Sábado, 28 de febrero, 15.00 horas
– ¿Estás mejor?
Timothy asintió, pero Abe no estaba convencido. Lo único que había averiguado era que Timothy había visto algo que lo había horrorizado. Pero cada vez que estaba a punto de confesar la verdad, le entraba un temblor tan violento que le impedía hablar. Abe estaba a punto de llamar a Miles. Sin embargo, sabía dos cosas con seguridad. Por una parte, aquel hombre sentía un gran afecto por Kristen y por Vincent y, por otra, era imposible que fuese el asesino. La descripción que les había proporcionado la enfermera resultaba acertada por completo. Timothy era un hombre altamente funcional con síndrome de Down leve.
«Altamente funcional», pensó. Así era como Kristen había definido a Leah Broderick. Y las coincidencias no existían.
– Vamos a intentarlo otra vez. Trabajabas en la cafetería donde Kristen suele ir a comer, ¿verdad?
El joven, atormentado, cerró los ojos.
– Sí -susurró.
– Timothy, ¿conocías a una chica llamada Leah Broderick?
Timothy asintió.
– Sí. Íbamos juntos a la iglesia. A veces también acudíamos juntos a los actos del centro social.
– ¿Era tu novia?
Él frunció el entrecejo.
– No. Solo era mi amiga.
– Muy bien. ¿Cuándo viste a Leah por última vez?
Bajó la vista a sus rodillas.
– Hace mucho tiempo. Ahora está muerta.
– ¿Puedes decirme cómo murió?
Timothy tiró de un hilo que sobresalía de sus pantalones.
– Se suicidó.
Estaban buscando a alguien que hubiera sufrido un trauma. El suicidio de un ser querido era un hecho lo bastante traumático como para desencadenar una reacción emocional intensa.
– Lo siento. -Timothy no dijo nada, así que Abe prosiguió-. ¿Tenía familia?
Timothy palideció.
– Sí.
– Escucha, Timothy. Sé que estás asustado, pero esto es muy importante; puede que sirva para salvar a Kristen. ¿Hay algún familiar de Leah que se llame Robert Barnett?
– No lo sé. Su madre murió de cáncer. Tenía a su padre, pero no se llama así.
– ¿Conoces a su padre?
Timothy se echó a temblar de nuevo.
– Es mi jefe.
A Abe se le paralizó el corazón.
– ¿Tu jefe? ¿En la cafetería? ¿Owen es el padre de Leah?
Timothy asintió, desconsolado.
– Timothy, ¿qué es lo que has visto? Dímelo, por favor.
– El congelador. Fui a su casa, sabía que guardaba helado en el congelador, y lo abrí. -Empezó a balancearse-. Dos hombres. Estaban muertos. En el congelador.
«Santo Dios.» Timothy había visto a los dos hermanos Blade en el congelador de Owen.
– ¿Sabe Owen que viste a esos dos hombres muertos?
– No. Me fui corriendo. Cogí el autobús.
– Está bien, Timothy, está bien. No te hará daño. ¿Puedes decirme dónde vive?
Abe llamó a Mia en cuanto se encontró en el vestíbulo del hospital.
– ¿Dónde estabas? -lo interpeló Mia.
– Hablando con Timothy. -Abe salió corriendo hacia el aparcamiento al aire libre-. Mia: Owen, el amigo de Kristen, es el padre de Leah Broderick.
Hubo un instante de silencio.
– Ya lo sé, Abe. Owen es Robert Barnett.
Por fin, la conexión que esperaban. Pero Mia estaba demasiado callada, parecía cohibida. A Abe se le aceleró aún más el corazón, y no precisamente por la carrera.
– Mia, ¿qué ha ocurrido?
– Kristen ha desaparecido, Abe. Alguien se la ha llevado de su casa.
Abe acababa de llegar junto al todoterreno y se quedó paralizado, con la mano en el aire.
– Dios mío. -«Conti.»
– Kristen sabe lo de Owen, Abe. Y la persona que se la ha llevado también lo sabe, y además tiene la dirección de Owen. Marc y yo vamos hacia allí.
Abe se esforzó por respirar hondo varias veces. Abrió la puerta del coche con dificultad. Conti podía ocultarla en cualquier parte, pero era lógico pensar que, para vengarse, se la hubiese llevado al lugar donde habían matado a su hijo.
– No estoy lejos. Allí os veré.
Sábado, 28 de febrero, 15.30 horas
Kristen miró a su alrededor. El almacén estaba lleno de pilas inmensas de cajas de embalaje; debían de tener unos quince metros de altura. Algunas estaban apiladas las unas sobre las otras. Otras descansaban en soportes metálicos y se alzaban hasta el techo. Las marcas rotuladas en las cajas le resultaban familiares debido a las muchas horas que había invertido en investigar los negocios de Conti mientras llevaba la acusación de Angelo por el asesinato de Paula García. Estaba en territorio de Jacob Conti; y ella, allí en medio, era un blanco perfecto.
Habían recorrido unos cuantos kilómetros en el coche patrulla hasta llegar al lugar oculto donde se encontraba la limusina de Conti. Edwards se había subido a ella y había dejado a Kristen en compañía del extraño policía. Unos minutos después, de la limusina bajó una joven con cara de satisfacción. Y, al momento, obligaron a Kristen a trasladarse al elegante vehículo. Jacob Conti la recibió con una sonrisa viperina.
Sin embargo, ahora estaba allí, entre las cajas. Era inútil tirar de las cuerdas que le ataban las muñecas y los tobillos. Drake Edwards había hecho su trabajo a conciencia. Era inútil intentar gritar. La mordaza se lo impedía. Iba a ocurrir algo pronto, lo sabía por la forma en que Edwards se rio al dejarla allí.
– ¡Richardson! -Conocía esa voz. «Es Owen. Y yo soy el cebo.»-. ¡Richardson! ¡Estoy harto de tus tretas! ¡Sal y acabemos con esto de una vez!
Kristen estaba destrozada. Owen Madden era un asesino.
«Es mi amigo. Pero ha matado a trece personas.» Dio por supuesto que los últimos tres desaparecidos, Hillman, Simpson y Terrill, habían muerto. No tenía ningún motivo para pensar que no fuese así.
