaba como nuevos, mejor que un cirujano.

– Eso explicaría la pulcritud de la incisión -advirtió Julia, y volvió a bajar la vista al cadáver.

Kristen se acercó y observó las manos enguantadas de Julia.

– ¿Qué quieres decir?

Julia levantó la piel de uno de los bordes de la herida de King.

– Ni rastro de vacilación.

– No se aprecian muescas -dijo Jack, y Julia asintió.

– Exacto. Y la hendidura tiene la profundidad necesaria, ni más ni menos.

Julia tiró de los dos bordes del corte y dejó al descubierto la anatomía interna.

– No ha dañado ningún órgano… Por lo menos, no con el cuchillo. Por aquí es por donde entró la bala. Quienquiera que haya hecho esto sabe cortar muy bien. No se me había ocurrido que podría tratarse de un cazador, pero a lo mejor tienes razón.

– Es una posibilidad.

La voz grave, a su espalda, hizo saltar la alarma en su cabeza; casi no le dio tiempo de serenarse antes de volverse y ver a Reagan en la puerta. Llenaba todo el vano, Mia apenas asomaba tras él. En la conciencia de ambos planeaba el recuerdo aún candente de lo ocurrido por la mañana. Kristen apartó la mirada.

– Hola, Reagan -lo saludó Julia-. ¿Traes comida de tu madre? -preguntó esperanzada.

Reagan penetró en la sala y el espacio pareció reducirse.

– Quizá la próxima vez. Así que nuestro hombre es un tirador de primera que le da bien a la aguja. ¿Ha revelado algo más la autopsia?

– De momento no. -Resuelta, Julia volvió a concentrarse en el cadáver.

– ¿Qué habéis averiguado sobre la furgoneta blanca? -preguntó Kristen.

Reagan se volvió. Sus ojos expresaban reproche y por un momento no dijo nada. Ella sabía que estaba al corriente de la llamada que había hecho a Spinnelli y que lo había ofendido al no avisarlo a él primero. Era posible que incluso se sintiera herido.

Sin embargo, no había sido capaz de llamarlo. Las heridas en las que ella misma había hurgado aquella mañana todavía le dolían, tenía presente el sentimiento de humillación. Él creía saber lo que ocurría, pero no era así. Y, aunque lo supiera, no podría comprenderlo.

– Es de una floristería -dijo al fin-. Spinnelli ha enviado a unos cuantos hombres a sondear la zona del Jardín Botánico en la que encontramos a King para ver si alguien ha visto por allí alguna furgoneta de esas características. Espero que no haya pasado tanto tiempo como para que la gente se haya olvidado.

Uno de los ayudantes de Julia entró llevando una carpeta con sujetapapeles.

– Bueno, esto no se ve todos los días -dijo Julia-. Dos de los Blade tienen los tejidos dañados. A juzgar por estas diapositivas, fueron congelados por completo.

Mia chasqueó la lengua.

– Presentarían quemaduras. A menos que utilizara film transparente.

Reagan le dedicó una mirada divertida antes de volverse hacia Julia.

– Tiene razón.

Mia asintió.

– En la foto, los tres Blade aparecen juntos, pero los vieron por última vez a horas distintas. Todos nos preguntábamos qué hizo nuestro humilde servidor con los cadáveres de las primeras víctimas. Los tres habían cometido el crimen y él quería que aparecieran juntos en la foto.

Reagan se cruzó de brazos.

– Por tanto, es probable que lleve a sus víctimas a algún lugar donde no hay peligro de que los detecten. Si no los hubiera congelado, los dos primeros cadáveres habrían empezado a apestar antes de que se hubiera cargado al tercero.

Mia torció el gesto.

– Es un perfeccionista.

– Eso cuadra con la hipótesis del cazador -observó Jack-. Los cazadores, sobre todo los que se dedican a la caza mayor, suelen tener un congelador grande para los animales.

Reagan asintió lentamente.

– Habéis dado con algo importante -concluyó, y se volvió hacia Mia-. Después de la rueda de prensa iremos al campo de tiro. Seguro que en las instalaciones hay un club de caza. Y, si no, por lo menos sabrán dónde está.

– Preguntad quién se dedica a la caza menor -les aconsejó Jack-. Los animales grandes no se cosen después de disecarlos, pero los pájaros sí. Tengo que marcharme. Adiós, Julia.

Julia levantó la vista del cadáver de King y esbozó una sonrisa ausente.

– Adiós.

Mia meneó la cabeza después de que Jack se marchara agitando la mano.

– Qué idiota -masculló.

Kristen no sabía si se refería a Jack o a Julia, pero no estaba de humor para averiguarlo. Lo único que deseaba era escapar de los ojos de Reagan, que parecían controlar todos sus movimientos. Se puso el abrigo y se disponía a salir cuando Mia alzó la mano para detenerla.

