Capítulo 17

Martes, 24 de febrero, 8.30 horas

Jack estaba encantado.

– De esta taza de café vamos a sacar mucho más que una muestra de ADN -explicó-. Nuestro hombre tiene faringitis. Hemos encontrado restos de alguna sustancia mentolada en el café, parece que estaba tomando una pastilla para la tos al mismo tiempo que bebía.

– Qué alegría -exclamó Mia en tono irónico-. Estamos en la época de la gripe. Será muy fácil detectar a alguien que está resfriado.

– Es posible que por eso fallara el tiro -musitó Abe-. No se encuentra bien.

– Pobrecito -dijo Kristen sin sentirlo en absoluto-. Se me rompe el corazón al pensarlo.

– Sea como fuere, es posible que vuelva a fastidiarla. -Mia sostenía una bolsa de plástico-. Y ahora tenemos la marca del fabricante. Acabadita de salir del horno.

Spinnelli cogió la bolsa y la sostuvo a contraluz.

– Esta vez se encuentra en buen estado.

– La encontraron en el pulmón derecho de Carson -explicó Abe-. El cirujano la extrajo hace solo unas pocas horas.

– Me alegro de haber estado allí -gruñó Mia-. Estuvo a punto de deshacerse de ella.

– Pero luego se sintió tan culpable que invitó a Mia a salir a cenar para disculparse -añadió Abe con una sonrisa.

Tras un segundo más de gruñidos, Mia también sonrió.

– Esta vez es un médico. Estoy subiendo en la escala social.

Spinnelli movió la cabeza mientras esbozaba una sonrisa forzada.

– ¿Y ahora qué más está pendiente, chicos?

– Hoy Julia le hará la autopsia a Arthur Monroe -explicó Mia-. Resulta extraño. A Conti le causó la muerte de forma brutal, en cambio a Monroe… -se encogió de hombros- un tiro en la cabeza y santas pascuas. Se supone que debería haber reservado un final peor para un tipo que abusó de una niña.

– Lo de Conti fue un arrebato -dijo Jack-. Le reventó que… cómo lo diría… que difamara públicamente a Kristen. Aquello fue una venganza personal, en cambio Monroe forma parte de su misión.

– Tal vez esté desconcertado -opinó Kristen, pensativa-. Con Conti perdió el control.

– Lo cual podría ser otro motivo para que errase al dispararle a Carson anoche -observó Abe-. Quiero saber cómo atrajo a Carson hasta la emboscada. Sabemos que Skinner recibió un paquete el día en que fue asesinado. Tenemos que averiguar si en el caso de Carson también fue así.

Spinnelli frunció el entrecejo.

– Preguntádselo a él mismo.

Mia negó con la cabeza.

– Hemos estado esperando tras la operación para ver si recobraba el conocimiento, pero no ha habido suerte. Se supone que nos llamarán del hospital cuando vuelva en sí.

– ¿Y qué hay de Muñoz? -preguntó Spinnelli-. ¿Qué relación había entre él y Carson?

Mia se encogió de hombros.

– Lo había contratado como guardaespaldas. El propio Carson se lo explicó a los primeros policías que llegaron al escenario del crimen.

– Parece que muchos abogados defensores están haciendo lo mismo -dijo Kristen con sequedad-. Uno de ellos me envió esta factura justo antes de que saliera de la oficina ayer por la tarde.

– Pues menudo guardaespaldas -masculló Jack-. Ni siquiera llevaba pistola.

Mia frunció el entrecejo.

– ¿No habéis encontrado la pistola? Llevaba la funda, me acuerdo de haberla visto cuando cerraron la bolsa del cadáver.

– Nosotros no la cogimos -dijo Jack-. Lo único que tenemos de Muñoz es su móvil.

– Entonces, la cogió otra persona -dedujo Abe-. Alguien vio que cesaban los disparos y se llevó el arma antes de que llegara la policía.

– A lo mejor fue el mismo asesino -opinó Jack.

Mia negó con la cabeza.

– Entonces, ¿por qué no le quitó también a Muñoz el móvil? Gracias a eso supimos dónde encontrarlos.

– Menudo invento el GPS -dijo Jack-. Tienes razón, Mia. Si tuvo el aplomo suficiente para coger la pistola, debería haber visto también el móvil. Muñoz lo llevaba aferrado en la mano.

– Lo cual quiere decir que tenemos un testigo -concluyó Abe.

– Que vio una furgoneta con un falso rótulo magnético -dijo Kristen con un suspiro-. ¿Y?

– Un día de estos daremos con un testigo que haya visto algo que merezca la pena -insistió Abe-. Marc, ¿puedes enviar a alguien a rastrear las casas de empeños? La pistola de Muñoz no debe de ser precisamente barata; quienquiera que la haya robado la empeñará.

Spinnelli tomó nota en su cuaderno.

– Le pediré a Murphy que se ocupe de eso. Acaba de terminar con un caso importante.

– También es posible que quien la cogió tenga varias pistolas en propiedad -masculló Mia.

– Todo el mundo tiene pistola menos yo -protestó Kristen.

Los labios de Abe describieron una curva.

– Puedes recogerla mañana, pero si quieres verla antes ven con nosotros a hablar con Diana Givens. Aprovecha esas vacaciones que te has cogido.

– ¿Qué? -preguntó Jack, boquiabierto-. ¿Qué ha ocurrido?

– Me han suspendido temporalmente del cargo. Los abogados defensores me consideran una amenaza. -Lo dijo en tono deliberadamente inexpresivo y Mia soltó una risita.

Abe hizo esfuerzos por mantenerse serio.

– Estamos agotados, Marc. Ninguno de nosotros ha dormido esta noche.

Spinnelli se quedó mirando a Kristen.

– Tú no has ido al escenario del crimen, ¿verdad?

Kristen negó con la cabeza.

– No, pero de todas formas no he podido dormir. Estuve haciendo unas cuantas averiguaciones mientras vosotros estabais en el hospital con Carson. -Golpeteó el montón de papeles que tenía enfrente, sobre la mesa-. A excepción de los Blade y de Angelo Conti, todos los asesinados están relacionados con algún delito sexual. De todas formas, esa no es una buena pista. No existe un orden cronológico. Tan pronto se salta un año como retrocede dos. Las sentencias no tienen nada en común a excepción de que ninguno de los acusados cumplió condena. Algunos fueron absueltos y los menos fueron puestos en libertad por falta de pruebas. Ha elegido tanto a abogados como a acusados. Diría que selecciona a las víctimas al azar, pero entonces lo raro es que entre ellas haya tantos agresores sexuales.

