Capítulo 5

Jueves, 19 de febrero, 6.30 horas

La policía científica tenía la zona preparada cuando Reagan detuvo su todoterreno frente al Jardín Botánico. El interior del edificio albergaba flores tropicales. En el exterior, los escasos restos de césped estaban secos y de color marrón. Caía una lluvia fina. Jack había tendido una lona tras la zona de aparcamiento, sobre un estrecho tramo de césped ensombrecido por las vías del ferrocarril elevado. La policía científica debía de haber encontrado algo.

Abrazándose a sí misma para protegerse del frío, Kristen se deslizó del alto asiento del todoterreno y, con sus zapatillas de deporte, se abrió camino por el fango cubierto de escarcha junto al fornido Abe Reagan. Él aminoró el paso para esperarla y ella se lo agradeció; su cuerpo la protegía del viento. Había detenido el coche delante de su casa cuando faltaba un minuto para las seis. En el asiento del acompañante llevaba una bolsa que contenía bagels de salmón ahumado, así que Kristen probó otro manjar local y descubrió que el salmón le gustaba casi tanto como el gyro de la noche anterior.

Cuando se aproximaron, Jack se paseaba con el semblante adusto por la parte exterior que limitaba la cinta amarilla.

– Venid a ver esto. -Fue todo cuanto dijo. Uno de sus ayudantes se arrodilló y enfocó la tierra con una linterna.

No; no era tierra. No era barro cubierto de escarcha. Horrorizada, Kristen no podía apartar la mirada mientras se le helaba la sangre. «No puede ser, no puede haber hecho esto. Es inconcebible.»

– Caray -masculló Abe con un hilo de voz-. ¿Quiénes son Sylvia Whitman, Janet Briggs y Eileen Dorsey?

– Las tres mujeres a las que Ramey violó -respondió Kristen sin apartar la vista del haz de luz, de la losa de mármol con los nombres inscritos. Y las fechas.

Se trataba de una lápida.

Kristen levantó la vista y topó con la mirada de Reagan.

– Son las fechas de su nacimiento y el día en que fueron agredidas. Él… -Tragó bilis.

Reagan sacudió la cabeza.

– No tiene sentido.

Mia se acercó corriendo; su vaho se condensaba al contacto con el aire.

– ¿Qué es lo que no tiene sentido? -Y al momento exclamó con voz queda-: Dios santo.

Kristen se estremeció.

– Tienes razón, no tiene sentido. Además, si les hubiese ocurrido algo a esas tres mujeres, o solo a una, yo me habría enterado. -Le habría informado alguno de los novios o maridos furiosos que tan implacablemente la habían culpado por arrastrar a las mujeres al infierno de declarar para acabar sufriendo de nuevo cuando Ramey resultó absuelto. Aún sentía la acritud de su rabia, de las acusaciones que ella no había intentado negar. Apartó de sí el sentimiento de culpa y se concentró en la losa que tenía a sus pies-. Es un homenaje -dijo-. A las víctimas.

Abe miró a Jack y asintió.

– Que empiecen a cavar. Cuidado con la losa; tal vez la tierra que hay pegada debajo contenga alguna pista. ¿Hay también losas en los otros lugares?

– Lo averiguaré. -Jack les hizo un gesto para que dejaran el camino libre a su equipo-. Nos llevará un rato. Hay bastante hielo.

Ellos se apartaron pero permanecieron bajo la lona que los cobijaba de la fina lluvia. El equipo empezó a cavar con cuidado.

– He confeccionado una lista con los nombres de las víctimas, de sus familias y de todas aquellas personas relacionadas con alguno de los tres casos -anunció Kristen al tiempo que una palada de tierra helada caía en el montón que iba creciendo junto a ella.

– ¿Otra noche en vela? -preguntó Mia con los ojos fijos en el lugar donde estaban cavando.

