Capítulo 13

Sábado, 21 de febrero, 21.30 horas

Reagan hizo una señal con la mano al coche patrulla y penetró en el camino de entrada a la casa de Kristen. Los faros de su coche iluminaron otro vehículo allí estacionado.

– Parece que tienes visita -dijo.

– No lo creo. -Nunca recibía visitas, a excepción de él-. Creo que la compañía de alquiler me ha traído otro coche. -Kristen aguzó la vista para ver la marca y el modelo en medio de la penumbra-. Es un Chevy. -Se volvió y lo encontró escrutándola con expresión intensa y expectante, tal como venía haciendo durante todo el trayecto. En el ambiente reinaba una esperanza que le hacía sentir a un tiempo nerviosismo y nostalgia-. A lo mejor tiene GPS, como el de Skinner.

Reagan esbozó una sonrisa.

– No estaría mal.

Se hizo un silencio violento. Los ojos de Reagan la habían atrapado. Él estaba esperando. Kristen no sabía muy bien el qué. Bueno, sí, lo sabía. El problema era que no tenía ni idea de cómo empezar.

– Gracias -dijo-. Lo he pasado bien.

Era cierto. Había conocido a su hermana y a unos cincuenta amigos suyos. Los chicos se habían comportado de forma escandalosa y alocada, pero tanto entusiasmo juvenil sirvió para disipar su desánimo. Habían mostrado curiosidad por el caso, que gracias a Rachel todos conocían, y habían formulado preguntas, en su mayoría sorprendentemente pertinentes. Rachel imitó a Zoe Richardson de un modo tan irreverente y divertido que a Kristen acabaron doliéndole los costados de tanto reír. Luego, el tropel de adolescentes se trasladó a la otra punta del restaurante y Kristen y Reagan pudieron charlar en paz.

A Reagan le gustaba el arte, según le contó, y descubrieron su afición común por los impresionistas. En cuestión de música había diferencias. Él prefería el rock de los setenta y ella había confesado que tenía todos los álbumes de los Bee Gees, a quienes él desdeñaba. Reagan le pareció un verdadero encanto y su compañía le resultó de lo más cómoda. Y tentadora.

Volvió a tomarle la mano. Hacía mucho tiempo que nadie le cogía de la mano. Le entraron ganas de ir más allá. Y la idea la asustaba tanto como la atraía.

– Siento lo de mi hermana. Puede resultar de lo más…

– ¿Adolescente?

En el rostro de Abe se dibujó una sonrisa radiante.

– Sí, me imagino que es un calificativo tan bueno como cualquier otro. No tienes por qué acceder a que te haga esa especie de entrevista mañana por la tarde, Kristen. Ya sé que te has sentido obligada a decirle que sí.

Kristen negó con la cabeza. Rachel Reagan tenía madera de comercial. Un minuto después de declinar amablemente la petición de la chica, se encontraba aceptando la invitación para la cena del domingo en casa de los Reagan; es decir, al día siguiente.

– No hay problema. -Y de verdad pensaba que no lo había-. No me importa.

«De hecho, para ser sincera, me muero de ganas de ir. Además, me servirá para tener buena prensa.»

Reagan la miró con una mueca.

– A Tony le ha sentado fatal.

– Era normal que ocurriera. Él no tiene la culpa de que los periodistas estuvieran fuera al acecho. Me pregunto cuándo duerme Richardson. Está en todas partes.

– Por lo menos, el policía apostado delante de tu casa le impedirá que te moleste aquí.

Se hizo otra pausa violenta; a Kristen le habría gustado tener más don de gentes, ser capaz de invitarlo a entrar y tomar un té sin hacer de ello una montaña. Aunque, de hecho, a ella se le hacía una montaña. Aún sentía en la palma de la mano la caricia de su dedo pulgar. Tenía ganas de volver a notar su tacto. Exhaló un profundo suspiro.

– No se me da nada bien.

Él arqueó una de sus cejas morenas y la miró con desenfado.

– ¿El qué?

Kristen alzó la vista.

– ¿Te apetece entrar y tomar un té o no?

Sus ojos centellearon en la oscuridad y a Kristen se le aceleró el corazón mientras aguardaba su respuesta.

– Sí, claro -aceptó a media voz; Kristen supo definitivamente que sus intenciones iban más allá de tomarse un té-. Tengo que hablar un momento con el policía que vigila la calle. Vuelvo enseguida.

Él dio un portazo y la dejó en la penumbra con sus pensamientos.

«Te besará, Kristen. Idiota, estúpida. Lo descubrirá.»

No era tan ingenua. Sí, intentaría besarla. Y ella no podría evitar lo inevitable. Él lo descubriría. A un hombre como Reagan le bastaría un beso para descubrirla. «Se dará cuenta. Bueno, ¿y qué? A lo mejor no le importa», pensó.

«¡No, qué va! -se burló de sí misma-. Eres una imbécil integral. A todos les importa.»

Suspiró. Incluso un hombre tan encantador como Abe Reagan buscaría algo que ella no podía ofrecerle. Con el primer beso se daría cuenta de su frialdad… De su frigidez, excesiva para darle lo que necesitaba, lo que quería. Enseguida concluiría que aquello no podía funcionar y, aunque tratara de ser amable, ambos resolverían que lo más recomendable era mantener una relación puramente profesional. Lo cual era mucho mejor. Cuanto antes atraparan al asesino, antes desaparecería Reagan de su vida y esta volvería a la normalidad.

