Capítulo 14

Domingo, 22 de febrero, 17.30 horas

La cena del domingo en casa de los Reagan fue como encontrarse en medio de un tornado de los de Kansas. Dos televisores se disputaban la audiencia; el de la sala de estar retransmitía un partido que tenía a todos los hombres refunfuñando; el de la cocina estaba sintonizado en el canal de teletienda QVC, cuyas existencias de collares de perlas casi se habían agotado. En la cocina, la señora Reagan preparaba un puré de patatas y vigilaba el asado. Cada vez que abría un poquito el horno, el olor que invadía la cocina conseguía que a Kristen se le hiciese la boca agua.

– Qué bien huele -dijo.

Estaba sentada junto a Rachel a la mesa de la cocina, donde la hermanita de Reagan había dispuesto en semicírculo un montón de libros y una pequeña grabadora.

– Mamá es la mejor cocinera del mundo. Todos mis amigos lo dicen. -Abrió el cuaderno por una hoja en blanco-. Gracias por acceder a que te haga la entrevista. Mi madre dice que no debería molestarte, que ya tienes bastante con todo lo que está ocurriendo.

– No te preocupes. Después de tantas horas encerrada sola en casa, estaba a punto de volverme loca. -Se oyó un clamor procedente de la sala-. Pensaba que la temporada de fútbol había terminado.

Rachel se echó hacia atrás en la silla para poder ver la sala de estar.

– Así es. Están viendo a la vez un partido de hockey y un derby interuniversitario de baloncesto. El año pasado, para Navidad, Sean le regaló a papá uno de esos televisores de pantalla doble. -Esbozó una pícara sonrisa de adolescente-. A mamá le sentó fatal. ¿Te importa si grabo la entrevista?

– ¿Tú crees que se oirá algo?

– Seguro que sí. Estoy acostumbrada al ruido que suele haber en esta casa y he desarrollado una excelente audición selectiva. -Rachel accionó la grabadora-. Estamos entrevistando a la ayudante del fiscal del Estado Kristen Mayhew. Para empezar, ¿podría decirnos por qué decidió dedicarse a la abogacía?

Kristen abrió la boca y se dispuso a soltar la respuesta habitual, aquella que no se parecía en nada a la verdad. Sin embargo, algo en los ojos azules de Rachel Reagan la disuadió.

– Al principio no pensaba dedicarme a esto -dijo con sinceridad-. Quería estudiar arte. Me dieron una beca. Pero durante el segundo año de la carrera una persona muy cercana fue víctima de una agresión.

Rachel abrió los ojos como platos.

– ¿Quién?

– Prefiero no decirlo. Ella quiere que se mantenga en secreto. La cuestión es que el autor de la agresión no recibió castigo alguno y yo pensé que aquello no era justo.

– ¿Y se hizo abogada para cambiar las cosas?

La expresión vehemente de la chica le llamó la atención. Rachel Reagan le recordaba mucho a sí misma muchos años atrás.

– Me gustaría creerlo así.

Rachel tenía una larga lista de preguntas. Kristen las respondió una a una mientras seguía los movimientos de Becca en la cocina. Le traía recuerdos de su madre; recuerdos agridulces. Becca trabajaba la masa con el rodillo cuando se abrió la puerta trasera y por ella entró un hombre vestido con una sudadera de los Bears y unos vaqueros descoloridos; era tan alto y de piel tan morena como Abe. Le dio un beso cariñoso en la mejilla a Becca, y Kristen supo que se trataba del otro hermano de Abe. Le habían presentado a Sean al llegar, así que aquel tenía que ser…

– ¡Aidan! -Rachel soltó el bolígrafo-. Pensábamos que no vendrías.

Aidan llevaba al hombro una percha con un uniforme de policía.

– He tenido que arreglármelas para que me cambiaran el turno, pero no quería perderme el asado. -Puso la gorra de policía en la cabeza de Rachel y bajó el ala con un tirón para que le cubriera los ojos-. ¿Qué hay de nuevo, pequeñaja?

Rachel se subió la gorra para poder ver.

– Estoy haciendo los deberes.

Aidan se volvió hacia Kristen y esta pudo observar la mirada crítica de sus fríos ojos azules.

– Ya lo veo -dijo-. Tú eres la fiscal Mayhew.

No estaba segura de que lo considerara algo bueno, pero le tendió la mano.

– Me llamo Kristen.

Él se la estrechó.

– Yo soy Aidan. -Entrecerró aquellos ojos tan parecidos a los de Abe-. ¿Qué haces aquí?

– ¡Aidan! -Becca hizo una mueca de desaprobación-. ¿Qué demonios te pasa?

– Lo siento -se disculpó él, pero la tensión de su mandíbula y su expresión desdeñosa dejaban claro que no era así.

– ¡Aidan!

Kristen se volvió instintivamente al oír la voz de Abe. Estaba apostado en el vano de la sala de estar. Verlo le cortó la respiración e hizo aflorar en sus labios el beso que le había dado cuando regresó del lugar en el que Conti estaba enterrado. Aún llevaba el traje, pero se había desanudado la corbata, y la camisa un poco abierta revelaba la anchura de su cuello y dejaba entrever su pecho, poblado de espeso vello.

Abe se acercó a su hermano con una expresión de cautela en los ojos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

Aidan miró a Abe y luego de nuevo a Kristen. La incredulidad se mezclaba con el desdén, y Kristen se preguntó si llevaba tatuada en la frente la frágil relación que mantenía con Abe.

– Ni hablar -soltó Aidan.

Rachel quiso meter baza.

– ¿Ni hablar de qué?

– Cállate, Rachel -atajó Aidan-. Dime que no es cierto, Abe.

Abe lo analizó con serenidad.

– Nunca te habías comportado de forma insolente con un invitado. ¿Qué te ha ocurrido?

– Ah, nada. Es que a mi compañero y a tres policías más del distrito los avisaron ayer de asuntos internos. Parece ser que el fiscal del Estado está interrogando a algunos policías por los asesinatos de esos desgraciados a los que hacía tiempo que deberían habérselos cargado. -Aidan miró a Kristen-. Son buenas personas y buenos profesionales que no harían daño a nadie, ni siquiera a los que no están entre rejas por culpa de ineptos como vosotros. -Kristen estuvo a punto de protestar, pero una mirada de Abe hizo que mantuviera la boca cerrada-. Y encima tienes el valor de traerla aquí -añadió Aidan con desprecio-. Pues yo me voy.