– Digamos que sí. -Había intentado dormir, pero imaginar a aquel hombre espiándola por la ventana aumentaba su tensión, y cualquier crujido o chirrido de su vieja casa empeoraba las cosas. Al final se había rendido-. También he anotado los nombres de los criminales a quienes he acusado sin éxito y he separado las absoluciones por tecnicismos jurídicos de las defensas legítimas.

– ¿Cuántos hay en total? -quiso saber Reagan.

– Tuve que cambiar el cartucho de tinta de la impresora cuando iba por la mitad -respondió Kristen con sequedad-. Estoy asombrada de mi profesionalidad.

– ¿Cuántos de esos casos crees que podrías haber ganado, más o menos? -preguntó Reagan con la intención de ser práctico.

Kristen se había hecho la misma pregunta tantas veces que al final se había entretenido en hacer el cálculo.

– Un veinticinco por ciento, aproximadamente -confesó con sinceridad.

– Solo un veinticinco por ciento, y eso contando con la ventaja de la perspectiva -dijo Reagan, y emitió un sonido gutural-. Eso quiere decir que el setenta y cinco por ciento de las veces no habrías cambiado ni una coma, lo cual me parece muy significativo.

El primer impulso de Kristen fue no conceder mayor importancia a las palabras de Reagan que la que él probablemente les había dado. Pero levantó la cabeza, vio los ojos azules clavados en su rostro y se convenció de que hablaba en serio. Se sentía incómodamente halagada y a la vez experimentaba una sensación creciente de haber vivido aquello mismo antes. Y como enfrentarse a eso último le resultaba mucho más fácil que aceptar sus palabras de admiración, lo miró con los ojos entornados.

– Sé que nos hemos visto en alguna parte. Anoche me dijiste que llevaba el pelo recogido. ¿A qué te referías?

Reagan abrió la boca para responder, pero sus primeras palabras fueron ahogadas por la exclamación de Jack.

– Venid a ver lo que hemos encontrado.

Reagan y Mia se acercaron al instante. Kristen lo hizo con mayor vacilación; incluso con las zapatillas de deporte le resultaba difícil avanzar por culpa de la falda. Rodeó el montón de tierra y se colocó con cautela junto al borde del hoyo, de un metro de profundidad. Tragó saliva.

«Tenía razón -fue lo primero que pensó-, tenemos suerte de estar en invierno.» De haber sido verano, el cadáver estaría tan descompuesto que resultaría irreconocible. Pero el frío invierno de Chicago lo había preservado bastante bien. Lo suficiente para que pudiese identificarlo sin dudar.

– Es él, Anthony Ramey. -Le temblaba la voz, pero sabía que nadie la censuraría por ello. La expresión de los hombres de Jack revelaba que habrían preferido estar tomando huellas dactilares en cualquier parte a encontrarse en aquella zanja con un cuerpo en proceso de descomposición. Mia se colocó un pañuelo en la cara y caminó por la zanja para tener otro ángulo de visión.

– O lo que queda de él -dijo Mia hablando a través del pañuelo-. Joder, Kristen, tu humilde servidor se ha ensañado a base de bien con Ramey. Se ha escudado en la Biblia para tomarse la justicia por su mano.

Era cierto. Allí descansaba el cuerpo de Anthony Ramey, desnudo y putrefacto; pero le faltaba la zona pélvica. En su lugar se abría un hueco del tamaño de una pelota de béisbol.

– «Ojo por ojo» -murmuró Kristen, que habría dado lo que fuera por un pañuelo. Incluso con la congelación natural, el hedor del cadáver le revolvía el estómago; por un momento le entraron ganas de cargar contra Reagan por haberla invitado a desayunar. Tenía los bagels de salmón ahumado en la garganta.

– ¿Le ha pegado un tiro? -preguntó Reagan a Mia, y esta asintió.

– Es lo más probable. -Mia se agachó para verlo más de cerca-. Pero seguro que no lo hizo con la misma arma que lo mató. Es muy posible que se lo hiciera después de muerto. En las instantáneas la zona pélvica no se ve dañada.