«La normalidad es la soledad. La normalidad es lo que siempre has tenido. Olvídalo y punto.»

Él abrió la puerta del coche. Una ráfaga de aire frío puso el punto final a sus reflexiones. Lo miró con desaliento.

– ¿Ha ocurrido algo mientras he estado fuera?

– No. Esta noche le toca el turno a Charlie Truman. Es un buen policía, es amigo de mi hermano. Con él ahí afuera, estarás a salvo. ¿Te acuerdas de McIntyre, el chico que te tomó declaración ayer? A él le toca el turno de día. Lo verás por la mañana. -La miró con atención-. Kristen, ¿qué ocurre?

– Nada.

La ayudó a salir del coche en silencio, abrió la puerta de la cocina y se apresuró a encender todas las luces mientras ella desconectaba la alarma.

– Olvidemos lo del té -dijo con suavidad-. Debes de estar cansada.

– No. -La palabra brotó de sus labios con premura y ambos se sorprendieron. Ella exhaló y se desabrochó el abrigo. «Acabemos con esto cuanto antes», se dijo-. No; quédate, por favor. -Se quitó el abrigo de cualquier manera y se dedicó a preparar el té mientras oía cómo la prenda se escurría de la silla; se enfadó consigo misma al ver que la mano le temblaba y la mitad de la cucharada de té iba a parar a la encimera.

– Kristen. -La voz procedía de atrás. Era grave, profunda y tranquilizadora-. No te preocupes.

«Sí que me preocupo.» Bajó mucho la cabeza, de modo que la barbilla le rozaba el pecho.

– Puede que tengas razón. Estoy cansada.

«Y esto se me da fatal.»

Se estremeció cuando él le puso las manos en los hombros; no hacía fuerza, se limitaba a calmarla, a masajearle los hombros trazando grandes círculos que la obligaron a ahogar un suspiro y rogarle sin voz que no dejara de hacerlo. Le bajó la chaqueta y retomó la tarea; ella notó el calor de su tacto a través de la blusa y, poco a poco, su cuerpo se relajó.

«Y a ti esto se te da genial», pensó.

– Gracias -dijo él.

Kristen comprendió que había respondido en voz alta a sus pensamientos. Su voz se había vuelto más profunda, más ronca. Un gran escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Por un momento, las manos de Abe le aferraron los hombros, pero enseguida las desplazo hasta la nuca. Le presionó con los pulgares los tensos músculos de ambos lados del cuello y ella notó que le flaqueaban las rodillas. La rodeó un brazo firme, justo por debajo del pecho, y… dejó que la sujetara, que la atrajera contra sí, contra su cuerpo robusto, recio en todas sus partes, incluidas las prohibidas. Dio un tirón hacia delante, para aumentar la distancia que los separaba; volvía a estar tensa. Él la soltó sin pronunciar palabra y puso las manos en sus hombros para empezar de nuevo. «Para tranquilizarme», pensó.

– Aja -masculló él y Kristen supo que había vuelto a pensar en voz alta-. Y a mí -añadió.

– ¿Tranquilizarte, tú?

– No eres la única que está nerviosa, Kristen.

Se volvió para mirarlo. Mostraba una expresión seria, casi adusta.

– ¿Por qué? -La pregunta brotó en un susurro y las manos de Abe se ralentizaron; permaneció un instante en silencio.

Luego respondió, también con voz susurrante.

– Porque me has dicho que no tienes familia y resulta que tu padre está vivo; porque dices haber estudiado arte en Florencia y no veo en esta casa ninguna de tus obras; porque aseguras que las víctimas no olvidan nunca. Alguien te hizo daño y temo que por algún motivo pienses que yo también te lo haré, porque no va a ser así.

Pero sí que sería así. A Kristen se le partió el corazón al reconocerlo en su fuero interno. Sin embargo, asintió.

– Ya lo sé -dijo. Sabía que él no quería herirla. Y una parte de su ser deseaba con todas sus fuerzas que tuviera razón.

Él le dirigió una mirada penetrante.

– ¿De verdad? -Deslizó las manos hasta su pelo y ella notó que buscaba algo. De pronto, extrajo una horquilla que cayó haciendo ruido en la encimera; a continuación, extrajo otra.

– ¿Qué estás haciendo? -La pregunta brotó con voz grave y áspera.

– Te suelto el pelo. Estas horquillas llevan todo el día sacándome de quicio. -Lo dijo con un hilo de voz, lo cual hizo que un escalofrío le recorriera de nuevo todo el cuerpo. A Abe le brillaban los ojos; siguió extrayendo horquillas hasta que por fin su pelo quedó suelto, entonces sumergió en él sus dedos y le masajeó el cuero cabelludo. Ella relajó los párpados al tiempo que emitía un suave gemido; sus pulmones exhalaron hasta la última gota de aire. El contacto de sus manos le hacía mucho bien, le resultaba muy necesario.

Estaba loco por ella. La simple idea le daba vértigo.

Deslizó una mano del pelo al mentón y se lo sujetó mientras con el pulgar le acariciaba la mejilla, tal como antes había hecho en la palma de su mano. Ella abrió los ojos con dificultad; se sentía adormilada por el placer. El rostro de él se encontraba ahora más cerca; mucho más cerca.

