Capítulo 16

Lunes, 23 de febrero, 21.00 horas

Abe entró en la cocina de la casa de su madre y aspiró con fruición. La cena olía de maravilla. Esperaba que le hubiesen guardado un poco.

– ¿Y bien? -preguntó Kristen detrás de él.

Abe se olvidó de la cena de inmediato. Se volvió y la vio en la puerta de la sala de estar; estaba guapísima. Los pensamientos sobre la nueva caja que habían encontrado en el porche de la entrada de su casa quedaron relegados a los confines de la mente de Abe. Dirigió la vista un poco más lejos del lugar que ocupaba Kristen y descubrió que Rachel sonreía con aire burlón.

– Hola, Abe.

Pasó junto a Kristen, cubrió el rostro de Rachel con la palma de la mano y le dio un suave empujón, y al hacerlo notó por el tacto que la chica aún se reía.

– Lárgate, mocosa.

Kristen sonrió con ironía.

– Hemos estado estudiando álgebra; bueno, de hecho Rachel ha estudiado sola mientras yo no podía dejar de sentirme vieja y estúpida. -En silencio, articuló: «Sálvame, por favor».

Abe le pasó el brazo por los hombros ante el evidente regocijo de Rachel.

– Te lo digo en serio, Rach. Kristen y yo tenemos que hablar de trabajo. Vuelve a ponerte con el álgebra.

– Vale -condescendió Rachel mientras le guiñaba el ojo con descaro-. Id tranquilos a… hablar de trabajo. -Desapareció a regañadientes.

– Quién pudiera volver a tener trece años -suspiró Kristen.

Abe se la quedó mirando.

– ¿Te gustaría volver a tener trece años?

Kristen hizo una mueca de horror y Abe soltó una risita.

– Ni hablar. -De inmediato se puso seria-. ¿Qué has descubierto?

Él negó con la cabeza.

– Aquí no. Rachel tiene el oído más fino que un murciélago.

La guió a través de la cocina hasta el lavadero y cerró la puerta, acallando el sonido del televisor; solo se oía la secadora y los tremendos porrazos de un par de zapatillas de deporte en el tambor.

– Cuéntamelo -dijo, pero él negó con la cabeza, quería mantener la realidad al margen un rato más.

– Lo primero es lo primero. -Inclinó la cabeza y se arrimó al cuello de Kristen para imbuirse de su suave aroma y relajarse. Ella suspiró y se dejó caer en sus brazos como si llevase toda la noche esperando aquello. Él le cogió los brazos y tiró para que le rodeara el cuello; estuvo a punto de gemir de placer al notar el roce de sus pequeñas manos jugueteando con su pelo. Ella levantó la cabeza y él acercó la suya; el contacto de sus labios era tal como lo recordaba, incluso mejor-. ¿Cómo estás? -preguntó sin despegar los labios; los de ella se curvaron hacia arriba.

– ¿A ti qué te parece? Me has salvado del álgebra.

Volvió a besarla y se retiró un poco para mirarla a los ojos. Para ella había sido un día espantoso; le había afectado mucho que la relevaran de su cargo. Aun así, no estaba abatida, por lo menos aparentemente. Pero no había tenido ni un solo instante para pensar desde hacía cuatro horas, momento en que él había pasado por la oficina a recogerlas a ella y a Rachel. A lo mejor no le había venido mal. Rachel era capaz de quitarle cualquier cosa de la cabeza al más pintado.

– ¿Qué había para cenar?

– Carne asada. -Se pasó la lengua por los labios y él notó en todo el cuerpo su pulso acelerado. Retrocedió de forma casi imperceptible para separarse un poco de ella; no quería asustarla. Antes o después acabaría acostumbrándose a él, al modo en que su cuerpo respondía a la presencia de ella; y esperaba que fuese más bien antes que después-. Con patatas, de esas pequeñas y rojas -añadió-. Tu madre te ha guardado un plato. -Lo miró de arriba abajo-. Tu padre ha estado contándonos cosas.

Abe emitió un gemido.

– Me lo imagino. -La había llevado allí porque su padre podía protegerla. El hombre no había formulado una sola pregunta, pero Abe sabía que se imaginaba lo que estaba ocurriendo. Kyle Reagan, a pesar de estar retirado, se mantenía en perfectas facultades, tanto como cuando dejó el cuerpo policial-. ¿Qué os ha contado? ¿O más vale que no lo pregunte?

– Ah, de todo. -Kristen le acarició la nuca con las yemas de los dedos y él tensó todo el cuerpo.

Ella entrecerró los ojos y repitió los movimientos mientras lo observaba. Él extendió las manos en el centro de su espalda y se esforzó para no tocarla como le hubiese gustado. Lo estaba poniendo a prueba, tanteaba el poder que ejercía sobre él.