– El informe del forense lo confirmará -concluyó Reagan al tiempo que se agachaba junto a Mia-. ¿Qué es esto?

Mia aguzó la vista por encima del dobladillo del pañuelo.

– ¿El qué?

Reagan señaló la garganta de Ramey.

– Las marcas del cuello. -Se arrodilló y se inclinó hacia delante para verlo más de cerca, luego levantó la cabeza y se volvió hacia Mia-. Podrían ser marcas de estrangulamiento -aventuró-. ¿Jack?

¿Marcas de estrangulamiento? «Oh, no -fue todo cuanto Kristen pudo pensar-. No, no, no.»

Jack retiró con un cepillo la tierra que cubría el cuello de Ramey.

– Eso parece.

Mia se dio media vuelta y miró a Kristen con los ojos entrecerrados.

– Kristen, ¿verdad que Ramey…?

El presentimiento de Kristen había cobrado realidad. Lo que implicaba era demasiado inquietante para planteárselo. Pero no tenían más remedio que hacerlo.

– Se acercaba a sus víctimas por detrás y les oprimía la garganta con una cadena fina como un collar que solo cerraba el paso del aire lo imprescindible para que no pudieran gritar. Cuando ellas dejaban de forcejear, él dejaba de oprimirles la garganta. Luego las arrastraba hasta una zona oscura del aparcamiento y las violaba. La policía encontró la cadena al registrar el piso de Ramey, pero la defensa alegó que no había orden de registro. Con esa prueba habríamos conseguido que lo condenaran, pero el jurado no llegó a verla.

– Así que nuestro hombre se dedica a emular a sus víctimas -dedujo Reagan sin dejar de mirar las marcas de estrangulamiento.

Kristen sacudió la cabeza y, por la expresión que observó en Mia, supo que había interpretado el gesto correctamente. Fuera lo que fuese lo que quería decir, tenía que ser muy malo.

– Ese detalle no se lo comunicamos a la prensa.

Reagan se volvió despacio; su semblante parecía tan apagado como el de Mia.

– Entonces…

Kristen asintió.

– Tiene acceso a información confidencial.

Mia se puso en pie y se sacudió los pantalones.

– O está entre nosotros.

Reagan soltó un reniego.

– Mierda.


Jueves, 19 de febrero, 7.45 horas

Los bagels de salmón seguían en el estómago de Kristen, pero se encontraban allí más a gusto que ella junto a la tumba provisional de tres jóvenes que habían arrebatado la vida a dos niños sin importarles lo más mínimo. También esta vez el plano que había trazado su humilde servidor era exacto, y también esta vez había colocado una lápida en el lugar indicado.

Y había grabado en ella los nombres de los dos niños que no habían llegado a cumplir ocho años.

Jack se había comunicado por radio con los hombres que montaban guardia en el tercer escenario, donde se suponía que iban a encontrar el cadáver de Ross King y una lápida con los nombres de las seis víctimas a quienes había arrebatado la infancia de forma repugnante. Había traicionado su confianza. Aquellos seis chicos habían demostrado un gran valor al declarar en el juicio; a Kristen todavía se le encogía el alma al recordarlo. Habían confesado al tribunal el terror y el trauma vividos, lo habían hecho en una sala donde solo se encontraban sus padres, el juez, el abogado defensor, Ross King y ella. «Y el jurado.» Se había olvidado del jurado.

– Sus nombres no se hicieron públicos -anunció Kristen en voz alta, y tanto Mia como Reagan se volvieron a mirarla. Ella parpadeó para enfocar sus rostros-. Los nombres de las víctimas de King nunca se hicieron públicos. Eran menores. Solo los agentes de policía que efectuaron la detención, los abogados y el jurado sabían quiénes eran. Me había olvidado del jurado. -Sacó de su maletín los listados que había confeccionado durante la noche-. Esta es la lista de todos los implicados en alguno de los tres juicios. Las víctimas, sus familiares, todos aquellos que declararon. He imprimido una copia para cada uno. -Tendió sendos fajos de hojas a ambos detectives-. Pero me he olvidado de incluir a los miembros de los jurados. Claro que a lo mejor da igual. El jurado de Ramey no llegó a saber lo de la cadena, pero el de King sí conocía los nombres de las víctimas.