– No se te ocurra moverte -intervino Becca-. Antes de marcharte, discúlpate ante la invitada de Rachel.

Aidan abrió los ojos como platos y se volvió hacia Abe.

– Yo pensaba que…

Abe torció el gesto.

– Esta vez la ha invitado Rachel. -Dejó a Aidan un momento en suspenso y luego añadió-: Pero la próxima vez lo haré yo.

Becca y Rachel se volvieron encantadas hacia Kristen, cuyas mejillas ardían. Ella las soslayó deliberadamente y miró a Aidan.

– Siento que hayan molestado a tus amigos, pero todas las personas relacionadas con esos casos deben dar razón de su paradero las noches de los asesinatos. Están interrogando a todas las personas de la fiscalía, también a mí. Si cuentan con una coartada, los eliminarán de la lista. Si no, tendrán que esperar un poco más. -Levantó las manos y las dejó caer-. Lo siento; de verdad.

Aidan vaciló, luego inclinó la cabeza en un único gesto de asentimiento.

– Muy bien.

– Si lo sentamos fuera, en el porche trasero, ¿puede quedarse a cenar? -preguntó Rachel con ironía.

Aidan la miró con expresión de hastío.

– Devuélveme la gorra, listilla del carajo.

– ¡Aidan! -lo reprendió Becca-. ¡En mi cocina no se dicen palabrotas!

– Vete al salón y dilas con papá -propuso Rachel con una sonrisita.

Por un momento Aidan también sonrió, pero en cuanto cruzó la mirada con Kristen se puso serio.

– Lo siento -dijo con voz queda-. A mi compañero le ha sentado muy mal que lo llamaran de asuntos internos. Todos nos tememos que esto se convierta en una caza de brujas.

– No mientras dependa de mí -prometió Kristen y Aidan frunció los labios para indicar que lo tendría en cuenta.

– Muy bien. -Arqueó una de sus cejas morenas-. Supongo que puedes quedarte.


Domingo, 22 de febrero, 20.00 horas

Abe pensó con orgullo que Kristen se había defendido bien; había sobrevivido a una cena de domingo en casa de los Reagan. La pierna de cerdo formaba parte de la tradición culinaria, y el hecho de que todos se reunieran en la sala de estar a ver una película, como en los viejos tiempos, hizo que notara un nudo en la garganta. Sean se sentó en el sofá y Ruth en el suelo, con el recién nacido en brazos y la espalda apoyada en las piernas de su marido. Tras la muerte de Debra, durante mucho tiempo Abe fue incapaz de ver a Sean y a Ruth juntos. El problema no era solo que ellas se parecían mucho (eran primas, sus madres eran hermanas), lo más difícil de soportar era la felicidad que irradiaban cuando estaban juntos. Sin embargo, al cabo de los años Abe se había acostumbrado al dolor incisivo de la pérdida. Había pasado a formar parte de la cotidianidad. Al ver a Sean y a Ruth juntos le dolía el alma.

Pero aquel día había sido distinto. No estaba solo. Había presentado a Kristen a su familia y ella había encajado bien, como si los conociera de toda la vida. En aquel momento estaba sentada junto a Rachel viendo una comedia de Steve Martin que Sean había alquilado. Desde el canapé, Abe observaba su rostro, relajado por primera vez en cinco días.

Estaba concentrada en la película cuando Rachel le susurró algo al oído. Debía de ser una de sus típicas bromas, irreverentes y divertidas, porque Kristen echó la cabeza atrás y soltó una de aquellas sonoras carcajadas que le atenazaban el estómago. Si hubiese mirado atrás se habría dado cuenta de que no era el único que se sentía así; Ruth, con el rostro desencajado por la sorpresa, torció el cuello para mirarla; sus padres también se volvieron, afligidos.

Abe habría querido congelar la escena y hacer desaparecer a Kristen de la sala antes de que se diera cuenta de la reacción familiar. Pero ya era demasiado tarde. Su sonrisa se disipó como la niebla al salir el sol.

Sus ojos verdes, de nuevo recelosos, se clavaron en los de él.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Dios santo -susurró Ruth, y a continuación agitó la cabeza con desesperación-. Lo siento, Kristen, no querría parecerte grosera; es que… tu risa se parece mucho a la de una persona que ya no está entre nosotros.

Kristen se quedó paralizada, sus ojos fijos en los de Abe.

– ¿Debra?

Había observado en sus ojos temor y valentía, vulnerabilidad y tristeza. Ahora, al deducir por sí misma la respuesta, observaba dolor, un dolor que a Abe se le clavaba en el alma como un cuchillo.

– Kristen…

Ella levantó la mano mientras una sonrisa afloraba a sus labios.

– No importa. -Pero Abe sabía que sí importaba. Se volvió hacia el televisor-. ¿Podrías rebobinar un poco el vídeo, Sean? Nos hemos perdido un par de minutos.

Sean obedeció. Ruth le envió a Abe un mensaje silencioso y sincero de disculpa. La película continuó, pero Steve Martin había dejado de parecerles gracioso.


Domingo, 22 de febrero, 22.00 horas

Abe pasó por delante del coche patrulla y penetró en el camino de la casa de Kristen. La chica había dado las gracias a sus padres por la cena, había felicitado a Sean y a Ruth por su bebé y había cruzado los dedos para desear a Rachel que le pusieran una buena nota por la entrevista. Sin embargo, en cuanto se subió al todoterreno, permaneció en silencio. Abe experimentó durante todo el trayecto una pesadumbre creciente. Casi oía el mecanismo de su cerebro dar vueltas y deseaba con desesperación que dijera algo, cualquier cosa. Al fin, lo hizo.

– No importa, Reagan -dijo. Le dolió que lo llamara por el apellido. No lo miraba a los ojos, tenía la mirada fija en las ventanas de su casa, cubiertas por las nuevas cortinas-. Lo entiendo.

Él le tomó la mano.

– ¿Qué es lo que entiendes?

– Ya había comprendido antes de esta noche que necesitas cuidarme, protegerme porque no pudiste hacerlo con Debra. Pero creo que no me había planteado el hecho de ser una sustituta en otros aspectos. -Tragó saliva y se volvió a mirar por la ventanilla-. Ha sido un pequeño golpe para mi amor propio -añadió con ironía.

– No eres la sustituta de Debra. Mierda, Kristen, mírame.

Ella agitó la cabeza con fuerza y abrió la puerta.

