Capítulo 4

Miércoles, 18 de febrero, 23.00 horas

Abe se detuvo en seco al final de la escalera. Allí estaba ella de nuevo. De pie frente a las puertas acristaladas que daban a la calle, casi oculta bajo el grueso abrigo, con el abundante pelo rojizo recogido en aquel moño tan tirante que provocaba dolor de cabeza con solo mirarlo. Su perfil parecía esculpido en piedra. Le sorprendió verla. Pensaba que se había ido hacía media hora, cuando la reunión se disolvió y cada uno se marchó por su lado. Spinnelli había regresado a su despacho para ordenar que enviaran vigilancia a los tres lugares indicados en los planos. Mia había desaparecido con una gran caja que contenía los efectos personales de Ray Rawlston.

Su nueva compañera resultó eficiente a la hora de erradicar todo rastro del hombre que había ocupado aquel escritorio durante veinte años. No le envidiaba la tarea de llevar los efectos personales a la viuda de un agente caído. A él también le había tocado hacerlo una vez, antes de meterse a detective. Se trataba de la gorra de béisbol de su compañero; abrazó a la esposa que este había dejado y, sintiéndose incómodo, le dio unas palmaditas en la espalda mientras ella sollozaba y estrechaba la gorra contra su pecho. La viuda de su compañero no había llorado en el hospital ni durante el funeral, pero por algún motivo el hecho de entregarle aquella gorra dio rienda suelta al llanto. Luego se marchó a casa y la emprendió a puñetazos con el saco de arena del garaje hasta que Debra, preocupada, acudió en su busca. Le besó las heridas de los nudillos y susurró junto a su oído las palabras reconfortantes que solo una esposa es capaz de pronunciar. Sin embargo, la suya ya no podría hacerlo nunca más. Aquello formaba parte del pasado. Debra había desaparecido para siempre.

Dios santo, cómo la echaba de menos. Por un momento, se permitió añorarla, recrearse en lo que pudo haber sido y preguntarse cómo se sentiría. Y entonces se dio cuenta de que no se había movido. Seguía allí, contemplando el perfil de Kristen Mayhew mientras ella miraba a través del cristal la calle oscura. Se preguntó qué pensamientos debían de atravesar su mente. Dio por hecho que estaba asustada. Era normal. Por mucho que Spinnelli hubiese ordenado que cada hora pasase una patrulla por delante de su casa, por mucho que tuviese los números de móvil de todos ellos, era normal que estuviese asustada.

Se acercó despacio y carraspeó.

– ¿Estoy fuera del alcance del espray?

En el reflejo del cristal, Abe observó la triste sonrisa que esbozaron sus labios.

– Está a salvo, detective Reagan -dijo en voz baja-. Creía que ya se había ido.

Abe se detuvo a pocos centímetros de su hombro derecho, más cerca de lo que se había propuesto, y, al captar el aroma de su fragancia, sus pies se negaron a retroceder. En el garaje, cuando ella lo había aferrado por el brazo, estaban a esa misma distancia, pero entonces tenía la cabeza embotada por el olor a combustible y gases. Pensó que olía bien. Muy bien. De hecho, habría preferido no notarlo.

– Me voy a casa. Pensaba que se había ido hace media hora.

– Estoy esperando un taxi.

– ¿Un taxi? ¿Por qué?

– Porque me han retenido el coche y la oficina de alquiler de vehículos está cerrada.

Abe sacudió la cabeza. Claro. No podía creer que ninguno de ellos hubiese reparado en aquello antes de separarse.

– ¿No puede llamar a un amigo?

– No. -Su respuesta no denotó amargura, simplemente fue negativa.

«¿No puedes llamarlo o no tienes amigos?» Ese pensamiento lo hizo bajar de las nubes y le provocó una necesidad imperiosa de protegerla. Pero ¿protegerla de qué? ¿Del espía asesino que la acechaba? ¿De la falta de amigos? ¿De él mismo?

– La llevaré a casa. Me pilla de camino. -Era mentira, por supuesto, pero ella no tenía por qué enterarse.

Kristen sonrió.

– ¿Cómo puede decir eso si no sabe dónde vivo?

Entonces Abe recitó su dirección y, a continuación, se encogió de hombros algo avergonzado.