– Muy bien. -Spinnelli señaló con un gesto la pila de papeles-. ¿Qué es eso?

– La lista de todos los delitos sexuales de los que he llevado la acusación durante los últimos cinco años y cuyo autor no cumplió condena. No creo que los casos estén relacionados entre sí, pero el asesino tiene que estarlo con alguno, estoy segura. Tal vez no se trate de ninguna de las víctimas que ya ha vengado. A lo mejor es otra. Si no… -se encogió de hombros- tiene que ser algún funcionario.

– Nuestro humilde servidor presta un servicio público -observó Jack exhalando un suspiro.

– Exacto. Y es probable que la próxima vez que entre en acción se ocupe de alguna de las personas de esta lista; podría atacar tanto al autor de algún crimen como al abogado defensor.

Spinnelli retrocedió.

– Por favor, dime que no estás pensando en que ofrezcamos protección a toda esa gente.

– No, Marc. Pero ¿te acuerdas de que Westphalen comentó que podría haber sufrido un trauma reciente? Bueno, ya habéis investigado a todas las víctimas originales y no habéis encontrado que ninguna estuviera especialmente afectada en el momento del primer asesinato, el de Anthony Ramey. Creo que habría que llamar a las víctimas de todos estos casos para averiguar cómo se encuentran, a ver si alguien ha pasado por alguna experiencia traumática.

– Si el interrogado es el asesino, no admitirá que haya sufrido ningún trauma reciente -observó Jack.

Kristen arqueó una ceja.

– Ya he pensado en eso. El esfuerzo no tiene por qué ser baldío. Puede que nos ayude a descartar algunos de los nombres de esta lista. ¿Se os ocurre algo mejor? Tenéis una muestra de ADN, a un hombre inconsciente, parte de una huella digital y una bala.

– Puede que Carson recobre el conocimiento, y podemos investigar la procedencia de la bala -dijo Abe.

Kristen se encogió de hombros.

– Pues hacedlo. El hecho de que yo investigue casos cerrados no tiene por qué interferir con eso.

– Podría resultar de ayuda, Abe -dijo Mia en tono tranquilo-. Además, Kristen está de vacaciones, si se le puede llamar así. Yo, en su lugar, me volvería loca sin nada que hacer.

– Exacto -admitió Kristen-. También podría terminar la repisa de la chimenea del sótano. El caso es que si me paso el día mano sobre mano acabaré volviéndome loca. No me han echado de la oficina de John, solo han decidido apartarme de los casos actuales. Pero no han dicho nada sobre los casos archivados.

Abe comprendió que necesitaba mantenerse ocupada. Él se había refugiado en el trabajo después de que le disparasen a Debra, y la mayor parte de los días era lo único que le ayudaba a seguir adelante.

– Hazlo aquí -le aconsejó-. No quiero que empiecen a verificar la procedencia de las llamadas que hagas desde tu casa.

– Aquí aparecen muchísimos nombres -observó Spinnelli-. Te llevará horas y horas, días enteros.

Kristen los miró a todos.

– Escuchadme, tenemos nueve cadáveres. Nueve. No pienso ir a ninguno de los funerales y echarme a llorar, pero esas personas han sido asesinadas. Skinner ha dejado esposa e hijos. Y ellos merecen que se haga justicia. Mi vida pende de un hilo y anoche amenazaron a mi madre. Hasta que atrapemos a ese tipo, cuento con todo el tiempo del mundo.


Martes, 24 de febrero, 9.15 horas

Mia se apoyó en el mostrador de cristal y se quedó mirando a Diana Givens, quien a su vez observó la bala con una lupa.

– ¿Y bien? -le preguntó-. ¿Había visto antes esa marca?

Diana levantó la cabeza, molesta.

– Calma, no disparen. -Bajó la cabeza y entornó los ojos-. Parecen emes o uves dobles entrelazadas. Nunca había visto esta marca, pero tal vez alguno de mis clientes la reconozca.

– ¿Y cómo podemos localizar a sus clientes? -insistió Mia.

– Bueno, ya les dije que pensaba proponerles que nos reuniéramos, pero no esperaba que tardasen tan poco en volver con una bala en buenas condiciones. -Le entregó la bala a Mia y sacó una hojita de papel de debajo del mostrador-. Aquí tienen sus nombres. Si quieren, pueden llamarlos y hablar con ellos.

Mia le sonrió.

– Gracias. Le debemos una.


Martes, 24 de febrero, 11.30 horas

– Odio casi tanto los hospitales como los depósitos de cadáveres -masculló Abe.

Mia mantenía los ojos fijos en el panel luminoso del ascensor.

– Ya lo sé. Me lo dijiste anoche mientras esperábamos para hablar con Carson, varias veces. -Sonó el timbre y se abrieron las puertas-. No seas infantil, sube, quiero hablar con él antes de que vuelva a perder el conocimiento.

Una enfermera los miró con mala cara cuando entraron en la habitación de Carson.

– No está en disposición de hablar.

– Está vivo -espetó Mia-. Está en mejor disposición que los nueve cadáveres del depósito.

Carson, con el rostro ceniciento, yacía recostado en la almohada.

– ¿Cómo está Muñoz?

– Ha muerto -dijo Abe en tono quedo.

– Menudo guardaespaldas -masculló Carson-. Tengo que acordarme de no pagar sus honorarios.

Mia alzó los ojos, pero habló como una buena profesional cuando se acercó a la cama de Carson.

– Tenemos que hacerle unas cuantas preguntas, señor Carson; luego lo dejaremos descansar. Necesitamos saber qué le hizo acudir a aquel lugar anoche.

Carson cerró los ojos y exhaló un hondo suspiro.

– Me prometieron información -confesó-. Me llamaron al móvil antes de cenar y me dijeron que tenían información sobre Melanie Rivers.

– ¿Quién es Melanie Rivers? -preguntó Abe y Carson puso expresión de disgusto.

– Una blancucha de mierda. -Respiró hondo y los detectives aguardaron-. Acusó a mi cliente de violación, dijo que había abusado de ella en una fiesta. Sabe que tiene dinero. -Volvió a respirar-. Solo quiere que le pague por sus servicios.

Abe disimuló la repugnancia que sentía.

– Puede que diga la verdad.

– ¿Y qué? -Carson abrió los ojos, su mirada era perspicaz y astuta a pesar de su estado-. Ya sé lo que piensan de mí y, francamente, me tiene sin cuidado. Yo tampoco espero mucho de ustedes.

– ¿Por qué? -preguntó Mia con frialdad.

