Capítulo 21

Viernes, 27 de febrero, 22.00 horas

Tumbado en la cama de Kristen, Abe observaba cómo ella se preparaba para acostarse. Era la primera vez que tenía la oportunidad de hacerlo; en todas las ocasiones anteriores habían entrado en el dormitorio a trompicones, despojándose de la ropa por el camino y dejándose caer en la cama para hacer el amor de forma increíble. Aquella noche, en cambio, podía dedicarse a contemplarla. Le encantaba mirar a Debra mientras se preparaba para acostarse. Había echado de menos esa intimidad, el hecho de saber que al cabo de un momento ella se tendería a su lado.

Le resultaba difícil creer que hubiese vuelto a encontrar aquella intimidad.

Kristen detuvo sus dedos en el botón intermedio de la blusa. Sabía que la miraba desde la cama; se había colocado unos cuantos cojines detrás de la cabeza y se había sentado con la espalda apoyada en el cabezal y las piernas estiradas cuan largas eran. Volvió la cabeza y se estremeció al ver la expresión ardiente de sus ojos.

– ¿Por qué me miras?

La sonrisa que él esbozaba era a la vez sensual y pura, y la dejó sin aliento.

– Porque eres guapa. No me hagas caso, tú sigue.

Kristen volvió a concentrarse en los botones de su blusa y deseó que no le temblasen las manos. Tenía que decírselo. «Ahora, Kristen.» Pero en vez de hacerlo, se concentró en las prendas; mientras se las quitaba, las iba colgando tal como tenía por costumbre, hasta que se quedó solo con el sujetador y las braguitas. Se oyó un frufrú procedente de la cama y al momento lo tenía detrás; el ardor que desprendía casi le abrasaba la espalda. Le cubrió los hombros con las manos y le besó el cuello. Ella ladeó la cabeza para permitir que se acercara más y volvió a estremecerse cuando él le deslizó su lengua hasta el final del hombro.

– ¿Tienes frío? -musitó.

– No -susurró ella.

– Mmm… mejor. -Le masajeó los tensos músculos de la espalda y a continuación la hizo avanzar hasta la silla que había colocada frente al tocador-. Siéntate.

Ella lo hizo y se miró en el espejo con los ojos entrecerrados mientras él le extraía las horquillas del pelo; sabía que estaba asentando costumbres. Fue depositando las horquillas sobre el tocador hasta que sus rizos quedaron sueltos. Entonces cogió el cepillo y se lo pasó por el pelo rozándole con suavidad el cuero cabelludo. Los párpados de Kristen se cerraron. «Qué maravilla.»

– Me alegro de que te guste -dijo él en voz baja-. Si no, no continuaría.

Ella abrió los ojos de golpe y alzó la cabeza para mirarlo.

– ¿Cómo lo haces? ¿Cómo consigues que diga en voz alta lo que pienso?

– Supongo que lo dices en voz alta porque en el fondo quieres que lo oiga. -Interrumpió el cepillado y se puso serio-. ¿Qué ocurre, Kristen? Llevas toda la noche muy callada.

«Ahora, Kristen. No seas cobarde.» Se puso en pie y pasó por su lado para ir por la bata.

– Tengo que hablar contigo. Necesito que me escuches con atención porque lo que voy a decirte no es nada agradable.

Él frunció el entrecejo; depositó el cepillo sobre el tocador y se sentó en la cama.

– Te escucho.

Ella abrió el cajón del tocador y extrajo el pequeño álbum. Lo estrechó contra su pecho, se volvió y clavó la mirada en los ojos azules llenos de preocupación de él.

– Sé lo del bebé.

Él palideció.

– ¿Cómo te has enterado?

– Lo mencionó Aidan sin querer. No sabía que yo no lo sabía. Luego tu padre me enseñó una fotografía de Debra justo antes de… Ya sabes.

El gesto de asentimiento fue brusco; la piel de Abe aparecía cérea bajo la sombra oscura de su barba incipiente.

– Lo siento. No pretendía ocultártelo, Kristen, pero no hablo de eso con nadie.

– Ya lo sé. -Se sentó en la cama frente a él-. Y lo comprendo. -Tragó saliva. Colocó el álbum en la cama, junto a él, y bajó la vista a sus pies.

Él lo cogió; examinó la primera foto, una niñita con diminutos rizos pelirrojos y enormes ojos verdes. La reconoció al instante.

– Es tu hija -dijo con un hilo de voz. Kristen no respondió y él pasó a la siguiente foto, y luego a otra y a otra, hasta llegar al final-. Hay once fotos.

A Kristen le temblaba todo el cuerpo, no podía dominarse.

– La primera es de cuando nació, y luego hay una de cada cumpleaños.

– Es muy guapa.

– Gracias.

Él la miró con ojos impenetrables.

– ¿Cómo se llama?

Ella se abrazó a sí misma intentando controlar el temblor.

– Le pusieron Savannah.

Él asintió sin dejar de mirarla.

– ¿Dónde está?

– En California.

– Qué lejos.

– Sus padres vivían en Chicago, pero se trasladaron allí cuando ella tenía cuatro años.

Abe bajó la vista al álbum y recorrió con la punta del dedo índice la sonrisa de Savannah a los diez años.

– ¿Que creías que te diría, Kristen?

Ella se mordió el labio.

– No lo sé.

– ¿Creías que te culparía?

Ella se encorvó, cabizbaja.

– No lo sé. Yo sí me culpo.

– Eso sí puedo creerlo. -La calidez de su voz hizo que Kristen levantase la mirada. Entonces él extendió los brazos hacia los lados y ella se arrastró por la cama hasta refugiarse en ellos-. Kristen, cariño.

Por fin brotaron las lágrimas; él la sentó en su regazo.

– Dios mío, Abe, no sabía qué me dirías. Tú perdiste a tu bebé y yo me deshice del mío.

– No, tú no te deshiciste de nadie. Lo único que hiciste fue proporcionarle a tu hija la oportunidad de que tuviese una vida normal. -Le puso las manos en el pelo y empezó a acariciárselo. La tuvo así abrazada hasta que el llanto amainó; tenía la camisa empapada-. Ya me imaginaba que te habías quedado embarazada después de… -La besó en la coronilla-. Después.

– No pensaba contárselo a nadie, pero tuve la primera falta, luego la segunda; no sabía qué hacer. Al final se lo dije a mis padres.

Él la abrazó más fuerte.

– Y no te creyeron.

– Tener una hija soltera y embarazada era peor que haber perdido a otra borracha en un accidente de coche.

Se hizo una pausa muy, muy larga.

– Odio a tu padre, Kristen.

Ella apoyó la mejilla en la solidez de su pecho.

– Yo también.

Siguió otro largo silencio.

– ¿Aún la ves? A Savannah.

A Kristen se le encogió el corazón.

– No. Acordamos que todos los años me enviarían una foto por su cumpleaños y que si alguna vez les preguntaba por mí le dirían que yo era joven y estaba sola, que no podía ocuparme de un bebé.

– Y es cierto.