– Estaba escuchando cuando le dijo a Spinnelli su dirección por lo de la patrulla. Deje que la acompañe a casa, Kristen. Echaré un vistazo y me aseguraré de que no hay ningún espía escondido en los armarios.

– La verdad es que estoy preocupada -admitió-. ¿Seguro que no le importa?

– Seguro. Pero a cambio le pediré dos favores.

Al instante, sus ojos verdes lo observaron con recelo y él se preguntó por qué. O, más bien, por culpa de quién. A una mujer como Kristen Mayhew le sería imposible eludir a los oportunistas deseosos de favores especiales.

– ¿Qué quiere? -preguntó con aspereza.

– En primer lugar, deja de llamarme detective o por mi apellido -aclaró-. Llámame Abe.

Incluso a través del grueso abrigo, Abe vio que relajaba los hombros.

– ¿Y en segundo lugar?

– Tengo hambre. Había pensado parar en algún sitio a cenar algo rápido. ¿Me acompañas?

Kristen vaciló, pero enseguida asintió.

– Nunca ceno, pero de acuerdo.

– Muy bien. Tengo el todoterreno aparcado en la otra acera.


Miércoles, 18 de febrero, 23.00 horas

Estaba preparado. Pasó un paño suave por el cañón mate de su rifle. Parecía nuevo. Tal como tenía que ser. Un hombre inteligente cuidaba bien sus herramientas de trabajo. Aquella le había prestado un buen servicio durante las semanas precedentes.

Acercó un poco más la fotografía del sencillo marco plateado. «Ya van seis, Leah. ¿Quién será el siguiente?», dijo en voz alta. Con cuidado, depositó el rifle en la mesa e introdujo una mano en la pecera que un día había albergado al pececito rojo de Leah. Desde que la conoció, Leah siempre había tenido un pececito rojo. Se llamaba Cleo. Cuando se moría uno, al día siguiente, como por arte de magia, aparecía otro cuyo nombre también era Cleo. Leah nunca reconocía que el pez había muerto, nunca se lamentaba. Se limitaba a salir y comprar otro. Él había encontrado a Cleo muerto en la pecera el día en que identificó el cadáver de Leah. No tuvo ánimo para comprar otro.

Ahora la pecera contenía los nombres de todos aquellos que habían escapado de la justicia por la que velaba Kristen Mayhew. Asesinos, violadores y pederastas andaban sueltos por la calle porque algún abogado defensor sin escrúpulos había encontrado un resquicio legal. Los abogados defensores no eran mejores personas que los propios criminales. Tan solo iban mejor vestidos.

Revolvió los papelitos y rebuscó hasta que sus dedos palparon una esquina doblada. No estaba seguro de cómo decidir qué orden debían seguir sus objetivos, qué crimen era más grave que el resto, qué víctimas merecían con mayor prioridad que se hiciera justicia. Y no tenía mucho tiempo, sobre todo ahora que la policía estaba de por medio. Contaba con que Kristen los pondría sobre aviso antes de que él tuviese tiempo de volver a meter la mano en la pecera, pero la satisfacción que le producía el hecho de que ella lo supiera justificaba el riesgo. Así que mezcló los nombres en la pecera y dejó que Dios guiara su mano. Sacó uno de los papelitos con el borde levantado y observó la esquina que él mismo había doblado. Lo único que había hecho era ayudar un poco a Dios.

Se preguntó qué castigo elegiría aquella vez. Evidentemente, algunos delitos eran peores que otros. La violación y la pederastia implicaban premeditación, una crueldad que debía ser castigada, erradicada. Por eso había doblado una esquina de todos los papelitos que contenían el nombre de un agresor sexual.

Observó el trozo de papel doblado durante un momento. La última elección había dado como resultado un objetivo excelente. Ross King merecía la muerte. Ninguna persona decente se atrevería a negarlo. No había tenido un final fácil, ni rápido. Y había acabado suplicando piedad de forma muy lastimera. Antes de iniciar todo aquello, se había preguntado en varias ocasiones si sería capaz de pegar a un hombre que implorara clemencia. Ahora sabía que sí.