– Gracias, de verdad. Lo he pasado muy bien, tienes una familia estupenda. Llámame mañana si quieres, para seguir con la investigación. Esta noche tengo aquí al agente Truman. Estaré tranquila.

Y de verdad pensaba que lo estaría. Había pasado por momentos mucho peores que aquel. Había cerrado de golpe la puerta del todoterreno con la vaga esperanza de que Abe corriera tras ella, y al ver que no lo hacía no se permitió sentirse decepcionada. Él se alejó por el camino pisando a fondo el acelerador, lo cual iba a provocar las protestas de los vecinos. Entró en la cocina. No pensó que era la primera vez que lo hacía sola en cinco días. Tampoco pensó en el beso que se habían dado junto a la tetera. No pensó en él en absoluto.

Por lo menos, no había sido una completa pérdida de tiempo. Había descubierto que era capaz de tolerar, e incluso de esperar, que un hombre la rodeara con sus fuertes brazos. Podía besarlo sin después vomitar, y hasta podía anhelar sentir el contacto de sus labios en los de ella. No todo era malo.

Depositó el abrigo en la silla de la cocina, vio la tetera y pasó de largo. No creía que le sentase bien un té. Por lo menos aquel tipo ya no podría espiarla a través de las ventanas. Los cristales estaban cubiertos por gruesas cortinas.

Cerró la puerta del dormitorio y no pensó más en Abe Reagan.

Sin embargo, fue su nombre el que pronunció cuando en plena noche una mano le cubrió la boca y, ahogando su grito, tiró de ella hasta aferrarla de espaldas contra una figura alta y robusta. Ella forcejeó con ímpetu, le clavó las uñas y las arrastró por su piel. Oyó un grito entrecortado y la mano que le cubría la boca la soltó, pero al instante un brazo férreo la sujetó por el pecho y la inmovilizó. Volvió a chillar, empezó a dar patadas y topó con el talón contra algo duro. Entonces se quedó paralizada. El frío y duro metal le rozaba la sien. «Voy a morir.»

Unos labios se acercaron a su oído y tragó bilis.

– Mejor así -dijo una voz áspera-. Ahora, dime, ¿quién es?


Domingo, 22 de febrero, 22.05 horas

«Tenía derecho a sentirse herida», pensó Abe al alejarse por el camino de su casa. Una mujer lista como Kristen ataba cabos muy rápidamente; por desgracia aquella vez el resultado no había sido muy agradable. «No es una sustituta de Debra. No lo es.» Pensó en cómo debía de sentirse al entrar sola en casa; completamente sola. Tendría que haberla acompañado y mirar dentro del armario. Pero Charlie Truman estaba allí y, si hubiese entrado alguien, lo habría visto.

De pronto, Abe se quedó paralizado mientras los pelillos de la nuca se le erizaban. Truman estaba allí, ¿verdad? Había visto el coche patrulla, pero ¿había visto a Truman?

El pánico le atenazó la garganta y dio media vuelta en plena carretera. Un coche le pitó, pero Abe ya ascendía por el camino de entrada a la casa de Kristen. Dio un frenazo junto al coche patrulla y se bajó de un salto para mirar por la ventanilla. El interior del coche estaba oscuro y vacío. Accionó el tirador para abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Truman se había marchado.

«Kristen.»

«Maldita sea.» Abe subió corriendo por el camino, resbalando por culpa del hielo. Se cayó, pero se puso en pie de inmediato y siguió corriendo. La puerta de la cocina estaba cerrada con llave. La emprendió a puñetazos.

– ¡Kristen!

Bordeó la casa hasta la parte trasera. La puerta del sótano no era tan resistente y podría echarla abajo. Se abalanzó contra esta una y otra vez hasta que la estructura cedió y se encontró dentro. Subió las escaleras de cuatro en cuatro e irrumpió en el dormitorio empuñando el arma; el corazón se le salía por la boca.

Ella estaba arrodillada en el suelo, cabizbaja, jadeante; tenía en la mano el teléfono inalámbrico de la mesilla. Él se apoyó sobre una rodilla y le levantó la barbilla. Tenía los ojos muy abiertos y vidriosos.

Se lo quedó mirando y luego bajó la vista al teléfono que sujetaba en la mano; el móvil de Abe empezó a vibrar en su bolsillo.

– Te estaba llamando -dijo ella en un tono distante que le resultaba desconocido-. Acaba de escaparse, por la ventana.

Abe se asomó a tiempo de ver una figura vestida de negro que destacaba sobre el blanco de la nieve que cubría el patio. El hombre puso una mano en la valla y la saltó como si se hallara en mitad de una carrera.

– Mierda -gruñó Abe.

Si se hubiese quedado fuera lo habría atrapado. Sin embargo, también cabía la posibilidad de que el hecho de irrumpir en la casa fuera lo que había ahuyentado a aquel hijo de puta. Se volvió y vio a Kristen luchando por ponerse en pie. En dos zancadas estuvo a su lado, la ayudó a levantarse y la abrazó. Se sentó en la cama sin soltarla; notaba el temblor de su cuerpo. Ella se refugió en sus brazos, con las manos asía las solapas de su abrigo. Respiraba deprisa, muy deprisa, y él la meció suavemente.

– No te preocupes. Estoy aquí contigo. -La mecía mientras con la mejilla apoyada en su cabeza ejercía una ligera presión. «Dios mío. Dios mío. He llegado a tiempo.» Exhaló un suspiro y se dio cuenta de que su respiración era casi tan irregular como la de ella. Rebuscó en el bolsillo el teléfono móvil y se dispuso a dar el aviso.

– El agente Truman ha desaparecido.

La operadora le respondió con voz calmada.

– El agente Truman ha llamado hace diez minutos para informar de que tenía que interrumpir el servicio. Una joven se acercó al coche y le dijo que su abuelo se había caído y estaba inconsciente en el patio de su casa, así que fue a ayudarla. ¿Qué ha ocurrido, detective?

– La mujer a la que tenía que proteger ha sido atacada en su propio dormitorio -masculló Abe-. Avíselo para que regrese inmediatamente.

Colgó y llamó a Mia. Esta contestó a la primera.

– ¿Qué ha pasado?

– Han atacado a Kristen.

Oía los pasos de Mia y el ruido de cajones que se abrían y cerraban.

– ¿Está bien?

– No lo sé. Llama a Jack. Quiero que venga una unidad de la policía científica cuanto antes. Yo llamaré a Spinnelli.

– De acuerdo. ¿Dónde está el agente que le ha sido asignado esta noche?