– Espera. De hecho hemos venido para preguntarte por tu base de datos, esa en la que registras todos los casos. ¿Anotas en algún sitio si la víctima queda satisfecha con la resolución del caso? -preguntó.

– Bueno, más bien si queda satisfecha con tu trabajo -añadió Reagan-. Buscamos a alguien que no te culpe por haber perdido su caso.

Kristen tragó saliva; su voz le hacía estremecerse. Se encontraba muy cerca, demasiado cerca, pero no había sitio para apartarse. Así que, en lugar de eso, exhaló un hondo suspiro para tranquilizarse y, sin quererlo, aspiró su fragancia. Olía a jabón y… a gyros. Había comido gyros.

– De una forma u otra, todos me culpabilizan. Pero revisaré la lista y trataré de recordar lo que pueda. -Miró el reloj y notó las punzadas de dolor en la nuca debidas a la tensión; esta vez lo que le preocupaba era que Zoe Richardson se había propuesto convertir la rueda de prensa de Spinnelli en un circo de tres pistas.

– La función está a punto de empezar, chicos.


Viernes, 20 de febrero, 15.00 horas

«Esto es mejor que el sexo.» A Zoe la idea se le antojó muy divertida, casi tanto como cierta, pero no sonrió. Las cámaras estaban a punto y en la tarima había micrófonos y dos sillas. Se abrió una puerta a su izquierda y dos hombres se dirigieron al podio. Uno de ellos era John Alden, el jefe de Kristen Mayhew; el otro, el teniente Marc Spinnelli.

Mientras Alden y Spinnelli se acomodaban en sus respectivas sillas, Mayhew apareció escoltada por Mitchell y Reagan. Zoe se enfadó un poco al ver a Reagan; el hombre estaba como un tren, y por la mañana se les había escapado. Escoltada por su guardia de honor, Mayhew se situó en un lado de la sala. En su expresión no se observaban signos del último altercado, hasta que divisó a Zoe sentada en primera fila. Mayhew ahogó rápidamente la reacción, pero a Zoe no le pasó inadvertido el centelleo de sus ojos verdes.

Spinnelli se acercó al micrófono y el rumor de fondo cesó.

– Habrán oído que estamos investigando una serie de crímenes encadenados -anunció Spinnelli sin preámbulos, y Zoe, más que verlo, notó que todo el mundo se volvía a mirarla.

«Gracias, gracias», pensó.

– Ayer encontramos cinco cadáveres. Los cinco corresponden a casos de homicidio. Como ya saben, los asesinados se habían enfrentado a la justicia durante los últimos tres años; todos fueron absueltos, bien por considerarlos inocentes, bien mediante algún alegato. La investigación la dirigen los detectives Mia Mitchell y Abe Reagan, de mi departamento, y cuentan con la colaboración de la fiscalía del Estado. De momento no vamos a hacer declaraciones sobre la investigación; lo único que podemos decir es que estamos haciendo todo lo posible por que el asunto se resuelva con la máxima urgencia.

Hubo una pausa y los flashes de las cámaras se sucedieron.

Junto a Zoe, un periodista de otro canal se puso en pie.

– ¿Qué pueden decirnos acerca de las cartas que recibieron las víctimas de los cinco asesinados?

– Tampoco vamos a hacer declaraciones sobre eso.

Zoe hizo caso omiso del murmullo de sus colegas y se levantó.

– Teniente, ¿puede decirnos algo de las cartas dirigidas a la fiscal Mayhew en las que el asesino explica que le dedica a ella los crímenes y se confiesa su humilde servidor?

Lo de que los crímenes iban dedicados a Mayhew se lo había inventado, pero enseguida se percató de que había dado en el blanco.

El murmullo se convirtió en agitación y, desde el lugar privilegiado que ocupaba en la primera fila, Zoe observó que Spinnelli tensaba la mandíbula; estaba furioso, si no sorprendido. El hecho de asaltar a Mayhew por la mañana había sido necesario para dejar claro quién llevaba la voz cantante, pero por desgracia también le proporcionaba a Spinnelli la oportunidad de prepararse. Aun así, el disparo había sido certero. Se dispuso a disfrutar de la emoción que había suscitado la primicia.

– No vamos a hacer ninguna declaración -repitió Spinnelli sin alterarse; no obstante, el daño ya estaba hecho.

Zoe miró a Mayhew de reojo; permanecía de pie, muy erguida, con el semblante perfectamente sereno mientras los flashes lo iluminaban. Por ella, podía irse a la mierda. Sin embargo, tenía que reconocer que sabía mantener el control cuando era necesario. Probablemente por eso era el brazo derecho de Alden. Sabía muy bien cómo comportarse en público.

– Pero la fiscal Mayhew llevó la acusación de todos los asesinados y perdió los casos -lo presionó Zoe-. ¿Podría dirigir unas palabras a todas las personas que están en libertad porque Mayhew no fue capaz de hacer que los condenaran?