Carson frunció sus labios grisáceos.

– Ese asesino se está ocupando del trabajo sucio que ustedes no quieren hacer. Yo en su lugar también me espabilaría por mi cuenta.

Mia abrió la boca para protestar pero acabó apretando los labios.

– ¿Quién sabía su número de móvil, señor Carson? -preguntó Abe.

– No mucha gente. Por eso acudí a la cita. Dijo que un amigo común le había dado el número, que quería ayudarme. A cambio de dinero. -Respiró con dificultad y le dio un manotazo a la enfermera en la mano cuando esta trató de colocarle bien el conducto del oxígeno en la nariz-. Dijo que quería dos mil dólares. Si hubiésemos ganado el caso, eso habría significado muy poco dinero.

Abe estaba preguntándose qué tipo de amigos tendría un parásito como Carson cuando se le ocurrió una idea.

– ¿Conocía Trevor Skinner su número de móvil? -preguntó-. ¿Podría ser que lo tuviera anotado en la agenda?

– Es probable. -Carson hizo un esfuerzo para inspirar-. Trev guardaba su autobiografía en la BlackBerry.

– ¿Se refiere a la agenda electrónica? -preguntó Mia.

Carson asintió.

– Es un aparatejo magnífico. Trev podía enviar e-mails desde cualquier parte. -Alzó una ceja-. No la llevaba encima cuando lo encontraron, ¿verdad?

– No. -Abe negó con la cabeza-. No la llevaba.

– Entonces me parece que van a sudar tinta, detectives. Trev guardaba en ella los datos personales de todos sus clientes y de la mitad de los abogados de la ciudad. Y también de los jueces.


Martes, 24 de febrero, 13.30 horas

Spinnelli frunció el entrecejo.

– ¿Qué ha querido decir con «y también de los jueces»?

Mia echó kétchup en la hamburguesa.

– Cuando se lo preguntamos, sonrió y nos dijo que pusiéramos en marcha la imaginación. Qué hijo de perra.

– Pero tiene razón. -Abe volvió a analizar la insinuación-. Si el asesino tiene la agenda de Skinner, cuenta con municiones suficientes para mantenerse activo durante semanas enteras.

– Hablando de municiones -intervino Spinnelli-. ¿Qué ha ocurrido en la armería?

– La propietaria nos facilitó los nombres de los clientes que fabrican sus propias balas -explicó Mia-. Habíamos hablado con los dos primeros de la lista cuando recibimos la llamada del hospital avisándonos de que Carson estaba consciente. Ninguno de los dos reconoció la marca, pero aún nos quedan otros cuatro.

– Bueno, ya tenemos la respuesta a la petición de abrir el expediente confidencial de Aaron Jenkins. -Spinnelli apretó la mandíbula-. No, no y no.

Abe suspiró.

– Entonces más vale que vayamos a hablar con la madre del chico en cuanto hayamos terminado con los cuatro adultos.

Mia echó un vistazo al interior de la bolsa.

– Queda una hamburguesa. La hemos traído para Kristen. ¿Dónde está?

Abe recorrió de nuevo el despacho con la mirada. Ella fue su primer pensamiento cuando entró y la había tenido en mente mientras ponían al día a Spinnelli aprovechando la hora de comer. Pero Mia le había dirigido una sonrisita socarrona y él se había tragado momentáneamente las ganas de preguntar dónde estaba.

Spinnelli se encogió de hombros.

– Hace más o menos una hora que se ha tomado un respiro. Ha dicho que se iba a comer.

Abe notó que se le erizaban los pelillos de la nuca.

– ¿La has dejado salir? ¿Sola?

– Es una mujer adulta, Abe -dijo Spinnelli en tono moderado-. Y no es estúpida. Me ha dicho adónde iba y le ha pedido a Murphy que la llevara. El sitio se llama Owen's. Deduzco que debe de ser una cafetería.

Abe se tranquilizó un poco.

– Sí, lo es.

– Pero aun así la llamarás para asegurarte de que no le ha pasado nada, ¿verdad? -preguntó Mia en tono malicioso.

Abe se concentró en la hamburguesa; la mirada que cruzaron Marc y Mia le importaba un bledo.

– Pues claro.


Martes, 24 de febrero, 13.30 horas

– Has dejado el plato limpio -dijo Vincent en tono aprobatorio.

Kristen bajó la vista a las migajas.

– Tenía mucha hambre. -Estaba sorprendida. Pensaba que después de pasarse horas removiendo la frustrante historia de las víctimas a quienes había representado se le quitaría el apetito. Había acudido a la cafetería para despejarse y había accedido a comer solo porque Owen había agitado el dedo con gesto amenazador antes de desaparecer para darle instrucciones al nuevo cocinero. Kristen se estremeció al oír el ruido de platos y los gritos de Owen-. No sé por quién lo siento más, si por Owen o por el nuevo.

Vincent sacudió su greñuda cabeza.

– Creo que deberías sentirlo por mí. Pasaré por casa de Timothy y le preguntaré a su madre cuándo volverá. ¿Cómo es posible que su abuela esté enferma tantos días? Tiene que volver al trabajo antes de que yo pierda los nervios.

– ¿Cuánto tiempo lleva Timothy trabajando aquí? -preguntó Kristen.

Vincent se rascó la cabeza.

– Bueno, yo llevo aquí quince años. Owen compró el local hace unos tres años y pasó más o menos uno antes de que contratara a Timothy. ¿Quieres un poco de tarta? La he preparado esta mañana.

– Me estás tentando, Vincent.

Él esbozó una de sus pausadas sonrisas.

– ¿Te pongo helado?

– Claro.

Vincent estaba colocando las bolas de helado de vainilla junto a la tarta cuando tintineó la campanilla de la puerta acristalada. Kristen se estremeció al notar una ráfaga de aire frío en la espalda y se volvió al observar que Vincent bajaba poco a poco la cuchara y se quedaba mirando al recién llegado. A ella también le costó un momento reconocer el rostro que asomaba por encima de aquel abrigo de pelo corto tan fuera de lugar en un establecimiento con taburetes de escay agrietado. Al fin ató cabos.

– ¿Sara? -Era la esposa de John. «Dios santo», pensó mientras observaba el rostro de Sara Alden imaginándose lo peor-. ¿Qué pasa? ¿Qué le ha ocurrido a John?

Sara se desabrochó el abrigo con tranquilidad y elegancia.

– ¿Podemos hablar a solas, Kristen?

– Por supuesto. -Guió a la esposa de su jefe hasta un reservado de la esquina.