– Ha tenido que atender a otra persona. Enseguida estará de vuelta. Ven en cuanto puedas.

Colgó y, con la mano temblorosa, lanzó el teléfono móvil sobre la cama. Kristen no había pronunciado palabra desde que la había ayudado a levantarse.

– Kristen, Kristen, cariño, tienes que concentrarte. Escúchame, cielo. ¿Te ha hecho daño?

Ella negó, con la cabeza apretada contra su pecho, y respiró aliviada. Empezaba a eliminar la tensión. Su corazón recuperaba poco a poco el latido normal.

– Muy bien. ¿Te ha dicho algo?

Ella asintió.

– ¿El qué, cariño? ¿Qué te ha dicho?

Murmuró una respuesta que su abrigo ahogó. Él la echó hacia atrás con suavidad y ella trató valientemente de controlar la respiración.

– ¿Quién… es?

«Mierda.»

– ¿Quería saber quién es el asesino?

Ella asintió y cerró los ojos.

– Tenía… una pistola. Estaba muy fría. Me… la ha puesto… en la cabeza… y me ha dicho… que me dispararía… -Se estremeció y se aferró de nuevo a su abrigo-. Me ha dicho… que me volaría la cabeza. Y que… sabía que recibía cartas, así que… tenía que… conocerlo. Insinuó que… yo le pagaba.

Abe soltó una sarta de reniegos referentes a Zoe Richardson, y Kristen, por inverosímil que resultara, sonrió.

– Qué… caballerosidad -dijo mientras se sorbía la nariz.

Abe volvió a estrecharla en sus brazos, la abrazaba con fuerza.

– ¿Qué más te ha dicho?

– Me ha dicho que, si no lo sabía… más me valía que lo descubriera; si no… algunas personas cercanas morirán.

En la distancia sonó una sirena que se hacía más audible a cada segundo. Abe la ayudó a sentarse en la cama.

– Tengo que echar un vistazo alrededor de la casa. A lo mejor ha perdido algo al entrar o al salir.

– Pero no lo crees.

– No. Quédate aquí. Enseguida vuelvo.

– Abe.

Se volvió desde el vano de la puerta y la vio con la vista clavada en las manos; aún respiraba de forma entrecortada.

– Envía a uno de los… ayudantes de Jack… para que… me examine las uñas. -Levantó la cabeza, su boca describía un gesto de satisfacción-. Le he arañado la cara.

Abe esbozó una grave sonrisa.

– Esa es mi chica.


Lunes, 23 de febrero, 00.30 horas

Todo había terminado. La policía, incluso la científica, se había marchado. Los únicos que quedaban en la casa eran Abe Reagan y ella. Estaban en la sala, el uno frente al otro. Abe le tendió la mano, ella se acercó y la estrechó en sus brazos.

– ¿Cómo es que has vuelto? -le preguntó con la mejilla apoyada en su pecho.

En un abrir y cerrar de ojos, la cogió en brazos y se sentó en el sofá con ella en el regazo como si fuese un bebé. Ni siquiera se le ocurrió protestar.

Le extrajo las horquillas del pelo con movimientos rápidos y eficientes y ella suspiró mientras desaparecía la presión de la cabeza y sus rizos se liberaban.

– Me he acordado de que no había visto a Truman en el coche patrulla. -Se encogió de hombros-. Y lo he sabido.

– Gracias. -Esbozó una sonrisa ladeada-. O yo soy muy buena interpretando el papel de dama en apuros o tú eres muy bueno haciendo de caballero andante.

Él le masajeó la cabeza con la palma de su gran mano.

– ¿Una cosa excluye la otra?

Ella cerró los ojos y se limitó a disfrutar de la sensación que le producía el contacto de su mano.

– No. Te he vuelto a llamar.

– Antes de llamar al teléfono de emergencias -observó él con severidad.

Ella sonrió.

– Supongo que sí. Estaba segura de que vendrías. -Suspiró-. Gracias; por protegerme.

Él guardó silencio durante un rato.

– Has estado de suerte esta noche.

Kristen no tenía ganas de pensar en ello.

– ¿Se ha metido en un lío el agente Truman?

Abe negó con la cabeza y Kristen respiró aliviada. El agente Truman parecía tan apurado como ella cuando regresó unos minutos después de que Reagan echara la puerta abajo para salvarla.

– No. Ha hecho lo correcto. ¿Cómo iba a saber que lo estaban engañando para alejarlo de ti? La chica que se acercó al coche parecía de verdad desesperada.

– ¿Quién es?

– Truman facilitará una descripción a los dibujantes, pero no tengo claro que sirva de mucho. Ni siquiera estaba seguro de que fuera una adolescente. Le dijo que su abuelo había sacado a pasear al perro, que hacía un rato que se había dado cuenta de que no había vuelto, y que lo había encontrado boca abajo en la nieve, inconsciente. Achacó a su edad el hecho de que no hubiera llamado al teléfono de emergencias. Por supuesto, no había ningún anciano.

– ¿Por qué no se fue en coche a la casa de la chica?

– Ella le dijo que era más rápido cruzar por los patios, que su casa no estaba lejos. Estaba llorando, histérica. Y entonces desapareció. Se esfumó en cuanto él se dio la vuelta para buscar al hombre. Para cuando se dio cuenta de que le habían tendido una trampa, yo ya estaba aquí.

Kristen frotó la mejilla contra la almidonada camisa de algodón y él volvió a ahondar en sus rizos y a masajearle la nuca. Notaba cómo la tensión desaparecía poco a poco.

– Bueno, todo ha terminado y los dos estamos bien. Menudo día.

Él relajó la mano y le sostuvo en ella la cabeza.

– Kristen, lo siento.

Ella abrió los ojos y lo encontró mirándola con expresión afligida.

– ¿Por qué?

– Porque he hecho que te sintieras incómoda en presencia de mi familia. Sí, te ríes igual que Debra. Pero te juro que no eres la sustituta de mi difunta esposa.

Ella lo observó, notó los brazos fuertes que la rodeaban. Recordó cómo se había sentido al oírlo entrar dando fuertes pisadas en el sótano. Había vuelto.

– No importa.

Él la miró con los ojos muy abiertos.

– ¿De verdad?

Ella asintió.

– Abe, has acudido siempre que te he llamado. Me haces sentir cosas que nunca pensé que llegaría a sentir. Y te lo agradezco mucho. En realidad, el hecho de que me parezca a Debra no es tan importante. -Entrecerró los ojos-. Pero si me pides que me ponga su ropa o que me peine igual que ella me parecerá raro.