Tras ella, un hombre exclamó:

– ¡Agachaos!

Los periodistas respondieron con risas ahogadas, aunque era obvio que ni a Alden ni a Spinnelli les había hecho gracia.

Spinnelli señaló a un periodista de la WGN.

– Pasemos a la siguiente pregunta.

Zoe se sentó, satisfecha. A veces, el hecho de desatender descaradamente una pregunta decía más que la respuesta.

– ¿Buscan a un asesino o a una banda? -preguntó el hombre de la WGN.

– Sin comentarios -declaró Spinnelli-. Siguiente.

– Solo ha asignado este caso a dos detectives, mientras que en otras investigaciones de asesinos en serie han trabajado equipos de cuatro personas o más. -La observación procedía de un reportero del Tribune y despertó más rumores-. ¿Debemos entender que considera menos importantes estos homicidios por tratarse las víctimas de criminales?

Spinnelli tensó más la mandíbula y Zoe observó que le palpitaba un músculo de la mejilla. El del Tribune había asestado un buen golpe. «Este punto de vista es interesante -pensó-. Este caso presenta un conflicto de intereses. ¿Cuántos policías quieren de verdad atrapar al asesino?»

Los acusados que habían ganado frente a Mayhew debían de estar asustadísimos. Pensó en el más reciente. Angelo Conti seguro que tenía algo que decir al respecto, sobre todo si lo abordaba a la salida de algún bar. No era propiamente una noticia, pero suscitaría interés. Y a veces el interés de la gente creaba las buenas noticias. Era una gran oportunidad.

Entre comentarios y flashes, Spinnelli respondió:

– Hemos asignado el caso a los detectives Reagan y Mitchell. Ambos son profesionales cualificados y tienen experiencia. Cuentan con todo el apoyo y los recursos del Departamento de Policía de Chicago. El caso está asignado correctamente.

John Alden se puso en pie. Spinnelli se hizo a un lado para cederle la palabra.

– El teniente Spinnelli y yo estamos completamente de acuerdo en el personal que se ha asignado a la investigación y en el plan a seguir. No tenemos nada más que decir por el momento.

Los dos hombres bajaron juntos del podio y Zoe se vio obligada a admitir que estaban buenísimos; eran unos magníficos especímenes del género masculino. Spinnelli llevaba el uniforme de gala; Alden, un traje elegante. Pero no era momento de tontear.

Debía tener lista la noticia antes de las seis. Esperaba que Angelo Conti estuviese borracho.


Viernes, 20 de febrero, 16.15 horas

El chico que había detrás del mostrador de cristal era más robusto que un tanque Sherman, lo cual era muy apropiado puesto que debajo del cristal se exhibía una colección formidable de armas de fuego.

– Ese tipo tiene un arsenal casi tan grande como el del idiota de Dorsey -murmuró Mia.

Abe ahogó una risita. Tenía razón. Por desgracia, tanto el idiota de Dorsey como su esposa disponían de unas coartadas solidísimas para las noches en que King y Ramey habían desaparecido y también para las tempranas horas de la mañana del jueves en las que creían que su humilde servidor había entregado las notas.

El tanque de detrás del mostrador los miró con recelo.

– ¿En qué puedo ayudarles?

Abe le mostró la placa y Mia hizo lo propio.

– Soy el detective Reagan, y esta es la detective Mitchell.

Los ojos del chico emitieron un destello y su boca se torció en un mohín de desprecio.

– Tenía que ocurrir tarde o temprano -dijo con rencor.

– ¿Por qué dice eso? -preguntó Mia.

– En cuanto un tío se carga a unos cuantos, la policía empieza a meterse con todos los que tienen permiso de armas. -Sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

– En realidad, hemos venido a pedirle ayuda -explicó Abe, y el chico soltó un resoplido burlón.

– Muy bien. ¿Qué quieren?

Abe apoyó la cadera en el mostrador y se encogió de hombros.

– Es obvio que sabe por qué estamos aquí. Buscamos al tío que se ha cargado a unos cuantos y está a punto de cargarse a unos cuantos más. Hemos elegido su establecimiento porque patrocina una competición de tiro. Esperamos que colabore y nos proporcione la lista de los participantes sin necesidad de que tengamos que volver con una orden.

El tanque se creció.

– Vuelvan con una orden.

Abe suspiró.

– Confiaba en que sería más razonable.

– No se preocupe. Dale la lista a este señor, Ernie. -Una anciana menuda emergió de la trastienda. Llevaba el brazo en cabestrillo-. Soy Diana Givens, la propietaria de la tienda. El chico es Ernie, mi sobrino. Me ayuda con el negocio mientras yo estoy de baja. -Extendió la mano sana y Abe se la estrechó-. He visto la rueda de prensa, detective. Sé quiénes son y por qué están aquí. -Se volvió hacia Ernie-. Saca la carpeta del armario del despacho y tráela ahora mismo. -Chasqueó los dedos y el chico la obedeció, aunque de mala gana y refunfuñando-. Ese condenado se cree el próximo presidente de la Asociación Nacional del Rifle -repuso Givens-. En este establecimiento no hay gato encerrado, detectives. Cumplo la normativa de venta de armas y controlo a los compradores tal como dicta el sistema. Obedezco la ley, aunque no creo que sirva para combatir el crimen. Colaboraré con ustedes en todo lo que pueda.