Al sentarse, Sara le preguntó sin preámbulos:

– ¿Qué te hace pensar que a John le ha ocurrido algo?

– Te has tomado la molestia de venir a buscarme y me he imaginado que… ¿Cómo me has encontrado?

– Lois me ha dicho que seguramente estarías aquí. Me ha explicado que estarás fuera de la oficina por un tiempo indeterminado.

A Kristen el comentario le atenazó las entrañas.

– Sí, es cierto.

– Ha sido cosa de John. -Los ojos de Sara destellaban de ira.

Kristen, perpleja, negó con la cabeza.

– No, fue su jefe quien lo llamó. John me dijo que había tratado por todos los medios de evitarlo, pero Milt estaba decidido.

Sara hizo una mueca de incredulidad.

– Sí, sí, ya me imagino el esfuerzo que hizo John por evitarlo.

Kristen no sabía cómo reaccionar ante aquello.

– Sara, ¿qué está ocurriendo?

– Esta mañana han llamado de parte del teniente Spinnelli. Un tal detective Murphy me ha explicado que estaban contrastando las coartadas de todos los subordinados de John para las noches de los asesinatos de esos hombres. Me ha preguntado dónde estaba John.

– Es lógico, es el procedimiento habitual. El teniente Spinnelli está investigando a todas las personas implicadas en los casos. ¿Es eso lo que te preocupa, Sara? Puedo asegurarte que nadie sospecha de John. No está implicado en ningún asesinato.

– Ha mentido -dijo Sara en tono rotundo-. John le dijo a Spinnelli que estaba en casa conmigo, en la cama. Pero ha mentido. Estaba con otra mujer. Él se cree que duermo, pero me doy perfecta cuenta cuando se marcha.

Kristen se dejó caer en la silla y respiró hondo. Sabía que John formaba parte de la lista de tiradores de Spinnelli, pero lo había descartado nada más leer su nombre. Ni por un instante había concebido la posibilidad de que John Alden pudiese estar implicado en los asesinatos. Se tomaba muchas molestias para seguir el procedimiento legal, para asegurarse de que se cumpliera la ley al pie de la letra y que todos los condenados lo fueran de forma legal. Era un buen fiscal.

Pero parecía que no era tan buen marido.

– Vaya, Sara. -Para su consternación, los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas-. No sé qué decir.

Sara rebuscó en el bolso y sacó un pañuelo.

– Y encima quiere que mienta.

– ¿Lo has hecho?

– No. -Sara le dirigió una mirada empañada-. Bueno, no del todo. Le he dicho al detective Murphy que John no se acostó en toda la noche, que no estaba segura de dónde se encontraba.

– ¿Pero lo sabes? -preguntó Kristen con delicadeza.

Sara se subió el cuello del abrigo de piel y recobró la compostura.

– Hace años que habla en sueños, Kristen. Y habla de todo, a veces incluso de cosas que yo no debería oír. Pero durante años me he comportado como una buena esposa y no le he contado a nadie sus secretos.

Aquella insinuación hizo que Kristen abriera los ojos como platos.

– ¿Habla de los casos?

– Entre otras cosas.

– ¿Y alguna vez ha mencionado a esa otra mujer?

– Sí. ¿Te imaginas cómo supo Zoe Richardson lo de las cartas dirigidas a ti, Kristen? ¿Y lo de que iban firmadas por «Tu humilde servidor»? -Kristen se quedó boquiabierta-. Lo susurró todo en sueños pocas noches después de que empezara todo esto -confesó Sara con un hilo de voz-. Así fue como yo lo supe. Y así es como lo ha sabido Zoe Richardson.

Kristen tragó saliva; ataba cabos pero seguía sin poder dar crédito al resultado.

– ¿Tiene una aventura con Zoe Richardson? ¿John? ¿John Alden? ¿Mi jefe?

– Tu jefe y mi marido. Richardson no es la primera, Kristen. Pero con ella es distinto. Tú estás en peligro por culpa de que esa mujer ha sacado tu rostro en los telediarios y te ha vinculado con el asesino. Sé lo del sábado por la noche, y lo del domingo. Te han agredido dos veces.

Kristen se llevó los dedos a sus labios mientras le daba vueltas a la cabeza.

– Yo… -Desde su extremo de la mesa, miró a Sara a los ojos-. ¿Por qué no le has echado antes en cara que te engañara?

Sara se encogió de hombros. Su mirada reflejaba amargura.

– Me daba vergüenza, así que lo dejé correr.

– Hasta esta vez. -Kristen cerró los ojos; la magnitud de la situación la abrumaba.

– No pienso mentir por él, Kristen. Pagará por lo que te ha hecho. ¿Te acuerdas de la noche en que encontraste las primeras cartas en el maletero? Lo llamaste tres veces.

– Tenía el móvil desconectado.

– Porque estaba con ella. Llegó a casa en plena noche y entró a hurtadillas, como un perro. Se dio una ducha pensando que yo estaba dormida y no lo oía. Pero yo encendí el móvil y escuché los mensajes. Luego los borré para que no supiera lo que había hecho.

– Se puso hecho una furia con los de la compañía telefónica porque creía que no había recibido los mensajes -recordó Kristen mientras seguía pensando-. Y se puso hecho una furia conmigo por no haberlo llamado.

Sara salió del reservado.

– A lo mejor él también tiene que cogerse unas vacaciones forzosas.

Kristen la vio marcharse; respiró hondo, sacó el teléfono móvil y marcó el número de Spinnelli.


Martes, 24 de febrero, 17.30 horas

– Entren, siéntense.

Abe echó un vistazo al pequeño apartamento de Grayson James. Vio una discreta chimenea con una repisa sobre la cual había varios trofeos, todos premios de tiro.

– Gracias por dedicarnos su tiempo, señor James.

– Diana me ha avisado de que vendrían. Me ha dicho que están interesados en averiguar quién es el fabricante de una marca. -Colocó un flexo sobre la mesa de la cocina y lo encendió-. Vamos a ver esa bala.

Por sexta y última vez en aquel día, Mia sacó la bolsa de plástico que contenía la bala. Ninguna de las otras personas de la lista de Diana había podido ayudarlos.

– ¿Puedo cogerla? -preguntó James.

– Claro que sí -dijo Abe, y observó al anciano manejar la bala con sus dedos diestros.

James miró el proyectil a contraluz.

Luego se dejó caer despacio en la silla.

– ¿De dónde la han sacado? -preguntó.

Mia miró a Abe con intensidad renovada en los ojos.

– ¿La había visto antes?