Aquella noche había actuado correctamente; había librado al mundo de un parásito demasiado peligroso para vivir entre la gente decente. Dios estaría contento. Los inocentes se encontraban ahora un poco más protegidos. Así que tomó una decisión. Primero escogería los trocitos de papel con la esquina doblada. Aun así, el azar era definitivo, la elección última correspondía a Dios. Cuando no quedaran más papelitos de aquellos, pasaría a los delitos de menor importancia. Y, si no le daba tiempo de terminar, se consolaría pensando que, por el mismo precio, había realizado la parte más importante.

Desdobló el papelito y su sonrisa se tornó lúgubre. «Estoy preparado. Ya lo creo.»


Miércoles, 18 de febrero, 23.35 horas

– Está bueno.

Abe se rio.

– Pareces sorprendida.

– Lo estoy. -Kristen miró el gyro, iluminado de forma intermitente por la luz de las farolas. Se encontraban a pocos kilómetros de su casa; sin embargo, apenas un minuto después de salir del autoburguer confesó tener más hambre de la que creía y la emprendió a mordiscos con el bocadillo-. ¿Qué lleva esto?

– Cordero, ternera, cebolla, queso feta y yogur. ¿De verdad no lo habías probado nunca?

– Donde yo crecí, estas delicias no formaban parte de la comida cotidiana.

– ¿Y dónde creciste?

Kristen permaneció un buen rato con la vista fija en el bocadillo; Abe ya creía que no iba a responder.

– En Kansas -dijo al fin, y él se preguntó qué era lo que le fastidiaba tanto de Kansas.

Se esforzó por parecer despreocupado.

– ¿En serio? Te hacía de la costa Este.

– Pues no. -Kristen miró por la ventanilla-. Dobla a la izquierda después del semáforo.

Él guardó silencio mientras ella, lacónica, le indicaba cómo llegar a su casa. Cuando detuvo el todoterreno junto a la entrada, Abe se inclinó hacia delante para verle el rostro, o más bien el perfil, ya que ella mantenía la mirada fija en el infinito; no se volvió hacia él ni hacia su casa.

– Si lo prefieres, puedo llevarte a un hotel -se ofreció. Ella se puso tensa-. Lo digo en serio, Kristen. Nadie va a reírse de ti porque no quieras dormir aquí esta noche. Puedo dar una vuelta mientras recoges tus cosas.

– No. Vivo aquí. Nadie va a echarme de mi propia casa. -Envolvió lo que quedaba del bocadillo y recogió el ordenador portátil del suelo-. Te lo agradezco, pero no parece que ese hombre quiera hacerme daño. La alarma está conectada y cada hora pasará una patrulla. No me ocurrirá nada. Además, tengo que dar de comer a los gatos. Lo que sí te agradecería es que echases un vistazo a la casa. -Esbozó una media sonrisa y Abe se admiró de su valentía-. Los gatos no sirven de mucho como guardianes.

Él la siguió hasta la puerta lateral y esperó mientras entraba y desconectaba la alarma. En cuanto ella encendió la luz, Abe recorrió el interior con la mirada. Le llamaron la atención los electrodomésticos viejos, el estridente papel pintado y los armarios de formica desportillados. Al parecer, las horas de insomnio no habían dado tanto de sí como para reformar la cocina. Volvió los ojos hacia el lugar donde ella aguardaba; su tensión era evidente, ni siquiera se había quitado el abrigo. Incluso en la penumbra podía distinguir el movimiento de su garganta al tragar saliva. La necesidad de protegerla volvió a invadirlo; sin embargo, aunque la había conocido hacía pocas horas, sabía que no agradecería ningún tipo de contacto físico por muy buenas intenciones que abrigara el gesto. Así que se obligó a permanecer donde estaba, con las manos en los bolsillos.

– ¿Prefieres que encienda las luces o las dejo apagadas? -preguntó Kristen.

– Ya las iré encendiendo yo -respondió Abe. Ojalá hubiese accedido a que la llevase a un hotel. No sabía si se encontraba en peligro, pero estaba claro que tenía miedo, y la idea lo turbaba.