– Entonces tal vez pueda decirnos algo más -añadió Mia mientras observaba la vitrina de la pared-. Esa colección es magnífica. Mi padre es coleccionista. Tiene un LeMat en perfecto estado.

Diana Givens se relajó visiblemente y la codicia se reflejó en sus ojos.

– ¿En perfecto estado?

– Sí.

– Pues si quiere venderlo, yo estoy interesada.

Mia se volvió para disimular una sonrisa.

– Algún día lo heredaré yo. De entrada, no tengo intención de desprenderme de él, pero muchas gracias. Buscamos a un cazador.

La mujer hizo una mueca de suficiencia.

– Eso facilita las cosas, cariño.

Mia sonrió.

– Lo sé. Es probable que se dedique tanto a la caza mayor como a la menor. ¿Tiene algún listado de las municiones que vende a cada cliente? Nos interesa saber quién compra de los dos tipos.

– ¿Usted caza? -le preguntó Diana Givens.

Mia la miró con expresión divertida.

– Lo he hecho. No muchas veces, pero sé abrirme camino en el bosque. Una vez mi padre y yo derribamos a un ciervo de tres puntas. Mi madre se pasó un mes entero cocinando carne de venado.

– ¿Por qué no has dicho nada en el depósito de cadáveres, cuando Jack le ha comentado a Julia lo del cazador? -preguntó Abe.

Mia hizo una mueca.

– Porque quería dejar que Jack tuviera su momento de gloria delante de Julia. Ella apenas parece percatarse de su existencia, y él lleva un año entero deshaciéndose en atenciones. -Mia se apoyó en el mostrador y miró a la diminuta señora Givens a los ojos-. ¿Podemos echar un vistazo al listado, señora Givens?

Givens vaciló un momento y acabó por asentir.

– ¿Sabe? Odio tener que decirle que sí. Ese tipo se ha cargado a unos cuantos cabrones. No me apetece nada que le paren los pies.

– Pero tenemos que hacerlo -dijo Abe en tono quedo, y Givens exhaló un profundo suspiro.

– Lo sé, pero no voy a ponerme a dar saltos de alegría. Los listados están en la trastienda.


Viernes, 20 de febrero, 16.30 horas

– Myers y su padre están aquí, Kristen.

Kristen levantó la cabeza del documento que tenía entre manos. Notaba en los ojos que se avecinaba una tremenda jaqueca. Lois miraba hacia la sala de espera con mala cara.

Myers era la víctima del nuevo caso de agresión sexual, la chica cuyo padre insistía en que declarara. Lo único que le faltaba para completar el día era que volviera a montarle un número en el despacho.

– No creo que estén dispuestos a volver más tarde.

Lois resopló disgustada.

– No, no lo creo. Kristen, ese padre me asusta. Es muy nervioso. ¿Quieres que llame a seguridad?

– Sí. Avísalos para que estén preparados. Dile a Myers que los atenderé en cinco minutos, antes quiero terminar esto.

Quería acabar por lo menos una cosa. El teléfono no había parado de sonar desde la rueda de prensa; todos y cada uno de los periodistas que había en la ciudad tenían preguntas que hacerle.

– Muy bien, Kristen. Ah, se me olvidaba. -Lois depositó en su escritorio un montón de papeles sujetos con una gran pinza negra-. Han llegado e-mails de todas partes. Algunos solicitan información; la mayoría son muestras de apoyo al asesino. -Suspiró-. No te vayas sola esta noche. Llama a seguridad para que te acompañen hasta el coche. Yo me marcharé temprano, me duele la cabeza.

«Bienvenida al club», pensó Kristen mientras contemplaba la pila de papeles. No había ni un solo medio de información que no hubiera tratado el tema desde la rueda de prensa de aquella tarde. En la CNN hablaban de ello cada media hora; incluso en la página principal de Yahoo! aparecía una foto de Spinnelli y Alden en el podio. Se frotó las sienes con hastío.

Atendería a Myers y luego se marcharía a casa. Después de todo, ¿a quién le hacía falta una fiscal agotada teniendo a un humilde servidor? Se dijo con sarcasmo que tal vez debería dejarle que se ocupara de todos los casos que ella perdiera. Así trabajaría menos horas.

Caramba, incluso podría marcharse de vacaciones.