– Eso sienta muy bien -susurró, y vio en sus ojos que la confianza en sí misma aumentaba. Volvió a acariciarlo y luego desplazó las manos hasta su pecho y le retiró el abrigo de los hombros. Él dejó caer los brazos y con un pequeño encogimiento echó el abrigo al suelo. Ella se dispuso a recogerlo, pero él la rodeó con los brazos y la sujetó con fuerza-. Déjalo.

La mirada de ella adquirió ardor, conciencia, y él inspiró con profundidad mientras Kristen tiraba de la corbata para deshacer el nudo y luego la echaba hacia atrás y la dejaba caer.

– Tu padre me ha dicho que Sean y tú os peleabais continuamente. -Su voz se había tornado susurrante y sus dedos luchaban por desabrocharle el botón del cuello de la camisa.

Abe respiró hondo y se obligó a mantener las manos quietas en su espalda.

– Continuamente -reconoció-. Volvíamos loca a mi madre.

Por fin logró desabrochar el botón y él dejó caer de nuevo los brazos mientras apretaba los puños. Ella estaba tomando la iniciativa y no pensaba robarle ni un ápice de protagonismo.

– Mmm… -Kristen frunció el entrecejo y se concentró en el siguiente botón-. Lo que más me ha gustado es lo de aquella vez que ibais en el coche de tu madre y Sean empezó a meterse contigo desde el asiento de atrás y a ti se te ocurrió la brillante idea de lanzarle el cinturón de seguridad.

Logró desabrochar el botón y a él empezó a costarle pensar; casi no recordaba ni su nombre, como para acordarse del episodio que describía.

– Tuvieron que darme cuatro puntos en el labio porque el cinturón, cuando se recogió, me dio en la cara.

– Pobrecito. -Abe no sabía si se compadecía del niño de siete años al que tuvieron que darle puntos en el labio o del adulto que soportaba la tortura en sus manos. Le desabrochó otro botón y sus dedos rozaron con suavidad el vello que la camisa dejaba al descubierto. Lo miró sorprendida-. Qué suave.

El sudor empezaba a perlar la frente de Abe.

– ¿Qué?

Ella continuó acariciándole aquella pequeña zona mientras lo miraba a los ojos.

– Me preguntaba si el vello de tu pecho sería áspero o suave.

Sin apartar la mirada, él se desabrochó el resto de los botones y la camisa quedó abierta hasta la cintura. Le tomó las manos y las colocó sobre su pecho tirando con suavidad de sus dedos hasta que toda la palma quedó contra la piel. Observó en su garganta que el pulso se le aceleraba al desplazar las manos de lado a lado, casi gimiendo de placer. Hacía demasiado tiempo que no notaba el tacto de las manos de una mujer en su cuerpo; seis años enteros. Era como regresar a un hogar en el que han cambiado algunas cosas. Cerró los ojos y se abandonó a la sensación. Le soltó las manos y ella siguió con las amplias y extensas caricias. Cuando abrió los ojos encontró su verde mirada maravillada por el descubrimiento que acababa de hacer.

– Te gusta, ¿verdad? -susurró ella.

El ruido de la secadora le impidió oír su voz pero leyó las palabras en sus labios y las comprendió.

– Incluso demasiado. -Estaba más duro que una piedra y sabía que si se dejaba llevar por las ganas y la empujaba contra la secadora le daría un susto de muerte. Ella le palpó los pezones, ocultos bajo el grueso y tupido vello, y él gimió.

La lengua asomó entre los labios de Kristen para humedecerlos y él notó que estaba excitada; tan solo una sedosa y vibrante tela de araña los separaba.

– Bésame, Kristen, por favor. -Ella se puso de puntillas y posó los labios en los de él; un amago de beso. Él inclinó el torso y sus manos aferraron la secadora detrás de ella. Estaba atrapada entre sus brazos y el aparato en movimiento, pero él se las arregló para mantener las caderas firmes a quince centímetros de distancia-. Te deseo -dijo-. No quiero asustarte pero te deseo con todo mi cuerpo.

De pronto, ella volvió a ponerse de puntillas y, rodeándole el cuello con los brazos, estampó los labios en los de él. Esta vez el beso resultó apasionado; abrió la boca, dejó que él introdujera la lengua e introdujo a su vez la suya. Él ladeó la cabeza en un intento por obtener todo cuanto pudiese del simple beso. Ella volvió a ponerle las manos en el pecho y, por debajo de la camisa, las desplazó hasta su espalda. Él se aferró al canto de la secadora como si se estuviese ahogando y aquello fuera la cuerda de salvamento.

