Capítulo 20

Jueves, 26 de febrero, 22.20 horas

Los padres de Debra le habían rogado que los perdonara. Era lo último que esperaba. Abe apoyó los brazos en la parte superior del volante y contempló las intensas luces de la noria del parque de atracciones del embarcadero Navy Pier. Era el único lugar en el que aún podía ver a Debra sonreír. Allí se habían conocido el día de la cita a ciegas preparada por Sean y Ruth. Y allí la había llevado para pedirle que se casara con él. A cambio de una propina, el encargado había accedido a detener la noria cuando su cabina se encontrara arriba del todo, de forma que le pidió matrimonio con todo Chicago a sus pies. El día en que Debra le comunicó que iba a ser padre, también lo llevó allí y le dio una propina al encargado para que hiciese exactamente lo mismo. Ahora había acudido a aquel lugar para pensar, para recordar a su esposa como la feliz mujer que había sido. Y para tratar de encontrar en su corazón el perdón que los padres de ella le habían pedido.

Había perdido la noción del tiempo y los golpecitos en la ventanilla le dieron un susto de muerte.

Sean lo miraba con el entrecejo fruncido.

– ¿Qué diablos estás haciendo aquí? Estábamos preocupados.

Abe, perplejo, miró el reloj.

– No me había dado cuenta de que fuera tan tarde.

– ¿Y tu maldito teléfono? Hace una hora y media que te llamamos.

Abe sacó el móvil del bolsillo y torció el gesto.

– Está sin batería. -Era la primera vez que se mostraba tan desconsiderado con los demás. Lo enchufó en el encendedor del coche.

– Kristen está en mi coche.

Su mirada se dirigió de inmediato hacia el coche de Sean, donde Kristen permanecía con los ojos fijos en sus manos.

– ¿Qué hace aquí?

– Se estaba subiendo por las paredes, pensaba que los hombres de Conti te habrían herido.

De pronto, se sintió agotado. Se respaldó en el asiento.

– No lo había pensado.

– Bueno, pues díselo tú mismo. Yo tengo que volver con mi mujer.

Un minutó después, Sean se alejaba en su coche y Kristen subía al todoterreno. Bajó la vista y Abe se sintió culpable. No había pensado en ella.

– Lo siento, Kristen. No se me ha ocurrido que pudieras estar preocupada.

– Pues sí. Pero da igual. -Tenía la barbilla prácticamente hundida en el pecho.

– Mírame, por favor.

Ella hizo lo que le pedía; volvió el cuello lo imprescindible y lo miró con el rabillo del ojo; pero sus miradas siguieron sin cruzarse. Estaba… extraña.

– ¿Qué ocurre?

Cerró los ojos y dio un suspiro entrecortado.

– ¿Puedes llevarme a casa, por favor?

– No hasta que me digas de qué va todo esto. Abre los ojos.

Ella se echó hacia atrás en el asiento y se aovilló; cerró los ojos con fuerza.

– Abe, por favor.

Alarmado, Abe puso en marcha el todoterreno y lo sacó del aparcamiento.

– ¿Qué ocurre? Mierda, Kristen; si lo que quieres es devolverme la pelota por haberte hecho sufrir, lo estás consiguiendo.

– No es eso. Conduce.

Él salió a la carretera.

– ¿Es Vincent?

– No, Vincent sigue igual. Owen ha llamado para decírmelo cuando estaba en el coche con Sean.

– ¿Ha vuelto ese Timothy a visitar a Vincent?

– No se lo he preguntado. Estaba demasiado preocupada por ti.

La vio abrir un ojo y posarlo en el retrovisor lateral, luego volvió a cerrarlo.

Miró por el retrovisor, pero solo vio las luces de la noria.

– Cuando lleguemos a tu casa, ¿me lo contarás?

Ella asintió una sola vez.

– Sí.


Jueves, 26 de febrero, 22.45 horas

Se sintió aliviado al ver el todoterreno de Reagan penetrar en su casa. Lo vio entre las casas, desde el lugar que ocupaba en la manzana contigua. Reagan salió del coche y se dirigió hacia la puerta del acompañante. Era todo un caballero. Tenía su aprobación.

Se alegraba de que hubiesen llegado a casa sanos y salvos. No podría haberse perdonado que le ocurriera algo malo a otra de las personas que ella apreciaba. No pensaba que las cosas pudieran torcerse tanto. Su intención, al hacerle saber que estaba eliminando el mal de la faz de la tierra, era tranquilizarla; el resultado, sin embargo, era el contrario. La habían amenazado en su propia casa. Él debía encontrar un modo de asegurarse de que todas las personas que le importaban estuviesen a salvo; ella no tenía que saber nada más. No le escribiría más cartas.

Frunció el entrecejo. Ya hacía rato que ella debería haber salido del coche. Aquella noche hacía mucho frío. Se resfriaría. Reagan, en vez de hacerla entrar en la casa, se había quedado allí plantado. Algo iba mal. Al fin, ella salió, Reagan le pasó el brazo por los hombros y ambos entraron por la puerta de la cocina. Parecía que estaba bien. Pero tenía que asegurarse.


Jueves, 26 de febrero, 22.45 horas

Cuando entró en la cocina, Kristen se quedó petrificada. La noria desapareció momentáneamente de su cabeza.

– Está limpia. Los escombros han desaparecido. -Y la pared también. Abe y ella no habían terminado de echarla abajo la noche anterior, sin embargo el espacio aparecía despejado. Tampoco estaban la nevera, el fregadero y la encimera de linóleo. Lo único que quedaba era la mesa, cubierta con revistas abiertas por páginas llenas de fotografías de atractivas cocinas-. Son las revistas de Annie -exclamó; por fin lo entendió todo-. Aidan y Annie han estado aquí. ¿Tú lo sabías?

Abe sonreía.

– ¿De dónde te crees que han sacado la llave?

– ¿Y de dónde la has sacado tú?

– Mia te la cogió del bolso y yo hice una copia. ¿Te sorprende?

Ella se hundió en una silla y se cubrió la boca con la mano. Las lágrimas afloraron a sus ojos. Abe se arrodilló a su lado y la estrechó entre sus brazos.

– Querían hacer algo por ti. Ha sido idea de Aidan.

– Es lo más bonito que han hecho por mí en toda mi vida. Abe…

Él le acarició la espalda trazando grandes círculos.