Sus labios dibujaron una sonrisa al imaginarse a sí misma en una playa soleada, con traje de baño, gafas de sol y un libro por empezar en el regazo. Como si alguna vez hubiera disfrutado de unas vacaciones. Alden siempre insistía en que se tomara unos días libres, pero las pocas veces que se lo había pedido, él siempre encontraba alguna excusa que la retenía en la oficina. Y lo había sustituido unas cuantas veces cuando él estaba fuera. El resentimiento hizo que el dolor de cabeza se agudizara, así que respiró hondo y relajó la mente imaginándose el romper de las olas y el chillido de las gaviotas. Era lo que recomendaban los terapeutas. Lo sabía porque lo había oído unos meses atrás en un programa nocturno de televisión mientras pulía el parquet.

«Encuentra tu lugar ideal y todas tus preocupaciones desaparecerán como por arte de magia.»

Se recostó en la silla y cerró los ojos. Al cabo de un momento, los abrió en su imaginación y apoyó la cabeza en la hamaca que tenía al lado.

En ella yacía Reagan, con el cuerpo bronceado, bien musculado y… perfecto. Al notar su mirada, clavó en ella sus profundos ojos azules y en su rostro se dibujó una blanca y radiante sonrisa. Y cubrió la mano con la suya.

Kristen se incorporó de golpe y un tirón le recorrió de nuevo la nuca. Mierda. No le bastaba con no dejarla a sol ni a sombra, con revisar sus armarios, invitarla a cenar y fastidiarle la interesante asistencia a una autopsia. Además tenía que penetrar en su mente. Se frotó la mano con fuerza para borrar la sensación que le había producido la caricia imaginaria. Maldijo el latido acelerado de su corazón y apartó de sí los sentimientos que, tendría que estar loca, para considerar algo más que un anhelo vano.

No servía de nada anhelar las cosas que nunca poseería. Si permitía que Reagan se le acercara, él saldría corriendo. Vaya si lo haría.

Pero tenía un aspecto estupendo tendido al sol en la playa.

Su propia idiotez la sacaba de sus casillas. «Enfréntate a la realidad, Kristen. Nunca tendrás pareja. Y tampoco irás de vacaciones a la playa.»

Descolgó el teléfono con determinación.

– Lois, haz pasar a Myers.


Viernes, 20 de febrero, 16.30 horas

El gorro con orejeras le ocultaba el rostro. Como hacía mucho frío, a nadie le llamaría la atención. De todas formas, si era capaz de esquivar a la policía y seguir con su trabajo hasta la primavera, tendría que ingeniarse algún otro modo de pasar inadvertido.

El pensamiento le arrancó una sonrisa, tal como le había sucedido al observar la caja marrón situada con total discreción en el porche de la casa de Kristen. El recadero había hecho muy bien su trabajo. Suponía que las cámaras de vigilancia captarían bien su rostro. El hecho de seguirle la pista mantendría ocupados a Reagan y a Mitchell durante un día o dos; sin embargo, cuando consiguieran interrogarlo, solo sería capaz de describir cuatro rasgos básicos. Cualquier retrato robot que la policía obtuviera correspondería como mínimo al diez por ciento de los hombres de Chicago.

Los informativos lo retransmitirían y el chico quedaría vinculado al asesino en serie que lo había contratado. Había elegido a la persona con esmero. Si el hecho de estar relacionado con el espía asesino, tal como lo llamaban en los informativos, tenía alguna repercusión negativa, el chico en cuestión tenía que ser merecedor de ella. Si no le acarreaba consecuencias, mejor para él. Pero si se metía en líos, le estaría bien empleado.

Sin aminorar la marcha, siguió avanzando por la calle en la que vivía Kristen; se detuvo obedientemente ante un stop y puso el intermitente. No iba a cometer ninguna infracción que llamara la atención sobre su furgoneta blanca, que aquel día lucía el logotipo de una empresa de instalaciones eléctricas. Le pareció que el rostro alegre del emblema publicitario le proporcionaba un toque original.

A Leah le habría parecido divertido.


Viernes, 20 de febrero, 18.50 horas

Spinnelli recostó la cabeza en el asiento; el agobio se reflejaba en su semblante. Ninguno de ellos había tenido un buen día, pero a Spinnelli le había tocado aparecer en público.

– Así que ya tenéis unos cuantos nombres de tiradores, de cazadores de reses y de aves, de floristas y de marmolistas. -Se pasó las manos por el rostro-. Parece la letra de una cancioncilla infantil.

Con un sentimiento de total frustración, Abe se quedó mirando las listas que cubrían la mesa de la sala de conferencias. Había muchísimos cazadores en Chicago, y eso que solo habían indagado en unas cuantas tiendas de municiones.

– Nos llevará varios días investigar todo esto, aun contando con más personal. ¿Crees que el departamento de informática nos echaría una mano? Podrían registrar los nombres y buscar información relacionada.

Mia se dirigió a Spinnelli.

– Me ha parecido oír que teníamos los recursos del departamento a nuestra disposición.

Spinnelli se encogió de hombros.