Aun así, no quería que cayese en manos de Conti.
Owen apareció entre las pilas, lo reconoció en cuanto divisó su figura en la penumbra de la parte opuesta del almacén. El grito ahogado hizo eco en el silencio cavernoso y las pisadas de sus botas al correr hacia ella retumbaron como cañonazos. Le arrancó la mordaza.
– Owen, es una trampa. Corre.
Sábado, 28 de febrero, 15.30 horas
Abe disparó a la cerradura de la puerta de la casa de Owen Madden. La vivienda estaba en completo silencio. Avanzó con cautela empuñando el arma.
Recorrió todas las habitaciones y al pasar junto a la cocina se detuvo en seco. En medio de la mesa había una pecera llena de papelitos doblados, y a su lado había trece tiras alineadas de unos dos y medio por diez centímetros de tamaño. En cada una aparecía un nombre mecanografiado; correspondían a los cadáveres del depósito, además de Hillman, Simpson y Terrill. Vio también un montón de balas y una fotografía de Leah Broderick, la reconoció por los retratos que Jack, Kristen y Julia habían hecho circular el día anterior. Junto al montón de balas encontró una taza de café; aún no estaba frío.
Delante de la pecera había un cuaderno abierto por una página en blanco. Abe lo hojeó y vio que la letra era la misma que la de la carta a propósito de Kaplan. La primera página del cuaderno comenzaba con un «Mi querida Kristen». Le invadió una oleada de ira y arrojó el cuaderno sobre la mesa. Madden había puesto en peligro a Kristen y aún tenía la desfachatez de dirigirse a ella con palabras cariñosas.
Siguió avanzando y encontró la puerta del sótano. Bajó los escalones despacio, uno a uno, sin quitar el dedo del gatillo. Si Conti lo estaba esperando allí abajo, le sería muy fácil dar en el blanco. Sin embargo, al llegar abajo, no oyó disparos ni ruidos de ningún tipo. Descubrió los cuerpos sin vida de tres hombres atados a unas tablas. Cada uno presentaba un agujero de bala en la frente. Dio un rápido vistazo a la habitación y halló el torno de banco, los moldes para fabricar balas, las losas de mármol bien apiladas y los rollos de caucho colocados de pie como si fuesen alfombras. En una esquina divisó un aparato y se acercó sin bajar la guardia. Encontró una fina capa de arena acumulada al pie de una caja de casi dos metros de altura; el frente era de plexiglás y tenía unos guantes encajados en este, de modo que la persona que lo utilizase pudiese trabajar protegido por el frontal. Se asomó y vio una lápida en la que se leía Leah Broderick.
En otra esquina vio un congelador, un viejo modelo en forma de arcón. Levantó la tapa. Estaba vacío. Allí no había nadie.
Conti había llevado a Kristen a otro sitio. Abe se impuso a la oleada de pánico que amenazaba con dejarlo sin respiración y volvió a subir a la planta baja. Dio otra vuelta y se detuvo frente a la foto que había sobre el televisor. Era Genny O'Reilly Barnett en su madurez. Aquella mujer era la madre de Owen. Abe se dirigió de nuevo hacia la mesa y volvió a hojear el cuaderno. Había tres páginas llenas, la cuarta estaba escrita solo hasta la mitad y la última frase había quedado incompleta, como si le hubiesen interrumpido. Abe volvió la cuarta página y vio los restos de la quinta; había sido arrancada. Pasó el dedo por la siguiente página en blanco mientras el pulso se le aceleraba. Era uno de los trucos más viejos del mundo. «Por favor, Dios mío, haz que funcione.»
Coloreó la página con un lápiz, sin presionar mucho, y vio aparecer la nota manuscrita. Conocía aquella dirección. Estaba junto al lago, en el puerto.
Era un almacén. El de Conti. Cuando trabajaba en narcóticos, su jefe estaba seguro de que Conti utilizaba la mercancía del puerto como tapadera para ocultar alijos de droga. Pero en ninguno de los registros policiales habían hallado ni un gramo de sustancias ilícitas, y Conti seguía moviéndose por el mundo libremente, amparado en la respetabilidad y la riqueza. Hasta el momento.
– Gracias -susurró, y sacó el móvil-. Mia, reúnete conmigo en el almacén que Conti tiene en el puerto. -Recitó la dirección de una tirada y corrió hacia la puerta-. Pide refuerzos.
– Abe, espérame. No entres solo. -Había urgencia en su voz.
Abe oyó a un hombre que mascullaba. Al fin Spinnelli se puso al teléfono.
– Abe, no entres en ese almacén hasta que lleguen refuerzos. Es una orden.
Abe no respondió. Kristen se encontraba allí, estaba seguro. Haría cualquier cosa con tal de sacarla sana y salva. Cuando se sentó al volante del todoterreno, las manos le temblaban. «Por favor, Dios mío, que no le hagan nada.»
– ¡Abe! -espetó Spinnelli-. ¿Me oyes?
Los neumáticos chirriaron y el coche se alejó de la casa de Madden como alma que lleva el diablo.
– Sí, te oigo.
Sábado, 28 de febrero, 15.45 horas
Owen levantó la cabeza tras desatarle los pies.
– ¿Lo sabías?
– Me he enterado hace una hora.
Él se irguió.
– ¿Quién te ha hecho esto?
– Jacob Conti. -Kristen se puso en pie mientras se frotaba las muñecas-. No le gustó que asesinaran a su hijo.
Owen la miró y Kristen se preguntó si alguna vez había observado en sus ojos aquella mirada fría y decidida. Creía que no, pero a decir verdad nunca se había fijado. Era Owen, su amigo. Tenía un establecimiento de comida y preparaba pollo frito y tarta de cerezas.
«Ha asesinado cruelmente a trece personas», se dijo.
– Si todo esto no te pusiese en peligro a ti, volvería a hacerlo.
– Y pagarás por ello.