– Sí. Cuando cumpla dieciocho años le permitirán decidir si quiere conocerme o no.

– Son buena gente.

A Kristen le ardía la mirada.

– Sí. Y la quieren mucho.

– Entonces hiciste lo correcto -susurró. Depositó el álbum en el cajón del tocador. A continuación le puso la mano en la barbilla para alzarle la cabeza y le cubrió los labios con un beso dulcísimo y extremadamente suave. El corazón de Kristen se hinchió en el pecho. Cuando él volvió a erguirse, no podía dejar de mirarlo mientras unas palabras atravesaban su pensamiento.

«Eso no es lo único malo que tengo que decirte. Aún hay más cosas.»

«Por favor, que no te importe. Por favor, no dejes que te afecte.»

«Te quiero.»

Los ojos de Abe emitieron un destello de un azul intenso.

– Vuelve a decirlo. Necesito saber que quieres que lo oiga.

Nunca se le pasaría por la cabeza llevarle la contraria.

– Te quiero -musitó.

Él la tumbó de espaldas y se abalanzó sobre ella; le cubrió la boca con la suya sin ningún miramiento mientras, empujando sin cesar, le sujetaba la cabeza entre las manos.

– Dime que me deseas.

– Te deseo.

Y era cierto. Mientras palpitaba en respuesta a la pasión que él demostraba, se incorporó para acercar sus cuerpos. Con torpeza, tiró de su camisa y esta se abrió hasta la cintura. Le acarició el pecho y se estremeció al oírlo gemir.

Él la despojó de la bata y se arrodilló entre sus piernas; luego tiró de los puños de su camisa hasta que los botones cedieron. Ella se sentó y, sin apartar la mirada de sus ojos, se desabrochó el sujetador y lo dejó caer al suelo, junto a la cama. Él se encargó del resto; le quitó las braguitas y se despojó de los calzoncillos. Entonces se detuvo. La miró. Y ella se quedó sin respiración.

Aquel hombre no era el amante delicado y considerado que conocía. Un frenesí, una agitación brusca se había apoderado de él; su autocontrol pendía de un hilo, y este se rompió en cuanto ella lo aferró por los hombros y lo atrajo hacia sí. Se besaron de forma salvaje, sus bocas abiertas invadieron labios, mejillas, todo pedazo de piel que fueron capaces de alcanzar; hasta que ella empezó a vibrar debajo de él.

– Ahora, Abe.

Y él la penetró, erecto y hasta el fondo, y gimió junto a su boca cuando la oyó gritar. Empujaba con ahínco y con cada embate la elevaba un poco más. Ella notó la ya familiar tensión en la parte interior de los muslos, un milagro después de haber pasado sola tantos años; y entonces entró en el paraíso que había conocido solo junto a aquel hombre, aturdida por la intensidad del clímax. Pero el verdadero regalo llegó al ver la expresión del rostro de él, la belleza absoluta de sus rasgos al alcanzar la cumbre, el movimiento convulsivo de su cuerpo al derramarse en ella.

Y se le desplomó encima; notaba el peso de su pecho mientras se esforzaba por respirar. Ella le acarició la ancha espalda y aguardó, otorgándole el instante que necesitaba para recobrarse. Se quedó quieto un momento, respiró hondo, y por fin pronunció las palabras que llevaba toda la vida esperando oír.

– Yo también te quiero.

Se colocó de lado y la hizo hacer lo propio; frente a frente, le rodeó las nalgas con las manos, la atrajo hacia sí, y quedaron tendidos como si fuesen uno solo.

Un buen rato más tarde, mucho después de creerlo dormido, oyó la voz grave junto a su mejilla.

– Kristen, lo siento. Me he olvidado de tomar precauciones.

– No te preocupes -susurró ella.

Él permaneció un instante en silencio.

– ¿No estás en tu momento fértil? -aventuró al fin. Kristen notó la decepción en su voz; era un ligero matiz, pero lo captó.

Tragó saliva, muy nerviosa.

– No, no estoy en mi momento fértil.

Y nunca lo estaría.

«Nunca tendré el hijo que tanto deseas, Abe.»

Esperaba que las palabras brotasen de su boca, que surgiesen con la misma facilidad con que lo habían hecho los otros pensamientos. Pero resultaba obvio que Abe estaba bien. El mecanismo solo funcionaba cuando realmente quería que la oyese. Y aquello era algo que no tenía ningunas ganas de que él supiera. Ni entonces ni nunca.


Sábado, 28 de febrero, 9.00 horas

«Me duele todo.»

Fue el primer pensamiento coherente que Zoe articuló mientras emergía de la neblina que la envolvía.

Tomó conciencia de que se estaba moviendo. Tenía la extraña sensación de estar flotando. Poco a poco, la realidad fue tomando forma y, con ella, también lo hicieron imágenes abominables, insoportables.

«Dios mío. Qué dolor. Ese hombre me ha hecho mucho daño.» Se estremeció cuando recordó la brutalidad de que había sido objeto en manos de Drake Edwards. Trató de quejarse, pero su voz no brotó de la garganta. Parpadeó intentando adivinar dónde se encontraba. Todo era blanco; muy blanco. «A lo mejor estoy muerta. Por favor, quiero estar muerta.» La muerte era preferible a Drake Edwards. El movimiento se ralentizó y adquirió conciencia de las puertas; estaba atravesando puertas. Por fin, el movimiento cesó.

– ¿Cuánto tardará en volver en sí?

«Nooo.» Quiso protestar de nuevo, pero su voz siguió sin brotar. Era Drake Edwards. Se encontraba allí. Mierda; no estaba muerta.

– Parece que se está despertando. La droga habrá perdido todo su efecto dentro de una hora. -La otra voz le resultaba desconocida. «¿Quién está hablando? ¿Qué droga?»-. Hasta entonces no podrá moverse ni hablar.

– Muy bien. -La voz de Edwards expresaba satisfacción. La había oído durante mucho tiempo desde que él acudiese al piso donde vivía para secuestrarla-. Quiero que tenga fuerzas para arañar y gritar.

El otro hombre permaneció en silencio y a continuación se oyó la risita cruel de Edwards.

– No te pago para que disfrutes. Te pago para que lo hagas, y punto.

Se oyó un suspiro.

– Si quitamos el relleno cabrán los dos.

«¿El relleno?» Trató frenéticamente de mirar a su alrededor, pero no podía mover la cabeza. Forzó la visión periférica hacia la izquierda. Y se quedó sin respiración.

Era un ataúd. Quiso gritar.

– No me importa cómo te lo montes -dijo Edwards-. Hazlo y punto.

Su rostro se inclinó sobre ella y la náusea que sintió en aquel momento fue tan intensa que estuvo a punto de ahogarse. El hombre esbozaba una sonrisa, la misma sonrisa de buitre que había observado en el despacho de Conti. ¿Cuándo había tenido lugar aquello? ¿Qué día era?

– Había solicitado una entrevista con Jacob, señorita Richardson -dijo en tono burlón-. Por desgracia, el señor Conti está ocupado esta tarde. Se celebra el funeral de su hijo. Sin embargo, le ha preparado otra entrevista. Tómese el tiempo que necesite. -Le volvió la cabeza para que pudiese ver el cadáver a su derecha-. Es digna de un Emmy.