– Lo preguntaré. Tantos ordenadores nuevos deberían servir para algo.

Abe apartó la silla de la mesa y se puso en pie para acercarse a la pizarra. Allí continuó anotando datos, aún inconexos.

– Hemos interrogado a todas las víctimas originales para saber dónde se encontraban las noches en que desaparecieron las nuevas víctimas. Los únicos cuyas coartadas son discutibles son Sylvia Whitman y Paulo Siempres, el padrastro de uno de los chicos asesinados.

– ¿Crees que podrían estar implicados?

Abe negó con la cabeza.

– Siempres no. No habría tenido fuerza suficiente para estrangular a Ramey. Tiene el brazo derecho atrofiado por la polio.

– ¿Y la señora Whitman?

– Qué va. -Mia cruzó los pies apoyados en el borde de la mesa-. Es una bocazas, pero no la creo capaz de algo así. Podría haber contratado a alguien para que se cargara a Ramey, pero entonces no sé de dónde sacó el dinero. Hemos comprobado los movimientos bancarios de todos. Nadie ha gastado la cifra que haría falta para pagar a un sicario.

– Es más -intervino Abe-, sabemos que el autor conocía los nombres de las seis víctimas de King porque los esculpió en la lápida, y no hay razón para pensar que Whitman o Siempres tuvieran acceso a esa información.

Spinnelli suspiró.

– Aquí está la lista de abogados y policías relacionados con los tres casos que nos ha proporcionado Kristen. Esta otra es la lista de los tiradores.

– Pobre Marc -dijo Mia compasiva-. Primero tiene que vérselas con la prensa y ahora con asuntos internos.

– Prefiero a la prensa -masculló Spinnelli-. De todas formas, echad un vistazo a esta lista y mirad si algún nombre coincide con los de los floristas, los cazadores o los marmolistas.

Abe miró la lista y soltó un silbido por lo bajo.

– Mira esto, Mia.

Mia abrió los ojos como platos.

– John Alden.

– El jefe de Kristen fue militar y se clasificó como tirador de primera. -Abe se dirigió a Spinnelli-. ¿Quieres que lo investiguemos nosotros o prefieres hacerlo tú mismo?

Spinnelli se encogió de hombros.

– Vosotros interrogad a todo el mundo para saber dónde se encontraban en el momento de los asesinatos, como medida de precaución. Yo me encargaré de Alden.

– Empezaremos mañana a primera hora -dijo Mia.

Spinnelli puso mala cara.

– ¿Por qué no ahora?

Mia miró el reloj con un gesto exagerado.

– Es viernes, tengo una cita.

– ¿Y qué? -replicó Spinnelli-. Yo llevo una semana sin ver a mi mujer ni a mis hijos.

– Entonces también deberías marcharte a casa -le soltó Mia-. Porque…

El teléfono móvil que Abe llevaba en el bolsillo vibró en ese momento, y al ver quién llamaba hizo un ademán indicando que guardaran silencio.

– ¿Qué ocurre? -Escuchó a su interlocutor mientras Spinnelli y Mia se callaban de repente-. Quédate ahí, sube las ventanillas y pon el seguro. Llegaré en diez minutos. -Cerró el móvil-. Acaban de atacar a Kristen. La han sacado de la carretera y ha chocado contra un poste. La han amenazado dos chicos armados con cuchillos que querían saber la identidad de su humilde servidor.

Mia palideció.

– Mierda. Por lo que dices deben de ser dos de los Blade. Maldita Richardson.

Spinnelli se puso en pie de un salto.

– ¿La han herido?

– ¿Dónde están ahora? -preguntó Mia.

– Me parece que no la han herido -dijo Abe en tono grave-, pero está asustada. -Tan solo por aquello, los muy gamberros iban a llevarse su merecido-. Los ha rociado con polvos picapica y se ha encerrado en el coche. Luego se ha puesto a tocar el claxon para llamar la atención de los coches que pasaban por allí y esos gilipollas se han dado a la fuga. -Cogió el abrigo-. Voy a ver cómo está. Ya os llamaré.


Viernes, 20 de febrero, 19.10 horas

Ahora que ya había pasado todo, Kristen tenía ganas de chillar.

Le dolía el hombro, del cual la habían agarrado para hacerla salir del coche, y el rostro le escocía por culpa del airbag, que se había disparado. Tenía suerte de no haberse roto la nariz. Todo su cuerpo se resentía de los nervios que había pasado hasta que logró zafarse y encerrarse en el coche. Sabía que si se relajaba se echaría a llorar, y no podía permitírselo. Imposible. Richardson y el lameculos de su cámara estarían al acecho. La sangre le hervía de rabia. Si se enteraba de que aquella tipeja lo había visto todo y se había limitado a filmarla mientras ella gritaba pidiendo auxilio… No habría un foso lo bastante profundo para aquella cerda.