De hecho, se estaba ahogando. Y no quería subir a la superficie a tomar aire.

Entonces se abrió la puerta exterior y dio paso a una ráfaga de aire gélido y a un Aidan estupefacto. Se quedó boquiabierto y los ojos parecían estar a punto de salírsele de las órbitas. Por un momento, los tres se miraron. Entonces Aidan retrocedió.

– Lo siento. Entraré por la otra puerta. -Se volvió para marcharse pero se giró de nuevo y los miró sonriente-. Atención; acaba de aparecer la furgoneta de Sean y Ruth y parece que llevan a los cinco niños.

La puerta se cerró y rompió el hechizo. Kristen miró a Abe; aún tenía las manos en su espalda. Lo acarició suavemente con las puntas de los dedos y él se estremeció mientras maldecía a Aidan y al mismo tiempo le daba gracias. Si hubiese transcurrido un minuto más no habría podido garantizarle a Kristen el espacio que sabía que necesitaba.

– Hay visitas -dijo ella-. Mejor lo dejamos aquí.

Seguía acariciándole la espalda.

– Un poquito más. Me gusta mucho. -La besó en la sien, en la frente y en la comisura de los labios-. Me gustas mucho.

– Tienes mucha paciencia conmigo.

Él tragó saliva.

– La espera vale la pena.

Aquellas palabras la hicieron sonreír, pero el discreto y triste gesto a Abe le pareció desgarrador.

– Ya lo veremos -dijo Kristen en tono misterioso. Sacó las manos de debajo de su camisa y se apoyó en la secadora-. Bueno, ha sido una forma muy agradable de quemar las calorías de la tarta.

Abe pensó que por el momento estaba bien. Se irguió con desgana y empezó a abrocharse la camisa.

– ¿Habéis comido tarta?

– De cerezas. Está mejor que la que prepara Owen, pero no se lo digas.

Él sonrió.

– Te guardaré el secreto.

Ella frunció un poco el entrecejo.

– ¿Cuál?

Él jugueteó con una de las horquillas de su pelo.

– Cualquiera. Todos.

Kristen se quedó callada un momento.

– Debra fue muy afortunada -dijo por fin.

Él no supo qué responder. Al fin reaccionó.

– Gracias.

– De nada. -Ladeó la cabeza y lo miró muy seria-. ¿Qué has averiguado?

La llamada había tenido lugar justo cuando se sentaban a la mesa para cenar. Truman había atrapado a otro chico que se disponía a depositar una caja en la puerta de la casa de Kristen. Resultó ser otro adolescente con una lista de delitos más larga que su propio brazo.

La secadora se paró y la estancia quedó en silencio.

– Es Arthur Monroe.

Ella parpadeó.

– La pequeña Katie Abrams -dijo.

– Katie Abrams era el nombre que aparecía en la lápida -le confirmó él.

– Uno de los peores casos de toda mi carrera. Topé con el juez más liberal de la faz de la tierra; no sé cómo pudo dictaminar que un hombre había acosado a una niña de cinco años porque la sociedad lo había maltratado.

Kristen cerró los ojos y Abe observó cómo se abrazaba a su propio cuerpo.

– ¿Qué decía la posdata?

Él apretó la mandíbula mientras lo invadía una nueva oleada de ira. «Menudo hijo de puta. Hace ver que se preocupa por ella, pero no deja de ponerla en peligro.»

– Le preocupa tu seguridad. A mi lado.

Ella abrió los ojos como platos, atónita.

– ¿Qué?

– Dice: «Ten cuidado con aquel a quien confías tu protección por las noches».

Ella lo miró con ojos centelleantes, parecían dos esmeraldas sobre el ocre de su rostro.

– Le odio.

– Ya lo sé. No quiero que te quedes sola en casa esta noche. Vente a mi apartamento.

Ella le respondió con labios trémulos.

– No quiero que me eche de mi propia casa -susurró-. Te parecerá una tontería, pero para mí es muy importante quedarme en casa. Por favor.

Abe estaba seguro de que detrás de aquello había algo más. Tenía que haber algún otro motivo por el que se mostraba tan decidida. Por algo había dicho que no quería que la echara de su propia casa, tenía que haber alguna razón para que lo hubiera expresado con aquellas palabras. Se lo confesaría cuando llegase el momento, como había hecho con todo lo demás.

– Muy bien -accedió-. Pero yo me quedo contigo.

A Kristen se le llenaron los ojos de lágrimas y se las enjugó con enojo.

– Estoy harta de todo esto.

Él la atrajo hacia su pecho y ella se lo permitió con gusto.

– Lo sé. -En ese momento el teléfono móvil vibró en su bolsillo; lo sacó mientras ella se abrazaba a él-. Dígame.