Mia hojeó sus papeles.

– ¡Uau! ¿Cuánto has tardado?

– En confeccionar la lista, diez minutos. Tengo una base de datos con todos los casos, así que el trabajo casi estaba hecho. Eso sí, imprimirla me ha llevado casi tres horas; mi impresora es muy antigua. -Frunció el entrecejo al ver que el rostro de Reagan se ensombrecía por momentos-. ¿Qué ocurre?

Sus ojos azules reflejaban frialdad.

– En esta lista hay policías -dijo casi sin voz.

Kristen sintió los rugidos de su estómago, señal inequívoca de que estaba nerviosa. Retuvo el aire y se tranquilizó, tal como hacía siempre. Aquella era una de sus mayores habilidades. Impávida, cruzó su mirada con la de Reagan.

– Pues claro. Participaron en la investigación.

En las mejillas bien afeitadas de Reagan aparecieron sendas manchas de rubor.

– Y llevan demasiado tiempo observando cómo los culpables quedan en libertad, ¿no? -dijo citando la carta del asesino.

Kristen apretó la mandíbula, pero no levantó la voz.

– Eso lo dices tú, no yo. Pero es cierto. Además, ahora sabemos que él tiene acceso a información interna. -Con el rabillo del ojo pudo ver que Mia escuchaba la discusión con el entrecejo fruncido.

Reagan volvió a hojear los listados con impaciencia.

– ¿Dónde están los abogados, Kristen?

– Ahí están. Todos los defensores titulares y sus ayudantes.

Él bajó la cabeza para concentrarse en los papeles; era un gesto algo amedrentador, pero Kristen no estaba segura de que fuera intencionado.

– ¿Y los de tu despacho? ¿Dónde están los fiscales? -preguntó en un tono falsamente tranquilo.

Kristen exhaló un suspiro imperceptible.

– Tiene a la fiscal delante de usted, detective Reagan.

– Pero tendrás ayudantes, ¿verdad, Kristen? -intervino Mia, neutral-. Seguro que tienes por lo menos una secretaria.

A decir verdad, ese era un punto que no había tenido en cuenta. No obstante, si quería hacer las cosas de forma correcta y justa debía incluir a todo el mundo en la lista, sobre todo ahora que sabían que el asesino tenía acceso a información confidencial.

– Revisaré las listas y os las enviaré a vuestros despachos después de comer. -Se cargó el ordenador portátil al hombro y lo recolocó para que el peso quedara bien repartido-. Hasta luego.

– ¿Adónde vas? -preguntó Reagan.

La irritación que sentía hizo que Kristen se irguiera.

– A las nueve tengo que presentar peticiones. -Lo obsequió con una mirada tan penetrante como las suyas-. Todos andamos muy ocupados, detective.

Él asintió con frialdad y agitó los listados en el aire.

– Gracias. De no haber sido por ti, habríamos tardado horas en conseguirlos. -Aquello era una invitación a firmar la paz y Kristen la aceptó con un asentimiento cortés.

– Días -lo corrigió Mia-. Empezaremos a interrogar a las víctimas de las víctimas hoy mismo.

A Kristen se le encogió el estómago.

– Así que otra vez van a verse envueltas en un proceso… -Se quedó mirando a Mia-. Me gustaría acompañaros, sobre todo cuando vayáis a ver a las víctimas de Ramey y de King.

Mia, con expresión comprensiva, abrió la boca para añadir algo, pero Reagan se le adelantó.

– ¿Por qué, abogada? -preguntó en un tono casi mordaz-. ¿Crees que las intimidaremos para que confiesen?