Riéndose entre dientes, se apartó para permitir que obtuviese una visión completa de lo que allí yacía.

A Zoe se le heló el corazón. Era un cuerpo vestido con un traje negro. Y no tenía rostro.

Era Angelo Conti. Pensaban enterrarla con Angelo Conti. Chilló y chilló pero la voz solo resonó en su cabeza.


Sábado, 28 de febrero, 11.15 horas

Era la primera vez que Kristen entraba en una iglesia católica y no tenía ni idea de cómo comportarse. Por suerte, había presentes muchos miembros de la familia Reagan, así que lo único que tenía que hacer era imitarlos. Había bancos donde arrodillarse y hojas con fragmentos del Evangelio para recitar. Observó la eucaristía y oyó resonar el órgano. El sacerdote vestía sus mejores galas y venteaba incienso. Junto a una dorada pila bautismal se hallaban, radiantes, Sean y Ruth.

Había familiares, tantos que su visión atenazó el corazón de Kristen. También había más de una docena de policías allí sentados, todos armados con sendas pistolas. Había amigos de Kyle, de Aidan y de Abe; se encontraban allí para garantizar que ni Conti ni nadie causase disturbios. También habían acudido Mia y Spinnelli, e incluso Todd Murphy, con un traje recién planchado.

Kristen observó al sacerdote tomar al bebé y mirar su pequeño rostro con una sonrisa. El profundo suspiro que exhaló no le pasó inadvertido a Abe, situado a su lado.

– Es muy guapa, ¿verdad? -susurró.

Kristen estaba a punto de echarse a llorar.

– Sí.

– Ahora es cuando suben los padrinos -explicó en voz baja-. Annie es la madrina, y Franklin, el primo de Ruth, es el padrino.

Abe contempló cómo Annie y Franklin ocupaban los lugares que tenían destinados. A él lo habían elegido como padrino de Jeannette, la sobrina que ahora tenía cinco años, pero acababa de entrar como agente infiltrado y no podía asumir la responsabilidad del compromiso. Los Reagan se tomaban todos sus compromisos muy en serio. Aidan acabó siendo el padrino de Jeannette. Abe no pudo verla crecer y convertirse en la niña feliz que era en la actualidad.

Debra y él habían elegido a Ruth y a Sean como padrinos de su hijo. Pero el bautizo no había llegado a celebrarse. Tal vez volviese a pensar en ellos cuando tuviese su primer hijo con Kristen. Reconfortado con aquel pensamiento, la cogió de la mano y se la apretó con cariño.

Ella se volvió a mirarlo con una sonrisa; sin embargo, sus ojos llorosos no reflejaban alegría. Aquella semana había pasado por situaciones muy duras. Resultaba difícil adivinar qué acechaba las tinieblas de su pensamiento tras la frágil sonrisa. Había sufrido mucho. Pensó en la pequeña, en Savannah; en el dolor que Kristen debía de sentir todos los años cuando recibía una nueva fotografía por correo. Se lo imaginaba porque era el mismo dolor que él sentía cada vez que el cumpleaños de su hijo se aproximaba y pasaba sin haberlo celebrado. Pensó en la noche anterior; le había dicho que lo quería. Y a él le había resultado muy fácil llegar a quererla a ella. Observó su perfil y notó que se excitaba. La noche anterior la había penetrado sin barreras. Estaba muy segura de que no había peligro alguno, de que no era el momento apropiado del ciclo. Sonrió. A fin de cuentas, él era católico. La mitad de las personas que conocía habían sido engendradas durante el momento «no apropiado» del ciclo. Tal vez ella también estuviese equivocada.

Le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí. Se imaginó el día en que ambos se hallarían junto al sacerdote y él sostendría en sus brazos a un bebé con diminutos rizos pelirrojos y grandes ojos verdes. Por fin había empezado una nueva vida. Se sentía renacer. Y Kristen era el motivo.


Sábado, 28 de febrero, 12.00 horas

Drake se deslizó en el banco y se sentó junto a Jacob y Elaine. La mujer estaba atontada, enajenada. Jacob le cogía la mano y cargaba con el pesar de ambos mientras contemplaba el ataúd. Tal vez el hecho de saber que parte de su venganza se había cumplido le sirviese de bálsamo.

– Ya está, Jacob -masculló Drake.

Jacob no movió ni un dedo; permaneció sentado con la vista fija en el ataúd.

– Muy bien.


Sábado, 28 de febrero, 12.15 horas

– Una fiesta preciosa, Abe -dijo Mia dirigiéndose a él con una copa de ponche en la mano-. Aunque el ponche podría estar un poquito más fuerte.

– Es un bautizo, Mia -replicó Abe con una sonrisa.

– Bueno, bueno. Todo el mundo tiene derecho a montarse una fiesta alguna vez. -Paseó la mirada por la sacristía-. Parece que os habéis cubierto bien las espaldas. Acabo de recibir una llamada de la señorita Keene, la sombrerera. Ha encontrado los anuarios de la escuela y tiene fotografías de Robert Barnett.

A Abe se le aceleró el pulso.

– Tal vez por fin descubramos qué tienen que ver Paul Worth, Robert Barnett y esas balas con Leah Broderick. ¿Quieres que te acompañe?

– No. Quédate con tu familia. Puedo arreglármelas sola con la señorita Keene; le caigo bien, ya sabes.

Abe la miró fijamente.

– Le caes bien a mucha gente.

Mia apartó la vista.

– A Ray tú también le habrías caído bien, Abe. Traeré aquí los anuarios.

Abe la siguió con la mirada mientras se alejaba; sabía que reconocer la aprobación de su antiguo compañero era uno de los mayores cumplidos que podía dirigirle. Oyó sonar su móvil y apartó de sí aquellos pensamientos.

– ¿Diga? -Se mantuvo a la escucha mientras se le tensaban todos los músculos-. Llegaremos en cuanto podamos.

Miró a su alrededor, Kristen estaba hablando con Aidan. Fue hacia ellos y vio que a Kristen se le demudaba el semblante al observar la urgencia que reflejaba su expresión.

– ¿Qué ocurre? -preguntó en voz baja.

– Has recibido otro sobre. Aidan, ¿puedes decirles a Sean y a Ruth que lo sentimos, pero que tenemos que marcharnos? Vamos por los abrigos.


Sábado, 28 de febrero, 12.50 horas

Kristen se detuvo ante el porche de la entrada de su casa y frunció el entrecejo al ver el sobre.

– No hay ninguna caja. Siempre deja una caja.

Un coche estacionó detrás del todoterreno.

– No hay ninguna caja -dijo Jack en cuanto salió del coche.

– Ya lo hemos visto, Jack -respondió Abe-. Abramos el sobre y veremos de qué se trata esta vez.

– Espero que podamos solucionarlo rápido -murmuró Jack señalando el coche. Julia aguardaba en el interior. En el asiento trasero había una sillita y, sentado en ella, un niño pequeño. Jack se ruborizó-. Íbamos al circo.