– ¿Estás ya en condiciones de hablar?

Ella se secó las lágrimas con el abrigo.

– Creo que sí.

Él la apartó de sí, le sujetó la barbilla y la besó en la boca. Luego ocupó la silla contigua y se desabrochó el abrigo.

– Estoy listo, cuando tú quieras.

Kristen sabía que había llegado el momento de relatar lo que solo había contado una vez hasta el momento. Esta vez la creerían. Aun así… Llevaba mucho tiempo guardando aquel secreto; demasiado tiempo. Era hora de verbalizarlo.

– Yo tenía veinte años -empezó, exhalando un suspiro-. Cursaba el segundo año en la Universidad de Kansas. Había pasado un año en Italia y me costaba seguir el ritmo de los estudios, así que aquel verano decidí asistir a unas clases de refuerzo para ponerme al día. Había un chico en la clase de estadística que me ayudaba con los deberes; yo era de letras y los números no se me daban demasiado bien. -Sonrió con tristeza-. Gracias a él, la cosa empezó a cambiar.

Abe mantenía el rostro sereno pero sus ojos azules expresaban turbación.

– Entonces, lo conocías.

– Eso creía. Habíamos salido unas cuantas veces; íbamos a alguna hamburguesería o pizzería. Él solía tomar unas cuantas cervezas; yo no bebía. A veces me decía que era una mojigata, pero yo me lo tomaba a broma. Un día fuimos juntos a la feria, era una agradable noche de verano y él dijo que tenía ganas de pasear, así que nos alejamos del grupo con el que íbamos. Sobrepasamos las casetas donde guardaban a los animales. Entonces él me besó. No era la primera vez que lo hacía. Pero luego quiso… -Se le entrecortó la voz; la emoción atenazaba su garganta.

– Quería sexo -dijo Abe en tono monótono.

Ella asintió, aliviada de que hubiese terminado la frase en su lugar.

– Era la primera vez.

– ¿La primera vez que él lo buscaba o tu primera vez?

– Las dos cosas.

Él cerró los ojos; tras el nudo de su corbata podía observarse su garganta tragar saliva.

– Eras virgen.

– Probablemente la única de la clase. Mi padre me había prohibido beber, bailar, escuchar rock y jugar a las cartas; el sexo era el pecado capital. Así que yo estaba aguardando el momento propicio, pero con aquel chico no me apetecía hacerlo.

– Sin embargo, él no aceptó un «no» como respuesta.

– Exacto. Yo me resistí y le arañé, pero era demasiado corpulento. Me redujo sin ningún esfuerzo. Me dijo que yo lo estaba deseando, que se lo había pedido. Yo le respondí que era la primera vez… Él se echó a reír. Dijo que había viajado a Italia, que estaba acostumbrada a ir por el mundo. Me tiró al suelo y me tapó la boca. -Kristen alzó los ojos al techo, incapaz de mirar a Abe mientras pronunciaba aquellas palabras-. Me violó. Yo me limité a pensar que duraría poco; tenía que durar poco. Miré hacia arriba y al ver en el cielo la noria dando vueltas me dediqué a contar cabinas. Al fin terminó. -Bajó la mirada y vio que Abe apretaba los puños sobre la mesa. Cubrió con su mano la de él, consciente de que, a pesar de su insistencia por conocer la verdad, debía de resultarle más difícil escuchar aquello que a ella contarlo-. Y me dejó allí, tendida en el suelo detrás de las casetas.

– ¿Se lo dijiste a alguien?

– Al cabo de un tiempo.

– ¿A la policía? -preguntó muy tenso.

– No. -Kristen suspiró-. Les pedimos a las otras chicas que lo contaran ante las autoridades, pero tenían miedo. Y yo también tenía miedo. Temía que nadie me creyera. Él me advirtió que diría que lo habíamos hecho de mutuo acuerdo; llevábamos dos meses saliendo juntos, nadie habría dudado de su palabra. No era ningún gamberro, era un chico normal que asistía a todas las clases y entregaba los deberes con puntualidad. No era un mujeriego. Por eso me fiaba de él.

– ¿Pero a quién se lo dijiste?

– A mis padres.

– ¿Y?

Recordaba el semblante de su padre como si aquello hubiese ocurrido el día anterior; temblaba y estaba rojo de furia. Aún podía oír el ruido de su mano al cortar el aire justo unos segundos antes de que la tirara al suelo con un bofetón. Se quedó allí tendida, temblaba y sentía náuseas. Estaba embarazada.

– Mi padre no me creyó.

– ¿Qué? -El grito de indignación hizo que Abe se tambaleara-. ¿Que no te creyó?

– No. Me dijo que era igual que mi hermana, una alocada y una depravada.

Observó a Abe andar de un lado a otro.

– ¿Por eso te marchaste de casa? -preguntó.

– No me fui yo, me echó él. -Estaba aterrorizada, no tenía ni un céntimo y encima se había quedado embarazada.

Abe se detuvo en seco, luego se volvió y la miró; no daba crédito a lo que oía.

– ¿Que te echó de casa?

– Sí.

– ¿Y tu madre? ¿Qué hizo?

– Nada. Se limitó a mirarme. Tal vez si Kara no hubiese muerto, mi madre habría tenido el valor de enfrentarse a él, pero en aquellos momentos ya vivía por inercia. De todas formas, daba igual. Para entonces aquel chico ya se lo había contado a todos sus amigos. Todos me consideraban una mujer fácil. -«Y sabía que en otoño ya se me notaría el embarazo», pensó Kristen-. Al final del verano, dejé la Universidad de Kansas. Una buena amiga de mi hermana se había mudado a Chicago, así que me vine a vivir con ella. Solicité el traslado de expediente a la Universidad de Chicago y terminé la carrera.

A Abe le temblaban las manos; las metió en los bolsillos.

Ella sacudió la cabeza.

– Después de aquello, me era imposible pintar. Me concentré en el trabajo y decidí estudiar derecho. -«Y tuve una niña, y la di en adopción», pensó. Pero, cuando abrió la boca para acabar el relato, recordó la foto de Abe y Debra, ella embarazada del niño que nunca llegaron a tener.

Abe estaba hundido en la silla con la cabeza reposando entre las manos.

– Santo Dios.

– Por eso esta noche, al ver la noria… -Se estremeció-. Soy incapaz de mirar las norias.