Mia resopló.

– Eso está fuera de lugar, Reagan. Kristen…

Kristen alzó la mano.

– No, Mia. No te preocupes. Puedo comprender que el detective Reagan se lleve una impresión equivocada, dadas las circunstancias. -Lo miró fijamente y lo desafió a hacer lo propio guardando silencio hasta que lo hubo conseguido-. Dejemos claras unas cuantas cosas, detective. En general mantengo una buena relación profesional con el equipo de Spinnelli. Cualquiera sería capaz de decirte que soy justa y meticulosa. No sé si nos enfrentamos a un policía, a un abogado o a un chiflado con buenos contactos. Lo que está claro es que en el punto de partida no podemos permitirnos descartar a ningún posible sospechoso, ni siquiera a los policías, más bien al revés, vuestra placa me merece gran respeto y no me gustaría que una oveja descarriada la empañara.

Reagan abrió la boca pero esta vez fue ella quien lo atajó.

– No he terminado -prosiguió con voz calmada. Si supieran cuánto había practicado para mantener aquel tono a pesar de que por dentro estaba como un flan-. Basándome en mi limitada experiencia personal, no te creo capaz de intimidar a una víctima de violación que ya ha tenido que pasar por un infierno; pero si me limito a lo que he visto en los últimos minutos, podría pensar que incluso el jurado fue más considerado que tú. -Él apartó la mirada, avergonzado, y ella suspiró-. Esas diez personas dependían de mí para que se hiciera justicia, y nueve de ellas me culpan por no haber sido capaz de conseguirlo. No quiero estar en deuda con ellas, pero así es como me siento. Así que me gustaría ir con vosotros. Llámame masoquista si quieres, o defensora de las causas perdidas, pero no consiento que me trates de injusta, y eso es precisamente lo que acabas de hacer.

– Lo siento -dijo Abe con un hilo de voz. Clavó en ella sus ojos azules-. Lo que he dicho estaba fuera de lugar.

Por un momento, a Kristen aquella mirada le resultó tan tangible como el contacto físico. Tragó saliva y negó con la cabeza sin saber muy bien si lo hacía para que su mirada dejase de cautivarla o para restar importancia a sus palabras.

– No te preocupes, detective. Lo comprendo.

Mia carraspeó y Kristen se volvió hacia ella. Casi se había olvidado de que Mitchell estaba allí.

– Te avisaremos cuando lo tengamos todo a punto para hablar con las víctimas, Kristen -dijo en tono seco.

A Kristen le ardían las mejillas. Por el amor de Dios. La había sorprendido mirando a un hombre como si fuera una adolescente descerebrada. Pero aquel hombre poseía unos ojos fascinantes. Y estaba segura de haberlos visto antes.

– Gracias -respondió en tono enérgico-. Ahora debo irme, si no llegaré tarde.

Estaba a medio camino del aparcamiento del Jardín Botánico cuando notó que una mano se posaba sobre su hombro. No hizo falta que Reagan pronunciara una sola palabra para que Kristen supiera que era él. A pesar de las capas de ropa que separaban aquella mano de su piel, notó en el hombro un estremecimiento anticipatorio.

– ¿Necesitas que te lleve, Kristen?

Ella negó con la cabeza.

– No -dijo, y se sintió morir de vergüenza al advertir que apenas le salía la voz. Se esforzó por mantener la mirada fija al frente-. Cogeré un taxi. Esta mañana me entregarán un coche de alquiler, así que en ese aspecto está todo solucionado. De veras tengo que marcharme, detective.

Él retiró la mano y ella siguió adelante sin volverse. Aun así, supo que su mirada la acompañó durante todo el camino.


Jueves, 19 de febrero, 8.15 horas

– Vaya, vaya, esto sí que es interesante -dijo Zoe, pensativa, y dio un sorbo a su taza de café.

El cámara con el que trabajaba respondió al tiempo que bostezaba.

– ¿El qué?

