Sábado, 21 de febrero, 7.00 horas
Los periodistas formaban una horda que apenas se dominaba. Los encabezaba nada más y nada menos que Zoe Richardson, quien desafiaba al destino blandiendo un micrófono justo en las narices de Abe.
– La gente tiene derecho a conocer la identidad de la víctima -reclamó Richardson-. No pueden ocultarla.
– Lo haremos hasta que se lo hayamos notificado a la familia -afirmó Abe en tono de advertencia, consciente de que cada uno de sus movimientos estaba siendo grabado para mostrárselo a la gente que tenía derecho a saberlo todo. Se acercó al agente a quien habían asignado la tarea de controlar a la multitud-. Que no pasen de esa raya. -dijo, y volvió al escenario del crimen bajo el amparo de unos árboles que bordeaban la carretera.
Julia se encontraba de pie al lado de Jack, junto a la tumba poco profunda coronada con una lápida que rezaba Renee Dexter. Mia estaba al lado de Kristen, quien los había puesto al corriente de los detalles del caso. Todo había sucedido tal como ella lo había descrito la noche anterior, en la cocina de su casa. Dexter era una víctima de violación a quien Skinner había destrozado verbalmente en el estrado.
– Yo protesté una y otra vez -masculló mientras miraba el nombre de aquella mujer inscrito para siempre en el mármol-. Pero el juez permitió que Skinner la hiciese pedazos.
El equipo de Jack extraía el cadáver bajo la mirada atenta de Julia. Cuando los restos de Skinner fueron depositados en el suelo, los cinco se apiñaron a su alrededor y Mia se arrodilló justo al lado.
– Tiene algo en la mano -dijo-. Lleva el puño vendado. -Jack quitó la venda con cuidado y le abrió la mano. Con repugnancia, Mia levantó la vista y la cruzó con la de Abe-. Parece que Skinner no ha podido relamerse con el pastel que nuestro humilde servidor ha hecho que descubriéramos. Tanta elocuencia le ha costado la lengua.
– «Murió sin poder pronunciar ni una palabra en su defensa» -citó Kristen-. ¿Se lo habéis dicho a su esposa?
Abe asintió.
– Spinnelli llegó a casa de Skinner al mismo tiempo que nosotros llegamos aquí. No queríamos que se enterara por la prensa.
Mia, todavía arrodillada junto al cadáver, miró a Julia.
– ¿Puede morir una persona porque le corten la lengua?
Julia se arrodilló al otro lado del cuerpo de Skinner.
– No. Pero mira estas concavidades a ambos lados del cráneo, justo detrás de las orejas. Son del mismo tamaño y simétricas.
– Se las han hecho con un torno de banco -dijo Jack, y Julia le dirigió una mirada aprobatoria.
– Eso lo explicaría.
– ¿El qué? -preguntó Abe.
Julia se puso en pie.
– Tendré la confirmación después de la autopsia. Pero si vuestro hombre es consecuente y este agujero de bala que Skinner presenta en la frente resulta ser posterior a la muerte y no la causa, tendríamos que encontrar sangre en los pulmones.
Abe suspiró.
– Quieres decir que le cortó la lengua y le inmovilizó la cabeza de forma que se ahogó con su propia sangre.
Mia se levantó y se sacudió la tierra de las rodillas.
– Creo que tendríamos que proteger al hombre que fue absuelto tras la violación de Renee Dexter. Lo lógico sería que ahora fuera por él.
Todos dieron un paso atrás cuando el forense cerró la cremallera de la bolsa que contenía el cadáver de Skinner.
– Ha ido demasiado lejos -masculló Kristen-. Skinner era un hijo de puta en los tribunales, pero nunca infringió la ley.
– ¿Y quiénes serán los siguientes? -preguntó Jack con amargura-. ¿Los jueces?
– O los fiscales que pierden los casos -dijo Abe, y Kristen lo miró con los ojos muy abiertos-. Ese tipo no conoce límites, Kristen. De momento no te culpa a ti de nada, pero eso puede cambiar.
– Le hemos pedido a Spinnelli que te ponga protección las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana -agregó Mia.
Kristen abrió la boca para protestar pero enseguida la cerró.
– Gracias -dijo.
– Y hasta entonces -añadió Abe-, te quedarás en casa de uno de nosotros.
Sonó el móvil de Mia y esta lo abrió.
– Mitchell. -Sus labios se curvaron en una sonrisa desmesurada mientras escuchaba-. No me digas. Para que luego vengan con que la tecnología no es una maravilla. No cuelgues. -Miró a Abe con las cejas rubias arqueadas-. Han encontrado el coche de Skinner fuera de la ciudad; tiene GPS.
A Abe le dio un vuelco el corazón. Por fin iban a tener un respiro.
– Pregunta si pueden investigar los desplazamientos que realizó el jueves por la noche.
Mia mostró satisfacción.