Sus labios le rozaron la sien y de repente a ella se le cortó la respiración.

– Hay otro motivo por el que estoy asustado -susurró; su cálido aliento le abrasaba la piel.

– ¿Cuál? -Movió los labios para formular la pregunta, pero la voz apenas brotó.

– Te deseé en cuanto te vi por primera vez. Y te sigo deseando.

Aquella confesión en voz baja la hizo temblar, estremecerse. Debería estar asustada, aterrorizada.

«Pero no lo estoy.» En vez de eso, se sentía fascinada. De pronto, los labios de él le rozaron la mejilla a escasos centímetros de la boca. Se sentía tan fascinada… Lo único que tenía que hacer era volver un poco la cabeza y los labios de ambos se unirían. Lo deseaba, deseaba notar el calor de su boca y saber qué se sentía al ser besada por un hombre como él.

– Abe.

Él se detuvo en seco.

– Dilo otra vez -le pidió-. Di mi nombre otra vez.

Kristen tragó saliva y de algún modo consiguió que se oyera su voz.

– Abe.

Él se estremeció y el temblor de su cuerpo alcanzó el de ella. Un agudo cosquilleo le abrasaba la piel y penetraba en ella haciendo que anhelara más. Pero los pensamientos se disiparon en cuanto él desplazó la cabeza y cubrió los escasos centímetros que separaban sus labios. Cubrió sus labios sobre las de ella, con firmeza y suavidad a un tiempo le resultaron terriblemente ardientes. Quería más. Se volvió para enfrentar su cuerpo al de él, quien, en menos tiempo del que tardaba su corazón en dar un fuerte latido, la abrazó y puso las palmas de las manos en su espalda; le abrasaban la piel. Inclinó la cabeza y puso más pasión en el beso; ella levantó los brazos y los posó en su pecho robusto hasta que él le cogió las muñecas y la alentó a rodearle el cuello. Luego volvió a posar las palmas de las manos en su espalda y la presionó con las yemas de los dedos con insistencia; con desesperación.

Y el beso se prolongó más y más.

De pronto, él lo interrumpió. La decepción estuvo a punto de arrastrarla como una ola, pero él le tomó una mano y la llevó a su corazón. Al notar el fuerte latido, lo miró a los ojos y supo que nunca en toda su vida, ocurriera lo que ocurriese al día siguiente o al siguiente minuto, olvidaría la forma en que la miraba.

«No puede obtener lo que espera de mí.»

– No, no puedo. -Sus ojos centelleaban, azules como el corazón de una llama; ella supo que había vuelto a pensar en voz alta y, sin embargo, lo último que sintió fue vergüenza-. ¿Notas lo que provocas en mí, Kristen? Por favor, no tengas miedo.

– No tengo miedo. -«De verdad que no.» Y para demostrárselo, y tal vez también para demostrárselo a sí misma, lo atrajo del cuello para besarlo; esta vez el beso fue más corto pero por iniciativa suya. A continuación lo apartó de sí y lo vio sonreír. Y su pulso se detuvo un instante antes de reanudar el ritmo acelerado. Tenía una sonrisa muy dulce, muy relajante, muy aliviadora. Y sus labios respondieron con un gesto similar.

– Me alegro -dijo él.

– Yo también.

– Tengo que irme.

Kristen, sorprendida, lo miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Por qué?

La sonrisa de Abe se tornó compungida.

– Porque deseo mucho más que besarte.

La imagen que aquellas palabras despertaron en su mente la atenazó. Aquello superaba con creces lo que esperaba, lo que había planeado.

– Abe, yo…

Él le puso los dedos en los labios.

– No te preocupes, Kristen. Puedo esperar.

Ella le besó las yemas de los dedos y la mirada de él se tornó cálida.

«Soy capaz de despertar… su pasión.» Y vaya si era capaz. Lo había notado en el breve contacto de sus cuerpos mientras se besaban. Estaba excitado; aun así, no había insistido. No la había presionado; no la había forzado, ni la había herido. De pronto, se vio a sí misma a los veinte años, muerta de miedo. «Estate quieta, no forcejees. Eres una maldita provocadora, tú te lo has buscado.» El pavimento estaba muy duro y aquella noche hacía mucho calor; la noria no paraba de dar vueltas, las luces lo iluminaban todo.

«No, no, no.» Cerró los ojos, suspiró y se obligó a interrumpir el recuerdo. Cuando volvió a abrirlos, se dio cuenta de que él lo sabía todo. Lo había entendido. Y no había echado a correr.

– Iremos poco a poco, Kristen -susurró-. Eso es lo que haremos.

«Haremos.» Las lágrimas asomaron a sus ojos y ella parpadeó para ocultarlas.

– ¿Por qué te preocupas por mí?

Él sonrió con tal dulzura que estuvo a punto de romperle el corazón.

– Porque me gustas. Ahora tengo que irme y voy a darte un beso de buenas noches. -Lo hizo; fue un breve gesto cómplice-. Pasaré a recogerte mañana para ir a cenar. Hasta entonces, no salgas si no es acompañada de Truman, de McIntyre, de Mia o de mí.