La voz de Mia llegaba entrecortada. Pero no era culpa de la línea; la oía así porque hablaba con voz entrecortada.

– Abe, han encontrado a Tyrone Yates. Está muerto.

– Maldita sea. ¿Cómo ha sido?

– Han sido los Blade. Le han dejado su signo grabado en el rostro.

– ¿Y el otro chico, Aaron Jenkins?

– Todavía lo están buscando -dijo Mia-. Sus padres están histéricos. Por lo menos ahora los padres del chico que hemos atrapado esta noche dejarán de darnos la lata por haber detenido a su pequeñín como medida preventiva.

– A lo mejor a raíz de esto se abra el expediente de Jenkins. Hasta ahora el juez Rheinhold se ha mostrado totalmente reacio. Quizá ahora cambie de idea.

Al otro lado de la línea, Mia suspiró.

– Me parece que con la señora Jenkins habrá más suerte. Pero hasta que llegue el momento, los Blade representan un serio peligro. Dile a Kristen que se marche de vacaciones a Jamaica.

– Se lo diré -respondió Abe en tono irónico. Volvió a guardarse el teléfono móvil en el bolsillo-. Mia te manda saludos.

Kristen lo miró con recelo.

– ¿Y qué más te ha dicho?

Le contó lo de Tyrone Yates y Kristen mostró desánimo.

– Prefiero el álgebra.

Abe le estampó otro beso en la frente.

– Dime en serio cómo estás.

– ¿Por lo de hoy o por lo de ayer?

– Por las dos cosas.

Ella exhaló un suspiro y enderezó la espalda.

– Si te soy sincera, estoy cabreadísima. Pero todo tiene su lado bueno. Ahora tendré más tiempo para dedicarme a esos viejos expedientes y así podré ayudarte a descubrir qué tienen en común aparte de mí.

Abe frunció el entrecejo.

– Pero… -Ella le dedicó una sonrisa ufana.

– He grabado en un CD toda la información. Así podré trabajar en casa.

– Me parece que eso es ilegal.

Su sonrisa se tornó pícara y él se quedó un instante sin respiración.

– ¿Vas a detenerme, Reagan?

Él se echó a reír con cierta tristeza.

– Estoy tentado de hacerlo. Vámonos antes de que saque las esposas. -Le rodeó los hombros con el brazo y la guió fuera del lavadero hasta la cocina, donde se oía bastante más ruido del que hacía la secadora. Los niños de Sean y Ruth no paraban de correr como si la cocina fuese el circuito de las mil millas de Indianápolis. Abe le dio un beso en la mejilla a su madre y otro al bebé que sostenía en brazos. Era su nueva sobrinita.

– Ya estoy de vuelta.

Becca lo miró con expresión divertida y Abe supo que Aidan le había contado lo del lavadero.

– Ya lo veo. Hola, Kristen.

Abe vio que Kristen miraba a Ruth con una expresión de horror.

– ¿Son todos tuyos?

Ruth sonrió y al momento se estremeció al oír el ruido de cristales rotos.

– Sí. Todos estos y uno más que va a pagar lo que acaba de romper con las semanadas de toda su vida.

Becca le pasó el bebé a Ruth.

– Iré a ver qué ha ocurrido. Abe, te he guardado una ración. Caliéntala en el microondas.

Abe resopló.

– Dios, voy a comerme la tarta que ha quedado antes de que Aidan se entere.

– Pues ve a comértela a la sala de estar -dijo Ruth-. Quiero hablar con Kristen. ¿Quieres café?

Kristen negó con la cabeza.

– No, gracias.

– Siéntate, por favor. -Ruth señaló la mesa y Kristen se sentó-. Becca me ha avisado de que esta noche estabas aquí. Temía que no quisieses volver.

Kristen frunció el entrecejo.

– ¿Por qué?

– Bueno, anoche, cuando te marchaste, parecías muy afectada. Querías disimularlo pero se te notaba.

La noche anterior había estado con Reagan, se habían estado besando. Antes de eso, un agresor armado con una pistola la había atacado en su propio dormitorio. Y antes…

– Ah, por lo de Debra. Lo siento. Me afectó un poco, pero después de que Abe me acompañara a casa -vaciló-… alguien entró en mi dormitorio y me amenazó. Y Abe lo ahuyentó.

Ruth se quedó muda.

– ¿Era el mismo hombre que te obligó a salir del coche el viernes por la noche?

– No lo creo. -Todos sospechaban de Jacob Conti, pero no había pruebas. Solo contaban con los restos de piel que Jack le había extraído de las uñas. Sin un sospechoso con quien compararla, la muestra servía de bien poco.

Kristen se encogió de hombros.