Avanzó por la casa y llegó a la sala de estar, encendió la luz y observó el papel de rayas azules. Kristen había hecho un buen trabajo. Annie, la hermana de Abe, que era decoradora profesional, no lo habría hecho mejor. En los dos dormitorios desocupados no encontró ningún espía asesino; ni tampoco en el cuarto de baño, en cuyos estantes aparecían bien dispuestos artículos de maquillaje y un bote de laca. Todo estaba muy ordenado, como si esperase a alguien. De pronto, Abe se preguntó a quién y se sintió irritado ante la idea de que una maquinilla y un bote de crema de afeitar tuvieran un lugar en el pulcro lavabo. Sin embargo, no vio ninguna de las dos cosas. No había rastro de ningún hombre. Se rio interiormente. Qué tonto. De haber un hombre en su vida, Kristen lo habría llamado para que fuera a recogerla en lugar de decidir tomar un taxi.

Y, de todos modos, no era asunto suyo.

Abrió la puerta del dormitorio de Kristen y lo recorrió con la mirada en busca de algún ligero movimiento. Nada. A decir verdad, tampoco lo esperaba. Accionó el interruptor y vio que el buen gusto de Kristen se extendía al mobiliario. Piezas de estilo art déco adornaban la habitación y proporcionaban solidez al ambiente. No había encajes ni puntillas, pero se respiraba un aire muy femenino. Tal vez se debiera al edredón de estilo antiguo que cubría la cama. O quizá al aroma de su perfume, todavía presente. En la almohada, un lustroso gato negro lo observaba con sus ojos verdes y cautelosos, como los de Kristen.

Abe dirigió el haz de la linterna bajo la cama y en el interior del armario ropero, lleno de trajes de color negro, azul marino y gris marengo. La habilidad de Kristen para combinar tonos no se reflejaba en el vestuario; quizá los funcionarios de tribunales dispusieran de algún código tácito en cuanto a la vestimenta. Aun así, le sorprendió la ausencia de trajes de fiesta, vestidos largos y zapatos extremados. Se entretuvo un rato acariciando al gato detrás de las orejas antes de volver a la cocina, donde Kristen se encontraba vertiendo té a granel en una tetera de porcelana decorada con grandes rosas. Aún llevaba puesto el abrigo; Abe pensó que tal vez al final hubiese decidido no quedarse en casa.

– En esta planta no hay nadie -aseguró, y ella asintió en silencio-. ¿Dónde está la puerta que conduce al sótano?

Kristen señaló la pared que quedaba detrás de Abe.

– Ten cuidado. Hay un poco de desorden ahí abajo.

Abe pensó que el desorden de casa de Kristen Mayhew resultaba más armonioso que el orden que reinaba en casa de cualquiera de sus hermanos. La repisa de la chimenea estaba lijada y desprovista de barniz. Sobre ella, apoyadas en la pared, había unas muestras de madera teñida. Abe suspiró. Su humilde servidor tenía razón. El cerezo era la mejor opción.

Kristen dio un respingo cuando la escalera que conducía al sótano crujió bajo los pasos de Reagan. No sabía qué la ponía más nerviosa, si el hecho de saber que un asesino la espiaba estando en su propia casa o que por primera vez en toda su vida hubiese un hombre en ella. Respiró hondo, el aroma del té la relajó lo bastante como para no comportarse como una loca. Abe Reagan regresó a la cocina y guardó la pistola en la funda que llevaba colgada al hombro.

La pistola. Había desenfundado el arma. Un escalofrío le recorrió la espalda.

– ¿Sin novedad?

Él asintió.

– Aquí no hay nadie más que tú, yo y el gato negro que está sobre tu almohada.

Kristen esbozó una sonrisa.

– Es Nostradamus. Me permite que duerma en su cama.

Reagan soltó una carcajada y ella notó que el corazón le daba un pequeño vuelco que nada tenía que ver con el acecho de un psicópata. Era increíblemente guapo y parecía agradable. Aun así, era un hombre.

– ¿Tu gato se llama Nostradamus? -le preguntó con una sonrisa.

Kristen asintió.

– Mefistófeles aún no ha vuelto. Ha salido a cazar ratones.

La sonrisa de Abe se hizo más amplia.

– Nostradamus y Mefistófeles. El profeta agorero y el mismísimo diablo. ¿Y por qué no Pelusa o Copo de Nieve?