– Sí. Hace más años de los que me gustaría recordar. -Durante unos momentos, escrutó la bala mientras su semblante adquiría una expresión ausente. Al fin parpadeó y se la devolvió a Mia-. De joven tenía un amigo, antes de la guerra. Solíamos practicar el tiro en la cabaña de su padre. El hombre fabricaba sus propias balas y nos enseñó cómo hacerlo. Esta era su marca. No la había visto nunca antes y no había vuelto a verla. ¿De dónde la han sacado?

– Su amigo, señor James -dijo Abe con toda la calma que le fue posible-. ¿Podemos hablar con él?

James apretó los labios.

– Como no conozcan a algún médium… Hank Worth murió en Iwo Jima en 1944.

Mia exhaló un suspiro, su desilusión era tan evidente como la de Abe.

– ¿Vive algún hijo suyo?

– No. Tenía dieciocho años cuando nos conocimos. Miren, les he ayudado en lo que he podido. Lo mínimo que pueden hacer es decirme dónde han encontrado la bala. Son detectives, así que, sea lo que sea lo que les trae aquí, no puede ser nada bueno. No puedo soportar que alguien empañe el nombre de Hank. Era mi amigo.

Abe vaciló.

– No puedo darle detalles, señor James, pero somos de homicidios. Han utilizado esta bala en una tentativa de asesinato.

James abrió los ojos como platos al atar cabos.

– Están investigando al que mata a criminales y abogados.

Mia irguió la espalda ante la acusación que llevaban implícita las palabras de James.

– Sí.

– Es un buen dilema -opinó James-. Se carga a tipos que se lo merecen, pero aun así…

– Aun así, ¿qué? -preguntó Mia.

– Aun así, matar es matar. Yo lo hice, en la guerra, porque no tenía más remedio. Pero es algo que te cambia. Cuando le quitas la vida a una persona no puedes seguir siendo el mismo.

Mia parecía desorientada y Abe sabía que estaba recordando el tiroteo que tuvo lugar la noche en que su anterior compañero murió. Ella también le había disparado a un hombre aquella noche, y lo había matado. Su compinche les había disparado a ambos, a Mia y a su compañero. Ella tuvo suerte de salir con vida.

– Sí, señor James -dijo-. Matar cambia a las personas. Tenemos que encontrar a ese hombre. Por favor, cuéntenos todo lo que recuerde.

James la miraba con expresión grave.

– Mi amigo tenía una novia antes de embarcarse en la batalla del Pacífico. Tenían pensado casarse en cuanto volviera, pero ella se casó con otro menos de dos meses después de que él se marchara. Eso lo mató, vaya si lo mató. Espérenme aquí.

Aguardaron en silencio y unos minutos más tarde James estaba de vuelta.

– Esta es la carta que me envió. Es de diciembre de 1943. Aquí aparece el nombre de su novia, se llamaba Genny O'Reilly. Dijo que acababa de recibir la carta, pero en aquella época el correo tardaba años. Podían haber pasado meses desde que ella se casara. -Les entregó la hoja amarillecida-. Me gustaría recuperarla cuando terminen. A veces me parece que los recuerdos son todo cuanto me queda.


Martes, 24 de febrero, 18.00 horas

El jefe de Zoe, Alan Wainwright, le lanzó una mirada feroz.

– ¿En qué estabas pensando?

Zoe le devolvió la mirada.

– En que si lo emborrachaba lo suficiente, conseguiría que se le escapase algo.

Wainwright expresó desdén.

– ¿De la bragueta? Dios santo, es el fiscal del distrito. ¿Sabes cómo sienta que los jefazos de las cadenas televisivas además del alcalde te revienten el culo?

– ¿Sabes cuánto han subido nuestras acciones desde que filtré la noticia? -espetó Zoe.

El día no le había resultado nada fácil, había tenido que soportar abucheos y comentarios obscenos al cruzar la sala de redacción. Más que una redacción parecía un bar de viejos verdes. John Alden no era el primer hombre al que se había acercado utilizando sus encantos femeninos, pero normalmente elegía a personas discretas, sobre todo porque no quería que el asunto de faldas desacreditara la noticia.

Wainwright hizo una pausa y luego esbozó una sonrisa rapaz.

– Siete puntos.

– Pues déjame en paz de una vez -gruñó Zoe-. He hecho lo que tenía que hacer. Y volvería a hacer lo mismo. -Agarró su maletín y se dirigió a la puerta. Lo que más deseaba en aquel momento era darse un baño caliente y tomarse una copa de vino.

– Spinnelli se lo ha dicho al alcalde. A ver si adivinas quién se lo dijo a Spinnelli.

Zoe se quedó paralizada.

– ¿Quién? -preguntó, aunque ya sabía que solo había una persona capaz de suscitar la petulancia que denotaba la voz de Wainwright.

– Kristen Mayhew.

Zoe dio un resoplido y Wainwright se rio entre dientes.

– Sabía que te gustaría saberlo.


Martes, 24 de febrero, 18.30 horas

Jacob Conti estaba sentado frente a la mesa en la penumbra de su despacho. Oyó los rumores procedentes del vestíbulo y supo que Drake había regresado con noticias por segunda vez en aquel día. Sabía que el asesino había vuelto a la carga dos veces más después de matar a su Angelo, y la última ocasión había dejado a un testigo con vida.

Su esposa no se había levantado de la cama desde el asesinato de su hijo; durante las pocas horas de lucidez no había parado de llorar por él profiriendo unos sollozos profundos y convulsivos que a él le partían el corazón. Sabía que ahora, después de que el médico le administrara otro sedante, estaba durmiendo.

También sabía que el cadáver de su hijo yacía en el depósito desnudo, frío y hecho una carnicería.

Pero, por encima de todo, sabía que el asesino de Angelo iba a pagar por lo que le había hecho.

Drake entró discretamente y cerró la puerta. Tras un momento de silencio, su voz atravesó la oscuridad.

– ¿Puedo encender la luz, Jacob?

– Como quieras; da igual.

La luz inundó la habitación. Jacob parpadeó varias veces ante el deslumbramiento repentino.

Drake se acercó con mala cara.

– No te hace ningún bien permanecer aquí a oscuras.

Jacob le devolvió el gesto.

– Guárdate tus consejos y dime qué has descubierto.

Drake sacó una libretita del bolsillo de la chaqueta.

– Apenas tiene familia. Su madre está en una residencia de Kansas con Alzheimer y ella la visita religiosamente una vez al mes. Su padre dice que lleva años sin hablar con ella.

– ¿Por qué?

– No me lo ha contado, pero sé que siempre ha habido hostilidad entre ellos.