– Sí que pueden, ya lo han hecho. Parece que ya saben adónde debemos dirigirnos.
Sábado, 21 de febrero, 7.00 horas
Se apoyó tambaleándose en la pared del sótano, sentía náuseas. Jadeante, se deslizó hasta el suelo. El corazón le latía de tal forma que parecía que fuera a salírsele del pecho. Las manos, los brazos, el pecho, el rostro… Estaba completamente cubierto de sangre.
«¿Qué he hecho? Dios mío… Lo he hecho… ¿Qué he hecho?»
Cerró los ojos.
«Relájate. Respira hondo y recobra el control.»
Cogió aire a grandes bocanadas y lo expulsó de la misma forma. Poco a poco sintió que recuperaba el dominio de sí mismo. Había acabado con él. Angelo Conti estaba muerto y bien muerto.
Apoyando con firmeza los pies en el suelo de cemento, se dio impulso contra la pared para ponerse en pie. Contempló la carnicería que había hecho sin proponérselo; había perdido el control. No podía permitir que aquello volviera a ocurrir.
«Pero ese cabrón engreído de Conti se lo merecía», pensó. No le había costado mucho dar con él la noche anterior. Había aguardado a que Angelo saliera del bar que frecuentaba cerca del campus de la Universidad de Northwestern; andaba haciendo eses. Se dirigía a su Corvette recién estrenado con la clara intención de sentarse al volante. Ni siquiera se daba cuenta de que estaba demasiado borracho incluso para andar. Cualquiera hubiera pensado que el chico moderaría su conducta después de salvarse por los pelos de ir a la cárcel tras el asesinato de Paula García y del hijo que gestaba. Sin embargo, Angelo se creía invulnerable.
Y se equivocaba…
«Ni siquiera vio que me acercaba.» Podría haberle asestado un golpe en la cabeza y llevárselo a la furgoneta, pero su andar zigzagueante y el flamante coche lo habían puesto a mil. Así que le había disparado a las rodillas; a ambas.
Luego le había aporreado la cabeza y lo había trasladado a la furgoneta.
Saboreaba con anticipación el momento en que recuperaría la conciencia, el miedo que le tornaría los ojos vidriosos y lo obligaría a dejar de darle a la lengua. Pero no. Angelo había vuelto en sí en un estado de alerta sorprendente y en cuestión de segundos ya sabía dónde se encontraba.
«Y me reconoció.»
No había cesado de hablar.
«Antes de que me diera cuenta, ya tenía la llave inglesa en la mano.»
Con los primeros golpes solo pretendía llamarle la atención, pero Conti no se había callado. En vez de eso, empezó a hablar de Kristen.
«Y perdí el control.»
La de cosas que había llegado a decir… Cosas crueles, infames. «¿Y qué te ha dado a cambio de que le hagas el trabajo sucio, eh? ¿Qué tal se porta? Seguro que detrás de ese aire remilgado se oculta una tigresa.» Había seguido hablando, haciendo afirmaciones viles y obscenas sobre él y sobre Kristen. Y no pensaba callarse.
«Por eso yo tampoco me detuve.»
Suspiró. Ahora nadie podría reconocer a Conti. Apenas quedaba algo de su rostro. No tenía sentido tomar una instantánea. Se dirigió a donde había dejado las pertenencias de Conti y encontró su cartera. Le habían quitado el carnet de conducir por haber cometido demasiadas infracciones, pero tenía el de la universidad. Y en él había una foto. Con eso bastaría.
Se entretuvo ocupándose de Conti. El fuerte estallido y el olor acre procedente del arma recién disparada lo aplacaron. Se había convertido en un acto rutinario.
Miró el reloj y puso mala cara.
– Llego tarde -masculló. Tenía que cambiarse y regresar al trabajo. Volvería más tarde y grabaría la lápida. Paula García y el hijo que gestaba en el momento de su muerte se merecían aquello.
Sábado, 21 de febrero, 9.30 horas
La esposa de Trevor Skinner era una mujer delgada y de piel pálida que parecía estar a punto de desmayarse de un momento a otro. No resultó de gran ayuda a la hora de responder a las preguntas sobre el paradero de su marido y las posibles visitas extrañas, algo que explicara cómo Skinner fue atraído hasta el lugar donde le habían disparado el jueves por la noche.
Gracias a la tecnología, les resultó fácil descubrir el sitio de la emboscada. Skinner había contratado uno de esos servicios telefónicos de localización de los vehículos vía satélite, de forma que el conductor puede pedir ayuda si sufre una emergencia. Afortunadamente, el servicio también puede proporcionar información sobre la ruta. Skinner había preguntado cómo dirigirse a una fábrica abandonada y una vez allí el asesino le había disparado en las rodillas y se lo había llevado a otro lugar. En apariencia, el coche había sido robado por unos adolescentes que se habían trasladado en él hasta el emplazamiento donde había sido encontrado por la mañana.