– Mayhew subiendo las escaleras del juzgado. Sácale algunos planos, ¿de acuerdo?

– ¿Por qué? -replicó el cámara con mala cara-. No te habrá entrado una de tus manías persecutorias…

– Haz lo que te pido. Y obtén un primer plano de los pies.

– Das asco -le espetó Scott, pero hizo lo que le pedía y siguió con la cámara a Kristen mientras subía por la escalera, hasta que entró en el edificio y la perdieron de vista.

Zoe le arrebató la cámara.

– Echemos un vistazo.

Rebobinó la película y observó por el visor.

– ¿Lo ves? Mírale los pies.

Scott extendió el brazo para coger su taza de café.

– Ya. Lleva unas Nike. No le quedan nada bien con el traje.

La cara de Zoe reflejaba exasperación.

– No es eso. Fíjate en las suelas, están llenas de barro.

Scott se encogió de hombros.

– ¿Y qué? Habrá salido a correr de buena mañana.

Zoe negó con la cabeza.

– No. No sale a correr. Practica aeróbic dos veces por semana en el gimnasio municipal. -Levantó la cabeza y vio que Scott iba sin afeitar y encima la miraba con una mueca de disgusto.

– La has estado espiando.

Zoe soltó un bufido.

– No seas idiota. Claro que no la he estado espiando. Me estoy familiarizando con sus costumbres, eso es todo. Así sé si está metida en algo especial, como ahora. Esta mañana ha ido a alguna parte antes de presentar las peticiones. -Zoe entrecerró los ojos y se calló de golpe. El fino vello que le cubría la nuca se le erizó. El periodismo de investigación exigía intuición y perseverancia. Y también una buena preparación. Todo el tiempo que había invertido en prepararse iba a dar por fin su fruto aquella mañana-. Nuestra abnegada funcionaría se trae algo entre manos. -Se volvió hacia Scott con una sonrisa de satisfacción-. Estamos a punto de dar con un filón de oro.


Jueves, 19 de febrero, 10.15 horas

John, con la vista fija más allá de la ventana, parecía muy tenso. Sus manos aferraban con fuerza sus brazos cruzados, y Kristen pudo ver que el blanco de los nudillos aumentaba a medida que lo ponía al corriente de la situación.

– Esta mañana, cuando he salido de la reunión para presentar peticiones, tenía en el contestador un mensaje de la detective Mitchell -dijo ella para acabar-. Han desenterrado los cadáveres de los tres miembros de la banda. Todo estaba igual, excepto el tiro en la pelvis. -Observó el reflejo de John en el cristal y lo vio fruncir los labios-. Iban de camino hacia el último escenario, el de Ross King.

– ¿Sabes qué hora es, Kristen? -preguntó John en tono cansino.

Parecía un padre enojado preguntándole a su hija si era consciente de que había regresado más tarde de la hora fijada. Ahora era ella la que se sentía molesta.

– Sí, John. Mi reloj es muy preciso.

– Entonces, ¿por qué has esperado doce horas para ponerme al corriente?

Kristen frunció el entrecejo.

– Traté de localizarte. Te dejé tres mensajes en el contestador para comunicarte que era urgente.

John se volvió, también él tenía el entrecejo fruncido.

– ¿Tres mensajes? No he oído ninguno. -Se sacó el móvil del bolsillo y empezó a teclear botones-. Le pediré a Lois que llame a la compañía. Es inaceptable que den tan mal servicio. -Su gesto de enfado se transformó en uno de preocupación-. ¿Estás bien?

Kristen se encogió de hombros.

– Estoy esperando a que alguien más de este despacho se lleve una sorpresa tan agradable como la mía; así por lo menos no seré la única. -Recordó de forma vívida todos y cada uno de los crujidos que había oído en su casa durante la noche mientras se preguntaba si él estaría allí fuera vigilándola. Se sentía aliviada de que Reagan hubiese registrado el interior de los armarios y mirado debajo de la cama; luego apartó de su mente a aquel hombre y sus ojos enigmáticos-. No creo que esté en peligro, pero esta situación me resulta inquietante.