– Me alegro mucho, Jack -dijo Kristen con una sonrisa sincera-. A ver si terminamos pronto y no se llevan una decepción.

Jack se detuvo en seco al ver la cocina en obras.

– ¿Lo has hecho tú?

– Solo en parte. Me han ayudado.

Jack extendió papel blanco sobre la mesa.

– Veamos qué hay. -Agitó el sobre y de él cayeron dos hojas de papel. Le tendió la carta a Kristen y desdobló él mismo la otra hoja.

– ¡Dios mío! -exclamó Kristen ahogando un grito. Se llevó la mano a la boca y parecía mareada.

Abe bajó la vista a la hoja desdoblada y, de pronto, sintió como si acabasen de propinarle un martillazo en la cabeza. Era un cartel de propaganda electoral: Geoffrey Kaplan, por Kansas y, debajo, la fotografía de un hombre anodino y medio calvo.

Era el violador de Kristen. «Santo Dios.»

– ¿Es él? -preguntó, y ella asintió sin apartar la mano de su boca-. ¿Cómo se ha enterado? -la interpeló-. Mierda, Kristen, ¿cómo es posible que se haya enterado?

Ella se dejó caer en la silla, horrorizada.

– No lo sé. -Se volvió y miró hacia la ventana-. Puede ser que nos estuviera escuchando.

Jack se puso en cuclillas para mirar a Kristen a los ojos.

– ¿Quién es?

Ella clavó la vista en Abe y le suplicó ayuda en silencio.

– Piensa un poco, Jack -dijo Abe sin levantar la voz-. Piensa en lo que Kristen le dijo ayer por teléfono a June Erickson.

Jack palideció.

– No.

A Kristen le temblaban las manos.

– Solo lo sabías tú, Abe. La única vez que he hablado de ello fue el jueves por la noche, sentada aquí contigo. O nos estaba espiando por la ventana o ha colocado un micrófono en la cocina.

Jack miró a su alrededor, todas las paredes estaban limpias de yeso.

– El único sitio donde podría estar escondido es debajo de la mesa. Ayúdame, Abe. -Volcaron juntos la mesa y Jack rebuscó en ella-. No veo nada. Espera. -Meditó un momento-. Debía de andar por ahí fuera. La nieve empezó a derretirse el jueves por la mañana, así que es posible que estuviese aquí el jueves por la noche. ¿Y qué ha pasado cerca del cobertizo?

– Ya le respondo yo. -McIntyre había entrado en la casa-. He oído alboroto en el patio y al momento he visto humo. Cuando me he acercado a ver qué ocurría, he encontrado una granada de humo. He vuelto corriendo a la entrada y he visto el sobre.

– Lo ha hecho para distraerle -masculló Abe-. ¿Cuándo ha sido eso?

– Dos minutos antes de que yo le llamara -respondió McIntyre-. He pedido que viniera enseguida una patrulla para que rastrearan el barrio en busca de una furgoneta blanca, pero de momento no han descubierto nada.

– Lee la carta, Kristen -dijo Abe.

– No puedo. -Estaba temblando como un flan.

Abe cogió la carta de sus manos. Estaba escrita a mano con letra rápida en una hoja de papel blanco.

– «Mi querida Kristen: No tengo palabras para expresar la tristeza que siento al haberte causado tanto sufrimiento, a ti, a tus amigos y a tus familiares. Mi única intención era hacer que te sintieses protegida y resarcida. No te enviaré más cartas, pero quería hacerte llegar este último y justo castigo. Te he vengado, querida. El hombre que te arrebató la inocencia y la juventud no volverá a hacer daño a nadie. Recibe un saludo del que sigue siendo, como siempre, tu humilde servidor.»

Kristen estaba anonadada.

– ¿Y la posdata?

– «Adiós.»


Sábado, 28 de febrero, 13.00 horas

Se sentó en el escalón del sótano y se quedó mirando a los tres hombres que había atado a unas tablas. Los tres lo miraban con los ojos vidriosos debido al pánico y al dolor.

El juez Edmund Hillman, el abogado Gerald Simpson y el violador Clarence Terrill.

Miró la pistola que sostenía con la mano derecha y luego miró su mano izquierda. El medallón de Leah. Lo había llevado colgado al cuello desde que a ella se lo quitaran en el depósito de cadáveres. Le dio la vuelta y dejó que la luz impactara en él. Y, como tantas veces, leyó las iniciales grabadas. WWJD. ¿Qué haría Jesús?

Cerró los ojos. En ningún caso haría lo que él había hecho; bajo ningún concepto.

El sonido de su propia voz recitando la transcripción del juicio de Leah llenaba la estancia. Había grabado el CD semanas atrás, cuando planeó la escena final. Lo había programado para que sonase sin interrupción mientras él viajaba a Kansas. Aquellos hombres debían de haberlo oído unas diez veces, o veinte; tal vez más.

Había ido a Kansas y, como era inevitable, había matado a Kaplan. Aquel hombre merecía la muerte. Sin embargo, lo había matado enceguecido, preso de un encarnizamiento animal.

Luego se había cruzado con la mirada de aquella niña. Lo había descubierto.

Y había empuñado la pistola para matarla.

La hija de Kaplan no había pronunciado palabra. Se había limitado a permanecer allí quieta, mientras él emergía del suelo del garaje como el monstruo de una película de terror, ensangrentado y enloquecido por la rabia que se había apoderado de su razón. La niña lo miraba por encima del coche de su padre, paralizada y con los ojos muy abiertos.

Había estado a punto de matar a una niña indefensa, a una personita que no había hecho daño a nadie. La niña era inocente. En aquel momento supo en qué se había convertido.

En uno de aquellos a los que tanto odiaba.

Pero había bajado la pistola, había soltado la llave inglesa y había salido corriendo hacia la furgoneta; luego había conducido kilómetros y kilómetros antes de detenerse para limpiarse la sangre en la nieve. Restregó y restregó, y a su alrededor todo quedó teñido de rojo. Regresó a la furgoneta y condujo durante horas hasta llegar a Chicago. Volvió a casa de Kristen, estacionó a una manzana de distancia, distrajo al vigilante, dejó el último sobre y se marchó a su casa.

Tenía frío. Y estaba dolorido. Pero aún tenía trabajo que hacer. Siempre acababa aquello que empezaba. Se levantó con esfuerzo y se dispuso a apagar el reproductor de CD. Los tres hombres tenían los ojos clavados en él, en cada uno de sus movimientos. La sala quedó sumida en el silencio.

– Espero que ahora recuerden a Leah Broderick -dijo-. Era mi hija. Está muerta.

– Pues yo no la maté -la voz quejumbrosa e insolente pertenecía a Clarence Terrill.

Se volvió a mirar al hombre que había deshonrado a su hija. Ni siquiera ante su inminente y amargo final sentía remordimientos.

Empuñó la pistola y apretó el gatillo. Clarence Terrill ya no volvería a comportarse de modo insolente. Se volvió hacia Simpson; el hombre sollozaba y suplicaba compasión.