Alguien tamborileó en la ventanilla y Kristen ahogó un grito. Un policía uniformado la miraba desde el otro lado de la puerta.

– ¿Se encuentra bien, señorita Mayhew? -dijo lo bastante alto como para que lo oyera a través del cristal.

Era la respuesta a su llamada al teléfono de emergencias; había marcado el número después de hablar con Reagan. En aquel preciso instante no se paró a pensar en lo que significaba el orden de sus llamadas para pedir ayuda. En vez de eso, asintió con un movimiento brusco que estuvo a punto de hacerla gemir de dolor. Sin embargo, consiguió ahogar el quejido; lo tenía todo bajo control.

– Sí.

– ¿Necesita que llame a una ambulancia?

Solo faltaba que saliera esa imagen en las noticias de las diez.

– No. ¿Los han cogido?

El agente negó con la cabeza.

– Los estamos buscando, pero me parece que han cruzado la calle y se han colado entre los edificios del parque industrial. -El policía se irguió de repente y Kristen supo sin verlo que Reagan había llegado. Habían pasado siete minutos y medio; seguro que se había saltado unos cuantos semáforos en rojo. No podía evitar estarle agradecida.

Su rostro apareció en la ventanilla con expresión angustiada e inquieta.

– Abre la puerta, Kristen.

Trató de que no le temblara la mano y disimuló una mueca al notar una punzada en el hombro. Abrió la puerta; esta crujió y Kristen puso mala cara.

– Me han golpeado por este lado -masculló-. Me parece que han estropeado la carrocería.

Él se agachó y la miró desde su misma altura con semblante adusto.

– Se ha disparado el airbag -dijo Reagan escupiendo las palabras, como si eso sirviera para describir mejor el desastre.

– Suele pasar cuando vas a cuarenta y chocas contra un poste de teléfono. -Kristen arqueó una ceja; seguía dominándose-. Los he rociado con polvos picapica; justo en los ojos.

Los labios de Abe se curvaron; de pronto Kristen se sintió muy contenta de tenerlo allí.

– Bien hecho.

– Se han marchado corriendo. -Señaló una zona en la que se veían luces y bloques de hormigón-. Han ido hacia el parque industrial. Me parece que el coche era robado. -Habían abandonado el vehículo; el guardabarros delantero seguía empotrado en el de Kristen-. Son de la familia Blade, querían saber quién ha matado a sus hermanos. Cuando les he dicho que no lo sabía, han respondido que no importaba, que me retendrían hasta que él acudiera a buscarme.

Reagan escrutó su rostro.

– No te han hecho daño.

Ella negó con la cabeza.

– Solo me duele un poco el hombro y la rodilla. Con ibuprofeno y un baño caliente, por la mañana estaré como nueva. Por favor… -Empezó a temblarle la voz; tragó saliva-. Por favor, acompáñame a casa.

Él le tendió la mano y la ayudó a salir del coche. Durante una décima de segundo, Kristen titubeó; aquellos ojos la tenían atrapada. De pronto, la situación se le escapó de las manos. Dio rienda suelta a una necesidad que era incapaz de admitir y se apoyó en él, en su cuerpo robusto. Notó cómo este se contraía y medio segundo más tarde la rodeaba con sus brazos, la atraía hacia sí, la abrazaba. Aquella sensación le hizo estremecerse, se sentía totalmente a salvo; pero al cabo de un momento el dolor del hombro la interrumpió. No consiguió ahogar el pequeño gemido y Abe se irguió.

– Sí que te han hecho daño. Tengo que llevarte a urgencias.

– No, por favor. -Respiró hondo y se apartó; la breve tregua había tocado a su fin. Él quiso sujetarle la barbilla pero ella lo disuadió-. Aquí no; nuestra amiga nos vigila.

La mirada de Reagan adquirió un brillo peligroso. Kristen se percató de que no hacía falta dar más explicaciones.

– ¿Dónde está?

Kristen señaló una pequeña furgoneta sin rotular.

– Su secuaz nos tiene dentro del ángulo óptico.

– Su secuaz va a entregarme esa puñetera película -gruñó Reagan-. ¿Puedes quedarte sola un momento?

– ¿Vas a apalear a Richardson? -preguntó Kristen; al ver que Reagan enseñaba los dientes a modo de respuesta, no pudo evitar imaginárselo en la playa. Sin embargo, por algún motivo le resultaba mucho más atractivo en aquel momento que en la imagen ficticia.

– Solo si me saca de mis casillas.

– Entonces puedo quedarme sola.

Vio cómo Reagan se alejaba del coche y acortaba la distancia que lo separaba de la unidad móvil de Richardson a pasos agigantados. Abrió la puerta corredera e interceptó la imagen que captaba la cámara con su cuerpo robusto. Richardson salió del vehículo con los brazos en jarras, pero Reagan no se movió. Un minuto después, tenía una carcasa negra en la mano.