Sin sorprenderse, Owen y Kristen se volvieron y vieron a Jacob Conti y a Drake Edwards al final de la hilera de cajas. El que había hablado era Drake Edwards y ahora se les acercaba empuñando un semiautomático y mirándolos con ojos de buitre.
A Kristen se le heló la sangre. «Abe, por favor, date cuenta de que he desaparecido. Ven a buscarme. Por favor.»
– Drake, regístralo por si lleva armas. Luego nos iremos todos juntos a un sitio más cómodo, ¿de acuerdo? -dijo Conti con la más absoluta tranquilidad.
Edwards cacheó a Owen y le arrebató dos semiautomáticos enormes; uno lo llevaba en una funda colgada al hombro, y el otro, sujeto en la cintura. Luego lo obligó a caminar hasta que llegaron al amplio pasillo por el que solían circular las carretillas para apilar las cajas. Al final del pasillo había un área de carga desierta. Todo estaba en silencio.
Owen se detuvo.
– Mátame aquí -lo desafió-. No pienso andar más.
– Harás lo que yo te diga -espetó Edwards.
– Ahora ya me tienes -prosiguió Owen como si Edwards no hubiese abierto la boca-. Deja que ella se vaya.
Los labios de Conti dibujaron una curva.
– ¿Y quedarme sin la mejor parte de la venganza? Ni mucho menos.
Kristen volvió a observar la mirada de buitre de Edwards y lo comprendió todo. Owen había matado por ella y ahora iban a utilizarla para hacerle sufrir.
Edwards soltó una risita.
– Te lo vas a pasar de miedo con una mujer tan inteligente, Jacob. La chica ya lo ha entendido todo.
Owen palideció pero no dijo nada. Conti se echó a reír.
– Ya lo ves, no me basta con matarte. Vas a sufrir, igual que hiciste sufrir a mi hijo. Drake jugará con ella delante de ti. Luego la matará, también delante de ti. Después… Preferirás estar muerto.
– Venga conmigo, señorita Mayhew. -Edwards la aferró por el brazo y Kristen, horrorizada, trató de librarse de él. A Edwards se le ensombreció el semblante y le hincó los dedos en la carne-. He dicho que venga. -Tiró de ella y Kristen se resistió, lo empujó por el pecho y volvió la cabeza cuando el hombre trató de besarla.
Conti volvió a reírse.
– ¿Qué, Drake? ¿Te lo pasarás tan bien como con Richardson?
Edwards la agarró por los hombros y la zarandeó hasta que empezó a ver chiribitas.
– Me parece que sí, Jacob. Me gusta que tengan carácter.
Kristen parpadeó varias veces para tratar de espabilarse. Cuando vio que Owen se arrodillaba sobre una pierna y que Edwards daba un respingo, creyó que su imaginación le estaba gastando una mala pasada. Durante una décima de segundo, Edwards permaneció inmóvil. Tenía un agujero de bala en la frente. Al fin se desplomó. Sin embargo, en menos que canta un gallo Conti le había rodeado el cuello con el brazo y le apuntaba con una pistola en la sien.
Owen seguía arrodillado, tenía una pequeña pistola en la mano. Debía de llevarla escondida en la bota. Respiraba con agitación. Viendo cómo entrecerraba los ojos, Kristen volvió a tomar conciencia de que el hombre que tenía delante había matado cruelmente a trece personas. Miró el cuerpo de Edwards con el rabillo del ojo y la visión le atenazó el estómago.
«Catorce.»
– Hijo de puta -gruñó Conti-, si no tiras ahora mismo la pistola, la mato.
– Me matará de todos modos -dijo Kristen-. Busca ayuda. Por favor.
Conti le hincó la pistola en la sien.
– Cállate. Suelta la pistola, Madden. Ahora mismo.
Owen lo hizo y la pistola cayó al suelo.
– Ahora levántate y lánzala de una patada hacia mí.
Owen le obedeció. Entonces se oyó otro disparo y Owen cayó al suelo; se retorcía de dolor y le sangraba la rodilla. Sin embargo, no se quejó. Kristen recordó las palabras del juez de instrucción del condado de Lake. «Se mantuvo estoico como un marine.» Un marine con muy buena puntería.
– Ahora mira cómo ella muere, Madden.
Kristen cerró los ojos y se preparó para lo peor. Le hubiese gustado pasar aunque solo fuera un día más con Abe. «Me encontrará aquí. Muerta de un disparo, igual que Debra -pensó-. Lo siento mucho, Abe.»
Y en aquel preciso instante resonó la voz de Abe.
– Suéltala, Conti.
Kristen se desmoronó. Era Abe. Conti tiró de ella para que se mantuviese en pie sin separar la pistola de su sien. Abe emergió de detrás de un montón de cajas que se encontraba cerca del área de carga y descarga; empuñaba su pistola.
– ¿Y por qué iba a hacerlo? -lo desafió Conti.
– Porque como le toques un pelo, voy a dejarte seco ahí mismo. -Se aproximó despacio-. Suéltala.
Conti retrocedió un paso llevándosela consigo mientras gritaba unos cuantos nombres en tono autoritario.
Abe siguió acercándose con paso firme.
– Si llamas a los hombres que estaban montando guardia en el exterior, te aconsejo que no te esfuerces. Digamos que están fuera del alcance de tu voz.
Kristen notó que Conti se ponía rígido. Estaba lleno de rabia.
– La mataré, te juro que la mataré.
Mientras trataba de ahuyentar el pánico, Kristen miró a Owen. Yacía en el suelo, aferrándose la rodilla; de pronto vio que clavaba los ojos en un punto a su derecha. Siguió con la mirada la misma trayectoria, y del alivió que sintió estuvo a punto de desmayarse.
Oculto entre las cajas, Spinnelli apuntaba con su pistola a Conti.
«Y a mí», pensó Kristen. Trató frenéticamente de idear una forma de librarse de Conti para que Abe y Spinnelli pudiesen disparar sin obstáculos.