– Entonces no está muerto, de momento.

Drake negó con la cabeza.

– Me da la impresión de que su muerte no te serviría de gran cosa. Anoche hice que dejaran una rosa negra y una nota en la almohada de su madre.

Jacob hizo una mueca de desprecio.

– Qué melodramático.

Drake se encogió de hombros.

– Forma parte del plan. Mi hombre se presentará como investigador con la excusa de indagar en lo de la flor y la nota. Si él no descubre nada, es que no hay nada que descubrir.

– Todo el mundo esconde algo. Incluso alguien tan inmaculado como la fiscal Mayhew.

Drake no parecía muy convencido.

– Ya lo veremos. El matón que le enviaste el domingo por la noche le dijo que, si no hablaba, las personas que le importaban morirían.

– Sí. Yo le pedí que lo hiciera. -Aquello también formaba parte del plan-. ¿Y qué?

Drake gruñó, la estratagema le seguía desagradando.

– Me he guiado por eso. No ha habido muchas más personas en su vida durante los últimos cinco años, por lo menos yo no he sido capaz de encontrarlas. Pero últimamente pasa mucho tiempo junto al detective Abe Reagan.

Jacob frunció el entrecejo.

– Si Reagan se pasa el día con ella, será más difícil volver a atacarla. Mayhew no es tonta.

– Por eso yo no quería que la atacaran en su casa -dijo Drake, enfadado.

El hecho de reconocer que Drake tenía razón solo sirvió para aumentar la frustración que sentía.

– ¿Y qué propones? -quiso saber Jacob-. Quiero coger a ese espía asesino. -Apretó los puños-. Quiero coger al hombre que apaleó a mi hijo hasta la muerte, y Mayhew sabe quién es. Seguro que lo sabe.

– Pues a mí me parece que no, Jacob. Si lo supiera, ya lo habrían encerrado.

– No quiero que lo encierren. Lo quiero para mí. -Jacob dio un puñetazo en el escritorio.

Drake arqueó las cejas.

– Pasa bastante tiempo con el detective Reagan, y también con su familia.

Jacob se relajó. La familia siempre representaba una buena palanca para cualquier tipo de negociación.

– Muy bien. Quiero la respuesta. Me da igual de dónde provenga.

En el rostro de Drake se dibujó una sonrisa diabólica que hizo que él mismo se estremeciera.

– La cosa ya está en marcha.


Martes, 24 de febrero, 19.00 horas

Abe penetró en el camino de entrada a la casa de sus padres y apagó el motor; las manos le temblaban debido a la mezcla de miedo y furia que aún sentía. Miró a Kristen. Seguía plácidamente dormida en el asiento del acompañante; tenía el rostro ligeramente sonrojado y su pecho subía y bajaba de forma acompasada. Ella había salido como un rayo en cuanto se marcharon de la comisaría. No había oído el sonido vibrante del móvil de él ni los insultos que había proferido como respuesta a las peticiones acuciantes de Aidan. Tampoco había oído el sonido melódico de su propio móvil. Ni los epítetos que le había dirigido al emisor de voz ofensiva que se había negado a identificarse.

Sus ojos recorrieron la hilera de coches aparcados frente a la casa de sus padres. Todo el mundo estaba allí. Sean y Ruth, y Aidan y Annie. Kristen y él engrosarían el grupo de los que se habían reunido allí para prestar su apoyo.

Ella se sentiría culpable. No lo era, pero de todas formas ella creería que sí. No podía posponerlo durante más tiempo. La zarandeó por el hombro.

– Kristen, despierta.

Ella se volvió en su asiento, se apoyó en el brazo de él y murmuró algo ininteligible. Posó el rostro en la palma de su mano con tanta confianza que a Abe se le encogió el corazón. Cuando todo aquello terminase, se la llevaría muy lejos, a algún lugar en el que estuvieran solos los dos. A algún lugar donde ella lograse por fin relajarse y despojarse de aquellas malditas horquillas, donde él pudiese estrecharla en sus brazos con ternura, enseñarle a descubrir los misterios de su sensualidad y convencerla de que no lo decepcionaría, de que era imposible que lo decepcionase jamás.

– Kristen, cariño, despiértate.

Sus pestañas temblaron ligeramente y por fin abrió los ojos. Poco a poco fue tomando conciencia, y alzó la barbilla con un gesto rápido cuando se apercibió de dónde se encontraban.

– Me dijiste que me llevarías a casa.

Él le rodeó la nuca con la palma de la mano y le dio un suave apretón.

– Y te llevaré a casa. Pero antes tenía que ver a mi familia.

Ella se irguió.

– ¿Qué ha ocurrido? -Escrutó el rostro de él en la oscuridad del todoterreno y se hundió en el asiento con expresión derrotada; solo por aquello ya tenía ganas de coger a Conti y a su humilde servidor y hacérselo pagar-. ¿Quién?

– Mi padre -confesó él con voz inestable. Ella cerró los ojos-. Afirma que se encuentra bien, pero no he querido dar por sentado que dice la verdad. Según Aidan, está bastante animado, pero aun así…

– Déjame adivinarlo -dijo ella con amargura-. Quien lo hizo quería saber quién es él.

No pensaba mentirle.

– Sí.

Ella se frotó la frente con gesto cansino.

– Ya te dije que no debería acercarme a tu familia. Ahora no tendría que estar aquí. Entra a ver a tu padre. Llamaré a un taxi para que me lleve a casa. Me parece que hoy le toca el turno a Truman. Estaré bien.

«Estaré bien.» Las palabras hicieron eco en la mente de Abe y el impulso fue instantáneo. Se dio la vuelta como pudo y acercó el rostro hasta colocarlo a pocos centímetros de distancia del de ella, el cual mostraba su sobresalto. Por un momento se miraron, luego él se lanzó sobre su boca con una ferocidad que lamentó de inmediato. Estaba furioso, pero no con ella. Kristen era frágil y vulnerable y lo último que necesitaba era que él empeorara las cosas. Se apartó, sin embargo ella extendió las manos y lo acercó de nuevo casi con desesperación. Lo besó con pasión y cuando por fin lo soltó ambos jadeaban como atletas agotados.

– No estás bien -susurró junto a sus labios-. Estás asustada, como yo.

– Lo siento, Abe. Lo siento muchís…

Él interrumpió la disculpa con otro beso apasionado que suavizó tras el primer contacto más ávido. Ladeó la cabeza para que sus labios encajasen mejor y se retiró lo justo para permitirse y permitirle tomar aire antes de continuar. Terminó el beso lentamente, le besó la comisura de los labios y la sien; luego la besó detrás de la oreja y descendió por el cuello, y se obligó a seguir siendo delicado al notar que ella se estremecía.