Él no dijo nada, se limitó a permanecer cabizbajo. Ella extendió el brazo y le acarició el pelo.

– Aquello ya pasó, Abe. He seguido adelante con mi vida.

Él levantó la cabeza y la miró con ojos penetrantes.

– Sola.

Ella mantuvo la mirada fija en sus ojos.

– Por un tiempo.

– ¿Qué pasó con el chico?

Kristen negó con la cabeza.

– No, eso no te lo contaré.

Abe no apartó la vista de ella.

– Cuéntamelo.

– Y si no, ¿qué? -dijo ella en tono calmado.

Él se encorvó; su rostro adquirió de pronto un aspecto demacrado.

– Por favor.

Kristen tendría que haber pensado que él necesitaría conocer el final de la historia; de hecho, sabía que sería así. Le había seguido la pista, incluso al cabo de los años.

– Ironías de la vida; también acabó estudiando derecho. Se metió en política y ahora resulta que es el alcalde de un pueblecito de Kansas. -Frunció los labios-. Pretende conseguir un puesto en la Asamblea Legislativa del Estado. Según los sondeos, gana por diez puntos.

A Abe se le revolvió el estómago. Aquel monstruo prosperaría sin pagar su crimen. No podía soportar la idea de que jamás supiera el daño que le había hecho a Kristen.

– Podrías arruinarle la carrera.

Ella conservaba la calma.

– Pero no pienso hacerlo. No dije nada entonces y tampoco lo diré ahora. -Desvió la mirada no sin que él se apercibiera de que tenía los ojos llorosos-. La verdad es que soy una cobarde.

Abe se la quedó mirando, no daba crédito a las palabras que acababa de pronunciar.

– Tú no eres ninguna cobarde.

Ella pestañeó y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

– Sí, sí soy cobarde. Las valientes son esas mujeres que denuncian los crímenes. Y yo las obligo a revivir los hechos una y otra vez, hago que se humillen en público y la mayoría de las veces no sirve de nada.

Él la aferró por los brazos y la hizo ponerse en pie.

– No quiero volver a oírte decir eso. -Le había contado la historia con desapego, en cambio ahora lloraba; a él, por una parte, lo invadía la impotencia y la rabia por la violación y, por otra, sus lágrimas le partían el corazón. La atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos con fuerza-. Hay muchos tipos de valentía, Kristen. En tu trabajo, tú revives tu experiencia todos los días. Posibilitas que se haga justicia con esas mujeres. Eres la mujer más valiente que he conocido en mi vida. -Le besó la coronilla mientras la acariciaba con suavidad, y notó que la oleada de emociones amainaba-. Después de que le disparasen a Debra, me acostumbré a pensar solo en el presente. Me ofrecía voluntario para los trabajos más peligrosos porque no daba importancia a mi vida. Me asustaba el futuro, Kristen. Me asustaba pensar que algún día volvería a ser feliz.

Ella se quedó muy quieta.

– ¿Eres feliz ahora, Abe?

Él le tiró de la barbilla para que alzara la cabeza.

– Sí. -Se le acercó y le dio un suave beso en los labios-. ¿Y tú?

– Más que nunca. -Lo dijo tan seria que a Abe se le encogió el corazón. Necesitaba verla sonreír de nuevo.

– Pues me parece que aún puedo hacerte más feliz -la provocó en tono de broma.

Los labios de Kristen se curvaron hacia arriba.

– Te creo.


Jueves, 26 de febrero, 23.15 horas

Aguardó a que salieran de la cocina para abrirse paso por el patio trasero hasta la furgoneta. Al principio la historia lo había conmocionado y lo había hecho sentirse turbado e inseguro, pero ahora lo que sentía era furia y confianza. Había perseguido y cazado a sus presas. Los tres hombres se encontraban en el sótano de su casa gimiendo y aguardando a que él impusiera justicia. Le sobraba tiempo.

Aún tenía la oportunidad de subsanar un error más.


Viernes, 27 de febrero, 8.45 horas

Era viernes, pero Abe sabía que nadie tenía motivos para alegrarse. Spinnelli parecía demacrado por culpa de la rueda de prensa de la noche anterior; habría preferido estar en cualquier sitio antes que tener que presidir la reunión matutina; sin embargo, allí estaba, rotulador en mano. Verdaderamente, había muchas formas de demostrar valor.

– ¿Qué sabemos de nuevo, chicos?

– He hablado con los hombres a quienes encargó que siguieran la pista a los seis abogados defensores relacionados con Hillman y con Simpson -empezó Abe-. Han localizado a cuatro, pero hay dos que no se sabe dónde están. Tal vez estén vivitos y coleando, pero no lo sabemos, así que tendremos que seguir buscándolos.

– Anoche encontraron el coche de Simpson -explicó Jack-. La ventanilla del conductor estaba hecha añicos, parece que la golpearon desde el exterior, como si se hubiese encerrado en el coche y alguien hubiese roto el cristal para obligarlo a salir. En emergencias recibieron una llamada de su móvil sobre las seis de la madrugada; quien llamó no dijo una palabra y al cabo de diez segundos se cortó la comunicación. Trataron de devolverle la llamada, pero no hubo suerte. Encontramos el móvil destrozado dentro del coche de Simpson. Parece que ese tipo se ha dado cuenta de que el GPS lo delata.

– ¿Dónde habéis encontrado el coche, Jack? -quiso saber Abe.

– Aparcado cerca del gimnasio adonde suele ir. Es uno de esos que está abierto las veinticuatro horas.

– Su esposa me ha dicho que le gusta hacer ejercicio antes de empezar la jornada -aportó Spinnelli-. ¿Habéis visto algo raro en el vídeo de seguridad del local?

Los ojos de Jack emitieron un destello.

– Una furgoneta blanca. La matrícula pertenece a un Oldsmobile propiedad de Paul Worth.

Se oyó un suspiro colectivo.

– ¡Por fin, información útil! -exclamó Mia.

– Pero él no sale en la grabación -dijo Jack, disgustado-. La furgoneta lo tapa.

Spinnelli se frotó las manos.

– Tendremos que conseguir una orden para registrar la casa de Paul Worth. Kristen, ¿tienes el nombre de su procurador?

– Lo tengo yo -intervino Abe. De entre las hojas de su cuaderno, extrajo la nota que ella le había entregado el día anterior-. Solicitaré la orden de registro.