Abe estaba a punto de dar por terminada la entrevista con la histérica señora Skinner cuando una criada entrada en años le tiró de la manga de la chaqueta.
– Señor -susurró-. Dejaron un paquete.
Tras un instante de sorpresa, Abe y Mia acompañaron a la criada a la habitación contigua para que pudiera hablar sin que los comprensibles gritos histéricos de la señora Skinner ahogaran su voz.
– ¿Cuándo? -preguntó Abe.
– El jueves. -Se encogió de hombros, incómoda-. Creo que sobre las dos.
– ¿Vio a la persona que lo dejó?
– No, señor. Llamaron a la puerta y al abrir encontré el paquete.
– ¿Puede describirlo? -intervino Mia.
– Estaba envuelto en papel de embalar de color marrón. Llevaba una etiqueta escrita a máquina con el nombre del señor Skinner. Era muy ligero, como si no contuviera más que aire. De un tamaño así -dijo separando las manos.
Ligero como el aire. Una hoja de papel, probablemente otra carta. Abe se preguntó qué podría haber tentado a Skinner lo bastante como para dirigirse a aquel lugar.
– ¿Vio algún coche?
– Sí, sí. Había una furgoneta blanca. Me acuerdo porque me extrañó que fuera de una floristería y que no hubieran dejado flores.
– Sí -masculló Mia-. Una flor, sea cual sea, siempre huele bien. ¿Abrió el paquete?
La criada abrió los ojos como platos en un gesto horrorizado.
– No. Al señor Skinner no le gustaba que tocáramos sus cosas. Era muy suyo. -Se volvió a mirar a la señora Skinner, que sollozaba-. ¿De verdad está muerto?
«Ya lo creo -pensó Abe-. Muerto y bien muerto.»
– Sí, señora. Lo sentimos mucho.
Sábado, 21 de febrero, 16.00 horas
– Diana Givens no podrá ayudarnos. -Mia, sentada en el asiento trasero del todoterreno de Reagan, parecía abatida-. Nadie puede ayudarnos. La bala está hecha cisco.
La policía científica había encontrado la bala en el marco de madera de una puerta de la vieja fábrica en la que Skinner había sido secuestrado el jueves por la noche. El análisis de la sangre que habían encontrado en la calle les confirmaría si era allí donde le habían disparado, aunque ellos ya estaban casi seguros de que así había sido. La bala era un gran hallazgo, puesto que el asesino se había tomado muchas molestias para extraerla del cuerpo de King y para ello lo había abierto en canal y después lo había cosido.
Tenía la marca del fabricante, según el informe de balística. Pero por desgracia la marca estaba destrozada hasta el punto de resultar irreconocible.
– No lo sabías, Mia. -Reagan aparcó su enorme vehículo junto a una armería antigua y Mia se bajó.
– ¿Vienes, Kristen?
Kristen suspiró. Aquel día había estado en todos los lugares posibles de la ciudad. Era la séptima armería que visitaban.
– ¿Por qué no?
Reagan le dirigió una mirada comprensiva.
– Puedo llevarte a casa. A estas horas Spinnelli ya te habrá asignado un guardaespaldas.
La idea le fastidiaba tanto como la reconfortaba. Los vecinos ya estaban hartos de soportar las linternas de la policía científica durante toda la tarde. Solo faltaba que vieran un coche patrulla aparcado permanentemente delante de su casa, hasta… Bueno, suponía que hasta que las cosas cambiasen y su humilde servidor la dejase en paz; hasta que dejase de ser el punto de mira de pandillas furibundas y ávidos periodistas; hasta que ya no se sintiese como una víctima esperando a que sucediera lo inevitable. Miró el gran letrero sobre el escaparate de la armería y se decidió.
– No. Yo también voy.
Reagan la ayudó a bajar del alto asiento y ella contuvo la respiración hasta apoyarse con firmeza sobre ambos pies. La rodilla le daba unas punzadas terribles, pero no pensaba siquiera dejarlo entrever, no fuera a ser que hubiese alguna cámara al acecho.
– ¿Veis alguna cámara? -preguntó, y Reagan miró a ambos lados de la calle.
– No. Creo que están todas en la rueda de prensa de Spinnelli -dijo Reagan con ironía-. Más vale que lo graben a él y que nos dejen tranquilos, sobre todo ahora que nuestro hombre ha ampliado su abanico.
– He recibido quince llamadas de abogados defensores desde que Richardson difundió la noticia de la muerte de Skinner. -Kristen hizo una tentativa de andar y se le crispó el rostro por el dolor-. A todos les asusta salir de casa. -Sintió cierta satisfacción al imaginárselos encerrados en sus casas, temblando como flanes; pensó que estaba en su derecho. Nunca había conseguido entender la mentalidad de los abogados defensores. Sabían que la mayoría de sus clientes eran culpables y sin embargo defendían a aquellos canallas como si las víctimas fuesen ellos.
Reagan soltó un gruñido.