– Cuando todo esto termine, te llevaré muy lejos -susurró; la gravedad la hizo temblar hasta la médula-. Nos tumbaremos en la playa y nos olvidaremos de todo esto.

«No me prometas nada -quiso decir en voz alta. Estaban allí porque alguien había golpeado a su padre-. Estamos aquí por mi culpa.» Ni siquiera los Reagan podrían pasar por alto algo así, y ella no se creía capaz de soportar sus reproches, daba igual cuánta razón tuvieran. Kristen volvió el rostro hacia la palma de la mano de él y la besó.

– Ve a ver a tu padre -dijo-. Yo te espero aquí.

– No pienso dejarte sola. Entra conmigo.

Kristen sabía que no tenía opción, al igual que sabía que era una locura tentar a la suerte y aguardar sola en el coche, desprotegida. Por eso cuando él le abrió la puerta salió sin rechistar y avanzó hacia la casa mientras él le rodeaba los hombros con su fuerte brazo.

Desde el lavadero notó el aroma de la cena que Becca estaba preparando, pero aquella quietud inhóspita resultaba extraña en casa de los Reagan. Abe abrió la puerta de la cocina y cinco pares de ojos se volvieron a mirarlos, todos invadidos por algún sentimiento turbador. Los de Becca expresaban miedo; los de Aidan, furia. Los de Sean y Annie reflejaban incredulidad. Ruth, apostada junto a Kyle, sostenía un rollo de gasa y movía ligeramente la cabeza. Kyle mantenía la cabeza vuelta y Kristen observó que Abe tragaba saliva antes de acercarse a su padre; lo vio cerrar los ojos y notó el movimiento de su garganta en un esfuerzo por mantener la serenidad.

– ¿Está muy mal? -oyó que le preguntaba a Ruth en voz baja.

– He superado cosas peores -espetó Kyle, pero pronunciaba mal-. Me han dado más golpes que a un pulpo, pero aún soy capaz de oír y de hablar.

– ¿Cómo ha sido? -se limitó a preguntar Abe.

Becca tomó aire.

– Salía de la tienda de comestibles y un hombre…

– Ya se lo cuento yo, Becca. -Kyle hizo esfuerzos por incorporarse en la silla; Aidan trató de ayudarlo pero él lo apartó-. Puedo yo solo. Salía de la tienda de comestibles y un hombre me clavó una pistola en los riñones. Me ordenó que avanzara en silencio y me llevó detrás de la tienda.

– ¿Cuántos hombres había allí? -preguntó Abe.

– Cuatro -respondió Kyle; Kristen, oculta en el lavadero, se echó a temblar-. Me dijeron que más vale que descubras ya quién es el asesino si no quieres que se encarguen del resto de la familia.

Abe se volvió de súbito a mirar a su alrededor.

– ¿Dónde está Rachel?

Ruth le puso la mano en el hombro para tranquilizarlo.

– Está en el dormitorio, con los niños.

– ¿Dónde está Kristen? -preguntó Kyle-. No la habrás dejado sola…

– Estoy aquí -dijo Kristen con un hilo de voz-. Estoy bien.

Kyle levantó una mano vendada.

– Acércate.

Kristen avanzó con las piernas temblorosas. Lo que tuviera que decirle no sería ni mucho menos lo que se merecía. En cuanto miró a Kyle a la cara se echó a temblar de nuevo. La tenía llena de cardenales, más o menos negruzcos, y su pelo cano mostraba una calva cubierta por un apósito. Llevaba ambas manos vendadas, la derecha más que la izquierda. Kristen se arrodilló a sus pies y se lo quedó mirando mientras parpadeaba para no derramar lágrimas. Había permanecido con ella toda la noche, jugando al solitario y haciéndole compañía. Le había proporcionado seguridad. Y por su amabilidad lo habían apaleado hasta casi arrebatarle la vida. En cuanto abrió la boca, él la acalló con un carraspeo de exasperación.

– Si se te ocurre decir que lo sientes, me veré obligado a darte un puntapié en el trasero -le espetó Kyle con los labios hinchados y una risa ronca.

Kristen respondió de la única forma que sabía que lo ayudaría a preservar la dignidad.

– Iba a preguntarle qué aspecto tenían los otros -mintió en tono irónico.

Los ojos azules del hombre emitieron un destello de agradecimiento cargado de humor.

– No eran tan guapos como yo -dijo.

Tras él, Becca esbozó una sonrisa trémula.

– No es culpa tuya, Kristen. Tú no eres más que una víctima, igual que todos los demás.

Kyle asintió al tiempo que hacía una mueca de dolor.

– ¿Le han roto algo? -preguntó Kristen.

– Unas cuantas costillas, y el orgullo. -Kyle se puso muy serio-. No les digas nada, Kristen. Prométeme que no lo harás.

Kristen resopló, se sentía frustrada.

– No puedo; no sé nada. Si supiese quién es el asesino, estaría en prisión. Y si creyese que iba a servir de algo, llamaría a Conti y le diría que no sé quién es.

– No serviría de nada -dijo Abe, y ella se volvió a mirarlo-. Te han llamado al móvil mientras dormías. Han dicho que se pondrían en contacto contigo a diario hasta que les dieras una respuesta. No les importa cómo lo averigües, quieren saber quién es el asesino.

«A diario.» Reprimió el pánico y la impotencia y mantuvo la voz templada.

– ¿Puedes localizar la llamada?

Abe se encogió de hombros.

– Ya lo he solicitado, pero estoy casi seguro de que la habrán hecho desde un móvil robado o desechable.

– ¿No puedes detener a Conti? -preguntó Aidan-. Utiliza cualquier excusa, sabes que es él.

Abe frunció los labios.

– No serviría de nada, y encima nos demandaría por arresto indebido. Él está detrás de todo esto pero no lo lleva a cabo en persona. Los jefazos ya le han advertido a Spinnelli que no lo detenga hasta que no dé con un buen motivo.

Kristen se puso en pie.

– Bueno, entonces tendremos que averiguar quién trabaja para él. La primera persona que se me ocurre es el hombre que lo acompañaba el día en que acorraló a Julia contra el coche. Se llama Drake Edwards y es el brazo derecho de Conti. Tiene fama de ser un cabrón despreciable. -Miró a Kyle-. ¿Pudo observar algún rasgo distintivo en alguno de los hombres que lo atacaron?

Los labios hinchados de Kyle se retorcieron en una mueca.