Él soltó una risita.

– Parecerías una niña jugando a ser mayor. Medía un metro setenta.

Kristen volvió a apoyar la cabeza en el hombro de Abe y notó que, a modo de respuesta, él la estrechaba entre sus brazos.

– Me cae bien tu familia. Incluso Aidan.

Él soltó un ligero bufido.

– A veces es un imbécil integral.

– Tú no.

Abe se apartó un poco para mirarla a los ojos.

– ¿Cómo dices?

– Tú no te pusiste histérico cuando viste que había incluido nombres de policías en la lista de sospechosos, ¿verdad?

Le tiró de un rizo.

– Haz el favor de callarte o te quedas sin masaje.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿Vas a darme un masaje?

– Me lo estoy pensando. Sigues estando más tensa que la piel de un tambor.

Ella lo miró fijamente; se imaginó que le acariciaba los hombros, la espalda. Se derretía. En cambio, cuando imaginó que le acariciaba otra zona…, se le puso un nudo en el estómago.

– Confío en ti, lo sabes, ¿verdad?

Los ojos de Abe ardían al pensar en lo que ella no había dicho.

– Lo sé. Me mata, pero lo sé. Solo será un masaje, nada más. Pero quiero algo a cambio.

Ella hizo una mueca de recelo.

– ¿El qué?

– Que me hables de tu familia. Yo ya te he presentado a la mía, incluido al idiota de mi hermano. Ahora te toca a ti.

Kristen suspiró. No era lo mismo, ni de lejos. Pero, de nuevo, bien mirado, no importaba tanto. Se crió en un rancho de Kansas, a más de cien kilómetros de distancia del semáforo más próximo.

– Solo éramos dos hermanas, Kara y yo.

– Ya me explicaste que tu hermana murió en un accidente de tráfico.

A Kristen la invadió aquel conocido sentimiento de pérdida; parecía que hubiese ocurrido el día anterior y no quince años atrás.

– Yo tenía dieciséis años, ella dieciocho. -Hizo una pausa para encontrar la palabra adecuada-. En nuestra casa se respiraba mucha rigidez. A mi padre le gustaban las normas; a Kara, no. Cuando cumplió dieciocho años, se fue de viaje con unos amigos. Se dirigieron a Topeka, un hervidero de pecado.

Abe sonrió y ella le devolvió el gesto con tristeza.

– Después de haber vivido en una pequeña granja rodeada de campos de trigo por todas partes, Topeka le parecía el no va más. Supongo que Kara empezó a salir de fiesta. En fin; mis padres recibieron una llamada de la policía en plena noche. Kara había muerto.

El semblante de Abe se había tornado serio.

– Lo siento.

– Yo también lo sentí. Por varios motivos. Quería a mi hermana y la echaba de menos. De hecho, todavía la añoro. Pero mis padres también cambiaron al perderla. Mi padre se volvió más estricto y mamá se deprimió. Antes, ella atemperaba la rigidez de él. Pero al morir Kara quedó sumida en una especie de… Yo qué sé. En la oscuridad. Nunca volvió a ser la misma.

– Supongo que le reprochabas que no se preocupara de ti lo bastante.

Kristen lo pensó un momento.

– Supongo que sí. Me subía por las paredes. Además, mi padre tomó enérgicas medidas con respecto a mí. Cualquiera habría pensado que era una chica díscola. Solo me dejaba salir de casa para ir al colegio. Me perdía todos los partidos de fútbol, los bailes, todo. Pero en el instituto topé con un profesor de arte que me ayudó a conseguir la beca para Florencia y me puso en contacto con una familia de allí. Incluso le pidió permiso a mi padre para que me dejara ir.

– Y dijo que no.

Kristen se lo quedó mirando. No le había quitado ojo de encima.

– Dijo que no. -Se encogió de hombros-. Así que le desobedecí y me fui de todas formas. Tenía dieciocho años y contaba con el dinero que había ganado trabajando de canguro antes de que Kara muriera. Además, Kara tenía algunos ahorros. Sabía que habría querido que yo me quedara el dinero; lo cogí y compré un billete de avión para Italia. Solo de ida. Sabía que un día u otro tendría que volver a casa, pero en aquel momento no me lo planteé.

– No te imagino improvisando -dijo Abe en tono quedo.

Kristen pensó en la persona que había sido de joven.

– La gente cambia con el tiempo. De todas formas, volví de Italia y me matriculé en la universidad. Mi padre no había cambiado nada, así que… me marché de casa. -Todo aquello solo era verdad a medias, pero de momento no podía o no quería contarle nada más. Tal vez no lo hiciera nunca.

Él escrutó su rostro y ella supo que él era consciente de que no le había contado toda la historia; sin embargo, no insistió.

– Me dijiste que tu padre todavía vive. ¿Cuándo lo viste por última vez?

– El mes pasado.

Abe la miró sorprendido.

– ¿El mes pasado?

– Sí. Mi madre está en una residencia. -Se le puso un nudo en la garganta-. Tiene Alzheimer en un estado muy avanzado. Hace tres años que no me reconoce, pero una vez al mes cojo el avión para ir a Kansas a visitarla. Mi padre estaba con ella la última vez. Los domingos no suele ir, pero mi madre había pasado mala noche y lo habían avisado. En cuanto yo llegué, él se marchó, así que puedo decir que lo vi aunque no cruzamos palabra.

– Lo siento.

– Yo también. Es muy duro ver a mi madre así. Anoche me deleité contemplando a la tuya. Antes de que muriera Kara, a mi madre le encantaba la cocina; en cambio, después de su muerte estaba demasiado deprimida para hacer nada. Ahora su vida consiste en permanecer allí tumbada, consumiéndose. Es como si me hubiese quedado sin madre a los dieciséis años.

Él guardó silencio un momento.

– Solía visitar a Debra y hablar y hablar sin saber si podía oír algo de lo que le decía.

Kristen apoyó la frente en el pecho de él.

– A veces -dijo con desaliento- deseo que mi madre se muera, y luego me siento tan culpable…

Su pecho se hinchó y se deshinchó.

– Sí, a mí me ocurría lo mismo. Y también me sentía culpable.

– El viernes por la noche me dijiste que se había pasado cinco años en coma. -Cinco años era demasiado tiempo para soportar la postración de una persona amada.

– No estaba en coma. Estaba en estado vegetativo persistente. Es distinto. A Debra le diagnosticaron muerte cerebral en el momento en que ingresó en urgencias.