Al momento, volvió y la ayudó a subir al todoterreno.

– Tengo que levantar acta, señor.

Reagan respiró hondo; tuvo que refrenarse antes de volverse hacia el desafortunado joven de uniforme que había respondido a la llamada de emergencia.

– ¿Sabe quién es esta señorita?

El oficial miró a Kristen por encima del hombro de Reagan.

– Sí.

– Entonces, encuéntrese con nosotros en su casa dentro de media hora. Allí podrá redactar el acta. Ah, agente, ¿podría evitar que esa víbora nos siga?

El joven miró la furgoneta de Richardson con desprecio.

– Con mucho gusto, detective. Señorita Mayhew, ¿seguro que no necesita atención médica?

Kristen le sonrió; empezaba a sentirse aliviada.

– Seguro. De todas formas, muchas gracias.

El joven se alejó y Reagan se volvió hacia Kristen. Ella se quedó sin habla al observar que su semblante expresaba auténtico cariño. Resultaba verdaderamente difícil resistirse.

– La esposa de mi hermano Sean es pediatra. Sus pacientes suelen ser un poco más jóvenes, pero seguro que accederá a hacerte una visita a domicilio.

– Te lo agradezco, pero no te preocupes, de verdad. Por favor, acompáñame a casa.

Abe cerró la puerta del acompañante y rodeó el coche para ocupar el asiento del conductor. Permaneció un momento en silencio y prosiguió en tono muy amable.

– ¿Por qué no me has avisado al salir del trabajo? Habría ido a buscarte.

Kristen se horrorizó al notar que las lágrimas asomaban a sus ojos. Él se dio cuenta pero no dijo nada; se limitó a aguardar su respuesta.

– ¿Recuerdas el nuevo caso del que te he hablado esta mañana? -dijo Kristen con voz insegura, pero Reagan no desvió la mirada ni un ápice.

– ¿El de la chica que ha sufrido una agresión sexual y que no quiere denunciarlo a pesar de que su padre insiste en que lo haga?

Ella asintió.

– Sí, ese. Esta tarde han venido a verme. El padre ha dicho… -La voz se le quebró; con un suspiro nervioso se tragó las lágrimas-. Por un momento he pensado que iba a pedir un cambio de fiscal debido a la atención mediática que recibirá su hija si llevo yo la acusación. Pero no ha sido así.

Reagan sacó un paquete de pañuelos de papel de la consola que separaba ambos asientos y se lo ofreció en silencio. Ella cogió el paquete y lo aferró.

– Me ha dicho que esperaba que perdiera porque así mi «humilde servidor» se encargaría personalmente del hijo de puta que había violado a su hija. Hace tres días yo era fiscal. Ahora no soy más que un cebo para que un espía asesino apriete el gatillo. -Soltó el paquete estrujado de pañuelos de papel y trató de devolverle su forma original-. Necesitaba estar sola. -Apartó la mirada-. Lo siento.

Abe puso el motor en marcha.

– Estás bien y eso es todo cuanto importa ahora mismo. -Se alejó del bordillo-. Hoy dormiré en el sofá.

Kristen comprendió que no se trataba de una pregunta. Por el retrovisor lateral, vio cómo el coche de alquiler desaparecía. Por primera vez se percató de que había estado verdaderamente en peligro.

«Podrían haberme hecho cualquier cosa. Podrían haberme… Me habrían…»

Aquello fue como abrir la caja de Pandora. Recuerdos que llevaban demasiado tiempo enterrados en su mente empezaron a brotar. Un tremendo escalofrío recorrió su cuerpo.

– Es un sofá cama -murmuró mientras cerraba los ojos y trataba de recuperar la imagen de la playa, el sol y las olas. Sin embargo, una vez abierta la veda, una única imagen invadía su mente y se repetía una y otra vez como si fuera el fotograma de una película de terror. Pero la protagonista no era ninguna actriz. Era ella.


Viernes, 20 de febrero, 19.30 horas

En el momento en que el vehículo de Reagan se alejó, él soltó un resoplido de enojo. Por fin Kristen estaba a salvo; pero las cosas podrían haberse torcido. Había estado a punto de tomar partido; por suerte, ella había conseguido hacerse con las riendas y rociarles los ojos con polvos picapica hasta obligarlos a largarse con el rabo entre las piernas.

No estaba herida. Pero podría haberlo estado, y todo por culpa de esos gusanos despreciables que se habían atrevido a sacar de la carretera a una mujer con Dios sabe qué propósito.

Se sobresaltó al oír que alguien golpeteaba en la ventanilla. Era un policía.

– Estamos despejando la zona, señor. ¿Le importaría marcharse?

Él sonrió. Debía mostrarse amable y colaborar para no despertar sospechas. Asintió en silencio. Puso la furgoneta en marcha y se mezcló entre la circulación. No podían detenerlo, todavía no. Aún le faltaba mucho para vaciar la pecera.

Загрузка...