– Solo las marcas que yo mismo les dejé. No llegué a verles la cara, pero uno de ellos debe de tener un buen cardenal en la mejilla izquierda.

– Lo tendré en cuenta -dijo Abe.

Becca agitó las manos.

– Ya está bien de charla. Sean, saca los platos para poner la mesa. Aidan, trincha la carne. Annie, necesito que me ayudes a pelar más patatas. Tengo que arreglármelas para que la cena alcance para cuatro adultos más y para los niños.

Kristen retrocedió.

– Becca, yo no…

Beca la acalló con otro gesto de sus manos.

– Cállate, Kristen. Ya contaba con Abe y contigo; a los que no esperaba es al resto de la familia.

La insistencia de Becca se reflejó en los rostros de los demás miembros de la familia Reagan. No la echaban. Notó que se le deshacía el nudo del estómago; seguía formando parte de aquella increíble familia.

– Pues deja que te ayude yo a pelar patatas. -Miró a Annie-. Si no te importa.

Annie le tendió el cuchillo con una sonrisa alentadora y todos se pusieron a trabajar.


Martes, 24 de febrero, 19.00 horas

El sol ya se había puesto y seguía allí sentado, pensando, dándole vueltas a la cabeza, evocando recuerdos en la oscuridad de la cocina. La fotografía de Leah se encontraba a su izquierda; el montón de balas, a su derecha; y en el centro de la mesa se hallaba la pecera, todavía llena de nombres. Había demasiada maldad en el mundo. No necesitaba encender la luz para leer los nombres, habían quedado grabados para siempre en su memoria. Un juez, un abogado defensor y un violador en serie. Cerró los ojos y evocó la mirada de Leah la última vez que la vio con vida. Reflejaba tanta, tanta soledad… Por culpa del juez, del abogado y del violador. Todos merecían morir.

Y lo harían. Pero tenía que andarse con cuidado. Cuando hubiese matado al juez, empezarían a acercarse a la respuesta, y en cuanto matase al abogado, lo descubrirían. El violador lo sospecharía y huiría, y él no podría completar su venganza.

No podía permitirlo. Tenía que matarlos de forma que los demás no sospechasen que iban a convertirse en las siguientes víctimas. Sin embargo, tenía ganas de que la idea cruzase sus mentes aunque tan solo fuese por un instante. Tenía ganas de que el abogado se aterrorizase al conocer la muerte del juez, y de que el violador supiese que iba por él y sintiese tanto terror como su Leah.

También quería que todos supieran por qué los asesinaba.

Y que todos sufrieran mucho.

Permaneció sentado en la oscuridad trazando varios planes hasta que se decidió por el primero de todos. Les daría caza como a perros, como lo que eran; los heriría para que no pudiesen escapar y los llevaría allí. Los atraparía rápido, de forma eficiente. Pero una vez capturados, los mataría despacio hasta obligarlos a suplicar piedad.

Y recibirían tanta piedad por su parte como la que ellos habían mostrado por Leah.

Dicho de otro modo, ninguna.


Martes, 24 de febrero, 22.00 horas

Kristen abrió los ojos con sorpresa cuando entraron en el camino de entrada a su casa. Era evidente que el coche patrulla estaba vacío.

– ¿Qué le ha ocurrido a Truman?

– Ha tenido que volver a su puesto. Media docena de compañeros han llamado diciendo que tenían la gripe y en la comisaría ya no sabían qué hacer para cubrir el turno. Les he dicho que no se preocuparan.

Kristen permaneció un momento en silencio hasta que por fin dijo en voz baja:

– Les has dicho que te quedarías conmigo.

No habían hablado de ello hasta aquel momento. Él lo había dado por hecho, pero ahora veía que Kristen estaba indecisa, casi podía apreciar las vueltas que le daba la cabeza, y lo entendía. Las otras dos noches que se había quedado con ella la situación era excepcional. En ambas ocasiones la habían agredido. La noche anterior había sido su padre, un vigilante respetable, quien se había quedado con ella. Pero aquella noche era diferente. No eran más que un hombre y una mujer solos en casa de ella. Habría mentido si le hubiese dicho que no se le habían pasado por la cabeza las posibles consecuencias; de hecho, una parte de su mente seguía pensando en ello, y agradeció que se encontraran sumidos en la oscuridad.

– Dormiré en el sofá.

Ella se recostó en el asiento y se volvió para mirarlo.

– ¿Y no te moverás de allí?

– No me moveré -respondió sin dudarlo-. Bueno, solo si tú me lo pides.

Ella esbozó una sonrisa forzosa.

– Así que la decisión es mía, ¿no?

Él no sonrió.

– Completamente.

– ¿Me darás al menos un beso de buenas noches?

Él siguió sin sonreír.

– Pero no me pidas que te arrope, mis principios tienen un límite. -Sin darle tiempo a responder, la ayudó a bajar del coche y le cogió el maletín que llevaba en una mano y la bolsa de Marshall Field's que llevaba en la otra.

– ¿Qué hay en la bolsa?

– Revistas -respondió-. Le he dicho a Annie que me gustaría hacer obras en la cocina mientras pelábamos patatas y me ha dejado estas revistas para que saque algunas ideas. Estoy pensando en derribar una pared y duplicar la superficie. A lo mejor la decoro al estilo provenzal. Puedes echar un vistazo a las fotos y decirme…

Interrumpió la frase con una exclamación de sobresalto y enseguida Abe entendió por qué. La pared exterior de la cocina, junto a la puerta, estaba llena de pintadas negras. Eran graffitis de casi dos metros, típicos de los Blade. Una larga línea horizontal recorría la pared hasta la esquina y terminaba en una punta de flecha estilizada.

– Voy por una linterna. Quédate aquí. -Abe dejó la bolsa y el maletín en el suelo y cogió una potente linterna que guardaba en el todoterreno. Luego se acercó a la casa con cautela y dobló la esquina iluminando la nieve hasta encontrar lo que la banda había dejado.

– Mierda.

– ¿Qué hay? -preguntó Kristen desde detrás. Él se sobresaltó.

– Maldita sea, Kristen, te he dicho que te quedaras junto a la puerta. -Pero ya era demasiado tarde. Su amonestación quedó interrumpida por el grito ahogado de Kristen.

– Oh, Abe. No.

– Sujeta esto y no te muevas. -Le tendió la linterna, sacó el teléfono móvil y pulsó la tecla en la que tenía grabado el número de Mia-. Ven a casa de Kristen -le pidió-. Acabamos de encontrar a Aaron Jenkins.

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