Domingo, 22 de febrero, 9.00 horas

La mayoría de la gente opinaba que hacía demasiado frío para estar al aire libre; sin embargo, al oír los botes rítmicos de las pelotas de baloncesto, Abe supo que algunos habían optado por salir de casa. Tal vez aquel día les deparara mayor fortuna que el anterior y lograran encontrar al chico que había dejado la caja en la puerta de la casa de Kristen. Si alguna de las personas con quienes habían hablado lo conocía, lo había negado. De otro modo, tendrían que esperar a que la escuela abriera sus puertas al día siguiente para preguntar a los profesores si el rostro de la fotografía les resultaba familiar.

Mia estaba apoyada en el coche, tratando de levantar la lengüeta de la tapa de plástico que cubría su taza de café. Señaló otra taza humeante depositada en el capó.

– Es para ti.

Abe tomó la taza y le dio las gracias entre dientes.

Mia le dirigió una mirada inexpresiva.

– Vaya; pensaba que hoy tendrías una cara más alegre.

– No he dormido bien.

– ¿Por qué?

Abe hizo una mueca. «Porque cada vez que cerraba los ojos soñaba que besaba a Kristen hasta que ella era incapaz de recordar su propio nombre, hasta que lograba arrancarle de la mente lo que tanto la había herido, hasta que me suplicaba que siguiera adelante.» El sueño lo había dejado tenso y apesadumbrado; se sentía solo.

– Creo que es culpa de este caso, me está afectando demasiado. Empecemos ya. Tenemos que encontrar pronto al chico, esta noche voy a cenar a casa de mi madre.

A Mia se le iluminó el rostro.

– ¿Me guardarás las sobras?

Abe se echó a reír.

– Vamos, Mia.

Se dejaron guiar por el sonido de los botes y penetraron en el patio de la escuela King, al otro lado de la calle. Aquel era el nombre que mostraba con toda claridad la insignia de la chaqueta del chico fotografiado. En la pista de cemento había cinco jóvenes. Y los cinco se detuvieron al verlos.

– Son polis.

Abe lo oyó.

– Ayer ya vinieron a meter las narices -masculló otro.

Abe mostró su placa.

– Soy el detective Reagan y esta es la detective Mitchell. Estamos buscando a un chico de la escuela King. ¿Alguno de vosotros va a esa misma escuela? -Los cinco se miraron entre ellos. Parecían tener unos dieciséis años. «No son mucho más jóvenes que el desgraciado que disparó a Debra», pensó-. Os he hecho una pregunta -insistió Abe con voz más seria-. ¿Vais a la escuela King?

Todos asintieron de mala gana.

Mia se sacó la fotografía del bolsillo.

– Estamos buscando a este chico. Si no lo encontramos hoy, daremos con él mañana, cuando la escuela esté abierta. Si hoy decís que no lo conocéis y mañana nos enteramos de lo contrario… -Dejó la frase a medias expresamente-. Os conviene ayudarnos.

Se miraron con expresión de disgusto y se oyeron unas cuantas quejas. Observaron la foto y volvieron a mirarse unos a otros.

– Lo conocéis -afirmó Mia.

Uno de los chicos asintió.

– Sí, lo hemos visto por aquí.

Abe fijó la mirada en uno de los muchachos; sujetaba la pelota bajo el brazo. El chico le aguantó la mirada, desafiante.

– No ha hecho nada malo.

– Nosotros no hemos dicho eso -dijo Mia en tono tranquilo-. ¿Dónde podemos encontrarlo?

Los chicos bajaron la vista al suelo.

– Ni idea.

Abe suspiró.

– Muy bien. Todos contra la valla. Llamaremos a unos coches patrulla para que os lleven a la comisaría.

El chico de la pelota dio una patada en el suelo.

– No hemos hecho nada malo. ¿Por qué coño van a llevarnos a la comisaría?

Mia se encogió de hombros; tenía el móvil en la mano.

– Sois posibles testigos relacionados con la investigación de un homicidio. ¿Es que no veis pelis de polis?

– ¡Me cago en la leche! -dijo otro joven-. ¡Mi madre me matará si se entera de que se me ha vuelto a llevar la poli!

Abe siguió hablando con severidad.

– Pues decidnos dónde podemos encontrar a ese chico y os dejaremos en paz.

El chico de la pelota frunció el entrecejo.

– Se llama Aaron Jenkins y ya no va a la escuela King. Vive tres manzanas más arriba. -Señaló a lo lejos con un dedo escuálido-. Por allí.

– «Por allí» hay muchos edificios. -Mia señaló en la misma dirección que él-. Nos iría bien que precisaras un poco más tus amables indicaciones -añadió en tono seco y mordaz.

La expresión del chico se endureció.

– Es el único edificio de la manzana que tiene la entrada pintada de verde. Hay una vieja que se pasa el día allí sentada, espiándonos.

– Lleva un pañuelo de topos en la cabeza, es inconfundible -añadió otro de los chicos con cara de fastidio-. Se dedica a echar el mal de ojo a la gente.

Mia esbozó una falsa sonrisa.

– Gracias -dijo, y tendió la mano al chico de la pelota-. ¿Puedo?

Era evidente que el muchacho no la creía capaz de encestar. Le lanzó el balón y ella lo cogió con una mano. Luego, desde una distancia de tres puntos, Mia cerró un ojo, lanzó el balón y, tras describir un arco, este atravesó el aro. Los chicos la observaban boquiabiertos mientras ella se limitaba a sonreír.

– No os metáis en ningún lío, ¿de acuerdo, chicos? No me gustaría llevaros a la comisaría.