– Eso les pasa por ponerse al servicio de unos hijos de puta. No les irá mal pasar miedo un par de días. Tendríamos que haber cogido el coche de Mia. A tu rodilla no le va a gustar que te pases el día forzándola para subir y bajar.
Kristen alzó la cabeza para mirarlo pero no pudo ver sus ojos detrás de las gafas de sol. Encajó la desilusión; en el fondo, era mejor así. Se estaba acostumbrando a su mirada afectuosa y eso no era bueno.
– Ya has oído a Ruth. Estoy bien.
Él le ofreció el brazo y juntos entraron en la tienda, detrás de Mia.
– ¿Qué es eso? -preguntó Kristen al ver el maletín que llevaba Mia. Había insistido en que hicieran una parada en su casa antes de iniciar la ruta de las armerías y había salido de allí con él.
Reagan soltó una risita.
– Ya lo verás.
Tras el mostrador de cristal, el tanque les dirigió una mirada feroz.
– Han vuelto.
– Eso parece -dijo Mia en tono cortante-. ¿Está Diana?
– No -espetó el chico.
– Ernie, por el amor de Dios. -La anciana emergió de la trastienda con el brazo en cabestrillo-. Aquí estoy. ¿En qué puedo servirles hoy? -La mujer miró con cautela el maletín negro y a continuación hizo un comentario que demostraba abiertamente su aprecio por Kristen-. Vaya, han venido en compañía de una persona famosa.
– Sí, sí. Es toda una celebridad. -Mia se inclinó sobre el mostrador-. Se trata de lo siguiente, Diana. Durante la investigación hemos encontrado una bala. -Sacó una bolsa y la depositó en el tablero de cristal-. No es gran cosa, pero es todo cuanto tenemos por ahora. ¿Qué puede decirnos?
La anciana frunció los labios y en las comisuras se formaron varias arrugas como rayos de sol. No paraba de toquetear la bolsa que contenía la bala.
– ¿Qué me darán a cambio?
Mia tamborileó en el maletín.
– Sea buena chica, y luego ya veremos.
– ¿Qué es esto? -susurró Kristen a Reagan, pero él negó con la cabeza para acallarla.
La mirada de Diana se suavizó considerablemente.
– Hacía mucho tiempo que no me llamaban «chica».
– Considérelo parte de la recompensa -espetó Mia-. Creemos que esta bala está fabricada artesanalmente.
Diana torció la boca con gesto pensativo.
– Sí. Pero está demasiado estropeada para obtener información sobre el molde. -Cogió la bala y aguzó la vista-. Tiene la marca del fabricante.
– Lo sé. Un compañero de balística me lo ha dicho, pero no ha sido capaz de reconocerla. ¿Y usted?
Sacó una lupa y examinó la bala con detenimiento.
– No, ya le he dicho que está demasiado estropeada. Pero no hay muchas personas que fabriquen sus propias balas.
– ¿Alguno de sus clientes? -preguntó Mia-. ¿O de las personas de las listas que nos entregó?
La anciana se quedó pensativa.
– Hay unos cuantos, pero no ponen marca. -Se quedó mirando el maletín-. ¿Qué lleva ahí dentro, detective Mitchell?
Mia accionó las cerraduras del maletín.
– La pistola de mi padre. -Sonrió al ver que la mirada de Diana se tornaba reverencial-. Es un tesoro magnífico. -En cuanto Diana hizo un intento de tocar el arma, Mia cerró el maletín de golpe-. Tal vez luego.
Diana alzó una ceja.
– Es mi retribución, ¿no?
– Depende. Mi compañero y yo necesitamos información sobre la marca de la bala. Si conseguimos un esbozo decente, ¿lo colgará en el tablón de anuncios?
Diana accedió con un asentimiento solemne.
– Me gusta ayudar, detective Mitchell. De hecho, haré algo mejor. Reuniré a mis amigos aficionados a la práctica de tiro y entre todos elaboraremos una lista de todas las marcas que seamos capaces de recordar.
Kristen oyó que Reagan soltaba una risita discreta.
– Es buena, ¿verdad? -dijo.
Kristen ladeó la cabeza hacia atrás para mirarlo de perfil. Tenía los ojos fijos en Mia y su boca esbozaba una sonrisa que expresaba tanto orgullo como diversión. No era el tipo de hombre al que le asusta la destreza de otro, aunque el otro fuera una mujer. Solo eso ya lo distinguía de la mayoría de los que ella conocía.
– Sí, sí. Lo es. ¿Adónde iremos después?
– Mia y yo iremos a la escuela King. Gracias al equipo de videovigilancia hemos obtenido una imagen del chico que dejó la caja en tu casa y queremos distribuir algunas copias. Es sábado, así que durante todo el día habrá alumnos en la pista de baloncesto que hay justo enfrente.
– ¿Hay algún problema si llegáis media hora más tarde?
Abe la miró con cara de desconcierto.