– Me encuentro bien, de verdad. Solo estoy un poco alterada.

– Abe se quedó contigo anoche, ¿no? No iría a dejarte sola.

Kristen trató con todas sus fuerzas de no sonrojarse, pero por el brillo de los ojos de Ruth dedujo que no lo había logrado.

– No -dijo mientras se esforzaba por mantener la dignidad-. No me dejó sola.

Ruth extendió el brazo sobre la mesa y le cubrió la mano con la suya.

– Me alegro, Kristen; te lo digo de verdad. Abe lleva solo mucho tiempo. Es un buen hombre. Se merece estar con alguien que lo haga feliz.

Kristen no pudo soportar la mirada cálida de Ruth. Sabía que de momento hacía feliz a Abe, pero aquello no duraría mucho.

– No me gustaría que os hicierais demasiadas ilusiones, Ruth. Abe se preocupa por mí a causa de… todo esto. -Hizo un ademán vago con la mano-. Entre los medios de comunicación, los asesinos y los tipos armados con pistolas… Hay mucho jaleo, pero cuando todo termine no creo que se quede a mi lado.

Ruth suspiró.

– Eso depende de ti, Kristen. De ti y de Abe. Lo que ocurra entre los dos es asunto vuestro y de nadie más. Yo solo quiero que sepas que lamento la reacción que tuve anoche. Fue muy grosero por mi parte, pero al oír tu risa tuve la sensación de que Debra estaba entre nosotros. -Acunó al bebé y a Kristen aquella imagen le pareció enternecedora-. Para Abe será muy difícil encontrarse el sábado con los padres de Debra.

El sábado era el bautizo del bebé. A Kristen le horrorizaban los bautizos y hasta el momento siempre había logrado zafarse de ese tipo de compromisos, pero si Ruth se lo pedía acompañaría a Abe. Aquello abriría de nuevo las viejas heridas pero estaba dispuesta a ir para darle apoyo aunque por dentro se sintiera atenazada.

– Abe me ha contado que no se pusieron de acuerdo en cuanto a Debra.

Ruth se quedó pensativa; al momento le dio un beso en la vellosa cabecita al bebé y la visión volvió a enternecer a Kristen.

– No les cargues la culpa a ellos. Mi tía y mi tío creían que era lo mejor para Debra. No quiero ni imaginarme lo que debe de suponer tener que decidir algo así.

Kristen observó a Ruth abrazar al bebé y pensó en sus palabras. Qué difícil debía de ser tener que decidir qué era lo mejor para un hijo, actuar por su bien aunque a uno aquello le rompiera el corazón. Ella debía de entenderlo mejor que nadie.

Ruth carraspeó.

– De todas formas, creo que el sábado Abe agradecería ir acompañado. ¿Vendrías al bautizo? Ya sé que te aviso con muy poco tiempo, pero…

Él le había demostrado apoyo muchas veces.

– Claro. Gracias por invitarme.

– ¿Invitarte a qué? -Abe apareció en el vano de la puerta con el bolso de Kristen en la mano. Se inclinó para besar al bebé-. Algo suena en tu bolso.

Kristen se puso en pie.

– El móvil. -Rebuscó en el bolso y lo extrajo-. Dígame.

Abe la observó mientras escuchaba y su temor aumentó a medida que ella palidecía. Kristen se dejó caer en la silla, sus ojos mostraban verdadero terror.

– ¿Ella está bien? -preguntó. Aferraba el móvil con fuerza-. ¿Seguro? -Escuchó y exhaló un hondo suspiro-. Estoy calmada. ¿Hace falta que vaya? -Torció el gesto al oír la respuesta-. Ya me imagino que no. ¿Habéis avisado a la policía? -Apretó los dientes-. No, no es ninguna broma, papá… No toques la nota ni la flor, ¿de acuerdo? Voy a llamar a la policía. Querrán ver la nota y también una descripción de todas las personas que han pasado esta noche por la residencia. -Frunció los labios con fuerza y cerró el teléfono móvil de golpe-. Sí -dijo con amargura y sin dirigirse a nadie en particular-. Claro.

Abe se sentó en el borde de la mesa, junto a ella.

– Tu madre, ¿no?

Ella asintió.

– Alguien le ha dejado una rosa negra y una nota en la almohada. -Dirigió una mirada a Ruth-. Mi madre tiene Alzheimer en fase terminal.

Abe le puso la mano en la barbilla y la notó temblar.

– ¿Qué dice la nota?

– «¿Quién es?» -Se puso en pie tambaleándose, visiblemente turbada-. ¿Dónde está mi abrigo?

– ¿Piensas ir a Kansas? -preguntó Abe.

Kristen negó con la cabeza mientras se dirigía a la puerta.