Entonces Owen alzó la vista y Kristen hizo lo propio. Mia se encontraba arrodillada en lo alto de uno de los soportes metálicos; sostenía una caja que iba soltando poco a poco. Kristen contuvo la respiración y aguardó… Y aguardó… Hasta que la caja cayó detrás de ellos e impactó en el suelo con gran estruendo. Conti, sobresaltado, vaciló, y Kristen aprovechó ese instante para dar golpes y patadas, para retorcerse, arañarle, morderle, agacharse y alejarse en cuanto él la soltó. Se sucedieron tres disparos rápidos y Conti se desplomó.
Ya no volvería a levantarse.
Al cabo de un instante, Abe la mecía entre sus brazos.
– Dios mío, Dios mío -no podía dejar de decir con el rostro hundido en su pelo-. Pensé que iba a perderte.
Había creído que vería otra vez cómo asesinaban delante de sus ojos a la mujer que amaba. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y la abrazó con más fuerza. Kristen le acariciaba la espalda de arriba abajo.
– Estoy bien, Abe. De verdad que estoy bien.
Aquellas palabras hicieron mella en el temor que él sentía y, poco a poco, la soltó. Por fin extendió los brazos para apartarla un poco y observarla con atención; trataba de descubrir alguna señal de maltrato. Al no encontrar ninguna, cerró los ojos aliviado.
– Tenía ganas de matar a Edwards por ponerte la mano encima.
– No te preocupes. Ya está muerto. Owen lo ha matado.
– Lo sé. Estaba escondido detrás de las cajas cuando vosotros habéis aparecido entre las pilas. Lo he visto todo. -Abe volvió a estremecerse; sabía que nunca olvidaría la imagen de aquel hijo de puta propasándose con Kristen-. Si no te hubieses detenido aquí, no habríamos llegado a tiempo.
Kristen se dio media vuelta para mirar a Owen. Yacía en silencio, observándolos. Tenía el rostro crispado por el dolor.
– Has sido tú quien ha hecho que nos detuviésemos aquí. Has dicho que no pensabas andar más.
Mia se descolgó por el soporte metálico.
– Nos ha visto en la puerta del área de carga y descarga. -Miró a Owen con expresión hierática-. Tienes una vista de lince.
Kristen exhaló un suspiro.
– Me has salvado la vida, Owen… -Su semblante se demudó; sentía mucha lástima y los ojos se le llenaron de lágrimas-. ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido matar a todas esas personas? -Él no dijo nada, se limitó a contemplarla-. No puedo dejarte marchar -resolvió de pronto con voz entrecortada, como si los tres policías que la rodeaban se lo hubiesen permitido de haberlo querido así.
– Ya lo sé -dijo él apretando los dientes-. No me merecerías respeto si lo hicieses. -Se esforzó por sentarse con la espalda erguida; luego, a la velocidad del rayo, extrajo una segunda Beretta de la otra bota-. Pero tampoco voy a ir a la cárcel. Adiós, Kristen.
– ¡Owen, no! -Kristen vio horrorizada cómo se colocaba el pequeño revólver debajo de la barbilla.
Abe la obligó a darse la vuelta y le hundió el rostro en su hombro en el momento en que oía un último disparo.
– No mires, cariño -susurró Abe contra su pelo-. No mires.
No pensaba hacerlo. Ya había visto más que suficiente.
Sábado, 28 de febrero, 18.15 horas
«Kristen no tendría que estar aquí», pensó Abe. La idea le rondaba por la cabeza mientras la observaba leer la nota que Owen había escrito justo antes de que lo llamaran para que acudiese al almacén de Conti. Tendría que estar en el hospital, como Aidan y McIntyre. Habían recobrado la conciencia, pero los tenían en observación. A Kristen deberían examinarla, había sufrido un shock. Sin embargo, se había negado a quedarse en el hospital a pesar de que todos los miembros de la familia Reagan se lo habían pedido y suplicado. Había insistido en acompañarlos, a él y a Mia, a la casa de Owen. El lugar donde había empezado toda aquella pesadilla.
Ahora se encontraba sentada frente a la mesa de la cocina. Estaba pálida y las manos enguantadas le temblaban a pesar de que apoyaba las palmas contra el tablero. Él también temblaba, y no sentía ninguna vergüenza. Había estado a punto de perderla. No pensaba que fuese capaz de superar la visión de Conti sujetándola mientras le apuntaba con la pistola en la cabeza. Por suerte, estaba viva, y había salido ilesa; por lo menos físicamente. A saber lo que tardarían en cicatrizar las heridas emocionales. Conti había estado a punto de matarla. Había descubierto que una persona en la que confiaba se dedicaba a asesinar a la gente a sangre fría. Luego había visto cómo esa persona se colocaba una pistola del 38 debajo de la barbilla y había oído cómo se quitaba la vida.
Mia le puso la mano en la espalda.
– No te preocupes, está bien.
– Ya lo sé. Es que… -Invadido por la impotencia, dejó la frase a medias.
Mia le dio unas palmaditas.
– Ya. Vamos a ver qué ha encontrado Jack. Le irá bien que la dejemos a solas un rato.
Sin estar del todo convencido, Abe permitió que Mia lo guiase hasta un dormitorio del fondo de la casa. Jack se encontraba sentado frente a un ordenador.
– ¿Qué has encontrado? -preguntó Abe.
Jack se volvió a mirarlos con expresión sombría.
– Es la base de datos de Kristen -explicó Jack-. ¿Cómo demonios se las ingenió Madden para grabarla en su ordenador?
– Me engañó -dijo Kristen desde detrás, con voz apagada. Se abrió paso con suavidad y se situó delante de Abe; llevaba el cuaderno de Owen en la mano-. Una noche, después de la cena, me echó algo en el té para que me quedase dormida. -Frunció los labios-. Me acuerdo de que me desperté pensando que debía de estar más cansada de lo que creía. Llevaba unas cuantas noches durmiendo mal. Recuerdo que al no ver mi ordenador me asusté. No sabía dónde estaba. Entonces me di cuenta de que estaba dentro del maletín, a mis pies. Owen me vigilaba y no habría dejado que nadie me robase el ordenador mientras dormía. -Le tendió el cuaderno a Abe-. Todo está aquí escrito. Copió la base de datos mientras yo dormía. Debió de ser poco después de Año Nuevo.
Otra traición.