– Nunca he sido capaz de ponerles nombres simpáticos -respondió Kristen con sequedad-. No va con su naturaleza. La primera semana que estuvieron en casa, destrozaron la moqueta de tres habitaciones.

– Pues si alguna vez te compras un perro, llámalo Cerbero. Así tendrás a la familia al completo.

Kristen notó un tirón en las comisuras de los labios, justo lo que él se había propuesto; de pronto, sintió una oleada de gratitud por sus esfuerzos para levantarle el ánimo.

– El guardián de tres cabezas del Hades. Lo tendré en cuenta. ¿Te apetece un poco de té? Suelo tomarlo por la noche cuando estoy muy tensa. Espero que me temple los nervios y pueda dormir.

– No, gracias. Debería marcharme a casa y recuperar unas cuantas horas de sueño. Tengo que encontrarme con Mia y Jack de madrugada en el escenario del primer crimen.

Las manos de Kristen se calmaron al posarlas en la tetera.

– ¿Por cuál empezaréis?

Él se encogió de hombros.

– Por Ramey. Iremos en el mismo orden que él.

Kristen se sirvió té. Le temblaban las manos y el té se derramó en la vieja encimera. Hizo una mueca.

– Tiene sentido. -Levantó la vista y se encontró con que Abe la miraba con la misma intensidad que en el despacho de Spinnelli. Se dio cuenta de que estaba preocupado y eso la hizo erguirse. Ella no era una mujer cobarde. Podía ser muchas cosas, pero no cobarde-. Yo también quiero ir.

Él lo pensó un momento.

– Tiene sentido -dijo repitiendo sus palabras-. Ponte calzado cómodo.

Kristen bajó la vista a la taza de té y luego volvió a alzarla.

– No tengo coche.

– Pasaré a recogerte a las seis en punto.

La partida había empezado y le tocaba a ella mover ficha.

– Gracias. Mañana alquilaré un coche, pero…

– No te preocupes, Kristen. No me importa.

Y era evidente que lo decía en serio, lo cual la inquietó.

– Entonces…

Él se dio impulso para apartarse de la pared en la que estaba apoyado.

– Me voy. -Se detuvo junto a la puerta-. Has hecho un trabajo estupendo en la casa.

Kristen rodeó con las manos la taza humeante y captó su calor. Tenía mucho frío.

– Gracias. Y gracias por acompañarme a casa. Y por el gyro.

Él escrutó su rostro con semblante impenetrable.

– ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí?

Ella esbozó una sonrisa que aparentó mucha más seguridad de la que sentía.

– Segurísima. Vete a dormir. Quedan pocas horas para las seis.

Abe la miró poco convencido antes de volverse hacia la puerta de la cocina y salir en busca del coche. A través de las cortinas vaporosas que cubrían las ventanas la vio cerrar con llave y conectar la alarma. Por un momento, dudó si entrar y llevársela a la fuerza a algún lugar relativamente seguro, como un hotel; pero sabía que debía mantenerse al margen. Kristen Mayhew era una mujer adulta y totalmente capaz de tomar sus propias decisiones.

Cuando puso en marcha el motor y arrancó, se dio cuenta de que no lo había llamado detective Reagan. Ni tampoco Abe. Habían estado hablando durante casi una hora y no se había dirigido a él con ningún nombre. No debía permitir que aquello le molestara, que algo en ella lo molestara. Era atractiva, pero había conocido a muchas mujeres atractivas desde que no trabajaba de incógnito. Durante cinco años había evitado intimar con nadie, y encontraba tiempo para ver a su familia, a sus hermanos y hermanas, a sus padres, a Debra, siempre preocupado por si lo habían seguido, por si el simple hecho de visitarlos los ponía en peligro.

Ahora se había librado de la carga que suponían la confidencialidad y el aislamiento constantes y trabajaba en un entorno en el que las personas establecían relaciones profesionales y sociales. Era normal que se sintiese tentado el primer día que salía. Lo raro sería no encontrar tentadora a Kristen Mayhew. Se conservaba igual de guapa que la primera vez que la había visto.