– No; me voy de aquí. El tipo de ayer me dijo que las personas que me importaban morirían si no le decía quién era él. No pienso poner en peligro a tu familia. Llévame a casa.

Con el rabillo del ojo, Abe vio que Ruth aferraba inconscientemente al bebé contra su pecho.

– Cálmate, Kristen. -Se dio cuenta demasiado tarde de que era lo peor que podía decirle. Su padre le había dicho lo mismo.

– Estoy calmada -dijo con frialdad-. Pero lo estaré más cuando me lleves a casa.

Abe, resignado, se puso en pie.

– Voy por tu abrigo.


Lunes, 23 de febrero, 23.00 horas

Sabía que se precipitaba. No se había tomado ni siquiera un pequeño descanso, pero se le estaba agotando el tiempo. La pecera estaba llena de nombres. Había maleantes, abogados, jueces.

Hacía mucho frío. Se estremeció, le dolían los huesos. El escozor de la garganta aumentaba por momentos. Tendido boca abajo, notaba la dureza del hielo del tejado. Se le estaban congelando los dedos. Llevaba dos horas esperando. No parecía que William Carson fuese a acudir a la cita. Esbozó una sonrisa y los labios se le agrietaron. Tal vez los abogados estuviesen cayendo en la cuenta. Tal vez el deceso prematuro de Skinner los hubiera advertido de que no debían acudir a horas intempestivas a lugares sórdidos en busca de pruebas contra las víctimas. Unas pruebas que les servirían para absolver a la chusma a la que representaban. Pero los medios de comunicación no habían difundido cómo atraía a sus objetivos, así que no había razón para que Carson recelara de una nota anónima.

Frunció el entrecejo mientras se abrazaba para protegerse del viento helador. Si los medios de comunicación lo revelaban sería por culpa de aquella víbora de Zoe Richardson. Día tras día contaba noticias, día tras día insinuaba que tanto Kristen como la policía sabían más cosas de las que confesaban. Alguien tenía que pararle los pies. Por desgracia, no había hecho nada ilegal, ni siquiera inmoral. Era una periodista del tres al cuarto.

Su ojo captó un movimiento. Se apoyó sobre los codos doloridos y aguzó la vista en la oscuridad. A aquella rata el queso le había parecido demasiado irresistible para soslayarlo.

Excelente. Se asomó, pegó el ojo al visor e hizo una mueca al notar el contacto del frío metal en el rostro. Apuntó a la frente de Carson. Una ligera presión en el gatillo… Captó otro movimiento en el margen del ángulo de visión y se estremeció justo en el momento en que apretaba el gatillo. Un grito agudo hendió el aire y Carson cayó al suelo.

«He fallado. Está vivo.»

Apenas había formulado el pensamiento cuando otro hombre emergió corriendo de la penumbra y se arrodilló junto a Carson. Observó horrorizado que sacaba un teléfono móvil. Carson no había acudido solo. Como guiado por una mano invisible, volvió a asomarse, apuntó al hombre arrodillado y disparó. El hombre cayó sin hacer el más mínimo ruido, pero Carson seguía retorciéndose. Apuntó al pecho y apretó el gatillo una vez más. Carson se calló.

Cogió el fusil y echó a correr.


Lunes, 23 de febrero, 23.35 horas

Kristen estaba de pie junto a la ventana, miraba cómo el todoterreno de Abe desaparecía a lo lejos. Otra víctima. Pero esta vez había sido diferente. El asesino había fallado el tiro y había dejado con vida a uno de sus objetivos.

Abe no estaba nada convencido de dejarla sola, pero ella había insistido y, puesto que era su deber, al final se había marchado. Todo volvía a estar en silencio, estaba sola; se sentía extraña y asustada en su propia casa. Entró en la cocina para preparar un poco de té; los movimientos rutinarios la reconfortaron, aunque poco. Vio las horquillas en la encimera, donde las había dejado Abe. Su pensamiento retrocedió hasta el sábado por la noche; hacía dos días pero le parecía que habían pasado veinte. Allí mismo era donde la había abrazado, donde la había besado por primera vez y le había hecho sentirse… viva. Ojalá ahora estuviese allí con ella.

Sonó el timbre de la puerta y dio un respingo.

– Esto es ridículo -murmuró-. Ahí fuera hay un policía. -«Sí, como anoche», pensó de pronto.

El timbre volvió a sonar, esta vez durante más tiempo. Mientras pensaba que ojalá los tres días que tenía que esperar para tener su pistola hubiesen transcurrido ya, salió de la cocina con las piernas temblorosas. Sacó el teléfono móvil del bolsillo, marcó el número de emergencias y colocó el pulgar sobre la tecla de llamada. Por si acaso. De todas formas, no creía que a nadie que se acercara allí con malas intenciones se le ocurriera llamar al timbre, aunque cosas más raras se habían visto; aquella misma semana habían ocurrido varias. «Y me han ocurrido a mí», pensó.