– Supongo que no. ¿Por qué?
Kristen se volvió hacia el mostrador.
– Porque voy a comprarme una pistola.
Sábado, 21 de febrero, 17.00 horas
– ¿Puedo hablar contigo un momento, Jacob?
Jacob Conti levantó la cabeza y vio a Elaine de pie en la puerta de su despacho frotándose las manos.
– ¿Qué ocurre, Elaine? -preguntó, aunque ya lo sabía.
Ella se acercó con su aire tímido. La primera vez que la vio, veinticinco años atrás, le recordó a un frágil pajarillo. De hecho, aún se lo recordaba.
– Llevo todo el día tratando de localizar a Angelo. Estoy empezando a preocuparme. Había quedado con sus amigos en el club para ir a jugar al frontón pero no se ha presentado. ¿Puedes enviar a Drake a buscarlo?
Conti asintió.
– Claro, cariño. Intenta calmarte.
Ella se acercó más y lo besó en la mejilla.
– Lo procuraré. Gracias, Jacob.
Dejó que se marchara sin decirle que ya había enviado a Drake Edwards y a otros tres hombres a buscar a Angelo. De momento, no habían dado con él.
Empezó a sentir un nudo en el estómago.
«Angelo, solo faltaba que abrieras tu bocaza delante de todo el mundo. Como si no corrieras ya bastante peligro, has tenido que dar la nota en la tele, por el amor de Dios.»
Si le había ocurrido algo a su hijo… El culpable iba a pagarlo.
Y Jacob Conti no era un hombre dado a amenazar a la ligera.
Sábado, 21 de febrero, 19.00 horas
Había vuelto a sorprenderlo. Eso pensaba Abe mientras oía a Kristen pedirle al camarero la comida en italiano y seguir hablándole con fluidez. La había llevado a Rossellini's, un restaurante italiano que su familia frecuentaba desde que él era pequeño. El ambiente resultaba de lo más acogedor y la comida era estupenda. A diferencia de Mia, Kristen parecía abierta a nuevas experiencias gastronómicas.
Al verla sonreír mientras las palabras en italiano brotaban de sus labios, no pudo evitar preguntarse si también estaría abierta a nuevas experiencias en otros terrenos. Durante todo el día, mientras permanecía sentada a su lado en el todoterreno, se había deleitado con su fragancia y había contemplado los cambios que las distintas emociones reflejaban en su rostro; unos, sutiles; otros, no tanto. Había observado que se ponía tensa cada vez que sonaba su teléfono móvil; sabía que tenía que sufrir el hostigamiento de los aterrorizados abogados defensores que habían tenido la desgracia de vérselas con ella en los tribunales. La veía mirar atrás continuamente, preocupada por la posibilidad de que hubiera alguna cámara filmándola o la siguieran los miembros de alguna banda o su humilde servidor.
Durante todo el día, Abe repasó mentalmente los acontecimientos de la noche anterior, incluida la excitación que observó en sus ojos verdes en lugar del habitual recelo y la sencilla compasión que ella le había demostrado al pedirle que le hablara de Debra. Se preguntó cómo les irían las cosas.
Si estuvieran juntos.
Se preguntó cómo se sentiría al ver su rostro solemne sonreír a diario, al oír su risa sin que la preocupación apagara su sonoridad.
Y a continuación se preguntó si se estaba volviendo loco, si se estaba aferrando a la primera mujer cuerda que había encontrado desde que ya no trabajaba de incógnito. Kristen era una mujer íntegra, inteligente. Era hermosa y elegante. Había conocido a muy pocas mujeres que reunieran aquellas cualidades en los últimos cinco años. No eran habituales entre los traficantes de armas y de drogas.
Se deleitó recordando el día en que la conoció. La noche anterior no había mentido. Al principio se quedó anonadado; luego se sintió cautivado y, a continuación, excitado. Lo excitaba de un modo increíble, inconfundible. Aquel día iba camuflado, y no había parado de soltar indirectas gracias a las cuales se había ganado unas cuantas palmadas en la espalda por parte de sus cómplices del mundo del hampa. Sin embargo, la primera impresión no se había desvanecido, había permanecido fija en su mente mientras tenía lugar la detención que había sido planeada para conferir credibilidad a su falsa identidad. Había hecho ver que era uno de ellos y lo habían detenido y fichado. Poco después lo habían dejado en libertad bajo fianza y había regresado a la zona de la ciudad sombría e inmunda en la que, según su falsa identidad, vivía.
Sin embargo, en cuanto pudo se escabulló para ver a Debra en el centro de enfermos terminales; se sentó junto a su cama y le acarició las manos y los pies al tiempo que pronunciaba su nombre en voz baja. El sentimiento de culpa lo atormentaba. Mientras su esposa yacía en un silencioso infierno, él deseaba a otra mujer.
Ahora, ella por fin descansaba en paz. Y él seguía deseando a Kristen Mayhew.