La puerta de la sala de reuniones se abrió y apareció Murphy; tenía bolsas en los ojos. Mia hizo una mueca.

– No tienes muy buen aspecto, Todd.

– Gracias por comentarlo -dijo Murphy con ironía-. He encontrado a June Erickson, la chica que presentó la demanda por intento de violación contra Aaron Jenkins. Estudia en la Universidad de Colorado.

Spinnelli se irguió un poco.

– ¿Cuándo has dado con ella?

– De madrugada, a eso de las cuatro.

Mia lanzó un silbido.

– ¿Te dedicas a llamar a la gente a esas horas? Ahora entiendo por qué los amigos no te duran muchos años.

Murphy hizo una mueca.

– Sí me duran.

– Gracias, Todd -dijo Spinnelli-. Aprecio la dedicación.

– No soporto que me consideren un incompetente -dijo Murphy con el entrecejo fruncido-. Al principio los padres de June no querían hablar con nosotros pero cambiaron de opinión en cuanto estuvieron un poco más despiertos y les dije que Jenkins había muerto. Tengo los números de teléfono de la residencia de estudiantes donde se aloja June y de la casa de sus padres. Esperan nuestra llamada a las siete y media, hora de las Montañas Rocosas; así June no se perderá la primera clase. Me parece que lo más efectivo sería establecer una conferencia a tres bandas. Casi es la hora.

Spinnelli colocó el altavoz y el micrófono en el centro de la mesa.

– Empecemos.

Kristen cogió la mano de Abe por debajo de la mesa y le dio un ligero apretón mientras Murphy marcaba un número, luego el otro y por fin hacía las presentaciones.

– Gracias por dedicarnos su tiempo -dijo Abe-. Soy el detective Reagan. La detective Mitchell y yo estamos trabajando en un caso de homicidios en serie desde hace una semana.

En el otro extremo de la línea solo le respondió el silencio. Al cabo de un rato se oyó la voz desconcertada del señor Erickson.

– ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?

– A Aaron Jenkins lo mataron como consecuencia de los otros asesinatos. Tras su muerte, pudimos abrir el expediente confidencial y vimos el nombre de June. Esperamos que puedan proporcionarnos información que nos ayude a descubrir la relación entre Jenkins y el asesino.

– ¿Es el caso del asesino que salió en la CNN? -preguntó la señora Erickson.

– Sí, señora; es ese caso -respondió Abe-. En el expediente consta que su hija presentó una denuncia contra Jenkins por agresión sexual.

De nuevo se hizo el silencio. Al fin se oyó hablar a una joven.

– Me arrinconó en el hueco de la escalera del instituto. -La voz se le quebró-. No me apetece nada recordarlo.

Kristen se inclinó sobre el micrófono.

– Te entiendo muy bien, June -la tranquilizó-. Soy la fiscal del caso, ayudo a la policía. Me llamo Kristen. Continuamente trato con jóvenes que están en tu misma situación y sé que es muy duro recordarlo, pero tu ayuda es imprescindible. ¿Podrías decirnos cómo ocurrió?

– Me empujó hasta el hueco de la escalera -dijo June con un claro titubeo-. Intentó… propasarse.

– Y tú, ¿qué hiciste? ¿Cómo escapaste, June?

Esta vez el silencio fue más largo. Kristen frunció el entrecejo ante el micrófono.

– June, soy Kristen. ¿Sigues ahí?

– Sí, sí -suspiró-. Justo en aquel momento apareció una chica. Yo chillaba pero nadie me hacía caso porque tenían miedo de Aaron. Aquella chica fue la única que trató de ayudarme. Quiso quitármelo de encima, pero ella era menuda y él muy corpulento.

– Como siempre -dijo Kristen. Abe estuvo a punto de hacer una mueca de dolor cuando le apretó la mano. Sin embargo, su voz era firme; estaba orgullosísimo-. ¿Qué ocurrió después?

– Fue a buscar a un profesor. Llegaron… justo a tiempo. No pasó nada.

Abe sabía por el expediente que sí había pasado algo. Jenkins le había arrancado la ropa y estaba a punto de violarla cuando acudieron en su ayuda. Aun así, no contradijo a la chica. Kristen lo estaba haciendo muy bien.

– Bueno, no estoy del todo de acuerdo contigo -prosiguió Kristen con pragmatismo-. Te habían agredido y estabas asustada. Eso ya es algo.

– Bueno, sí, el profesor dio parte. Dijo que era su obligación. Luego todo se llenó de policías. Fue horrible. Aaron era muy popular. Todos los que se cruzaban con él… Digamos que las cosas no volvieron a ser igual que antes.

Mia entregó una nota a Kristen: «Pregúntale el nombre de la chica y por qué no aparece en el expediente».

Kristen asintió.

– Créeme, June, te entiendo. Uno de los detectives quiere que te haga una pregunta. ¿Quién era la otra chica y por qué no aparece su nombre en el expediente?

– Se llamaba Leah -respondió June; Kristen cerró un instante los ojos al reconocer el nombre-. Después de que apareciera el profesor y Aaron se marchara corriendo, me pidió que no le dijera a nadie que me había ayudado. Ya se reían bastante de ella; no quería que la señalaran con el dedo.

– Eso no nos lo habías contado, cariño -intervino la señora Erickson.

– Ella me pidió que no se lo dijera a nadie, mamá. Insistió mucho. Era lo mínimo que podía hacer. Se había arriesgado para ayudarme.

Kristen trazó un gran círculo alrededor de uno de los listados y lo colocó en el centro de la mesa. Leah Broderick. Era una de las víctimas. Se miraron unos a otros emocionados. Por fin.

– Conocí a Leah -dijo Kristen-. Se convirtió en una mujer extraordinaria.

– Me lo imagino. -A June se le entrecortó la voz-. Si la ve, dele las gracias de mi parte.

El rostro de Kristen se ensombreció.

– Claro. Dime una cosa más, June; con esto acabamos. ¿Qué os ocurrió a Leah y a ti después del incidente?

June suspiró.

– Yo no dije ni una palabra sobre Leah a la policía, y el profesor tampoco, pero no sirvió de nada. Aaron convirtió la vida de Leah en un infierno. Su madre la cambió de escuela. Y a mí mis padres también; nos trasladamos aquí.

– Me lo imaginaba. Nos has ayudado muchísimo, June. Gracias.