Kristen vaciló, luego soltó lo que pensaba.

– ¿En algún momento te planteaste desconectarla?

El pecho macizo de Abe volvió a hincharse y a deshincharse.

– Cada vez que la veía o pensaba en ella. Pero no fui capaz. No lo logré mientras permaneció con vida. Pero sus padres querían que lo hiciera.

Kristen abrió los ojos como platos.

– Yo creía que los padres eran los que siempre querían seguir adelante.

– Los de Debra no. -Su rostro se ensombreció-. Su padre había interpuesto una querella para solicitar la custodia cuando ella murió. Decían que ella no habría querido continuar así, y yo sabía que tenían razón, pero al menos estaba viva.

– Y mientras hay vida hay esperanza.

– Sí. Entonces la madre de Debra sufrió un ataque al corazón. Su padre dijo que el hecho de ver a su hija así año tras año la estaba matando. Estaba desesperado. Yo no sabía qué hacer, pero no podía acceder a lo que me pedía. Solicitó la custodia un mes antes de que Debra muriera de una infección. Sus padres y yo no mantenemos una relación lo que se dice cordial.

– Me lo imagino.

Él suspiró.

– Debra y Ruth eran primas. Por eso nos conocimos. Sean y Ruth me prepararon una cita a ciegas.

Kristen pensó que, por algún motivo, aquel detalle era importante y rebuscó en su cabeza para atar cabos. Al lograrlo, asintió.

– De eso es de lo que hablaba Ruth la otra noche, cuando vino a casa. Su madre había invitado a los padres de Debra al bautizo.

Abe sonrió con tristeza.

– Muy bien. Si además se te ocurre qué se supone que tengo que decirles cuando los vea, quedaré realmente impresionado. Pero por esta noche ya está bien de angustia. -Se puso en pie y dejó que su cuerpo se deslizara contra el suyo hasta que sus pies también tocaron al suelo. Le estampó los labios en la frente y los mantuvo allí durante tres fuertes latidos de su corazón. A continuación la empujó con suavidad hacia el dormitorio-. Un masaje, y luego me acostaré en el sofá y dormiré fatal.

– ¿No es cómodo?

– Sí -respondió con cómico pesar mientras avanzaba tras ella-. Pero yo no me sentiré cómodo.

Ella se detuvo en seco, tenía todo el cuerpo tenso. Él se acercó y el calor que desprendía le abrasó la espalda.

– Lo siento.

De verdad lo sentía. Y él también iba a sentirlo cuando por fin llegara el momento.

Le retiró los rizos de la nuca y le rozó la piel con los labios. Ella se estremeció.

– No lo sientas -susurró-. Hablaba en serio. Iremos poco a poco. Eso es lo que haremos.

Ella hizo acopio de valor.

– No… te gustará.

Notaba su cálido aliento en la piel.

– Yo creo que sí, pero no te preocupes ahora por eso. De momento, voy a deshacerte esos nudos de la espalda y dormirás como un bebé. -Le dio otro suave empujoncito-. Te doy mi palabra.

Kristen se detuvo junto a la cama. Empezó a quitarse la blusa, vacilante. Se sentía ridícula. Por el amor de Dios, tenía treinta y un años.

– Ponte como te sientas más cómoda -murmuró él-. Has dicho que confiabas en mí.

Ella dio un hondo suspiro y se tendió boca abajo, con la ropa puesta.

– Sí. -«Más de lo que nunca he confiado en ningún hombre.»

– Apártate un poco -dijo él, y se sentó junto a su cadera-. Tengo que confesarte una cosa. Aprendí a dar masajes por Debra. Evitaban que se le atrofiaran los músculos y el hospital no tenía personal suficiente para dárselos con la frecuencia necesaria.

Cuando puso las manos en su cuerpo, ella se tensó, pero él no dijo nada; se limitó a masajearle los músculos con metódica destreza hasta que Kristen empezó a relajarse.

– Mmm, se te da muy bien.

Él permaneció en silencio; siguió masajeándole los músculos de ambos lados de la columna y ella suspiró. Se preguntaba qué sentiría si sus manos le rozaran directamente la piel.

Abe detuvo los movimientos.

– Me parece que te gustaría bastante más -susurró con voz cálida y queda-. Quítate la blusa. -Había vuelto a pensar en voz alta. Debería asustarse de que aquel hombre fuera capaz de hacer aflorar sus pensamientos, pero no era así como se sentía-. Date la vuelta.

Ella se despojó de la blusa y vaciló con el sujetador. No, el sujetador no. Volvió a colocarse boca abajo.

– Vale.

Aguardó expectante el primer contacto de sus manos en la piel desnuda. Contuvo la respiración cuando la tocó y luego exhaló un largo suspiro. Tenía razón, le gustaba bastante más.

– Tienes una espalda muy bonita -dijo bajito.

Ella sintió un escalofrío. Muy fuerte.

– ¿Tienes frío?

– No. -Ni por asomo. Sentía calidez allá donde la tocaba, y donde no lo hacía. Notaba los pechos turgentes y sensibilizados, ocultos por el sencillo sujetador de algodón, y el pulso le latía entre las piernas con una presión casi dolorosa. Arqueó la espalda y apretó la pelvis contra el colchón.

Él hizo una pausa.

– ¿Te he hecho daño?

– No. -Por lo menos, no de la forma a la que él se refería. Las punzadas que sentía no eran de dolor sino más bien de anhelo. Un anhelo que solo él podía satisfacer. «Estoy deseando que me acaricie.»

Abe se detuvo en seco. Sabía que Kristen no tenía intención de que oyera aquella frase, pero la había oído. Deseaba que la acariciara, en aquel lugar y en aquel momento; apenas era capaz de pensar en otra cosa. Sin embargo, le había prometido que solo iba a darle un masaje; nada más. A pesar de que vislumbraba la sugerente turgencia de sus senos; a pesar de que su espalda describía una atractiva curva a la altura de la cinturilla de los pantalones de lana; a pesar de que en aquel preciso momento él se sentía más erecto y preparado de lo que jamás se habría imaginado.

Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad, cogió el edredón que cubría los pies de la cama y la tapó. Estaba casi dormida, en cambio él estaba seguro de que apenas iba a pegar ojo en toda la noche. Se puso en pie. Observó su respiración profunda y regular. Notó la forma en que sus oscuras pestañas descansaban en su claro rostro, como abanicos. Se inclinó y la besó en la mejilla.