El camarero interrumpió la conversación con obvio pesar y se dispuso a atender a otros clientes. Kristen se volvió hacia Abe y abrió los ojos como platos, por lo que él dedujo que debía de llevar escritos sus pensamientos en el rostro. Por un momento pensó en tomárselo a risa y quitarle importancia. No obstante, la mirada de Kristen adquirió una excitación progresiva y se le sonrosaron las mejillas. Se humedeció los labios con la punta de la lengua y Abe estuvo a punto de soltar un gemido de placer.
– Lo siento -dijo-. He sido muy grosera al desatenderte. Es que hacía mucho tiempo que no tenía oportunidad de hablar en italiano.
– No te disculpes. Me ha encantado escucharte. No sabía que hablases italiano.
Kristen se encogió de hombros sin saber muy bien qué decir.
– Pasé un año en Italia cuando estaba en la universidad. Aprendí mucho vocabulario coloquial, pero estoy segura de que la gramática la llevo fatal. La tengo oxidadísima. -Cogió la carta y jugueteó nerviosamente con el borde-. No tienes por qué invitarme a cenar. Spinnelli ha enviado un coche patrulla a mi casa. Creo que puedo apañármelas sola.
Algo se removió en su interior, sentía deseo e inquietud.
– ¿Y no se te ha ocurrido pensar que tal vez me apetezca estar contigo? ¿Que el hecho de traerte aquí no tiene nada que ver con el caso?
Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
– Sí. -Su voz se había vuelto áfona, ronca, y a él le provocó un cosquilleo por todo el cuerpo-. Sí, lo he pensado.
Abe tragó saliva. Se le ocurrían mil respuestas, pero todas eran completamente inapropiadas y la habrían ahuyentado de inmediato.
– Ah, signorina.
Abe se tragó una maldición por la interrupción mientras Kristen se volvía hacia un radiante Tony Rossellini, alma del restaurante y viejo amigo de sus padres. En su lugar, sonrió.
– Tony, me alegro mucho de verte.
Tony se llevó una gran sorpresa. A Abe la situación le hizo gracia; de pronto se dio cuenta de que el hombre no se había acercado a hablar con él.
– Abe. Abe Reagan. Mi sobrino no me ha explicado que eras tú quien acompañaba a esta bella signorina. Me alegro de verte. Tus padres vinieron la semana pasada pero no me dijeron que hubieras vuelto a la ciudad.
Era la historia que la familia contaba a todos sus amigos. Abe se había trasladado a Los Ángeles y solo volvía de vez en cuando para visitarlos. Por lo que sabía, incluso se lo habían contado a Rachel. Habría resultado demasiado peligroso que alguien mencionara sin querer su verdadera ocupación. Le dirigió una mirada a Kristen y vio que lo había entendido y que, por tanto, no iba a ponerlo en evidencia.
– Sí, señor. He vuelto. Ahora trabajo en el departamento de homicidios. Esta es Kristen Mayhew.
El rostro marchito de Tony hizo un esfuerzo por recordar dónde había oído aquel nombre. De pronto, abrió mucho los ojos.
– Bueno, esta noche no vamos a hablar de cosas de esas. Nada de trabajo; solo diversión. -Mostró una botella de vino tinto que ocultaba a su espalda. Era una marca excelente; Abe se percató a simple vista-. Mi sobrino solo me ha hablado de una atractiva joven que vivió un año en la hermosa ciudad de donde eran mi padre y mi abuelo. -Con la destreza de un experto, descorchó la botella-. Hace mucho tiempo que no voy a Florencia, pero siempre la llevo en el corazón. -Se dispuso a llenarles las copas con orgullo y entonces Abe recordó que Kristen no bebía.
Abrió la boca pero se quedó mudo y se le tensó todo el cuerpo al notar que ella deslizaba una mano sobre la suya. La miró y ella hizo un discreto movimiento de negación con la cabeza, perceptible solo por él. A continuación, retiró la mano y alzó la copa en un brindis que dirigió a Tony. Se expresó en italiano y lo que dijo hizo que Tony apareciera aún más radiante. El hombre respondió con amabilidad antes de volverse hacia Abe muy sonriente.
– Ahora que has vuelto a casa vendrás a vernos con frecuencia, ¿verdad, Abe? Y, cuando vengas, te acompañará la signorina.
– Claro. -No supo si Abe se refería a la primera afirmación o a ambas-. Tony, los periodistas llevan persiguiéndonos todo el día. Si aparece alguien sospechoso, ¿podrías…?
Tony frunció el entrecejo.
– No hace falta que digas nada más, Abe. No os molestarán -dijo, y volvió a la cocina sin esperar respuesta.
Kristen dejó la copa en la mesa y apartó la mirada.
– Qué amable.
– Sí. Tony es un viejo amigo de mis padres.