– ¿Es la información que necesitaban? -preguntó el señor Erickson.

Abe los miró a todos. Por primera vez, desde que había empezado aquella pesadilla, se respiraba un poco de optimismo.

– Sí, exactamente. Gracias.

– ¿Kristen? -A June le temblaba un poco la voz.

– Sí, dime, June.

– Me daba mucho miedo volver a hablar de esto, pero usted me lo ha hecho más fácil.

Kristen se mordió los labios con fuerza. Aun así, se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Me alegro, June. A veces ayuda hablar con alguien que ha pasado por lo mismo. Cuídate.

Murphy se quedó mudo, anonadado. Desconectó a tientas el micrófono. Durante unos instantes, todos los ojos permanecieron posados en Kristen. Ella se levantó.

– Perdonadme unos minutos.

Afectada, Mia se dispuso a seguirla, pero Abe la detuvo con amabilidad.

– Déjala, está bien.


Viernes, 27 de febrero, 8.55 horas

Todos aguardaban en silencio cuando volvió. Poca cosa podía hacer el maquillaje para ocultar el rostro hinchado y los ojos enrojecidos; aun así, lo había intentado. Abe la miró fijamente; los ojos de él reflejaban orgullo. Kristen se sentó a su lado y los miró a todos. Mia expresaba su apoyo en silencio, mientras que en los semblantes de Jack y de Murphy aún se observaba desconcierto; Spinnelli estaba entre la pena y la ira. Miles Westphalen se había incorporado a la reunión. Kristen no sabía si estaba allí porque tenían nueva información sobre Leah o porque les preocupaba que ella se desmoronase. De todas formas, no pensaba preguntarlo.

– Le he pedido a Lois que nos envíe el expediente del caso de Leah por mensajería. -Colocó la carpeta encima de la mesa y se tomó un momento para poner las ideas en orden-. A Leah Broderick la violaron hace casi cinco años. Fue uno de los casos de agresión sexual que llevé, pero no me acuerdo de ella por eso. Tenía problemas cognitivos. Se hallaba estancada en una edad mental de doce o trece años. Era una chica con mucho orgullo.

– Has dicho «era» -observó Miles.

Kristen apoyó las palmas de las manos en la mesa para controlar su temblor.

– Fuiste tú quien sugirió que todo esto podría tener su origen en un trauma, Miles. Ayer traté de ponerme en contacto con Leah, pero su teléfono estaba desconectado. Llamé al supermercado donde trabajaba y me dijeron que llevaban más de un año sin verla. -Miró a Abe-. A mí tampoco me gustan las coincidencias.

– No pinta muy bien -masculló él.

– Leah tenía un trabajo; se desplazaba en autobús. Y también colaboraba en la parroquia. Los domingos daba clases de catequesis a los niños. Todo el mundo la apreciaba mucho. Un día, cuando volvía a casa desde la parada del autobús, la abordó Clarence Terrill.

– Es uno de los dos hombres a quienes los agentes no consiguen localizar -dijo Abe.

– Ya tenemos el paquete completo -observó Miles-. Un juez, un abogado defensor y un acusado. Tal como tú decías.

Kristen se limpió el sudor de las palmas de las manos en los pantalones.

– Por aquel entonces Clarence Terrill ya tenía imputados dos delitos. Era uno de esos chicos que viven fuera del sistema. La violó. Leah proporcionó una buena descripción y además hubo un testigo que lo vio obligarla a subir a su coche. Él alardeaba delante de sus amigos de «la retrasada» a la que se había tirado. El proceso fue bien. Obtuvimos muestras de ADN. En los casos de violación, la estrategia de Simpson solía ser que su cliente admitiera que había mantenido relaciones sexuales con la víctima pero que adujera que se habían producido de mutuo acuerdo. En aquel caso estaba claro que no había sido así. A pesar de su discapacidad, la declaración de Leah resultó muy creíble. Por desgracia, Simpson empezó a liar las cosas. Se mostró despiadado. Quebrantó todas las leyes del código y Hillman se lo permitió. Protesté tantas veces que el juez me hizo pasar a su despacho y me dijo que si no dejaba de interrumpir lo consideraría un desacato. -Entrecerró los ojos con expresión hostil-. Por entonces yo aún estaba verde, me gustaría que lo intentase ahora.

– Si sigue vivo -dijo Abe.

– Esperemos que sí -masculló Mia.

– Simpson aportó testigos que aseguraron que conocían a Leah del instituto y que todo el mundo sabía que era una chica fácil. Dijeron que era probable que hubiese provocado a Clarence Terrill y eso reforzó la versión del mutuo acuerdo. -Abrió la carpeta-. Tyrone Yates era uno de los treinta testigos cuyo nombre figuraba en la lista. Y también aparecía el del chico que entregó el último paquete, el que tenéis bajo detención preventiva.

– Por mí podéis soltarlo -espetó Jack sin el menor atisbo de arrepentimiento.

– No los tenía en la base de datos porque Simpson no los llamó a declarar. Protesté después de que testificaran tres de esos cabrones, y excepcionalmente Hillman aceptó esa objeción de entre el montón que expuse. Entonces Simpson empezó a meterse con el aspecto de Leah. Decía que se vestía de forma provocativa, lo cual no era cierto. Le preguntó si le gustaban los chicos, y como estaba bajo juramento ella respondió que sí. Le preguntó si esperaba casarse algún día, si tenía curiosidad por el sexo, si había mantenido relaciones sexuales, si le gustaba hacerlo. Yo protesté y protesté, y Hillman me sancionó. De todos modos, el jurado consideró que Terrill era culpable. Hillman dio las gracias a todos los miembros y les dijo que podían marcharse. Y entonces, cuando se hubieron marchado, dijo que la declaración de Leah demostraba claramente que había habido consentimiento y que iba a desestimar el veredicto.

Mia se quedó boquiabierta.

– Qué hijo de puta.

Kristen hizo una pausa al rememorar aquel día.

– Me dejó anonadada. Me acuerdo de que Terrill chocó los cinco con Simpson y le guiñó el ojo a Leah al salir de la sala. Se atrevió a guiñarle el ojo. Yo no daba crédito. Leah se quedó destrozada. -Suspiró y hojeó los documentos de la carpeta-. El único pariente de Leah era su madre, pero la chica tenía muchos amigos. Si el asesino es uno de ellos, nos costará mucho dar con él.