– Que descanses -susurró. Se incorporó despacio, pero de pronto ella lo aferró por la muñeca con una fuerza asombrosa.

Se puso de lado para mirarlo con sus intensos ojos verdes.

– No te vayas.

Él bajó sus arrolladores ojos azules y los posó en sus pechos mientras en silencio se lamentaba de que aquel sujetador blanco los ocultara. Tenía que alejarse de allí, al instante.

Sacudió la cabeza.

– Dormiré en el suelo, ahí fuera. No te ocurrirá nada.

– No te vayas. -Lo aferró con más fuerza-. Por favor.

– Kristen… -Suspiró y le levantó los dedos con suavidad para que lo desasiera-. Necesitas dormir. Y yo no puedo quedarme aquí. Te he hecho una promesa.

– Ya lo sé. -Se cogió a su camisa, se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Con la mano libre tomó la de él y se la llevó a los labios.

Él no pudo ahogar un gemido.

– Kristen, deja que me vaya ahora.

– No. -Le puso la mano sobre su corazón palpitante-. Tú no lo entiendes… Nunca pensé que sentiría algo así. -Sus ojos no reflejaban miedo ni preocupación ni dolor. Al revés; su mirada era viva y cautivadora. Irresistible. Sin apartarla de la de él, le desplazó la mano poco a poco hasta que esta cubrió el tejido de algodón. Y, posando encima la suya, hizo presión sobre los dedos para que rodeara con ellos su pecho-. Eres tú -susurró, tan bajito que él apenas lo oyó. Ella le soltó la mano y apoyó la suya en el regazo mientras cerraba los ojos.

Y Dios acudió en su ayuda; no podía negarse. Despacio, se tumbó de espaldas en la cama y la invitó a unirse a él mientras su mano la exploraba ya con total libertad y el pulgar palpaba el erecto pezón que el tejido de algodón blanco no podía ocultar.

– Eres preciosa -susurró, y se inclinó para besarla.

Ella levantó la mano y le acarició el pelo que le cubría la nuca, así que él la besó con más pasión y la oyó gemir. Desplazó la mano al otro pecho y ella arqueó la espalda para unir su cuerpo al de él. Su gracia fluía y contagiaba inocencia y él en aquel momento estuvo seguro de que, fuera cual fuese su pasado, fuera lo que fuese lo que le impedía comportarse de la forma impulsiva y espontánea de su adolescencia y la había convertido en la mujer cautelosa que había conocido cinco días atrás, lo que en aquel momento sentía era totalmente nuevo. Inclinó la cabeza sobre su pecho y lo besó a través del sujetador; su gemido le hizo sentirse orgulloso, como si acabase de hacer algo realmente importante. Y tal vez fuera así.

Ella le bajó la cabeza y él abrió la boca y lamió ligeramente el duro pezón deseando que nada separara la lengua de su piel. Entonces ella le soltó la cabeza y tiró de la prenda de algodón hasta que dejó de estar allí. Él atrajo el pezón dentro de su boca y lo succionó.

Ella, entre gemidos, pronunció su nombre. Y el violento latido de su corazón estalló. La deseaba. Deseaba desnudarla, notar que lo asía con su cuerpo. Quería notarla tensa y luego convulsa, y que de sus labios brotara su nombre. Antes de que adquiriera conciencia de sus intenciones, ya había deslizado la mano hacia abajo y sus dedos buscaban algo, lo palpaban, empujaban.

Un pequeño gemido sobresaltado lo sorprendió; bajó la cabeza. El pánico y el desconcierto se mezclaban con la pasión de su mirada.

– Chis -siseó él-. Es solo la mano. Ya paro.

Ella entrecerró los ojos y volvió a cogerle la mano evitando así que cumpliera lo dicho.

– No, ni se te ocurra.

Él hizo una mueca. Ella había tomado las riendas. Bien hecho.

– Como usted quiera, señorita.

– No me llames «señorita». -A continuación, cerró los ojos y frunció los labios. Retiró la mano que cubría la de él y se aferró al edredón. Su gesto tenso y su expresión de esfuerzo lo hicieron sonreír. Le frotó el pubis con la base de la mano y observó cómo le cambiaba el semblante, su gesto se suavizó y el placer disipó el ceño. Estaba muy guapa de aquella manera, descubriendo su propia capacidad de apasionarse. Le acarició la entrepierna de los pantalones, en silencio, y le hizo saber lo bien que podía llegar a sentirse. De pronto, ella abrió los ojos como platos y Abe vio en ellos asombro y apremio.

– No pares -susurró.

Él apretó los dientes mientras luchaba contra el repentino impulso de su propio cuerpo. No, ahora no. «Le toca a Kristen.»

– No lo haré. -Y no lo hizo.

Ella empezó a mover las caderas y se frotó contra su mano entre sonoros jadeos. Se asió al colchón para poder empujar con más fuerza y entonces su cuerpo se paralizó. Soltó la colcha y entrelazó la mano con la de él haciendo mucha fuerza. Y en aquel instante Abe supo que no había visto nunca nada más sexy que a Kristen alcanzando el clímax. Se dejó caer en la cama, aún jadeante. A él le dolía el miembro, la erección pujaba por aliviarse. Sin embargo, la intensidad de su propia necesidad no tenía punto de comparación con la de la mirada de los ojos de Kristen cuando cerró los párpados.

– Lo he logrado. -El susurro denotaba asombro-. Lo he logrado.

Él no pudo por menos que sonreír a pesar de las punzadas que notaba en la ingle.

– Sí, lo has logrado.

– Gracias. -La palabra contenía más que simple gratitud. Se trataba de un hito en su vida y él había gozado del privilegio de compartirlo. No podía sino albergar la esperanza de que muy pronto llegara otro, un poco más ambicioso. No estaba seguro de que su organismo le permitiera contemplarla de nuevo sin participar de forma más activa.

Le subió el sujetador para cubrirle los pechos y le apartó los rizos alborotados de la cara.

– Ha sido un placer.

En aquel momento ella dio un grito ahogado.

– Tú no…

Él le estampó un beso en los labios.

– Yo no, pero no importa.

Ella se mordió el labio.

– Lo siento.

Él puso un dedo en sus labios.

– No digas nada. Estoy bien.

– Abe… -Los ojos se le llenaron de lágrimas y su respiración se tornó sollozante-. Lo siento. Yo…

– Chis. -Él la rodeó con los brazos y se la sentó en el regazo por segunda vez aquella noche. En el fondo se esperaba aquella respuesta, pero las lágrimas le resultaban desgarradoras. Apretó la mejilla de ella contra su pecho y observó en sus hombros un movimiento convulsivo.