– Lo siento, Kristen -dijo Abe con voz suave.
Ella tragó saliva.
– Me ha utilizado para matar a todas esas personas -masculló con dureza.
– Tú has sido una víctima más en toda esta pesadilla -aclaró Mia.
Kristen se rio con tristeza.
– Díselo a las familias de las víctimas de Owen. Me parece que no pensarán lo mismo. -Alzó la mirada y la clavó en la pared, detrás de la mesa del ordenador; había varios diplomas enmarcados. Los de Chicago eran por su trabajo como voluntario con disminuidos psíquicos. Había dado clases de carpintería, cantería y metalistería en el centro social al que Leah acudía para hacer amigos. Los diplomas de Pittsburgh eran por su desempeño excepcional durante los treinta años que había trabajado como policía. Una sola medalla se encontraba colgada en medio de todos los diplomas. Era la condecoración que le habían otorgado por haber sido herido mientras combatía como marine en Vietnam, en 1965-. Aún no puedo creerlo -dijo Kristen con un hilo de voz-. No puedo creer que fuese policía, ni tampoco que matase a todas esas personas. Pero lo hizo. Y además me dijo que lo volvería a hacer.
Mia cogió el cuaderno que Abe tenía en las manos y echó un vistazo a la última carta.
– Bueno, al menos lo había contado casi todo antes de que lo interrumpieran. Las piezas van encajando.
– ¿Qué piezas? -preguntó Spinnelli desde la puerta. A él también se le veía muy serio-. ¿Qué hay en ese cuaderno?
– Una carta para Kristen -respondió Abe. Kristen, aturdida, seguía con la vista fija en los diplomas-. En ella le explica unas cuantas cosas, como que su nombre era Robert Henry Barnett pero se lo cambió a principios de los sesenta debido a desavenencias en la familia.
– Eso fue más o menos cuando asesinaron al chico que mató de una paliza a Colin Barnett -observó Mia-. La señorita Keene, la sombrerera, dijo que pensaba que tal vez Robert Barnett hubiese vuelto para vengar a su hermano. Tiene sentido.
– Fue marine en Vietnam -dijo Spinnelli, y sus ojos se posaron de inmediato en la medalla colgada en la pared-. Me parece que ya lo sabíais.
– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Abe.
– Gracias a las huellas que encontraron en el garaje de Kaplan. -Spinnelli se acercó a la pared para observar los certificados-. A Owen Madden le concedieron una licencia honorable y abandonó el ejército tras el episodio de Vietnam; luego, volvió a Estados Unidos y consiguió trabajo como policía. Ya ves qué regalito le deparó el yin yang. Se retiró hace cinco años y compró un bar para policías en el centro de Pittsburgh. He llamado al que fue su jefe y me ha dicho que hace tres años que desapareció sin dar explicaciones. El día anterior, el bar estaba abierto con total normalidad; al día siguiente, en la puerta había un cartel de «Se vende».
– Se fue cuando supo lo de Leah -dijo Kristen en voz baja. Apartó la vista de la pared con expresión reservada. Era su forma de aferrarse a los últimos resquicios de control y Abe no podía culparla por ello-. La madre de Leah se estaba muriendo de cáncer y le preocupaba quién cuidaría de su hija cuando ella no estuviese. Contrató a un investigador privado para que localizase a Owen. Parece que él había venido a Chicago veintitrés años antes y conoció a la madre de Leah. Solo estuvo en la ciudad una semana, pero durante ese tiempo tuvieron una aventura. Cuando la semana tocó a su fin, él tuvo que regresar a Pittsburgh.
– Veintitrés años antes -musitó Mia-. Vino a Chicago para asistir al funeral de sus padres y su hermana, Iris Anne. Acordaos de que la señorita Keene creyó verlo pero él no le respondió cuando lo llamó por su nombre.
– Tiene sentido -convino Kristen sin entusiasmo-. Parece ser que la madre de Leah se quedó embarazada, pero no sabía dónde encontrar a Owen. Él no tenía pensado volver a Chicago. Al final lo localizó justo antes de morir. Leah ya había pasado por el mal trago del juicio y empezaba a estar sumida en una depresión. A su madre le preocupaba qué sería de ella cuando no pudiese cuidarla.
– Bueno, parece que Owen entró a formar parte de la vida de su hija demasiado tarde -opinó Spinnelli en tono firme mientras observaba los diplomas y tomaba conciencia de la actividad que el hombre había desarrollado como voluntario-. ¿Cómo lo conociste, Kristen?
Kristen se encogió de hombros.
– Por pura casualidad. Estaba enfadada porque acababa de perder un caso y salí a dar un paseo para despejarme. Entré en el restaurante de Owen y empezamos a hablar. No tenía ni idea de que fuese el padre de Leah. Ni tampoco sabía que hubiera sido policía.
Lo dijo como si creyese que la responsabilidad era suya.
– ¿Cómo ibas a saberlo? -dijo Abe-. Tenía un restaurante. ¿Por qué ibas a pensar que era un policía retirado?
Kristen sacudió la cabeza.
– Cuando lo pienso, sé que no tenía modo de saberlo. -Se dio unos golpecitos en la cabeza-. Pero una cosa es pensarlo, y otra, asumirlo. De todas formas, parece que Leah se fue deprimiendo cada vez más y Owen decidió trasladarla a un piso lejos de la ciudad para que cambiase de aires y evitar que tuviese que pasearse por las mismas calles que había recorrido el día en que la violaron. Buscó un lugar en el condado de Lake, no muy lejos de la propiedad de los Worth que vosotros encontrasteis.
– Pero era demasiado tarde -añadió Mia-. Leah acabó suicidándose.
– Ya tenemos el trauma que buscábamos -concluyó Spinnelli.
– ¿Cómo está la pequeña? -preguntó Kristen-. Me refiero a la hija de Kaplan. Llevo todo el día pensando en ella.
Spinnelli apretó la mandíbula.
– Por lo que han conseguido sonsacarle, parece que no vio a su padre muerto. No creen que viera el cadáver, solo se fijó en Madden. Estaba lleno de sangre y parecía un loco. Eso es lo único que dice. «Sangre» y «loco».