– Usted la presentó como una puta y destrozó la poca autoestima que le quedaba. -Con otro disparo, Simpson cayó muerto-. Ahí tiene la compasión que se merece.

Se volvió hacia Hillman, que lo miraba aterrorizado.

– Y usted, señor Hillman, diría que es el que más culpa tiene. Juró respetar la ley, pero abusó de su superioridad. Durante las semanas que he pasado pensando en este día, había planeado poner en escena un juicio en el que yo sería el juez. Pero no hay tiempo para tanta parafernalia. Estoy acabado. -Sin más, puso fin a la vida del juez con mucha más clemencia de la que el hombre merecía.

Estaba agotado. Pero aún le quedaba una carta por escribir. Miró la pistola y notó el olor acre de la descarga de pólvora. Enseguida se encontraría con Leah.


Sábado, 28 de febrero, 14.00 horas

A pesar del horror por el que había pasado durante la última semana y media, Abe no había visto a Kristen tan frágil hasta ese momento. Estaba sentada en el sofá; se la veía muy pálida. Mediante una llamada telefónica al alguacil del ayuntamiento en el que Kaplan ejercía de alcalde comprobaron que, en efecto, el hombre había fallecido. Su esposa lo había hallado apaleado hasta la muerte en el garaje de su casa; las autoridades locales pensaban que se trataba de un robo frustrado. No obstante, lo que echó por tierra la serenidad de Kristen fue saber que la esposa de Kaplan había encontrado a su hija frente a la entrada del garaje en estado de shock. Nadie sabía lo que la niña había presenciado, puesto que se había encerrado en sí misma y no quería hablar. Sin embargo, aquella vez el asesino había dejado huellas; huellas de sangre por todas partes. Había cometido un grave error. Por fin.

El autocontrol de Kristen pendía de un hilo.

Abe se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo. Pero ella no le correspondió. Permanecía rígida, con la mirada fija en el frente.

– Kristen, ¿cómo puedo ayudarte?

– No lo sé. -Cerró los ojos-. Estoy muy cansada, Abe.

– Ya lo sé, cariño. Pero esta vez ha metido la pata. Pronto lo cogeremos y la pesadilla habrá terminado. -Le frotó la espalda con la palma de la mano-. Y luego nos marcharemos a algún lugar cálido y nos olvidaremos de todo esto.

Ella no dijo nada, así que él trató de cambiar de tema, hablar de cualquier cosa que pudiese relajarla. Estaba empezando a asustarse.

– La ceremonia ha sido muy bonita, ¿verdad? -susurró-. Sean y Ruth estaban muy contentos. -Le pareció que se ponía aún más tensa-. He pensado en mi hijo. -Ella se volvió a mirarlo; sus ojos expresaban tanto dolor que a Abe se le encogió el alma-. Me imagino que tú también has pensado en tu hija, en Savannah.

– Abe…

Él le puso una mano en la barbilla y con el pulgar le acaricio suavemente la mejilla.

– Luego he pensado en nosotros, en el día en que estemos en el altar con nuestro hijo en brazos.

Lo que creyó que podría relajarla produjo el efecto contrario. Se puso en pie tambaleándose y se apartó de él con una mirada de pánico.

– Para. -Él se levantó y trató de atraerla hacia sí, pero ella retrocedió un poco más, trastabillando-. Abe, para. -Cerró los ojos-. Tengo que hablar contigo. Necesito que me escuches con atención porque lo que tengo que decirte no es nada agradable.

Eran las mismas palabras que había pronunciado la noche anterior, cuando le reveló la verdad sobre su hija. El corazón se le heló y, poco a poco, bajó los brazos.

– Muy bien.

Observó cómo ella serenaba el gesto, adoptaba una postura erguida y entrelazaba las manos detrás de la espalda; de repente, había vuelto a convertirse en la mujer que había conocido unos días atrás. De nuevo había levantado a su alrededor un muro protector. Era intocable.

– No voy a tener más hijos.

La frialdad de su tono le sentó como una patada en el estómago, le cortó la respiración. Al principio no fue capaz de decir nada; luego se recuperó.

– Kristen, es normal que te sientas culpable por haber dado a tu hija en adopción, pero eso no significa que no puedas ser una buena madre.

Los ojos de Kristen emitieron un destello y, por un momento, Abe creyó haber oído una risa histérica. Sin embargo, su autocontrol era firme y al responder se mostró tranquila.

– No, Abe, no lo entiendes. No puedo… No… -Tragó saliva-. Después de tener a la niña y de que se la llevaran, me sentí acabada. Lo que había entregado era preciosísimo. Sin embargo, me consolé pensando que aún era joven y que algún día tendría otro hijo. Al cabo de seis semanas acudí al ginecólogo y me dijo que tenía un tumor. -Sus labios se crisparon, pero su postura seguía denotando estricto control-. Kaplan hizo algo más que violarme y dejarme embarazada. Me contagió un virus asqueroso que con los meses de embarazo hizo que desarrollase un tumor canceroso. -Vio que Abe estaba totalmente aturdido y le dedicó una débil sonrisa-. No te preocupes, consiguieron extirparlo; junto con medio útero.

Abe palpó a tientas el sofá que tenía detrás y se sentó en un brazo. Exhaló un suspiro y trató de encontrar las palabras que a ella le resultasen creíbles. De hecho, también él necesitaba creerlas.

«No importa.» Pero claro que importaba.

«Podemos adoptar.» Demasiado irónico.

Por un momento experimentó una sensación de pérdida. Nunca la vería redonda y llena, con su hijo dentro de ella. Nunca acariciaría su vientre abultado ni notaría las pataditas del niño. Nunca subirían al altar de la iglesia con su hijo en brazos mientras sus familiares y amigos los contemplaban con deleite. Nunca haría todo aquello que tantas veces había visto hacer a Sean y a Ruth. No lo haría él y no lo haría Kristen.

Seguían siendo una pareja. Tuviesen o no la casa llena de niños. Él la amaba, y ella había dicho que lo amaba.

Kristen lo observó; vio cómo la verdad hacía mella en él y cómo su sueño se iba haciendo añicos ante sus ojos. Él permaneció sentado sin decir nada; no podía seguir mirándolo. Se dio media vuelta, se dirigió al dormitorio y se asomó a la ventana.

Abe la vio marcharse. Tenía tanto miedo de decir algo inapropiado que al final no dijo nada. En aquel momento sonó su móvil; la melodía hizo eco en el terrible silencio.

– ¿Diga?

– Detective Reagan, soy la enfermera de la unidad de cuidados intensivos del hospital del condado.

El corazón le dio un vuelco. Vincent había muerto. No podía imaginar cómo soportaría Kristen otro duro golpe.

– Sí, me acuerdo de usted. ¿Qué le ha ocurrido a Vincent?

– El estado del señor Potremski no ha cambiado. Lo llamo porque ha vuelto el joven del que le hablé, Timothy. Quiere ver a Vincent.

Abe se puso en pie de un salto.

– ¿Puede entretenerlo durante una media hora?