Observó a través de la mirilla de la puerta y suspiró aliviada.

– Kyle -dijo al abrir la puerta y accionar una tecla para borrar el número de emergencias de la pantalla del móvil.

Kyle Reagan entró en su casa. Era tan alto como su hijo. Se trataba de un hombre callado, no lo había oído pronunciar más de un par de docenas de palabras durante las dos veces que había visitado a la familia. Sin embargo, su habitual sonrisa y el brillo de sus ojos azules le habían proporcionado una buena acogida en ambas ocasiones. Ahora conservaba la mirada grave mientras escrutaba su rostro, probablemente en busca de alguna señal de tensión. No era ningún secreto que aquella noche no había salido de la casa de los Reagan muy serena. Le tendió una bolsa.

– Becca te envía comida.

Los labios de Kristen esbozaron una mueca. Para Becca la comida era la panacea.

– ¿Y Abe le ha enviado a usted?

Él se encogió de hombros.

– Más o menos. ¿Tienes café? Hace mucho frío.

– Estaba a punto de prepararme un té. -Kyle la siguió hasta la cocina y no dijo nada mientras ella echaba unas cucharaditas de té en la tetera-. Supongo que tendría que decir que no hacía falta que viniera, pero me alegro de que lo haya hecho. -Se aferró al mostrador-. No soporto tener miedo en mi propia casa.

– Lo sé -dijo él en voz baja-. No voy a decirte que no tengas miedo. Es una reacción humana y, en tu caso, apropiada. Sirve para que te mantengas alerta.

– Me he comprado una pistola.

– Abe me lo ha contado. Dice que eres una tiradora realmente buena.

Kristen se reclinó sobre el mostrador.

– ¿De verdad?

– Sí. De hecho, todos los miembros de la familia te alaban.

Kristen apartó la mirada.

– Me cae bien su familia, Kyle. Demasiado bien para meterla en todo esto.

– Ya sé que no quieres implicarnos. -La escrutó desde la otra punta de la cocina. No le había quitado importancia al temor que Kristen sentía por su familia; automáticamente el respeto que el hombre ya le merecía aumentó-. ¿Cómo está tu madre? -preguntó.

– Está bien, gracias. -En ese momento la tetera empezó a silbar y Kristen la retiró del fogón-. En cuanto he llegado a casa he llamado a la residencia. -Lo había hecho sentada en el sofá, con Abe a su lado rodeándole los hombros en señal de apoyo-. Necesitaba que me lo dijeran las propias enfermeras. Mi padre suele… ocultarme cosas.

– Todos los padres lo hacemos, no queremos que nuestros hijos se preocupen.

Kristen se encogió de hombros. En su caso había algo más.

– Tal vez sea por eso. -Se acercó a la mesa con la tetera, se sentó junto a él, sirvió dos tazas y cambió de tema-. Luego Abe ha llamado a la policía de Kansas.

– ¿Ha averiguado algo?

– No. Nadie vio nada, y en la residencia no hay cámaras.

– ¿Qué han hecho con la nota y con la flor?

– Abe trató de convencerlos para que las enviaran aquí, pero se han negado muy amablemente. Dicen que tienen que enviarlas al laboratorio criminal de Topeka.

– Si ha sido cosa de Conti, no encontrarán nada -aseguró Kyle en voz baja.

– Ya lo sé.

Él se metió la mano en el bolsillo y sacó una baraja de cartas.

– Si quieres dormir, yo esperaré aquí. Pero si no puedes… -Agitó la baraja.

Kristen estaba convencida de que no conseguiría conciliar el sueño hasta que Abe estuviera de vuelta con las noticias sobre los últimos disparos.

– Apenas sé jugar a las cartas -se disculpó-. Mi padre no me lo permitía. De todas formas, tengo bastante trabajo.

– ¿Puedo ayudarte?

– ¿Sabe algo sobre bases de datos?

El hombre hizo una mueca.

– Tanto como tú sobre juegos de cartas.

Kristen sonrió.

– Entonces, me hará compañía.

Él se repartió una mano dispuesto a empezar un solitario.

– Eso se me da bien.


Martes, 24 de febrero, 00.05 horas

Un centelleo de luces rojas creó un efecto estroboscópico al iluminar nada menos que cinco coches de policía, seis sin distintivo, una furgoneta de la policía científica y dos ambulancias.

Mia se encontraba en cuclillas junto a uno de los dos hombres. Al ver a Abe, se puso en pie y le hizo una seña para que se acercara.