Ladeó la cabeza; quería que ella se volviese a mirarlo pero no lo hizo. Se moría de ganas de tocarla, de deslizar la mano bajo la mesa y cogerla de la mano tal como ella había hecho. Sin embargo, en vez de eso se llevó la copa a los labios.
– Pensaba que no bebías.
– No bebo, pero no he querido ofenderlo rechazando su hospitalidad. Daré solo un par de sorbos y quedará entre nosotros.
Otra vez volvía a demostrar su consideración por los sentimientos de los demás. Se acordó de la mirada que le había dirigido la noche anterior al partir en dos el papel de lija y ofrecerle la mitad. Había encontrado en ella compasión y comprensión, y también algo más. Algo que lo había mantenido en vela casi toda la noche.
– Kristen. -Aguardó, pero ella mantuvo los ojos fijos en la otra punta del restaurante-. Podrías haberte ido a casa en cuanto Spinnelli te asignó un guardaespaldas. Mia se ofreció a llevarte a casa, le quedaba de camino al lugar donde había quedado. ¿Por qué estás aquí conmigo?
Hubo un largo silencio antes de que ella se volviera a mirarlo a los ojos, y al hacerlo adivinó en ellos tanto interés como vulnerabilidad, lo cual le atenazaba el corazón y, curiosamente, le hacía hervir la sangre.
– ¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez yo también esté aquí porque quiero estar contigo? -preguntó con voz suave.
– Tenía la esperanza de que fuera así -respondió él con sinceridad.
Los labios de Kristen se curvaron con tal discreción que si no la hubiera estado mirando fijamente no lo habría notado. Posó la mano sobre la de ella y notó un ligero retroceso. Pero no llegó a retirar la mano y él lo interpretó como una señal positiva.
– ¿Por qué te fuiste a Italia?
Ella parpadeó; era evidente que no esperaba aquella pregunta.
– ¿Cómo dices?
Él deslizó su dedo pulgar bajo la palma de la mano de ella y empezó a moverlo adelante y atrás en una suave caricia. Ella se puso rígida pero no retiró la mano.
– Que por qué pasaste un año en Italia.
Ella bajó los ojos a sus manos unidas.
– Fui a estudiar a Florencia.
– ¿Arte?
Ella alzó la cabeza, esbozaba una pequeña sonrisa. A Abe volvió a paralizársele el corazón.
– ¿Es que hay alguien que vaya a Florencia a estudiar otra cosa?
– Ya he notado que tenías una gracia especial escogiendo colores -dijo-. ¿Cómo es que estudiaste arte y acabaste siendo abogada? ¿Por qué no te dedicas a pintar o a esculpir o a cualquiera de las cosas que estudiaste?
La sonrisa de Kristen se desvaneció.
– La vida no siempre acaba siendo como uno la planea. Aunque me imagino que lo sabes por experiencia propia.
Así era.
– Sí.
Ella se estremeció visiblemente.
– Me estoy comportando como una egoísta. Me invitas a cenar en un sitio estupendo y yo me pongo sensiblera. Hablemos de otra cosa.
– Vale, hablemos de otra cosa. -Ladeó la cabeza y la escudriñó con la mirada-. Esta tarde nos has sorprendido en el campo de tiro. No nos habías dicho que supieras disparar. -Lo hacía muy bien. La había observado elegir el arma de forma metódica ante el mostrador de Diana Givens y había fantaseado sobre lo agradable que resultaría enseñarle las cuestiones básicas sobre el manejo de las armas de fuego. Qué debía de sentirse al rodearla con los brazos, al notar el contacto de su delgado cuerpo. Su fisiología había respondido instantáneamente a la fantasía y casi se había sentido aliviado al oír que rechazaba la ayuda que le habían ofrecido Mia y él. En lugar de eso, había vaciado la recámara en el objetivo de cartón con rapidez y precisión, dejándolos a todos mudos por un momento-. En todas las ocasiones has hecho diana en la cavidad torácica.
– No soy una tiradora de primera, pero acierto en una lata colocada sobre una valla.
– Así que en Kansas vivías en una granja -supuso él al unir los pocos detalles que le había ido contando sobre su vida en los últimos días.
Ella se removió en la silla, incómoda, pero asintió.
– Mi padre tenía un antiguo rifle del calibre 38 con el que nos dedicábamos a practicar.
Había tratado de eludir aquella cuestión sobre la vieja granja de la familia Mayhew.
– ¿Y quién heredó el rifle de tu padre cuando él murió?
El ánimo de Kristen se enfrió.
– Mi padre no ha muerto.
Abe frunció el entrecejo.
– Pero me habías dicho que no tenías familia.
– Porque así es. -Volvió a suspirar y a estremecerse visiblemente-. Lo siento. He vuelto a comportarme de forma grosera. Es que me pone enferma tener que esperar tres días para que me den mi pistola. Al rellenar los impresos y darme cuenta de lo difícil que resulta conseguir una licencia me he sentido como si me metieran el dedo en la llaga.
– ¿Qué quieres decir?