– Lo intentaré.

Abe corrió hacia el dormitorio y, una vez allí, se detuvo en seco. Kristen permanecía encorvada en la ventana, abrazada a sí misma. Abe observó el violento temblor que sacudía su cuerpo. Había llegado al límite de sus fuerzas, lo último que necesitaba era pasearse por la ciudad en aquel estado. Sabía lo importante que era para Kristen la serenidad, por lo menos el hecho de aparentarla. Era mejor que se quedara y pusiera orden en su cabeza. Él se encargaría de hablar con Timothy. Luego regresaría, conversarían y conseguiría convencerla de que las cosas iban a irles bien.

– Kristen, tengo que salir un rato. -Trató de que su tono fuera lo más dulce posible-. Avisaré a Aidan para que te haga compañía hasta que yo vuelva. -Atravesó la habitación y se apostó tras ella; hubiera dado cualquier cosa por saber qué decir o qué hacer. Al final se limitó a estrecharla entre sus brazos, mientras ella seguía temblando-. Acuéstate y descansa. Luego hablaremos.

Ella asintió, le permitió que la guiara hasta la cama y se sentó. Permanecía en silencio. Él le alzó la barbilla, le dio un breve y suave beso en los labios y se marchó.


Sábado, 28 de febrero, 14.15 horas

Claro que importaba. Kristen no tuvo más que observar la desolación de su rostro para saber cuánto. Aun así, había esperado oírle decir que las cosas irían bien, que la amaba de todos modos y que serían felices juntos. Sin embargo, no había dicho nada.

«Tampoco ha dicho que quiera poner fin a la relación», se dijo. La lógica empezó a abrir brecha en su ánimo. No obstante, la lógica era una pobre sustituta de las palabras que tanto necesitaba oír. Exhaló un suspiro, se puso en pie y se paseó por la casa. Todo estaba en silencio. Por primera vez desde hacía una semana, se encontraba sola en su casa. La situación le resultaba desconcertante.

– Minino, bsss, bsss -dijo solo para oír el sonido de su propia voz. Antes de conocer a Abe Reagan la casa estaba siempre así de silenciosa; sin embargo, hasta aquel momento no fue consciente de la poca importancia que le había concedido a aquel hecho. Tenía ganas de estar en casa de Kyle y Becca, con la televisión a todo volumen y el constante ir y venir. De pronto, dio un respingo; Nostradamus le había rozado las piernas. No había vuelto a ver a los gatos desde que echara abajo la pared de la cocina-. Ven, voy a darte de comer.

Pero se había quedado sin cocina. Miró a su alrededor. Ni siquiera sabía dónde estaban los platos. Supuso que Annie los habría metido en alguna parte. Vació un platito que contenía flores secas aromáticas y lo llenó de comida para gatos. Luego se preguntó qué más podía hacer para entretenerse.

Su oído captó los graves compases de la melodía de su móvil y, con el corazón a cien por hora, abrió el bolso para cogerlo. La última llamada que había recibido había resultado ser una amenaza. La iglesia estaba llena de policías, pero los Reagan seguirían en peligro hasta que aquella pesadilla terminase.

– ¿Diga?

– Señorita Mayhew, no me conoce, soy el doctor Porter. Trabajo con el juez de instrucción del condado de Lake. Me han dicho que está buscando a Leah Broderick.

Con el pulso acelerado, Kristen se sentó en el escritorio y sacó un cuaderno. En el condado de Lake habían encontrado el cobertizo de Worth con los utensilios para practicar el tiro.

– Sí, la estamos buscando. ¿Qué sabe de ella?

– Bueno, firmé su certificado de defunción el 27 de diciembre del año pasado. Se suicidó.

Kristen suspiró.

– Llegados a este punto, ya no me sorprende. ¿Podría decirme quién se encargó de la identificación y del entierro?

– Su padre. Me acuerdo perfectamente. -Se oyó el ruido de un armario al abrirse-. Voy a mirar su nombre.

A Kristen aquello le pareció muy raro; recordaba que el único familiar que tenía Leah era su madre. Aun así, no tenían nada que perder…

– ¿No será Robert Barnett por casualidad? ¿O alguien apellidado Worth?

– No, no. No se llamaba así. Espere… Aquí está. Owen Madden.

A Kristen se le cayó el bolígrafo de la mano.

– No, no puede ser.

– Le aseguro que es verdad. -El doctor parecía ofendido-. Me acuerdo muy bien de él. La identificación se realizó mediante circuito cerrado de vídeo porque el cuerpo había quedado muy desfigurado. El hombre se mantuvo estoico como un marine.

Por un momento, Kristen permaneció con la mirada fija. Tenía la respiración agitada y entrecortada. Owen. No podía ser cierto.

«Dios mío.»

– Bien, gracias, doctor Porter. Disculpe mi reacción, es que estoy un poco sorprendida. -¿Un poco? A punto había estado de desmayarse-. Gracias.

– He hecho una copia de la foto de su documento de identidad -prosiguió Porter-. Si quiere, puedo enviársela por fax.

– Sí, gracias. -Le dictó a Porter su número de fax-. Gracias por su llamada.

Cuando colgó el teléfono, el corazón le latía a un ritmo frenético. «Necesito pensar, necesito pensar.»

Owen. ¿Cómo podía ser él?

Pero, llegados a aquel punto, ¿cómo podía ser que no fuese él?

– Tengo que llamar a Abe -se dijo entre dientes, y abrió el móvil con manos trémulas.

– Luego, tal vez -dijo una voz grave detrás de ella. Y, sin darle tiempo a gritar, una mano le cubrió la boca mientras otra le arrebataba el móvil y la obligaba a echarse hacia atrás. Topó contra un cuerpo duro como una roca-. De momento, estate calladita y haz lo que te digo.

Kristen forcejeó, pero el hombre era corpulento y fuerte. Se acordó de Vincent y de Kyle y supo que sería la siguiente de la lista. Se preguntó dónde se habría metido McIntyre.

– Deja de resistirte o te arrepentirás.

Pensó en la pistola nueva que guardaba en el cajón del escritorio. Para el caso, habría dado lo mismo que no la tuviera.

Se retorció y dio patadas hacia atrás, pero la mano le destapó la boca y le propinó un bofetón en la cabeza.

Kristen parpadeó; veía chiribitas. Aun así, inspiró hondo y gritó tanto como pudo. Milagrosamente la puerta principal se abrió y apareció Aidan con la llave de la puerta en la mano. Su semblante denotó sobresalto pero enseguida dio un brinco y tiró al hombre al suelo. Kristen retrocedió y se detuvo cuando topó contra la mesa. Observó horrorizada que los hombres se estaban peleando.

Tenía que llamar a la policía. El hombre le había quitado el móvil así que descolgó el teléfono fijo. No había línea. Habían cortado el cable. Cogió la pistola. Los dos hombres rodaban por el suelo, luchaban cuerpo a cuerpo por hacerse con el control; entonces Aidan le propinó al intruso un tremendo empujón y lo estampó contra la pared. Kristen no pensó; actuó. Apretó el gatillo una vez tras otra hasta que el hombre se desplomó en el suelo. Aidan se puso a cuatro patas y se la quedó mirando mientras trataba de recobrar el aliento. Kristen estaba como petrificada; permanecía con los brazos extendidos y apuntaba a la pared. Un reguero de sangre se deslizaba por el papel de rayas azules.