– Quedará traumatizada de por vida -masculló Kristen. Saltaba a la vista que se sentía culpable.
– Tú no tienes la culpa -dijo Abe.
– ¿Cómo supo Owen lo de su tío, Paul Worth? -preguntó Spinnelli.
Kristen se encogió de hombros.
– No llegó hasta ese punto. Dejó de escribir cuando estaba explicando cómo me drogó y copió la base de datos de mi disco duro. Debió de recibir una llamada de Zoe Richardson, porque cuando entró en el almacén la buscaba a ella.
La expresión de Spinnelli se tornó más cruda, su poblado bigote se frunció al torcer el gesto.
– Debió de recibir una llamada de alguien que se hizo pasar por Richardson.
Kristen cerró los ojos.
– Está muerta, ¿no?
Spinnelli vaciló.
– Sí.
– ¿Cómo ha muerto? -quiso saber Kristen.
La mirada que Spinnelli cruzó con Abe lo decía todo. Kristen no tenía por qué saberlo. Ante el silencio prolongado, Kristen abrió los ojos.
– Decídmelo.
– Conti la mató, Kristen. No hace falta que sepas nada más.
Los ojos de Kristen emitieron un destello.
– ¿Cómo murió? Mierda, Marc, tengo derecho a saberlo.
Spinnelli suspiró.
– Se ahogó.
Mia frunció el entrecejo.
– ¿Que se ahogó? Pero…
– Jack, ¿has terminado? -la interrumpió Spinnelli-. Tengo que preparar una rueda de prensa y necesito un resumen de todo lo que has descubierto. Kristen, en la mesilla de noche de Madden había un montón de libros. Encima pegó un Post-it con tu nombre. Me parece que son de poesía, de Keats y Browning. Mia, ¿acompañas a Kristen para que les eche un vistazo?
Kristen lo miró sin pestañear.
– No importa que me lo digas o no, Marc. Más tarde o más temprano algún periodista lo descubrirá. Todo cuanto tengo que hacer es ver las noticias de las diez. -Salió de la sala, y Mia la siguió.
Cuando se hubieron alejado, Spinnelli volvió a suspirar.
– Al difundirse la noticia de que tanto Edwards como Conti han muerto, hemos recibido una nota anónima que decía que si impedíamos que enterrasen a Angelo Conti, encontraríamos a una persona desaparecida. Por suerte, la tierra está tan empapada por la nieve derretida que no han convencido a los enterradores para que caven el hoyo.
Abe hizo una mueca al comprender lo que Spinnelli quería decir.
– No puede ser.
Spinnelli asintió.
– Sí. Y Kristen tiene razón. Las noticias lo harán público tarde o temprano. Te dejo encargado de decírselo. Ahora, haz el favor de marcharte y volver con tu familia. ¿Cómo está tu hermano?
Abe miró el reloj.
– Le darán el alta en cualquier momento. Voy a llevar a Kristen a casa.
– A su casa no -le advirtió Spinnelli-. Tenemos que enviar a alguien para que limpie la sala de estar. La pared está llena de sangre.
La pared con el papel de rayas azules. Abe reprimió un escalofrío al imaginarse la escena que habían presenciado Mia y Spinnelli. Habían encontrado un cadáver en la sala de estar y el papel pintado lleno de sangre. Sabía que Kristen había disparado al hombre que se coló en su casa y la inmovilizó. Y, a pesar del horror, se sintió muy orgulloso de que hubiese actuado con tanta calma y precisión. Diez años atrás no había sido capaz de enfrentarse a su agresor, pero hoy lo había compensado con creces.
– No -dijo Abe con voz temblorosa-. No la llevaré a su casa. La llevaré a la de mis padres. Toda la familia estará allí. -Se disponía a marcharse cuando notó que Spinnelli le ponía la mano en el hombro.
– Hoy me he sentido orgulloso de ti, Abe. Nos has esperado para entrar en el almacén en lugar de encargarte tú solo de salvar la situación. Has hecho lo correcto.
Le había costado mucho permanecer allí sentado, consciente de que pasaba el tiempo y de que Conti tenía en su poder a Kristen y podía estar asesinándola en aquellos precisos momentos. Pero Spinnelli tenía razón, había hecho lo correcto. Él solo no habría podido salvarla.
– Gracias -musitó.
Spinnelli le dedicó una de aquellas miradas prolongadas que una vez hicieron que Abe sintiese como si el hombre le estuviese leyendo el alma.
– De nada.
Sábado, 28 de febrero, 19.30 horas
El mero hecho de oír ruido constituía tal alivio que a Kristen se le llenaron los ojos de lágrimas. Por un acuerdo tácito, en vez de volver a la casa de Kristen se habían dirigido al único lugar al que tenía sentido acudir. Cuando Abe abrió la puerta de la cocina que daba al lavadero, Kristen se sintió como en casa. Los niños de Sean y Ruth se perseguían por la estancia, Becca veía la QVC y Annie pelaba patatas. Rachel, sentada a la mesa de la cocina, hacía ejercicios de álgebra. De la sala de estar llegaba el sonido de la retransmisión televisiva de algún acontecimiento deportivo y los gritos escandalizados de los hombres de la familia.
Con un grito emocionado, Rachel se levantó de un salto, corrió hacia Kristen y la abrazó con tal fuerza que a punto estuvo de tirarla al suelo. Kristen la estrechó con fuerza y la meció suavemente. Rachel no estaba en el hospital cuando Abe y ella habían ido a ver a Aidan. Kristen supuso que la chica necesitaba comprobar con sus propios ojos que estaba sana y salva. Tal vez Kristen también necesitase aquella corroboración. Tragó saliva y atrajo hacia sí la cabeza de Rachel, invitándola a que la apoyase sobre su hombro.
– Ya ha pasado todo, cariño. Te lo prometo. Todo ha terminado.