Ella hizo una mueca.
– Que los tipos de los que me protejo habrán comprado las armas a algún traficante que no cumple la ley. Ellos van armados y yo tengo que esperar.
– Es posible que no te hagan esperar.
– ¿Y no te parece que eso le va a ir de perlas a Zoe Richardson para su exclusiva? -Meneó la cabeza-. No; dormiré con un garrote bajo la almohada hasta que obtenga el permiso.
Reagan iba a responder pero se calló de inmediato con un gruñido cuando se abrió la puerta del restaurante. Kristen se irguió de inmediato y retiró la mano hacia su lado de la mesa.
– ¿Qué hay? -preguntó torciendo el cuello para mirar atrás con expresión alarmada-. ¿Más periodistas?
– No. Peor. Mi hermana.
Era cierto. Rachel entró seguida de un tropel de adolescentes, y el ambiente del restaurante se saturó de repente.
Era difícil que Rachel no lo viera, pero que no reconociera a Kristen era imposible. Desde la otra punta del restaurante vio cómo Rachel abría los ojos como platos. En menos de un minuto se había situado junto a su mesa.
– ¡Abe! -Se inclinó y le dio un beso rápido en la mejilla-. No sabía que estarías aquí esta noche. ¿Se lo has preguntado? ¿Eh? ¿Se lo has preguntado?
Abe suspiró. Rachel se refería a la entrevista con Kristen para el trabajo de la escuela. Entre tanta actividad lo había olvidado completamente.
– No, Rach. Hemos estado muy ocupados.
Rachel mostró disgusto.
– Pues por lo menos preséntamela y ya lo haré yo. Por favor.
Abe suspiró, esta vez con mayor elocuencia.
– Kristen, esta es mi hermana pequeña, Rachel. Rachel, esta es Kristen Mayhew, ayudante del fiscal del Estado.
Sábado, 21 de febrero, 19.30 horas
– No quiere que lo molesten.
Jacob Conti oyó las palabras de su mayordomo. En la penumbra de su despacho una voz de tenor se elevaba desde los altavoces para ofrecerle las últimas notas de su aria favorita. Solía servirle para relajarse al acabar la jornada, pero aquel día no lo conseguía. Angelo había desaparecido. Elaine no paraba de llorar y él sabía que, fuera cual fuese el desenlace, sería malo.
– Seguro que se alegrará de verme -oyó decir a Drake Edwards.
«No, no me alegro de verte», pensó Jacob. Pero bajó el volumen del aria con el mando a distancia.
– Hazlo pasar. -Se puso en pie y se sintió furioso al notar que le temblaban las piernas. Dirigió una mirada a Drake y se dejó caer en la silla. El jefe de seguridad tenía el semblante lúgubre.
– Lo siento, Jacob -empezó Drake en voz baja. Se sacó un juego de llaves del bolsillo y Jacob reconoció al instante el logotipo que pendía de la cadena-. Hemos dado con el Corvette. Unos chicos han dicho que habían encontrado las llaves tiradas en el asiento del conductor y que habían dado una vuelta con él.
– ¿Y Angelo? -Jacob había enronquecido.
Drake meneó la cabeza.
– Lo vieron por última vez en un bar de las afueras. Sus amigos dicen que había bebido mucho pero que no quiso que llamaran a un taxi.
«Qué estúpido. Qué estúpido.»
– Me lo imagino. Es normal tratándose de Angelo.
– Jacob… -Drake cerró los ojos y su semblante expresó pesadumbre-. Hemos encontrado manchas de sangre en el asiento del conductor.
Jacob exhaló un suspiro. Tenía que decírselo a Elaine, pero aquello la mataría.
– Esperaré a estar seguro para decírselo a la señora Conti. Sigue buscándolo, Drake. Y haz que vigilen a Mayhew y a esos dos detectives… Mitchell y Reagan. Según Richardson, el asesino le envía cartas a Mayhew. Si Angelo… -Se esforzó por que la palabra brotara de su boca- está herido, se lo hará saber pronto.
Drake asintió con formalidad. Jacob pensó que a él también debía de resultarle duro. Llevaba trabajando para él mucho tiempo, desde mucho antes de que se convirtiera en el actual Jacob Conti, el adinerado empresario de Chicago. Drake había sido su brazo derecho desde que empezara a estafar a ancianas solitarias y a hacer algunos trabajitos sucios. Era como de la familia. Le había cambiado los pañales a Angelo y de niño solía llevarlo al circo. Debía de tener el corazón hecho añicos.
– He ordenado a unos cuantos hombres que los sigan, y también a sus jefes y a esa Richardson -explicó Drake-. Jacob, trata de descansar. Yo no pararé hasta encontrar a Angelo.
No, Drake no pararía de buscarlo. Conti lo sabía tan bien como que se llamaba Jacob. «Pero cuando lo encuentre, ¿seguirá pareciéndose a mi hijo?»