Sin embargo, a diferencia de entonces, ahora se sentía libre de experimentar sin culpabilidad el deseo que se aferraba a su instinto visceral como una mano resbaladiza. Debra se había ido para siempre. Tras cinco años en los infernales confines de la existencia, por fin había alcanzado la paz. Y él debía seguir adelante con su vida. El primer paso sería conseguir que Kristen Mayhew lo llamara por su nombre de pila. A partir de ahí, todo se andaría.

Desde la ventana del salón, Kristen observó, preocupada, cómo las luces del coche de Reagan desaparecían al doblar la esquina. «Tengo que ser valiente», se dijo. Escrutó la calle preguntándose si el hombre que había asesinado a cinco personas la estaría espiando en aquellos momentos. Sin embargo, la calle estaba desierta y en las ventanas de las casas vecinas reinaba la oscuridad. No obstante, el sentimiento de inquietud persistía. Kristen no estaba segura de hasta qué punto podía atribuirlo al hombre que se hacía llamar su «humilde servidor» o a aquel que se había mostrado incapaz de dejarla desprotegida en un pasillo sin luz.

Se dirigió despacio a su dormitorio y se sentó frente al tocador. Tratándose de hombres, Abe Reagan constituía un buen ejemplar. Alto, moreno. Muy guapo. No era tan ingenua como para no darse cuenta del interés que destellaba en sus ojos azules, y era lo bastante honrada como para admitir que aquello no la dejaba indiferente. Metódicamente, extrajo las horquillas de su moño y las colocó en una bandejita de plástico mientras contemplaba su reflejo en el espejo. No era guapa, y lo sabía. Tampoco resultaba excesivamente poco atractiva, y también lo sabía. Los hombres a veces se fijaban en ella. Pero ella nunca se volvía a mirarlos, nunca les ofrecía la mínima esperanza.

Había oído los rumores. La llamaban la Reina de Hielo.

El nombre se correspondía bastante con la realidad, por lo menos en apariencia, que era lo único que permitía que los demás vieran.

Pero no era tan fría como para no reconocer a los hombres de buenas intenciones, y algunos había. No estaba tan ciega como para no darse cuenta de que Abe Reagan era uno de ellos. Sin embargo, incluso los hombres de buenas intenciones exigían más de lo que ella era capaz de dar, en muchos aspectos.

Del cajón del tocador extrajo el pequeño álbum que tal vez constituyera su mayor tesoro y su mayor pesar. Mientras lo hojeaba, sus ojos se clavaban en una fotografía detrás de otra. Luego, como siempre, cerró el álbum con decisión y lo guardó. Necesitaba dormir. Abe Reagan pasaría a recogerla a las seis y la llevaría al lugar donde deberían encontrar el cadáver de Anthony Ramey.

Le habría gustado poder lamentar su muerte, pero no podía.

Anthony Ramey era un violador, y no había recuperación posible para sus víctimas.

Ella lo sabía muy bien.


Jueves, 19 de febrero, 00.30 horas

Zoe Richardson cerró con llave la puerta después de haber enviado a su amante de vuelta a casa, junto a su esposa. Encendió el televisor; había grabado las noticias de las diez, pues durante la emisión había estado ocupada. Se estiró con gestos lánguidos; se sentía tan gratamente sorprendida como la primera vez. Se había propuesto seducirlo por ser quien era y por los contactos que tenía, pero además el hombre había resultado una maravilla en la cama. No había tenido que fingir ni una sola vez.

Pero la diversión había terminado. Era hora de ponerse a trabajar. Rebobinó la cinta hasta que aparecieron los alegres presentadores de las diez, y su buen humor se ensombreció súbitamente, como siempre que veía a otra persona ocupar el puesto que alguna vez le había pertenecido. Había cumplido con su deber, maldita sea. Había retransmitido todas las noticias insulsas y de poco interés que le habían puesto por delante. En fin, qué más daba. Con sus nuevos contactos, llegar a lanzar un bombazo, el relato que haría aparecer su rostro en todos los televisores estadounidenses, era solo cuestión de tiempo. Y una vez ahí, no tenía intenciones de desaparecer.