– Tenía mucho miedo.

Él la besó en la coronilla.

– ¿De mí?

Ella meneó la cabeza.

– No, de ti no. De que yo nunca… -Levantó un hombro-. Ya sabes.

Lo sabía y maldijo en silencio a aquel que le había hecho perder la confianza en su propio cuerpo, a aquel que le había hecho tanto daño que la había obligado a anular a la persona que un día había sido.

Decir que le había hecho daño era un eufemismo patético. Él era policía y había visto de todo, aun así le costaba pronunciar la palabra que ella nunca podría olvidar. La habían violado. Se obligó a pensar en la palabra y a mantenerse sereno cuando de lo que en realidad tenía ganas era de averiguar quién lo había hecho y arrancarle las entrañas con sus propias manos, y por un instante sintió respeto y gratitud al pensar en el asesino que había erradicado a un violador del planeta. Aquel sentimiento no era bueno, pero no podía prometer que si en aquel momento hubiese sabido quién le había hecho daño a la mujer que tenía en sus brazos no se habría cobrado venganza cometiendo un crimen a sangre fría.

– ¿Quieres que hablemos de eso ahora? -le preguntó con voz queda, y ella se puso en tensión.

Volvió a sacudir la cabeza, esta vez con mayor vehemencia.

– No, ahora no, ahora no.

Abe la abrazó fuerte.

– Pues duerme.


Lunes, 23 de febrero, 1.30 horas

Con Angelo Conti había perdido el control. Aquello no podía volver a pasar; no debía volver a pasar. No es que aquel salvaje no se lo mereciera; se merecía aquello y mucho más. Pero era peligroso. Había dejado rastros en el cuerpo de Conti, estaba seguro. Sin embargo, aparte de introducir al hombre en un barreño de lejía, no se le ocurría qué más podía hacer para arreglar aquel desaguisado. Lo hecho, hecho estaba.

«Podría haberme limitado a enterrarlo y dejar que su familia lo buscara», pensó. Pero aquello le habría impedido disfrutar del punto final. Todo el mundo sabía que Conti había sido castigado por los crímenes que había cometido contra Paula García, contra el hijo que esperaba, contra el sistema judicial estadounidense y, por último pero no por ello menos importante, contra Kristen Mayhew. Tal vez ahora la escoria que desfilaba ante ella en los tribunales lo pensaría dos veces antes de difamarla.

Se removió en la cubierta de hormigón, tratando de encontrar una postura cómoda. Había tenido que buscar otro tejado. ¿Quién podía imaginarse que la policía utilizaría el coche de Skinner para localizar el anterior? Los detectives le merecían respeto. Mitchell y Reagan no eran tontos, sobre todo Reagan. Torció un poco el gesto al pensar en cómo había rescatado a Kristen de los bestias que la habían obligado a salirse de la carretera. Y Kristen se había arrojado en sus brazos como si lo conociera de toda la vida y no de hacía solo unos pocos días.

Esperaba de veras que Reagan no fuera del tipo de hombres que se aprovechan de las circunstancias. Si cometía una insensatez y lo intentaba, descubriría que Kristen tenía poderosos aliados en lugares ocultos.

Ajá, por fin. Pensaba que nunca daría con aquel blanco. Tras el pequeño rodeo de Conti, había vuelto a meter la mano en la pecera para elegir el siguiente. El objetivo de aquella noche había resultado muy fácil de engañar. Había encontrado a Arthur Monroe en un bar y se había ganado su confianza invitándolo a una cerveza. Luego casi lo había hecho babear al hablarle de un alijo de cocaína pura y le había ofrecido parte de la droga si accedía a encontrarse con él en aquel lugar. El truco había funcionado bien otras veces, excepto con Skinner, para quien había tenido que idear otro tipo de cebo. A él le había prometido proporcionarle información para desacreditar a una víctima que acusaba a uno de sus clientes de acoso sexual. Sus labios se curvaron hacia abajo con expresión disgustada. El asesinato de Skinner había sido una de sus mayores contribuciones al bienestar de la humanidad.

Pero aquella noche se trataba de Arthur Monroe, un hombre que había justificado el flagrante hecho de abusar sexualmente de la hija de su novia alegando que la pequeña de cinco años lo había tentado y que él no había podido evitarlo, que solo lo había hecho una vez. Kristen había presionado para que el juicio se celebrara, pero la madre no quiso que la niña declarara. Apretó los dientes mientras apuntaba al blanco. La mayor parte de las veces los padres se negaban a que sus hijos testificaran para evitar que salieran en los medios de comunicación y protegerlos de traumas posteriores. La madre de aquella niña no quería que su novio fuera a la cárcel. Y, para sorpresa de Kristen, en aquel caso el juez se puso de parte del hombre.

Para entonces ya la conocía y recordaba aquel día muy bien. Estaba destrozada. Había elaborado un alegato de contenido repugnante. Sin embargo el juez, increíblemente, resolvió que la conducta del novio pederasta era culpa del trato que había recibido de la sociedad, rechazó el alegato y dictó para Monroe libertad condicional y asistencia sociopsicológica.

Libertad condicional. Después de acosar a una niña de cinco años. Sonrió con tristeza mientras seguía al hombre que, en aquel momento, cruzaba la calle. Ahora se ocuparía del novio. Quizá la vez siguiente extrajera de la pecera el nombre de un juez. Puesto que en la pecera también había jueces que aguardaban junto con los demás.

Inclinó un poco el objetivo y captó con el visor las rodillas del hombre. Tenía muchas ganas de que Monroe pagara lo que había hecho, y con algo más que con una muerte rápida. Sin embargo, la imagen de sus manos ensangrentadas tras matar a Conti ocupaba su mente de forma clara y destacada. Tenía las manos ensangrentadas y no llevaba guantes. Había cometido un error estúpido. No podía arriesgarse a volver a perder el control. La policía ya sabía que el rótulo de la floristería era falso. Y habían encontrado una bala. El hecho de que el proyectil estuviera demasiado destrozado para que lo identificaran solo ayudaría a retrasar la investigación. Más tarde o más temprano darían con él. Tenía que apresurarse. Aún quedaban muchos nombres en la pecera.

Subió el visor hasta centrarlo en la frente de Monroe y apretó el gatillo.

Ya habían caído nueve. Quedaban muchos más.

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