– Tenía mucho miedo -susurró Rachel, temblando-. Cuando me dijeron que habías desaparecido…
– Yo también he pasado miedo. -Ya podía reconocerlo; todo había terminado. Había visto morir a cuatro hombres aquella tarde, y a uno de ellos lo había matado ella. No acababa de asumir que hubiese matado a un hombre en la sala de estar de su casa. Suponía que necesitaba tiempo. Por ahora, le bastaba con abrazar a Rachel-. Pero tú, cariño, me ayudaste a salvar la vida. La detective Mitchell me ha dicho que reconociste a Owen porque recordabas haberlo visto en mi despacho. De no haber sido por ti, no habrían sabido quién era. Y también los ayudaste a encontrar a Aidan, y así pudieron llevarlo al hospital.
Rachel se apartó un poco y sus labios describieron una sonrisa vacilante. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
– Sí, ¿verdad? Está en deuda conmigo.
Kristen puso la mano en su mejilla y le enjugó las lágrimas con el pulgar.
– Sí. Y yo también. Gracias, Rachel.
– ¿Estás bien? -preguntó, preocupada-. ¿De verdad? ¿No me mientes?
A Kristen le temblaban los labios.
– No te miento. De verdad que estoy bien. Y ahora, aquí contigo, estoy mucho mejor.
Rachel ladeó la cabeza y la escrutó con la mirada.
– Aidan me ha dicho que le disparaste a un tipo y lo mataste.
Kristen exhaló un suspiro.
– Sí, así es.
Rachel entrecerró los ojos.
– Bien hecho. Se lo merecía.
– Rachel, no creo que Kristen tenga ganas de hablar de eso -la amonestó Becca. La mujer también rodeó a Kristen con los brazos y la atrajo hacia sí-. Estábamos muy preocupados -susurró-. Me alegro mucho de que hayas vuelto a la que ya es tu casa. -Le estampó un beso en la coronilla. Luego se apartó y volvió al trajín de la cocina, muy atareada-. Abe, llévale esta tarta a tu hermano. Está descansando en el sofá.
Abe frunció el entrecejo.
– ¿Para Aidan hay tarta? No es justo.
– Sí es justo, ha sufrido una conmoción cerebral. -Colocó el plato en las manos de Abe-. Y no picotees por el camino. Anda, ve. Qué chicos estos -dijo a su espalda con una risita-. Kristen, esta noche voy a tener la casa llena de gente. Si te apetece echarme una mano, en la nevera encontrarás una lechuga y varios ingredientes para preparar una ensalada.
– Mamá -murmuró Annie.
Becca la miró con mala cara. Kristen comprendió que no necesitaba ayuda; se lo había propuesto para que se sintiese como una más de la familia.
Estaba sacando los pepinos del cajón de la nevera cuando en el vano de la puerta apareció Ruth abrazando a su bebé. Observó a Kristen y sonrió.
– Me han dicho que has tenido un día bastante agitado.
Kristen la oyó, pero solo tenía ojos para la criatura que llevaba en brazos. No se había olvidado de que Abe y ella aún tenían cosas de que hablar. Sabía que el hecho de ver al bebé de Ruth provocaría en ella algún tipo de reacción, pero no esperaba sentir esa oleada de emoción, una combinación de anhelo y miedo que hacía que las rodillas le temblaran. Anhelaba tener en brazos a su propio bebé, al hijo de Abe. Y temía que la imposibilidad de que aquello ocurriese se interpusiera entre ellos y la hiciera perder el lugar que ocupaba en aquella maravillosa familia.
– ¿Kristen? -Ruth se acercó y le levantó la barbilla con la mano que le quedaba libre-. Di algo.
Kristen parpadeó, se llenó los pulmones de aire y consiguió articular unas palabras.
– No pasa nada. Es que estoy un poco afectada por todo lo de hoy. -Depositó las hortalizas en la mesa-. Me parece que lo mejor que puedo hacer es mantenerme ocupada. El bautizo ha sido muy bonito, Ruth. Siento haber estropeado la fiesta.
Ruth la miró sin mucho convencimiento.
– Si necesitas algo me lo dirás, ¿verdad?
– Sí. Te lo prometo. -Kristen empezó a cortar la lechuga; mantenerse activa le serviría de catarsis-. ¿Qué, Rachel? ¿Más álgebra?
Rachel hizo una mueca.
– He faltado muchos días a clase y tengo que ponerme al día. Pensaba que, dadas las circunstancias, me perdonarían algunos temas. Pero de eso nada. Lo quieren todo hecho para el lunes.
Kristen se concentró en la lechuga.
– Bienvenida al mundo real.
«Rara vez la vida le perdona a uno nada. Pero, por una vez, podría hacer una excepción, ¿no?»
Sábado, 28 de febrero, 22.45 horas
La casa estaba relativamente tranquila. Sean y Ruth se habían marchado y se habían llevado a sus cinco hijos, lo cual eliminaba el ochenta por ciento del ruido. Aidan, después de que Becca insistiese en que se quedase a pasar la noche, se había instalado en su antiguo dormitorio. Annie también se había marchado, pero antes había tranquilizado a Kristen diciéndole que no se preocupase por la pared de su casa, que ella tenía un papel que iba a quedar de maravilla, lo colocaría ella misma y la sala quedaría como nueva.
Abe y Kristen estaban sentados junto a Becca y Kyle. La televisión emitía un programa sobre mascotas que hacían todo tipo de monerías. Abe la rodeaba con el brazo y la estrechaba con fuerza cada vez que la invadían los recuerdos.
«Mascotas -pensó de pronto-. Mierda.»
– Tengo que ir a casa -dijo, aunque la mera idea le producía horror-. Tengo que dar de comer a los gatos.
Abe la abrazó fuerte.
– Mia les ha puesto comida. Están bien.
Kristen se relajó y decidió apartar de sí la idea perturbadora de que aún quedaba un tema importante por resolver. Cuando acabó el programa, Kyle se levantó bostezando.
– Lo siento, pero me voy a la cama. Soy demasiado viejo para tantas emociones. ¿Vienes, Becca?
Becca se puso en pie y se inclinó para besar a Abe en la mejilla. Luego hizo lo propio con Kristen.
– ¿Dónde dormiréis hoy?
– En mi casa -respondió Abe con decisión. Kristen no se sentía con fuerzas para discrepar.