– Dios mío. -Aidan se puso en pie, fue hasta ella y le quitó la pistola de las manos. Luego la abrazó y ambos exhalaron juntos largos suspiros jadeantes. Pero, de repente, Aidan dio un respingo y cayó al suelo. Kristen lo vio desplomarse como si tuviese la mente separada del cuerpo; a continuación, levantó los ojos y vio unos zapatos, unos pantalones, un abrigo. Una mano que sostenía una pequeña porra. Y el rostro enojado de Drake Edwards.

– Así es como se hacen las cosas -masculló. Se agachó y recogió la pistola de Kristen del suelo, sacó la de Aidan de la funda y por fin le dio media vuelta al cadáver y extrajo la que este llevaba sujeta en la cintura-. Tendrá que acompañarme, señorita Mayhew.

– No.

Él la miró con expresión divertida.

– ¿Cómo que no? ¿Qué piensa hacer para evitarlo?

Los latidos salvajes del corazón de Kristen le aporreaban el pecho. Dio un paso atrás y gritó cuando Drake Edwards la aferró por el brazo. Entonces sonó el teléfono y se oyó el doble tono del fax. Ambos se volvieron. El hombre que la había atacado había desconectado el teléfono pero no el fax. Edwards contempló fascinado la página que salía de la impresora.

A Kristen se le revolvió el estómago. Era el permiso de conducir de Owen. Edwards arqueó las cejas por la sorpresa y sus labios esbozaron una sonrisa despiadada.

– ¿Sigue trabajando a estas horas, señorita Mayhew? ¿Quién es ese? ¿Alguien en especial?

A Kristen se le secó la boca y fue incapaz de idear una respuesta.

– Sabía que tenía que ser alguien cercano. Así que este es el tipo, ¿no? El premio gordo. -Edwards dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo-. Venga conmigo. Tengo por costumbre no matar a ningún policía; me crearía demasiados enemigos, y los policías no olvidan nunca. Aun así, si vuelve a abrir la boca, haré una excepción. -Kristen dirigió una última mirada desesperada a la figura inconsciente de Aidan y, sintiéndose impotente, salió de la casa y se dirigió hacia el coche patrulla que había aparcado a la entrada. Sentado al volante había un extraño vestido de uniforme. El hombre la saludó con una sonrisa burlona. ¿Dónde se habría metido McIntyre?

Drake Edwards estaba llevándosela en pleno día y en un coche patrulla. Sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo, le dirigió una mirada y vio que el gesto de sus labios denotaba verdadera satisfacción.

– Con tantas idas y venidas a su casa y tantas escoltas diferentes, nadie se ha extrañado de ver a un policía más, señorita Mayhew. -Tenía razón, nadie se había dado cuenta de nada. Edwards abrió la puerta de detrás del conductor y Kristen vio a McIntyre desplomado en el asiento del acompañante. Le salía sangre del oído, pero su pecho se movía; estaba vivo. Edwards se inclinó y acercó la boca al oído de Kristen-. No haga nada raro o esos dos chicos que cruzan la calle en bicicleta morirán.

Kristen miró a los chicos, sabía que Edwards cumpliría su promesa. Era la mano derecha de Conti y corrían rumores de que era un gran hijo de puta. Sin embargo, las autoridades no habían podido recoger pruebas suficientes para presentar cargos contra él. Se preguntaba si después de aquello podrían hacer algo o si también ella acabaría convirtiéndose en un rumor más.

– ¿Adónde me llevan? -preguntó cuando el hombre subió al coche.

– Tiene una cita, señorita Mayhew. Estoy seguro de que no quiere llegar tarde.


Sábado, 28 de febrero, 14.15 horas

Mia regresó a la iglesia con el anuario de la escuela de la señorita Keene bajo el brazo. Buscó a Spinnelli.

– ¿Abe sigue en el hospital? ¿Todavía no ha vuelto?

Spinnelli negó con la cabeza.

– Todavía no. Ha dicho que te llamaría y te contaría las últimas noticias. -Volvió a sacudir la cabeza-. Pobre Kristen.

– Sí, después de todo lo que ha pasado solo le faltaba llevarse un susto así. -Miró a su alrededor con mala cara-. Por cierto, ¿dónde está?

– En casa, descansando. El hermano de Abe ha ido a hacerle compañía.

– Bueno, por lo menos no está sola.

– ¿Qué has averiguado en la tienda de esa señora? Has tardado siglos.

Mia suspiró y abrió el anuario por la página que tenía marcada.

– Este es Robert Barnett. Me he dado una vuelta por la facultad de bellas artes para pedirles que dibujasen su retrato con cuarenta años más. -Le mostró el bosquejo-. No lo he visto nunca.

– Yo tampoco. -Spinnelli frunció el entrecejo-. Esperaba que fuese la gran revelación.

– Ya; yo también. Sabemos que es el hijo de Genny O'Reilly y el sobrino de Paul Worth, el anciano de la residencia, pero aparte de eso no veo la relación por ninguna parte.

– Hola. -Se les acercó una jovencita con una sonrisa amigable-. Me han encargado que compruebe que todos los invitados están servidos. Soy Rachel. -La chica los examinó con la mirada-. Y seguro que ustedes son Mia y el teniente Spinnelli.

A Mia no le hacían falta las presentaciones para reconocer a la hermana pequeña de Abe. Tenía los mismos ojos que él.

– Encantada de conocerte, Rachel. Tu familia ha preparado una fiesta preciosa.

– No está mal. Yo echo en falta la pizza. -Miró con curiosidad el anuario y se inclinó para aproximarse mientras observaba con atención el bosquejo-. ¿Es de Kristen?

Mia, perpleja, se volvió hacia Spinnelli y luego se dirigió de nuevo a Rachel.

– ¿Por qué lo preguntas?

La chica se encogió de hombros.

– Parece su amigo.

– ¿Conoces a este hombre? -preguntó Mia en tono enérgico.

Rachel, asustada, abrió mucho los ojos.

– Creo que sí. ¿Por qué?

– ¿Dónde lo has visto? -intervino Spinnelli con calma.

– Le llevó un sándwich a Kristen la semana pasada. Fui a verla al trabajo y él estaba a punto de marcharse. Se llama Owen no sé qué. -Parecía angustiada-. ¿Por qué?

Mia sacó el teléfono.

– Tengo que llamar a Abe. -Hizo una mueca cuando saltó directamente el contestador-. Debe de estar todavía en la UVI, hablando con el amigo de Kristen. Tiene el móvil desconectado.

– Llama a Kristen. -Spinnelli hizo un gesto a Todd Murphy.

Kyle Reagan se acercó a ellos con semblante preocupado.

– ¿Qué ocurre? -Aunque estaba jubilado, había sido policía y sabía cuándo las cosas no iban bien.