Abe los oyó refunfuñar mientras se alejaban.

– ¿Dónde aprendiste a jugar?

– Me enseñó mi padre. -Mia se encogió de hombros-. Quería un niño y solo tuvo niñas.

Abe pensó que era una pena, pero no dijo nada. Avanzaron en la dirección que les habían indicado los chicos. Abe recordó la frialdad de los ojos de Kristen la noche anterior, cuando le había revelado que su padre seguía vivo, y pensó que sus problemas debían de tener motivos bastante más complejos que el hecho de que él deseara haber tenido un niño.

– Una entrada verde, una vieja que echa el mal de ojo… -masculló Mia mientras se acercaban al edificio donde saltaba a la vista una anciana con un pañuelo moteado que los miraba con recelo. Ni siquiera la más dulce sonrisa de Mia suavizó el semblante de la mujer.

– Parece que hemos llegado -convino Abe-. Crucemos los dedos para que Aaron Jenkins esté en casa.

Encontraron la puerta y llamaron. Abrió una mujer con un niño pequeño apoyado en la cadera. Al verlos, abrió los ojos como platos.

– ¿Qué ocurre?

– Estamos buscando a un joven llamado Aaron Jenkins, señora -empezó Mia en tono amable.

La mujer se colocó bien al niño.

– Es mi hijo. ¿Por qué? ¿Se ha metido en algún lío?

Mia negó con la cabeza.

– Solo queremos hablar con él.

La mujer se volvió hacia atrás, vacilante.

– Mi marido está trabajando.

– Solo nos llevará unos minutos -la tranquilizó Abe-. Luego nos iremos.

– ¡Aaron! -llamó la mujer, y el joven de la foto salió de una de las habitaciones. Los miró brevemente y se dispuso a retroceder.

– Solo queremos hablar contigo -aclaró Mia, y el chico se detuvo.

– No he hecho nada malo.

– ¡Aaron! -gritó su madre-. ¡Ven aquí! -Y él se acercó arrastrando los pies.

– Entregaste un paquete el viernes por la tarde, ¿verdad? -dijo Abe.

Aaron frunció el entrecejo.

– ¿Y qué? Eso no es ilegal.

– No hemos dicho que lo sea. ¿De dónde lo sacaste, Aaron? -preguntó Mia.

– Me lo dio un blanco. Y también me dio cien dólares por llevarlo.

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Abe.

Aaron se encogió de hombros.

– Yo qué sé. Llevaba una sudadera con capucha, no le vi la cara.

– ¿Era joven o viejo? -insistió Mia.

Aaron resopló, impaciente.

– Les he dicho que llevaba capucha. No le vi la cara.

– ¿Iba en coche? -prosiguió Abe.

– En una furgoneta. Blanca. Llevaba un dibujo al lado, un anuncio.

Abe se extrañó.

– ¿Un anuncio?

– Sí, como los de la pared. Una cara contenta. Decía algo así como «Componentes electrónicos Banner». -Aaron asintió, satisfecho de sí mismo-. No sé nada más.

Abe se extrañó aún más. No era la misma furgoneta. Mia lo miró preocupada y luego desvió la atención de nuevo hacia Aaron.

– ¿Cómo sabías dónde tenías que dejar la caja?

Aaron se encogió de hombros.

– Me apuntó la dirección en un papel y me dijo que luego lo tirara. Y eso hice. Ya les he dicho que no sé nada más. -Miró a su madre-. ¿Puedo irme?

La señora Jenkins colocó bien al niño que sujetaba.

– ¿Puede?

Mia asintió.

– Claro. -No dijo nada más hasta que estuvieron en la calle-. El equipo de chorro de arena también sirve para grabar letreros de goma.

– Que con un imán pueden sujetarse al lateral de una furgoneta. -Abe dio un resoplido que le levantó el flequillo-. Caray.

Mia alzó los ojos con gesto de exasperación.

– Me he pasado horas buscando floristerías y ahora resulta que el rótulo es falso. Por eso Jack no encontró restos de flores ni polen en la furgoneta. Puede que cada día anuncie una cosa diferente.

Sonó el móvil de Abe. Al mirar la pantalla se le erizaron los pelos de la nuca.

– ¿Qué pasa, Kristen?

La chica tenía la voz temblorosa.

– Me han dejado otra caja, Abe. McIntyre ha visto al chico que la traía y va a retenerlo hasta que llegues.

– Vamos hacia allá -dijo Abe en tono muy serio; luego se volvió hacia Mia-. Llama a Jack y dile que vaya casa de Kristen. Ya llamo yo a Spinnelli. Nuestro humilde servidor ha vuelto a atacar.


Domingo, 22 de febrero, 10.00 horas

– Dios mío. -Kristen palideció en cuanto Jack depositó el contenido del sobre en la mesa de la cocina-. Es Angelo Conti.

Mia le pasó el brazo por los hombros para reconfortarla.

– No te nos desmayes.

– No; no me desmayo nunca.

Abe recordó que se lo había dicho la noche en que se encontraron en el ascensor, después de darle aquel susto de muerte. Y ciertamente había demostrado tener unos nervios de acero; se sentía orgulloso de su fortaleza. Le costaba mantener las distancias, pero sabía que ella prefería conservar su imagen profesional. Volvía a llevar el pelo bien peinado y recogido, aunque las horquillas que le había extraído la noche anterior seguían en la encimera.