John llamó a Lois por el interfono.

– Lois, por favor, convoca una reunión urgente del departamento a la una. La asistencia es obligatoria. Diles a los que están en el juzgado que pasen a verme antes de marcharse a casa esta noche. -Miró a Kristen-. Si lo intenta con alguien más, estaremos preparados.


Jueves, 19 de febrero, 12.00 horas

– Gracias por hacernos un hueco, Miles -dijo Mia al entrar la primera en el despacho del doctor Miles Westphalen, el psicólogo de la plantilla-. Nos enfrentamos a una situación excepcional.

– ¿Qué ha ocurrido? -Los ojos de Westphalen se centraron en Mia mientras ella lo ponía al corriente-. Enséñame las cartas -pidió, y Mia le tendió una copia de las tres. Las leyó dos veces antes de levantar la cabeza y quitarse las gafas-. Muy interesante.

– Sabía que pensarías eso -dijo Mia-. ¿Qué más?

– Es sincero -opinó Westphalen-. Y listo. O bien tiene estudios de literatura o bien es un ávido lector. Su escritura presenta… Un ritmo poético. Tiene refinamiento y… cultura. Escribe como un abuelo cultivado que trata de transmitir conocimientos a sus nietos. Es religioso, a pesar de que no menciona a Dios ni ninguna religión en particular.

Abe frunció los labios.

– Es un hipócrita, se jacta de vengar a las víctimas pero persigue a la fiscal Mayhew.

Westphalen arqueó una de sus cejas canas y se volvió hacia Mia.

– ¿Tú qué opinas, Mia?

Mia exhaló un suspiro.

– Siente un odio particular hacia los agresores sexuales. Hoy hemos encontrado cinco cadáveres. A los violadores y a los pederastas les voló la zona pélvica de un tiro, mientras que a los asesinos se limitó a dispararles en la cabeza. Y, ¿sabes? El último, King…

– El pederasta -observó Westphalen.

Mia hizo una mueca.

– Sí. O bien se pegó un leñazo contra una pared o bien nuestro humilde servidor lo hizo papilla. No lo habría reconocido ni su propia madre.

– Kristen sí lo reconoció -puntualizó Abe.

Mia frunció el entrecejo y se dio media vuelta para mirarlo.

– ¿Qué quieres decir?

Abe se encogió de hombros, intranquilo.

– Solo era un comentario. Tiene buen ojo.

Mia entornó los párpados.

– Sigues cabreado con ella.

Abe negó con la cabeza.

– No, no estoy cabreado. Lo estaba, pero ya no. -Westphalen los estaba escuchando y Abe se sintió obligado a darle explicaciones-. Elaboró un listado de todas las personas relacionadas con los crímenes iniciales, incluidos los policías. Eso… me sorprendió.

Mia hizo girar la silla para volverse hacia Westphalen.

– El asesino sabe cosas que no debería saber.

– ¿Cosas? ¿Qué cosas?

– A Ramey lo estrangularon con una cadena -explicó Mia-. Ese era precisamente su modus operandi, y esa información no se había hecho pública.

Westphalen se recostó en la silla y miró a Abe.

– Y eso te preocupa.

Abe frunció el entrecejo.

– Pues claro. Implica un fallo de seguridad.

– O que el asesino está entre nosotros. -Mia repitió las mismas palabras que había pronunciado por la mañana, cuando se encontraban junto a la tumba provisional de Ramey. «Está entre nosotros.» Abe se sintió tan irritado como entonces; le sacaba de quicio la idea de que un policía pudiera tomarse la justicia por su mano, de que se atreviera a acechar a una mujer en su propia casa. Era repugnante. Sin embargo, lo que más le preocupaba era que no tenía claro qué le molestaba más del asesino: si que espiara a Kristen o que hubiese matado a cinco personas.