Mia apretó la mandíbula.

– No lo coge. Mierda. Kristen no contesta.

Kyle le arrebató el teléfono.

– Voy a llamar a Aidan. -Unos segundos más tarde, el hombre palidecía-. Tampoco contesta.

Spinnelli sacó su móvil y empezó a presionar las teclas de forma frenética.

– Envíen una unidad a la casa de la fiscal Mayhew lo más rápido posible; que pongan la sirena.

Spinnelli se quedó mirando a Murphy y a Kyle Reagan.

– Encargaos de que todo el mundo se quede aquí y esté tranquilo. Vámonos, Mia.


Sábado, 28 de febrero, 14.45 horas

Lo sorprendió el sonido del teléfono. No recibía llamadas en casa. De hecho, la última persona que lo había telefoneado había sido el sheriff del condado de Lake para comunicarle el suicidio de Leah. Dejó a un lado el bolígrafo y contestó.

– ¿Diga?

– Señor Madden, soy Zoe Richardson. Seguramente habrá oído hablar de mí.

Él apretó la mandíbula y aferró el teléfono con fuerza.

– Sí, he oído hablar de usted.

– Me alegro. Se ha descubierto el pastel, señor Madden. Sé quién es en realidad.

«Que no cunda el pánico», se dijo.

– No sé de qué me habla.

Ella emitió una risa gutural.

– No se preocupe. Solo quería que supiese que estoy preparando la noticia de esta noche. He conseguido pruebas de que la fiscal Mayhew tiene una relación personal con el espía asesino y de que es ella quien guía sus acciones. Será todo un notición.

A pesar de lo fatigado que se sentía, la sangre empezó a hervirle en las venas.

– Sabe perfectamente que eso es absurdo. Kristen no ha hecho nada malo.

– Puede ser, pero si últimamente su carrera peligraba, después de esto no le permitirán ejercer en ningún juzgado del país. -La voz de la chica se oía cada vez más entrecortada-. Necesito dar un notición esta noche, señor Madden. Y si no es uno, será otro. Supongo que me entiende. Puede ocultar su rostro y disimular la voz; luego puede seguir con sus acciones. Solo quiero una exclusiva. ¿Tiene un bolígrafo a mano?

– Sí -dijo entre dientes.

– Muy bien. Pues anote esta dirección. Lo estaré esperando.

Volvió la hoja en la que había estado escribiendo y tomó nota de los datos.

– Es una sabandija.

– Bueno, bueno, señor Madden. «No te acerques, que me tiznas», le dijo la sartén al cazo.

Él observó los datos y tomó una decisión. La vida de Kristen no podía verse arruinada por culpa de lo que él había hecho. Arrancó la hoja del cuaderno y se la guardó en el bolsillo. Luego abrió la puerta de cristal del armario en el que guardaba las pistolas. Había matado a muchas personas. ¿Qué importaba una más?


La chica le devolvió el móvil.

– ¿Qué tal lo he hecho?

Drake sonrió.

– Perfectamente. -Le metió un billete de cien dólares en el bolsillo del abrigo-. Cómprate algo bonito. Y dale recuerdos a tu madre.

– Gracias, tío Drake. -Se levantó y lo besó en la mejilla.

Jacob aguardó a que la sobrina de Drake saliese de la limusina.

– Esta chica promete.

– Mucho. -Drake sonrió, satisfecho-. Es casi la hora, Jacob.


Sábado, 28 de febrero, 14.45 horas

Mia y Spinnelli entraron en la casa de Kristen. Jack y sus hombres estaban buscando cualquier cosa que indicase adónde se la habían llevado. El dormitorio estaba hecho un desastre y en el papel de rayas azules había manchas de sangre. Mia trató de controlar el pánico que sentía y se arrodilló junto al hermano de Abe para ponerle los dedos en la garganta. Su pulso parecía regular. «Gracias a Dios.»

– ¿Quién de ustedes me ha llamado? -preguntó Spinnelli.

Un agente dio un paso al frente.

– He sido yo, señor. He encontrado al agente Reagan inconsciente y he llamado a una ambulancia. El otro hombre no lleva documentación y está muerto. La pistola de Reagan ha desaparecido.

Mia levantó la cabeza.

– ¿Y McIntyre?

– No hay rastro de él ni del coche patrulla. Hemos registrado la casa y el cobertizo del patio. No responde a las llamadas por radio. Una vecina vio a la señorita Mayhew subir al coche. Dice que la acompañaba un hombre alto, el sombrero le ocultaba el rostro. Nadie más ha visto nada.

Spinnelli empezó a despotricar.

– ¿Y le ha preguntado por qué no ha llamado a la policía?

– Ha dicho que, como ha habido mucha policía durante toda la semana, no le ha dado importancia -explicó el agente.

– ¿Y nadie ha oído el maldito disparo? -intervino Mia.

– Ha dicho que, como llevan toda la semana dando porrazos, no le ha parecido raro oír ruido.

El gesto de Jack se endureció.

– He hablado con el jefe directo de Aidan. Él tiene una Glock del calibre 38. A este hombre lo han matado con un arma del 22.

– Kristen acaba de comprarse una pistola del 22. -Mia pulsó la tecla del móvil que correspondía al teléfono de Abe, pero no obtuvo mayor éxito que las diez veces anteriores-. Mierda. ¿Dónde se ha metido Abe?

– ¿Has llamado al hospital? -preguntó Jack al tiempo que Spinnelli se arrodillaba para echar un vistazo al cadáver.

– Lo están buscando -dijo Spinnelli-. Al parecer, ese tal Timothy se ha llevado un susto de muerte al ver a Abe y han tenido que hacerlo salir de la UVI. Abe se lo ha llevado para tranquilizarlo y poder hablar con él.

Mia ladeó la cabeza mientras escuchaba con atención.

– Silencio. Está sonando el móvil de Kristen.

Spinnelli dio la vuelta al cadáver para despojarlo del abrigo.

– Lo lleva en el bolsillo. -Abrió el móvil de Kristen-. ¿Diga? Sí, este es su móvil… Soy el teniente Marc Spinnelli, del Departamento de Policía de Chicago. ¿Quién es usted? -Se mantuvo a la escucha y al poco se puso en pie-. Chicos, cuando entrasteis ¿visteis algo en el fax?

Los agentes se miraron el uno al otro.

– No, señor.

– No -respondió Spinnelli-. No lo ha recibido. ¿Puede volver a mandarlo enseguida? Gracias. -Se volvió hacia Mia-. Era el juez de instrucción del condado de Lake. Se ve que ha llamado a Kristen para darle el nombre de la persona que identificó el cadáver de Leah Broderick y luego le ha enviado una foto por fax. Es Owen Madden.

Mia cerró los ojos.

– Entonces, ella ya lo sabe.

– Sí -dijo Jack-. Y el que se la ha llevado también lo sabe.

– Y suponiendo que esto es cosa de Conti… -Spinnelli no terminó la frase.

No hacía falta. Conti quería al asesino y ya lo tenía. Y además tenía a Kristen.

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