– No hay ninguna instantánea -observó Jack-. Solo el carnet de estudiante de la Universidad de Northwestern. ¿Por qué?

– No lo sé. -Abe cogió la carta-. «Mi querida Kristen: Angelo Conti está muerto. Su delito fue, inicialmente, producto de la negligencia, puesto que chocó contra el coche de Paula García mientras conducía borracho. Sin embargo, su flagrante desprecio por la vida humana lo indujo a apalear a la mujer hasta la muerte. Y el desprecio de su padre por el sistema judicial estadounidense lo llevó a comprar al jurado. Angelo Conti había quedado en libertad, por lo menos hasta que tú lograras volver a procesarlo. Pero no tenía bastante con los crímenes originales, así que agravó la situación deshonrándote públicamente, lo cual era intolerable. Espero que su muerte sirva de aviso a todo aquel que pretenda burlarse del sistema judicial y de los que están a su servicio. Como siempre, tu humilde servidor.»

Abe levantó la vista y vio que Kristen se dejaba caer en una silla.

– ¿Qué dice la posdata?

– Aparece un número de matrícula.

Abe le entregó la carta y ella lo observó perpleja.

– No es el mío. Esto no tiene ningún sentido.

– Creo que tendremos que hablar con el chico que dejó la caja -opinó Mia, y Abe se mostró de acuerdo.

Mia y él salieron de la casa y se acercaron al coche patrulla de McIntyre, donde el chico aguardaba en el asiento de atrás.

– Se llama Tyrone Yates -explicó McIntyre-. Sus padres vienen hacia aquí.

– Yo no he hecho nada -protestó Yates.

– Nadie dice lo contrario -replicó Mia.

Yates describió una escena casi calcada a la de Aaron Jenkins. Excepto que esta vez la furgoneta blanca lucía el nombre de un fabricante de alfombras. Para cuando el chico acabó con la explicación, sus padres ya habían llegado dispuestos a llevárselo a casa.

Kristen estaba preparando té cuando Abe y Mia entraron seguidos de McIntyre. Mia se acomodó en una silla y Abe se acercó a una ventana que daba al patio trasero, cubierto de hielo. McIntyre aguardó en el vano de la puerta de la cocina; su rostro juvenil expresaba preocupación.

– ¿Qué habéis descubierto? -preguntó Kristen.

Abe volvió la cabeza momentáneamente con aire abatido.

– No gran cosa, la verdad.

McIntyre se removió con inquietud.

– La furgoneta blanca…

– ¿La de la floristería? -preguntó Kristen, y Mia negó con la cabeza.

– Creemos que usa distintivos magnéticos -explicó-. El chico de la escuela King asegura que se trataba de un electricista. Este, en cambio, dice que era de un fabricante de alfombras.

– Por eso no he encontrado restos de flores ni de polen en las cajas -observó Jack con enojo dando un golpe en la mesa-. Maldita sea. Cambia de furgoneta como quien cambia de camisa.

Abe se volvió desde la ventana con expresión grave.

– ¿Qué sabemos de la furgoneta blanca, McIntyre?

– La noche en que la señorita Mayhew se salió de la carretera yo regulaba el tráfico. La gente se paraba a curiosear. Uno de los vehículos era una furgoneta blanca con el distintivo de un electricista.

A Kristen se le revolvió el estómago. Ahora entendía lo que quería decir la posdata. Cogió la carta de encima de la mesa y se la mostró a McIntyre.

– ¿Reconoce este número, agente?

McIntyre asintió.

– Es la matrícula del coche que chocó con el suyo. Lo habían robado aquel mismo día.

Kristen dejó la carta en la mesa; tenía el pulso sorprendentemente firme.

– Me lo temía.

Jack renegó entre dientes.

– Él estaba allí.

Abe sonrió con tristeza.

– Probablemente lo tuve al alcance de la mano. ¿Se acuerda de su aspecto, McIntyre?

McIntyre negó con la cabeza.

– Llevaba un gorro con orejeras que le cubría casi todo el rostro. Aquella noche hacía mucho frío y no me extrañó. Fue muy amable, eso sí que lo recuerdo.

– ¿Qué edad cree que tiene? -preguntó Mia con aspereza.

McIntyre se encogió de hombros con impotencia.

– No lo sé. Unos cuarenta tal vez. No dijo casi nada, solo asintió cuando le pedí que circulara. Me imaginé que se avergonzaba de que lo hubiera sorprendido mirando.

Durante un momento, nadie dijo nada. Entonces Jack se puso en pie.

– Tengo que avisar a mi equipo para que se dirija al lugar indicado en el mapa. Llamaré a Julia para que se reúna con nosotros allí. ¿Venís, chicos?

– No me lo perdería por nada del mundo -dijo Abe con denuedo-. Vamos.

Kristen se dispuso a seguirlos pero Abe la detuvo.

– Quédate aquí, por favor.

– Quiero ir -dijo con un hilo de voz, consciente de que los demás los estaban observando.

Abe miró a Jack, a Mia y a McIntyre.

– Dadnos un minuto, por favor.

McIntyre salió al instante.

– Saldré a vigilar.

Mia abrió mucho los ojos y los miró con patente curiosidad.

– De acuerdo.

Kristen notó que le ardían las mejillas.

– Reagan, por favor.

Jack le dirigió una mirada reprobatoria.