– Siento llegar tarde -se disculpó-. He tenido que arreglármelas para que alguien se quedara con Kristen.

– No te preocupes. Este es Rafe Muñoz -dijo señalando al hombre corpulento tendido en una camilla dentro de una bolsa sin cerrar-. Es guardaespaldas. Bueno, lo era. Y ese -señaló una camilla que estaba a punto de ser introducida en la ambulancia- es William Carson.

Abe torció el gesto. Conocía a aquel hombre; años atrás, cuando aún trabajaba de uniforme, había tenido la desgracia de que lo llamara a declarar.

– Otro abogado defensor. ¿Cuál es el pronóstico?

– Inestable. Puede que se salve o puede que no. Aún estaba consciente cuando ha llegado el primer vehículo policial. Ha identificado a Muñoz antes de perder el conocimiento. Se lo llevan a urgencias. Muñoz tiene un agujero de bala en la frente. Parece que estaba arrodillado junto a Carson cuando le dispararon. Pero Carson… -Incluso en la penumbra Abe vio el brillo de los ojos de Mia-. El primer disparo iba dirigido aquí -se dio unos golpecitos en la coronilla-, pero apenas lo rozó. El segundo le alcanzó en el pecho. Hay un agujero de entrada, pero no hay ninguno de salida.

A Abe se le paralizó el pulso un instante.

– La bala sigue dentro.

– Con un poco de suerte, antes de que amanezca tendremos la marca del fabricante y podremos enseñársela a Diana Givens.

– ¿Desde dónde les dispararon?

Mia se volvió y señaló el edificio de cuatro plantas del otro lado de la calle.

– Esperaba a Carson desde allí arriba. Vamos a echar un vistazo.

Guiados por una potente linterna, treparon por la escalera de incendios hasta el tejado y cruzaron con cautela hasta donde el tirador debía de haberse tendido al acecho.

Mia dio un pequeño silbido.

– ¿Me engañan los ojos o de verdad veo lo que creo ver?

Abe se quedó mirando el vaso con la tapa de plástico y el corazón empezó a latirle como dando saltos de alegría. No obstante, se resistió a cantar victoria.

– Puede que no sea suyo.

Mia se agachó, lo olfateó y lo rodeó con los dedos enfundados en unos guantes de látex.

– Es café y aún está tibio. -Le sonrió-. A Jack le va a encantar.


Martes, 24 de febrero, 00.30 horas

Se sentó a la mesa de la cocina, las manos le temblaban de forma incontrolada. Había fallado.

Había fallado. Y entonces había sido presa del pánico y había asesinado a un hombre inocente.

Bueno, pensándolo bien, era probable que aquel hombre no fuera tan inocente. A fin de cuentas, iba con Carson, el sucio abogado que representaba a asesinos, traficantes de drogas y violadores. Cualquiera que se relacionara con semejante canalla no podía ser del todo inocente.

No obstante, el resultado era lamentable, tenía que reconocerlo. Y lo peor era que había echado a correr sin tener la seguridad de que los dos hombres estuviesen muertos; había huido por la escalera de incendios como un criminal cualquiera, como un delincuente de poca monta a quien la policía pisase los talones.

La policía aún no sabía quién era. Todavía no. Pero tal vez fuera el momento de empezar a plantearse que el final estaba cerca. Cogió los tres papelitos que no había echado en la pecera. Aquellos nombres eran especiales. Había pospuesto su ejecución porque en cuanto los tres aparecieran muertos la policía sumaría dos y dos y sabría perfectamente cómo dar con él. Antes quería vaciar la pecera, pero cada vez le quedaba menos tiempo.

Se puso en pie y notó el dolor de los huesos. Le costaba tragar y le dolía mucho la cabeza. Estaba pagando las consecuencias de las muchas horas de vigilancia en el tejado, de tanto cavar tumbas y arrastrar cadáveres. Apenas podía continuar haciendo su trabajo diurno. Todo aquello tenía que terminar, y pronto. Se disponía a preparar café con la esperanza de que le templara el cuerpo. Destapó la lata y cuando le llegó el aroma del café molido se quedó paralizado.

El café. Tenía un vaso de café. Y se lo había dejado olvidado.

Se puso de inmediato en movimiento y, reanudando su tarea, echó unas cucharadas de café en la cafetera. La policía no era tonta. Reagan y Mitchell encontrarían el vaso de café y extraerían de él su ADN. Aquello tenía que ocurrir tarde o temprano. Era lógico que, por muy cuidadoso que fuera, acabara dejando alguna pista. Había llegado el momento, e iba a pagarlo. Tenía que ocuparse de las tres piezas clave antes de que la policía descubriese su identidad. Se lo debía a Leah.

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