– ¿Por qué nos ha dejado la ropa? -preguntó Abe cambiando de tema.

Westphalen se acarició las puntas de los dedos.

– ¿Qué otra cosa podría haber hecho con ella?

– Tirarla -intervino Mia-. ¿Por qué no la destruyó?

Abe caminaba de un lado a otro de la habitación.

– Si la hubiese tirado, alguien podría haberlo visto. Algún perro podría haber rebuscado en la basura. Si la hubiese quemado, podríamos utilizar las cenizas para dar con él. -Se volvió hacia Mia con una sonrisa irónica-. ¿Hay algo más seguro que dársela a la policía?

Mia le devolvió la sonrisa con expresión forzada.

– Es inteligente. ¿Y qué hay de la lápida?

– Me parece realmente fascinante -comentó Westphalen-. Es muy significativa, y debe de haberle costado mucho grabarla. ¿Es de mármol?

Abe se detuvo y se sentó al lado de Mia.

– En el laboratorio nos lo confirmarán. Hemos hecho unas cuantas llamadas para localizar a los marmolistas. No hay tantos.

– Queremos saber si alguien reconoce la obra -aclaró Mia-. ¿Y qué te parece lo que ha grabado?

– La segunda fecha corresponde al día de la agresión -dijo Westphalen-, como si fuese el día en que murieron. Para él, sus vidas terminaron el día en que las violaron, aunque de hecho no fuera así. Dice que lleva demasiado tiempo observando cómo los culpables quedan en libertad. Podría referirse a observarlo de lejos, por televisión; o tal vez viva en algún lugar en el que cada día muere gente. -Se encogió de hombros-. Claro que también podría referirse a observarlo de cerca, como le ocurriría a un policía. De todas formas, lo que está claro es que ha sufrido un trauma recientemente. Hay algo personal en todo esto. Yo buscaría a alguien atormentado por la pérdida reciente de un ser querido.

– Una víctima reciente -musitó Mia.

– Tal vez sí, tal vez no. -Westphalen frunció el entrecejo-. Se deja llevar por la pasión de forma esporádica, como demuestra el hecho de que le rompiera la cara a King y disparara a la pelvis de los dos delincuentes sexuales. Es como si una vez que los tiene en sus manos no pudiera evitarlo. Sin embargo, el hecho de perseguirlos y deshacerse de ellos una vez muertos, y las cartas… Está todo muy calculado. Dudo que encontréis alguna pista útil en la escena del crimen. Por lo menos de momento. Quizá más adelante, cuando se confíe. Pero puede pasar bastante tiempo.

– Pues qué bien -masculló Abe.

– Lo siento. Me reservo la percepción extrasensorial para ocasiones especiales. Bromas aparte, creo que la pérdida o el trauma que ha desencadenado la serie de asesinatos es reciente, pero no el sufrimiento de ese hombre. Labrar tanto odio lleva mucho tiempo.

– ¿Alguna pista sobre su edad? -preguntó Mia.

Westphalen se encogió de hombros.

– Ni idea. Escribe como un intelectual de edad avanzada, pero tiene que estar en buena forma física para mover los cadáveres. Yo diría que es más bien joven.

– ¿Por qué ha elegido a Kristen? -quiso saber Mia, y el rostro de Westphalen se tornó sombrío.

– Tampoco lo sé. Podría ser por algo tan sencillo como que es atractiva y a los periodistas les gusta mostrarla por televisión. Pero ese hombre es un obseso. ¿Le habéis puesto vigilancia a Kristen?

Mia miró disimuladamente a Abe.

– ¿Crees que la necesita? -preguntó Mia.

– Tal vez. Si los otros fiscales del Estado empiezan a recibir regalitos parecidos, entonces diría que no.

– Pero no te parece probable que eso suceda -intervino Abe.

La expresión algo turbada de Westphalen se tornó intranquila.

– No, no me lo parece.

– Pues qué bien -masculló Abe.

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