«Ah, ahí estamos», pensó. Su rostro aparecía en pantalla. Explicaba a los espectadores que aquella tarde había mantenido una entrevista con la señorita Mayhew, la ayudante del fiscal, quien había sido incapaz de conseguir que condenaran al hijo del adinerado industrial Jacob Conti. Se las arregló para parecer sinceramente afectada, pero la verdad era que el fracaso rotundo de Kristen Mayhew le producía un placer desmesurado. Se volvió. «Bonito perfil, Zoe», pensó, y la cámara se desplazó para volver a enfocar al famoso Jacob Conti.

«¿Puede explicarles a los espectadores cómo se siente al conocer el veredicto, señor Conti?»

El atractivo rostro de Conti adoptó una expresión de absoluto alivio.

«No puedo expresar lo aliviados y felices que nos hemos sentido mi esposa y yo al ver que los miembros del jurado no consideraban culpable a mi hijo. Esa acusación sin fundamento ha estado a punto de arruinar su juventud.»

«Algunos consideran que las vidas que han quedado arruinadas son las de Paula García y el hijo que gestaba, señor Conti.»

El semblante del hombre se demudó para dar paso a una expresión de absoluto pesar.

«Quiero expresar a la familia García mi más sentido y sincero pésame. No alcanzo a imaginar lo que deben de estar sufriendo con la pérdida. Pero la culpa no es de mi hijo.»

Zoe se vio a sí misma asentir y curvar los labios hacia abajo durante un breve instante antes de entrar a matar.

«Señor Conti, ¿puede dirigir unas palabras a quienes afirman que sobornó al jurado?»

Ajá, lo había pillado por sorpresa. Sin embargo, el hombre recobró enseguida la calma y, con admirable aplomo, arqueó una ceja.

«Tengo por costumbre hacer caso omiso de los rumores, señorita Richardson. Sobre todo si son tan ridículos como ese. -A continuación ladeó la cabeza en un gesto de asentimiento, un movimiento suave y elegante, para indicar que se disponía a marcharse-. Ahora debo volver junto a mi familia.»

Ella se volvió hacia la cámara.

«Estas han sido las palabras del industrial Jacob Conti, quien ha expresado su condolencia a la familia de Paula García y, al mismo tiempo, el alivio que siente al saber que su hijo dormirá en casa esta noche. Devolvemos la conexión.»

Zoe detuvo la cinta y la extrajo del aparato. Más tarde incorporaría aquel fragmento a la cinta maestra, aquella en la que grababa sus mejores momentos. Un currículum de lo más original. Se puso en pie y se deleitó con la sensación que le producía la seda resbalándole por las piernas a medida que la bata se colocaba en su sitio. Le encantaba la seda. Aquella prenda se la había regalado uno de los ayudantes del alcalde. Se habían hecho mutuamente unos cuantos favores políticos. Sonrió. Luego se habían entregado a otro tipo de favores. En los momentos en que se permitía sincerarse consigo misma, admitía que lo echaba de menos; pero la mayoría de las veces solo echaba de menos las prendas de seda.

Muy pronto podría comprarlas por sí misma. Muy pronto podría permitirse comprar todo lo que deseara. Porque, muy pronto, todo Estados Unidos confiaría en su rostro y en su voz a la hora de conocer las noticias. Se paseó inquieta por la pequeña sala de estar. Necesitaba una primicia. Hasta el momento le había ido bastante bien acosando a la incansable e intrépida perseguidora del mal, la fiscal Kristen Mayhew. Su intuición le decía que si algo funcionaba era mejor no tocarlo. Tabaleó en la manga de seda con una uña embellecida con la manicura francesa mientras se preguntaba qué actividad aparecía en la agenda de Kristen Mayhew para primera hora del día siguiente.


Jueves, 19 de febrero, 00.30 horas

La pantalla del ordenador relumbraba en la oscuridad de la habitación. No había duda de que internet había convertido el mundo en un pañuelo. La persona cuyo nombre había extraído de la pecera residía en la costa norte de Chicago, en una de las zonas más caras de la ciudad.

Pensó que no podría acometer a su séptima víctima en el mismo lugar donde vivía y trabajaba. Tenía que conseguir que el hombre saliera de allí, debía atraerlo hasta el lugar que había elegido para su cometido.

Miró el montón de sobres; a la luz de las farolas que se filtraba por las cortinas despedía una blancura poco natural. Pero antes tenía otra cosa que hacer.

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