Unos minutos más tarde, ambos se encontraban sentados en el todoterreno. Abe no había puesto en marcha el motor y el silencio era casi absoluto. Kristen sabía que Abe también se había esforzado por apartar de sí el tema que tenían pendiente. Al parecer, había llegado el momento de hacerle frente.
– Tenemos que hablar, Kristen -dijo con voz queda-, pero no lo haremos aquí.
En silencio, se dirigieron al piso que ella había visto solo una vez, a la mañana siguiente de que la agredieran en su dormitorio. El piso de Abe le pareció vacío e impersonal y Kristen sintió que el hecho de encontrarse allí le horrorizaba tanto como la idea de volver a su casa. Aunque tal vez le asustaba más la conversación que el lugar.
Él le cogió el abrigo y encendió unas cuantas luces. A continuación, accionó un interruptor y de la chimenea de gas brotó una llamarada. Le dio la espalda unos momentos mientras ella se limitaba a aguardar.
– Ayer por la noche te dije que te quería -dijo Abe con brusquedad; Kristen era perfectamente consciente de que no lo había repetido desde entonces-. Tú me dijiste que también me querías. -Se volvió y clavó aquellos penetrantes ojos azules en su rostro-. ¿Lo decías de verdad?
Kristen tragó saliva.
– Sí.
Los ojos de Abe emitieron un centelleo.
– ¿Y qué pensabas que te decía, Kristen? ¿Que mi amor tiene condiciones? ¿Que si no puedes albergar a mis hijos en tu vientre, no hay trato?
La acritud de su tono hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
– Ya te advertí que te llevarías una decepción.
Él alzó los ojos al techo y exhaló un gran suspiro.
– Y me llevé una decepción -confesó. Luego volvió a posar los ojos en ella-. Pero no por ti. -Recorrió la distancia que los separaba y la rodeó con sus brazos-. Tú no me decepcionarás nunca. ¿Qué puedo hacer para que te lo creas de una vez?
El hecho de ver que volvía a abrazarla la desbordó. No pudo contenerse y las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. Se aferró a la camisa de Abe y se deshizo en llanto. Él la cogió en brazos, se sentó en el sofá y la acomodó en su regazo. Así estuvieron hasta que el mal trago pasó y las lágrimas fueron espaciándose. Entonces le alzó la barbilla y la besó. Un beso largo, apasionado e… incondicional. Eso es lo que era, incondicional. Había hecho su elección.
Kristen, aliviada, exhaló un suspiro entrecortado.
– Lo siento, Abe. Me gustaría poder cambiar las cosas, pero no puedo.
Él la miró con intensidad.
– Somos quienes somos por todo lo que hemos vivido, Kristen. Por mucho que lo deseemos, no podemos volver atrás y hacer que las cosas cambien. Y estamos donde estamos porque, en un momento dado, nuestras vidas se han cruzado. Por algún motivo todo esto ha ocurrido. Ahora estamos juntos. Y aquí y ahora te digo que no cambiaría nada de nada.
El rostro de Abe se desdibujó. Parpadeó y las lágrimas volvieron a resbalarle por las mejillas.
– ¿Y después? ¿Qué pasará cuando quieras tener un hijo?
– Podemos adoptar uno. Quería decírtelo esta mañana, pero no pensaba que estuvieses preparada para oírlo.
– Hay que esperar mucho -susurró; parecía demasiado bonito para ser cierto-. No es fácil adoptar a un bebé.
– ¿Quién habla de bebés? El mundo está lleno de niños que necesitan familia, hogar y cariño. Podemos formar una familia, Kristen. Tú y yo. Aunque no podamos reproducirnos biológicamente, te amo. Y si no llegamos a tener hijos, te seguiré amando. -La besó en los labios con tanta ternura que ella sintió que su corazón estaba a punto de hacerse añicos-. Cásate conmigo.
Casarse. Y con Abe, un hombre con un gran corazón. Era mucho más de lo que se atrevía a anhelar.
– ¿Estás seguro, Abe? -«Di que sí, por favor.»
– Segurísimo. -Lo dijo con voz queda, de forma que el sonido gutural pareció brotar directamente de su pecho.
– Te quiero -susurró Kristen mientras le recorría los labios con un dedo-. Nunca creí que pudiese encontrar a una persona como tú. Quiero hacerte feliz.
Sus ojos se tornaron abrasadores, del azul intenso de una llama, y Kristen se extrañó de que un día pudiesen parecerle fríos.
– Responda a la pregunta, abogada.
Ella sonrió junto al rostro de él.
– Sí.
Abe se relajó de repente y entonces Kristen se dio cuenta de que no estaba completamente seguro de que esa fuese a ser su respuesta. Él se puso en pie y la levantó también a ella. Sin pronunciar palabra, encendió el televisor y pasó de un canal a otro mientras ella lo observaba perpleja. Se detuvo cuando dio con uno de esos canales que solo emiten música y preciosas imágenes de fondo. Una suave voz invadió la habitación. Cantaba melodías del ayer. Abe se dio media vuelta y la cogió de la mano.
– ¿Bailas?
Ella se le acercó y ambos se abrazaron mientras se balanceaban al compás de la música. Él esperó a que ella se sumergiese en los confines de la intimidad antes de llevarla contra la pared. La empujaba con fuerza, estaba acalorado, erecto y a punto.
– ¿Tienes hambre? -preguntó.
Ella lo miró y exhaló un suspiro corto. Él sí tenía hambre, pero no precisamente de comida.
Los labios de Kristen esbozaron una sonrisa. Recordó que la primera vez que habían hecho el amor él le explicó cómo tenían que ser las cosas. Primero venía la cena, luego el baile y por último… Aunque hubiese tenido hambre, le habría mentido.
– No.
– Mejor. -La besó hasta que a Kristen le pareció que la habitación daba vueltas a su alrededor-. Lo que menos me apetece ahora es ponerme a cocinar.
Cuando levantó la cabeza, ella lo miró con picardía.
– Pero me encantaría probar el postre -dijo.
La sonrisa que se dibujó en su rostro disparó el pulso de Kristen.
– A mí también, abogada. A mí también.