Viernes, 27 de febrero, 11.30 horas

Drake cerró la puerta del despacho.

– La relación va mejor.

Jacob se recostó en la silla.

– ¿Cómo lo sabes?

– Spinnelli ha salido del despacho del alcalde sin haberse llevado ninguna bronca.

– Ah, claro, tu sobrina trabaja en el ayuntamiento. ¿Qué tal está?

– Tan guapa como siempre, y sigue siendo igual de fiel.

Jacob no paraba de toquetear el puño de su camisa. Aquel día Elaine se había obligado a levantarse y prepararle la ropa; luego se había vuelto a la cama. Su esposa se encontraba sumida en un permanente letargo debido a los medicamentos. A veces la envidiaba, pero alguien tenía que hacerse cargo de la familia.

– El forense nos ha entregado el cuerpo de Angelo esta mañana -le comunicó.

Drake se mostró abatido.

– Jacob.

Conti apartó la mirada, incapaz de soportar el dolor que observaba en el rostro de su amigo, pues sabía que era un reflejo del propio.

– No instalaremos capilla ardiente. -El rostro de Angelo había quedado demasiado destrozado. El solo hecho de pensarlo le revolvía el estómago. «Mi hijo», pensó-. El funeral se celebrará mañana, pero el ataúd estará cerrado. -En el fondo de su pesar saboreaba la dulce anticipación de la venganza, fría y bien calculada-. Antes quiero que hayas atrapado al asesino de Angelo.

Drake se puso en pie.

– Te llamaré en cuanto tenga alguna novedad.

– ¿Qué tal está la señorita Mayhew?

– Asustada. No pasa ni un minuto sin escolta. Y los de su círculo, tampoco. Estuvimos a punto de atrapar a la pequeña de los Reagan a la salida de la escuela, pero uno de sus hermanos llegó antes que nosotros.

– Qué pena.

– Mañana celebran un bautizo.

– Muy bien. No les quites ojo a Mayhew y a Reagan. Quiero dar con ese parásito antes que ellos; no quiero que vaya a juicio. No hay quien se fíe de los jurados. Ah, otra cosa, Drake.

El hombre se detuvo en la puerta.

– Dime, Jacob.

– ¿Qué hemos hecho con Richardson?

Hubo una breve pausa.

– Ya no representa ningún problema.

Jacob consideró los artilugios defensivos que su amigo llevaba consigo; conocía sus… aficiones. Siempre había hecho caso omiso de aquella faceta de Drake, la forma en que cada uno se procura placer es un asunto personal. Sin embargo, tal vez hubiese llegado el momento de sacarles partido.

– Así, la tienes.

– Sí.

– ¿La echarán de menos?

– Ella misma le comunicó a su jefe que necesitaba tomarse un tiempo hasta que se apaciguaran los ánimos por el escándalo de Alden; le dijo que eso le estaba creando dificultades a la hora de conseguir buenas entrevistas.

– ¿Y resultó convincente?

Drake se volvió un poco y en sus ojos destelló una mirada diabólica.

– Mucho.

– La ceremonia se celebrará con el ataúd cerrado, Drake. -Jacob guardó silencio un momento para subrayar la frase. Miró a Drake mientras este captaba sus intenciones.

– Quería entrevistar a un Conti -murmuró Drake-. Yo me encargaré de que lo consiga.

Jacob observó la puerta cerrarse detrás de Drake; sabía que su mejor amigo se aseguraría de que las cosas llegasen a buen término. Luego se centró en la investigación que tenían entre manos. Cuando conocieran la identidad del asesino de Angelo, la señorita Mayhew ya no les haría falta para nada. Albergaba la esperanza de que a Drake también le gustasen las pelirrojas a la hora de poner en práctica sus aficiones.


Viernes, 27 de febrero, 16.30 horas

– ¡Detective Reagan!

En el camino de regreso a la comisaría, Abe se volvió y observó que el cámara que trabajaba con Richardson les seguía con mucha prisa.

– ¿Es que no nos han molestado ya bastante? -masculló.

El chico corrió para alcanzarlos; no llevaba la cámara.

– Me llamo Scott Lowell.

Abe lo miró con recelo.

– Ya sé quién es. ¿Qué quiere?

– Sé que me odia, y no lo culpo por ello. Solo quería que supiera que Zoe no está.

Abe y Mia cruzaron una mirada fugaz.

– ¿Qué quiere decir con que no está? -preguntó Mia.

– Ayer fue a ver a Jacob Conti para que le concediera una entrevista.

– Santo Dios, qué huevos tiene -se maravilló Mia.

– Fue sola -prosiguió Scott.

– Más que huevos, lo que tiene es la cabeza llena de serrín -se corrigió Mia-. Y no volvió, ¿no?

– Sí, sí. Estaba hecha una furia; no paraba de repetir que había puesto a Conti entre la espada y la pared. Y esta mañana coge y llama para decir que va a tomarse unos días libres hasta que la gente se olvide un poco de lo de John Alden.

– Y usted no la cree -dijo Abe.

– Zoe nunca abandona una noticia. Quería el reportaje de Conti, pero el de Mayhew aún más.

– Se refiere a la noticia del asesino -concretó Mia.

– Sí. Para ella esa noticia representa su catapulta a la fama. La han estado llamando de la CNN y de la NBC. Pero aparte de que ansíe la fama, Zoe odia a Mayhew. No renunciaría al tema así como así.

– ¿Por qué odia tanto a Kristen? -quiso saber Mia.

Scott sacudió la cabeza.

– No lo sé, y tampoco me interesa. Ya he tenido bastante con filmarlo todo. Hacía mi trabajo, pero sé que eso no es excusa. Por favor, díganle a la señorita Mayhew que lo siento.

Abe apretó los dientes y dejó que Mia continuara.

– Se lo diremos, señor Lowell. ¿Ha denunciado la desaparición de Richardson?

Scott se encogió de hombros.

– Creo que no serviría de nada. Ha llamado ella misma. Solo quería que lo supieran porque tal vez podría ser importante. Tengo que irme. Hoy me han asignado a otro periodista. Buena suerte.

Se marchó y Mia exhaló un suspiro.

– Ese asesino se dedica a quitar de en medio a la chusma, y Conti, que por muy rico que sea es pura chusma, se dedica a dar palizas a los ancianos y, no contento con eso, va y secuestra a Richardson. Ya no sé quiénes son los buenos y quiénes los malos.