– Abe tiene razón. Ya has sufrido un accidente este fin de semana. No queremos que acabes herida. -A continuación, siguió a Mia hasta la cocina y los dejó solos.

Abe la miró con expresión convincente.

– Quédate aquí.

A Kristen la frustración le hacía hervir la sangre.

– No me excluyas de esto, por favor. Necesito estar presente.

Abe puso las manos sobre sus hombros y empezó a masajeárselos de forma compulsiva.

– ¿Sabes lo que ocurrirá cuando Jacob Conti descubra que han asesinado a su hijo? -Sus ojos azules centellearon-. ¿Lo sabes, Kristen? Si vienes y aparecen los periodistas, tu rostro cobrará protagonismo, sobre todo si corre el rumor de que Angelo ha sido asesinado por atacarte verbalmente. Conti te culpará, y seguro que no es precisamente la persona que quieres que ande detrás de ti. Por favor, quédate aquí; hazlo por mí.

Su mirada resultaba instigadora, pero al final fue la emoción que transmitía su voz lo que hizo que se diera por vencida.

– De acuerdo, me quedo.

El alivio que sintió Abe fue palpable. La soltó.

– Vendré a buscarte esta tarde.

– A las cuatro.

Él se inclinó y le estampó un beso en los labios que la dejó turbada.

– Llámame si me necesitas.

Kristen suspiró al oír el portazo. Se había acostumbrado a llamarlo cuando lo necesitaba. En un momento de lucidez, las palabras de la cuñada de Abe cobraron sentido. Ruth le había dicho que a él le hacía mucho bien cuidarla. No hacía falta ser psiquiatra para atar cabos. Abe había visto cómo disparaban a su esposa sin poder hacer nada por evitarlo. Él, que trabajaba por mantener el orden público, no había sido capaz de salvar la vida de su mujer.

«Así que se dedica a proteger la mía.» Y aunque la idea la reconfortó, no pudo dejar de preguntarse qué ocurriría cuando la pesadilla tocara a su fin y ya no necesitase su protección. Se llevó los dedos a los labios, aún vibrantes por el efecto del beso.

«Me conformaré con disfrutarlo mientras dure.» Por el momento lo que tenía que hacer era acabar de coser un montón de cortinas.


Domingo, 22 de febrero, 11.30 horas

El lugar marcado con una cruz resultó estar a cincuenta metros de donde el coche de Angelo Conti había chocado con el de Paula García. Muy apropiado. Encontraron una lápida de mármol en la que había inscritos los nombres de la chica y el hijo que gestaba. A Abe se le humedecieron los ojos al contemplarlos; al pensar en Thomas García experimentaba una empatía que a buen seguro los demás no alcanzaban a comprender. En el lugar de la sepultura reinaba un silencio tenso que solo interrumpían las paladas y alguna palabra ocasional de los hombres de Jack.

– Uf. -Mia torció el gesto cuando retiraron la tierra que cubría el rostro de Conti. O, más bien, lo que quedaba de él.

Julia hizo una mueca.

– Esta vez se le ha ido la mano.

El cadáver fue extraído con cuidado de la fosa. Abe le dio la vuelta con suavidad y al hacerlo quedaron expuestos una serie de moretones en la parte baja de la espalda.

– ¿Son de una llave inglesa?

Julia se arrodilló junto a él.

– Es probable. Lo tendré más claro cuando lo limpie.

– Conti golpeó a García con una llave inglesa -explicó Mia-. Esa parte de la historia no se hizo pública.

– Ha vuelto a hacer uso de información privilegiada -masculló Abe-. Perfecto.

Julia observaba el cadáver con una mueca de preocupación.

– Se ha pasado con Conti, Abe. Hacía mucho tiempo que no veía el resultado de una paliza semejante. ¿Sigue espiando a Kristen?

Abe frunció los labios.

– Sí. Y seguimos sin saber por dónde empezar.

Julia se encogió de hombros; su aliento se condensaba por el frío.

– Míralo por el lado bueno. Ha perdido el control. Quizá esta vez no haya sido tan precavido en cuanto a no dejar rastros. -Le hizo una señal con la cabeza a una ayudante, quien de forma muy eficiente colocó el cadáver en una bolsa y cerró la cremallera-. Anoche terminé la autopsia de Skinner. Encontré sangre en los pulmones.

Mia resopló.

– Así que hizo lo que pensábamos.

Julia asintió.

– Esta mañana he sacado fotos de las marcas del cráneo para entregárselas a Jack. Intentará ver si se corresponden con algún modelo concreto del aparato. Skinner tenía las rótulas reventadas, igual que King, y el agujero de bala de la cabeza se lo hicieron después de muerto. -Se quitó los guantes de goma y se colocó otros de piel-. Ah, he conseguido hacer un modelo de escayola de las marcas de estrangulamiento de Ramey. También lo tiene Jack.

– Buen trabajo, Julia -alabó Abe.

– Gracias. Haced el favor de encontrar a ese tipo antes de que me dé más trabajo. Esta noche he quedado con un niño de tres años que no entiende por qué su mamá lo deja plantado para trocear a los muertos. -dijo, y se despidió con un gesto de la mano.

Abe se volvió hacia Mia.

– ¿Tiene un hijo?

– Es una ricura. Su marido la abandonó y desde entonces hace lo imposible por ser una buena madre soltera.