Viernes, 27 de febrero, 16.45 horas

– La madre de Leah está muerta -anunció Abe cuando todos estuvieron reunidos en la sala-. Murió de cáncer hace tres años.

– Ninguna de las personas a las que hemos preguntado ha visto a Leah durante el último año -añadió Mia-. El pastor de su parroquia nos ha contado que se fue deprimiendo cada vez más y dejó de acudir a la iglesia. Luego averiguaron que se había mudado, pero no dejó la nueva dirección. Lo siento, Kristen.

Kristen trató en vano de apartar de sí la tristeza.

– Pobre Leah.

– Hemos registrado la casa de Paul Worth -explicó Jack-. Hemos encontrado distintas huellas, pero ninguna coincide con la que Julia extrajo del cadáver de Conti. Por cierto, hoy van a entregárselo a su familia. En el garaje de la casa de Worth había un Oldsmobile al que le faltaban las placas de matrícula, y entre una sierra de mesa y un arcón que contenía ruedecillas había un espacio vacío que correspondía al tamaño del torno de banco que utilizaron para inmovilizar a Skinner. La casa estaba desierta. Cada dos semanas acude un equipo de limpieza, pero nadie ha observado nada raro.

– Bueno, yo os aseguro que Paul Worth no está implicado -anunció Miles-. Perdió la lucidez el año pasado, cuando tuvo el derrame cerebral. Lo he visto con mis propios ojos en la residencia.

– ¿Recibe visitas? -preguntó Abe.

– No. -Miles parecía afectado-. Qué manera más horrible de pasar los últimos días de tu vida.

– Vaya -exclamó Mia-. Pues Zoe Richardson ha desaparecido.

La noticia desencadenó un murmullo hasta que Spinnelli alzó la mano para acallarlo.

– Mientras no la consideren oficialmente desaparecida, no podemos hacer nada. Intentemos no desviarnos de nuestro objetivo, chicos. Sabemos que Robert Barnett es el hijo ilegítimo de Hank Worth y Genny O'Reilly, y que por tanto es el sobrino de Paul Worth. Pero ¿dónde está la relación entre la familia Worth y Leah Broderick?

– Aún no la hemos descubierto -dijo Abe.

– No hemos encontrado fotos de Leah en la casa -dijo Jack-. Lo siento.

Spinnelli suspiró.

– ¿Qué más?

– Murphy y yo hemos empezado a buscar el certificado de defunción de Leah -dijo Kristen en voz baja-. Murphy ha enviado una foto de la chica a la policía nacional antes de que lo obligase a marcharse a casa a descansar, y Julia ha colaborado enviando fotos a la oficina forense y a la sala de instrucción de Illinois. Cree que es posible que nadie reclamara el cadáver. -La emoción atenazó la garganta de Kristen. «Qué terrible pérdida.»


Viernes, 27 de febrero, 18,00 horas

– Parece que está la familia al completo. Mamá ha organizado una reunión informal esta noche. La verdadera celebración será mañana después del bautizo -dijo Abe mientras encajaba el todoterreno entre el monovolumen de Sean y el Camaro de Aidan. Exhaló un suspiro-. Va a ser interesante.

Observó un Lexus deportivo estacionado frente al monovolumen; Kristen dedujo a quién pertenecía.

– ¿Es de los padres de Debra?

– Sí.

– No me has contado cómo te fue la otra noche -dijo.

Abe apoyó la barbilla en el volante.

– Me pidieron que los perdonara.

– ¿En serio?

– Sí. Casi me caigo de la silla de la impresión. Me dijeron que se habían equivocado, y que el día en que murió Debra se dieron cuenta de que no podrían haber puesto fin a su vida aunque yo lo hubiese permitido. Pero no pudieron ponerse en contacto conmigo porque mis padres no le decían a nadie dónde estaba.

– ¿Y tú qué les dijiste?

– Que lo pensaría.

– ¿Y ya lo has pensado?

Levantó la cabeza y, al ver los ojos verdes de Kristen llenos de comprensión y apoyo incondicional, algo en su interior se hizo evidente. Y se dio cuenta de que el sentimiento había residido allí desde el principio, desde el momento en que ella había tratado de reducirlo con un ridículo espray de polvos picapica.

La amaba. La vio ruborizarse y supo que su amor se reflejaba en su rostro y que ella lo había notado.

– Sí.

Kristen extendió el brazo y le acarició la mejilla con las puntas de los dedos.

– ¿Y?

– Claro que los perdono. La vida es demasiado corta, Kristen. Me siento preparado para seguir adelante. Contigo.

Los labios de Kristen se curvaron hacia arriba.

– ¿De verdad?

– Sí. -Le puso la mano en la nuca y la atrajo hacia sí-. ¿Quieres estar conmigo?

A Kristen se le iluminaron los ojos.

– Delante de casa de tus padres, no. Más tarde, tal vez.

Él se echó a reír y le besó la mano.

– Mala, más que mala. Vamos dentro con los demás.

En la cocina reinaba un ligero caos, como de costumbre. Los niños de Sean corrían en círculo; la madre de Abe agitaba la mano para ahuyentar a Aidan de la tarta que acababa de sacar del horno; Annie pelaba patatas en el fregadero, y el televisor de la sala emitía a todo volumen la sintonía de la ESPN. La tarta era de cerezas. Todo iba de maravilla.

– Hola, mamá -saludó Abe-. ¿Hay comida para dos invitados más?

– En mi casa no podemos cocinar -explicó Kristen con ironía en la voz-. Alguien ha hecho desaparecer la encimera.

Aidan y Annie se miraron el uno al otro. Kristen sorprendió a todo el mundo al acercarse a Aidan, bajarle la cabeza y estamparle un beso en la mejilla.

– Gracias -dijo. Pasó el brazo por los hombros de Annie y apretó con cariño-. Es lo mejor que me ha pasado en la vida.

En el rostro de Annie se dibujó una sonrisa radiante. Aidan se recuperó enseguida de la sorpresa y esbozó una sonrisa pícara.

– Si eso es lo mejor que te ha pasado, tengo que hablar con Abe.

Kristen se volvió hacia la madre con las mejillas de color carmesí.

– Haga el favor de darle un cachete.

Becca arqueó las cejas.

– Ya eres de la familia, dáselo tú. -Recobró la seriedad y se dirigió a Abe-. Te está esperando una visita en la sala de estar.

– Ya lo sé. Vuelvo enseguida.

Kristen lo vio alejarse, decidido a deshacerse de los restos desagradables de su pasado para empezar a construir su futuro, un futuro que quería compartir con ella. «¿Quieres estar conmigo?», le había preguntado. Kristen sabía muy bien lo que aquello significaba. Abe Reagan no era hombre de aventuras amorosas. Lo que quería era una esposa; una familia. Cuántas ganas le entraron de responderle que sí de inmediato; pero antes tenía cosas que contarle. Y cuando las supiera, tal vez cambiase de idea. Así que decidió tomarse con calma la atractiva proposición. Tenía que contárselo, y pronto. Si después aún quería estar con ella, pronunciaría la respuesta que su corazón se moría de ganas de dar.

Sacudió la cabeza para volver en sí y se dirigió a Annie.

– Dime, ¿tú qué harías con la cocina? ¿Te gusta más el estilo rústico o el provenzal?


Viernes, 27 de febrero, 18.30 horas

Dar con él no había representado el menor problema. Había muy pocos alcaldes de pueblecitos de Kansas que optaran a ocupar un puesto en la Asamblea Legislativa del Estado y, de estos, solo uno había estudiado en la Universidad de Kansas. Le había llevado una hora deducir que el hombre que había agredido a Kristen era Geoffrey Kaplan. Por desgracia, desplazarse desde Chicago hasta Kansas le había llevado catorce. Aun así, había podido dormir un rato mientras Kaplan cumplía con sus obligaciones de alcalde en el pueblo.

Aguardaba a que el hombre regresase a su bonita casa, aislada en medio de un terreno de cuarenta mil metros cuadrados. El viejo cobertizo le vino de perlas para ocultar la furgoneta. La confiada esposa de Kaplan dejaba abierta la puerta del garaje todo el día, así que no le costó colarse dentro para esperarlo. El garaje ocupaba la planta del sótano, como en su casa, y había un montón de rincones donde esconderse. Arriba había por lo menos dos televisores encendidos a todo volumen, y su pistola tenía silenciador. No se oiría ningún ruido.

Cuando aquel hijo de puta entró con el coche, el corazón le dio un vuelco; por fin vería el rostro del hombre que había violado a una joven en la feria del condado y la había dejado tirada en el suelo. Se apagaron los faros y todo quedó sumido en la oscuridad. Se abrió la puerta del coche, el piloto iluminó el interior del vehículo, y vio a Kaplan salir de él. Su primer pensamiento al observarlo le confirmó que Kristen tenía razón; era un hombre de aspecto totalmente corriente. Debía de medir un metro ochenta; era de complexión mediana, con un poco de barriga. Su calvicie resultaba muy evidente.

Aguardó a que el hombre se inclinase sobre el asiento trasero para recoger su maletín y salió de su escondrijo empuñando la pistola. Con la otra mano sostenía en alto una llave inglesa de Kaplan. Se le acercó en silencio.

– Póngase derecho, señor Kaplan. Levante las manos.

Kaplan se quedó paralizado; luego, poco a poco, se irguió y levantó las manos.

– ¿Quién es usted?

– Dese la vuelta, señor Kaplan; despacio.

Kaplan obedeció. Incluso a la tenue luz del piloto observó el terror en los ojos del hombre. Y eso le gustó.

– ¿Quién diablos es usted? -bisbiseó Kaplan. Bajó la mirada, aterrorizado, a la pistola que llevaba en la mano y a continuación la alzó en un movimiento rápido hasta el techo, por encima del cual la señora Kaplan andaba de un lado a otro.

Vaciló un instante pero enseguida se recobró. A fin de cuentas la esposa estaría mejor sola. Quedarse viuda era mucho mejor que estar casada con un monstruo.

– Kristen Mayhew -dijo, y aguardó.

– ¿Qué? -Kaplan sacudió la cabeza; se sentía aterrorizado y aturdido-. ¿Quién es Kristen Mayhew?

Ni siquiera se acordaba. Había arrebatado la inocencia a una hermosa chiquilla que confiaba en él y ni siquiera recordaba su nombre.

– Piense, señor Kaplan. Estudiaba en la universidad. Era verano. Fueron a la feria.

Examinó a Kaplan mientras este asimilaba los datos con desesperación.

– Kristen May… -Su mente dio con la información, aunque de forma muy vaga-. Ah, sí. Ya me acuerdo de ella. Salimos unas cuantas veces juntos cuando íbamos a la universidad. ¿Qué pasa?

«Salimos unas cuantas veces juntos. ¿Qué pasa?»

– Usted la violó.

Kaplan abrió los ojos como platos y al momento los entornó.

– ¿Eso ha dicho? ¡Menuda zorra!

La llave inglesa se elevó en el aire y golpeó a Kaplan justo por encima de la sien derecha. El hombre cayó de rodillas y empezó a gemir.

– Mida sus palabras, señor Kaplan.

Kaplan alzó la cabeza y en la penumbra vio que tenía los dedos ensangrentados.

– Yo no he violado a nadie. Lo juro. Lo dice para arruinarme la carrera. Eso es todo.

«Eso es todo.»

– ¿Y por qué iba a querer arruinarle la carrera?

Kaplan lo miró enfurecido.

– Porque soy el favorito en las encuestas, por eso. Todas las imbéciles a las que me he follado aparecen de no se sabe dónde.

«Imbéciles.» El rostro de Kristen se dibujó ante él. Luego, todo se tiñó de rojo y la llave inglesa cortó el aire una vez, y otra, y otra más.

– ¿Papá?

Se detuvo con el arma en alto y, poco a poco, recobró la visión. Volvió a oír la voz infantil.

– ¿Papá? Hay una furgoneta aparcada detrás del cobertizo.

Preso del pánico y tambaleándose se puso en pie; la pistola y la llave inglesa pendían de sus manos.

Por encima del coche, sus ojos se cruzaron con la mirada horrorizada de una niña.

Se observó. Estaba completamente manchado de sangre, de la sangre de su padre. Lo había descubierto manchado de la sangre de su padre.

Lo había descubierto. Y había salido corriendo. Lo contaría todo. Lo cogerían.

«No puedo dejar que me cojan. Aún no he terminado. Leah.»

Poco a poco, levantó la pistola.

Загрузка...