– Qué duro. -Abe miró a Jack; estaba observando cómo Julia daba instrucciones a sus ayudantes para que colocaran el cadáver en la furgoneta del equipo forense-. ¿Y qué tiene que ver Jack en todo eso?

– Nada. -Mia alzó los ojos-. Está sola. -Su semblante se tornó pícaro-. No puedo decir lo mismo de otra persona.

A su pesar, Abe notó que le ardían las mejillas.

– Ya está bien, Mia. Vamos a tomar unas fotos del escenario. Yo… -Lo interrumpió un grito alarmado. Giró sobre sus talones y vio que un hombre de pelo cano empujaba a Julia contra su coche-. Mierda. Es Jacob Conti -dijo, y salió corriendo hacia allí.

Jack fue más rápido. Cuando Abe llegó al coche, seguido de muy cerca por Mia, Jack tiraba de Conti para apartarlo de Julia.

– Quítele las manos de encima -dijo con furia.

Abe los separó.

– Tranquilízate, Jack. -Este dio un paso atrás a pesar de que estaba temblando de rabia. Abe se volvió hacia Conti, quien le clavó una mirada encendida-. Estamos en el escenario del crimen, señor Conti. Me veo obligado a pedirle que se retire.

– Es su hijo, maldita sea.

Se acercó otro hombre, era corpulento y tenía un aspecto amenazador.

Mia sacó el cuaderno.

– ¿Y usted quién es, señor?

– Drake Edwards. Soy el jefe de seguridad del señor Conti. Queremos ver a Angelo.

Mia exhaló un suspiro.

– Pensábamos informarle de la muerte de su hijo en mejores circunstancias, señor Conti. Por ahora creo que es preferible que no lo vea.

Conti cerró los ojos y se encorvó. Drake Edwards le pasó el brazo por los hombros.

– Entonces, ¿es cierto? -masculló Edwards-. ¿Es Angelo?

Mia asintió.

– Sí, señor. Eso creemos.

Conti abrió los ojos como platos.

– ¿Cómo que eso creen? ¿No lo saben seguro? Son… -Abrió más los ojos al asaltarlo la cruda realidad-. Le ha hecho algo en la cara. Por eso no han podido reconocerlo. -Se abalanzó sobre la furgoneta del equipo forense, pero Edwards lo retuvo y le murmuró unas palabras al oído que consiguieron que se esforzara por recobrar la calma. La transmutación resultó fascinante. Un instante después, el señor Conti, sereno, se volvió hacia Julia, todavía pálida, y le preguntó con sangre fría-: ¿Cuándo nos entregarán el cuerpo? Su madre querrá enterrarlo.

– En cuanto terminen el examen forense -le espetó Jack, pero Julia le puso una mano en el hombro.

– Haré lo posible por terminar la investigación cuanto antes, señor Conti -dijo con voz algo trémula-. Lo siento mucho.

Conti asintió con formalidad y se dio media vuelta.

– ¿Cómo se ha enterado? -preguntó Julia, con voz temblorosa-. ¿Cómo sabía que se trataba de Angelo?

Mientras la limusina de Conti se alejaba, Abe captó la presencia de Zoe Richardson y su cámara filmándolo todo. Sin dudarlo ni un segundo, Zoe se le acercó con el micrófono en la mano.

– Menuda pájara -dijo Julia en voz baja.

– Menudo buitre -añadió Abe en tono mordaz.

– Menuda zorra -escupió Jack.

– Dios, qué sangre fría -se maravilló Mia.

Abe avanzó un poco; sabía que tenía que controlar la ira que sentía. Aquella mujer empeoraba las cosas sistemáticamente.

– Señorita Richardson, me veo obligado a pedirle que se marche. Estamos en el escenario de un crimen y no le está permitido permanecer aquí.

Ella hizo oídos sordos.

– Doctora VanderBeck, ¿la ha lastimado el señor Conti?

Julia miró a Richardson tan pasmada como si tuviese tres cabezas.

Mia se plantó delante de la cámara.

– Sin comentarios -respondió-. Váyase ahora mismo, señorita Richardson, o la detendré por interferir en la investigación policial.

– Pero…

– Ahora mismo.

Mia cogió las esposas y el cámara bajó el aparato.

– Vámonos -dijo, mirando a Richardson de reojo.

Ella parecía furiosa.

– No; nos quedamos. Son ustedes quienes no están respetando la Primera Enmienda. La gente tiene derecho a estar informada.

– Te he dicho que nos vamos -insistió el cámara, y Zoe se volvió despacio. La estupefacción afeaba sus rasgos habitualmente perfectos.

– Me parece que se iban -dijo Abe en tono seco.

Richardson se lo quedó mirando con ojos envenenados.

– Por cierto, ¿dónde está Mayhew?

– Fuera de su alcance. Si no quiere tener que entregarme una vez más la cinta, le aconsejo que siga a su compañero.

La chica se marchó dando fuertes pisotones.

– De verdad que odio a esa mujer -dijo Abe.

Julia se alisó el abrigo.

– Lo entiendo perfectamente. Me voy al depósito de cadáveres, allí se está más tranquilo. Te llamaré si descubro algo. -Miró a Jack-. Gracias -dijo en tono suave, y se alejó dejando a Jack ruborizado.

– A lo mejor no está tan sola -susurró Mia con una sonrisita-. Siempre llueve sobre mojado.

Загрузка...