A la mañana siguiente, antes de ir a trabajar, me pasé dos horas limpiando y abrillantando mi apartamento. La observación de Pichea la noche anterior me había herido en lo más vivo. No lo de encontrarme sola a los ochenta y cinco años -podía imaginarme destinos peores-, sino lo de verme en la situación de la señora Frizell: mis pilas de periódicos y de pelusas desmoronándose entre asfixiantes nubes de polvo, y tan irascible que los vecinos no querrían ni acercarse aun cuando pensaran que podía estar enferma.
Hice un fardo con los periódicos de un mes, lo até con un cordel y lo dejé junto a la puerta para llevarlo a reciclar. Lustré el piano y la mesita de centro hasta el punto de que podrían incluso responder a las estrictas normas de Gabriella, fregué los platos apilados en el fregadero y en la mesa de la cocina, y tiré toda la comida del frigorífico echada a perder. Eso me dejaba a elegir para la cena entre mantequilla de cacahuete y una lata de minestrone, aunque tal vez pudiera sacar una horita para pasar por la tienda al volver a casa.
Pasé de correr y cogí el tren aéreo hacia el centro. El trabajo que había planeado para ese día me tendría ocupada en recorrer diferentes oficinas estatales diseminadas por el Loop; el coche no sería más que un estorbo. A eso de las cuatro pude llamar a Daraugh Graham para informarle sobre Clint Moss. Estaba verdaderamente ansioso por recibir información: su secretaria tenía instrucciones de interrumpir la reunión en que estaba para que hablara con él.
Cuando Daraugh se enteró de que Moss había inventado su asistencia a clases de licenciatura de administrador de empresas en la Universidad de Chicago, me pidió que fuese a Pittsburgh para asegurarme de que no había fabricado su anterior curriculum. No me apetecía nada, pero las letras del Trans Am implicaban que tenía que tener contentos a mis clientes. Acepté coger un avión a la mañana siguiente temprano, no a las siete, como me ordenó Daraugh, sino a las ocho, lo que significaba levantarme a las seis y me pareció ya bastante sacrificio.
Al volver a casa pasé por la de la señora Hellstrom para ver cómo se las arreglaba con los perros de la señora Frizell. Parecía un poco aturullada; estaba intentando hacer la cena para sus nietos y no sabía cómo apañárselas para cuidar de los perros al mismo tiempo.
– Mañana tengo que salir de viaje, pero cuando vuelva el viernes le echaré una mano -me oí decirle-. Si usted los cuida por la mañana, yo les daré de comer y los pasearé por la tarde.
– ¿De veras? Sería un gran alivio. La señora Frizell es tan especial que uno se imagina que debe estar preocupada por sus cosas, pero podríamos robar todo lo que tiene en la casa -y no es que haya algo allí dentro que me guste, no vaya a creer- y ella no lo notaría. Ahora bien, si no alimentásemos a sus queridos perritos, sería capaz de llevarnos a juicio. Y no sabe el trabajo que dan.
Me dio las llaves que habíamos encontrado tiradas en el cuarto de estar la noche anterior, convencida de que había decidido empezar inmediatamente mi turno de tarde.
– Déjeme simplemente las llaves en el buzón cuando termine. Yo haré copias mientras usted está fuera y se las pondré en su buzón. No, quizá podría dárselas a ese señor tan amable que vive debajo de usted. Parece de confianza, y no me gusta nada dejar las llaves de otra persona rodando por ahí.
Le pregunté si sabía en qué hospital estaba la señora Frizell.
– Se la han llevado al hospital del condado de Cook, querida, por eso de que no tiene ningún seguro. Ni siquiera estaba afiliada a ninguna mutua. Eso da que pensar, ¿no cree? Yo no sé lo que haremos cuando mi marido se jubile. Él pensaba hacerlo el año que viene. Tendrá cincuenta y cinco años, y a estas alturas uno ya ha hecho bastante, pero cuando una piensa en lo que les pasa a los ancianos… En fin, intentaré acercarme a verla mañana. Quién iba a pensar que ese hijo que tiene… Aunque, claro, crecer en esa casa no debió de ser muy divertido. No veía la hora de marcharse, y, conociéndola, no es de extrañar. Su padre tampoco lo pudo soportar: se largó un mes antes de que él naciera.
Le cogí las llaves antes de que empezara a explayarse sobre las excentricidades que llevaron al señor Frizell y a su hijo a abandonar a Harriet Frizell. Quizá no hubiera sido tan suspicaz y retraída si su marido hubiese estado allí. O quizá sí.
Los perros me recibieron con una mezcla de desconfianza y júbilo. Se abalanzaron sobre mí cuando abrí la puerta, y luego retrocedieron hacia la cocina, gruñendo y haciendo fintas amenazantes. Como el labrador era el cabecilla, concentré mi atención en él y me agaché para que pudiera olfatear mi mano y recordase que ya me había visto antes.
– Y yo con medias y escarpines. Estoy loca -les confesé a mis acompañantes-. Ofrecerme de buenas a primeras para ocuparme de vosotros, y luego hacerlo con mi ropa de trabajo.
Agitaron la cola en señal de asentimiento. Pensé en ir a casa a ponerme los vaqueros y mis Nikes viejas, pero no me apetecía tener que volver a esa leonera por la noche. El sol de la tarde resaltaba en la pared unas manchas que no eran visibles a la tenue luz del vestíbulo la noche anterior. Por el aspecto y el olor, había estado filtrándose agua desde el tejado. El sol también hacía resaltar la mugre que cubría los suelos y demás superficies.
Le puse la correa al labrador y llevé al quinteto por Racine hacia Belmont. Forcejeó con el collar, pero le mantuve firmemente sujeto: no quería pasarme la noche corriendo detrás de él por todo el barrio. Los demás no necesitaban ir atados: seguían los pasos de su cabecilla.
Cuando Peppy está en su estado normal corremos ocho kilómetros hasta el puerto. Pero no tenía ganas de invertir tanta energía en el equipo de la señora Frizell; les di una vuelta por la manzana, me cercioré de que tenían agua y comida, y los encerré en la casa. Aullaron tristemente cuando me fui. Me sentía un poco culpable, pero no quería cargar con ellos después de ese fin de semana. Cuando volviera de Pittsburgh vería en qué estado se encontraba la señora Frizell e intentaría conseguir a alguien que se ocupara de ellos hasta que volviera a estar bien. Llamaría a su entusiasta hijo, Byron, para saber qué cantidad pensaba destinar a su cuidado, y si podríamos conseguir algo de dinero para contratar a alguien que paseara a los perros.
Una vez en casa, me sumergí agradecida en mi pulcra bañera. Me pregunté si el terrible ejemplo de la señora Frizell me haría cambiar de costumbres.
– No -dijo Lotty, cuando más tarde la hice partícipe de esa idea por teléfono-. Tal vez durante una semana consigas tenerlo todo inmaculado, pero luego la porquería empezará otra vez a acumularse… Carol dice que fue a verte la noche pasada para discutir sus planes contigo. ¿Vas a ponerte de parte de Max y empezar a murmurar contra mí?
– No-o-o -dije lentamente-, pero tampoco voy a intentar discutir con ella. Tal vez tú y yo seamos demasiado alérgicas a los lazos familiares, esos lazos que ahogan y amordazan, para ver las cosas positivas que consigue con…, bueno, con atarse a sus familiares.
– ¿Por qué no te concentras en atrapar criminales, Vic, y dejas las motivaciones profundas para los psiquiatras? -me espetó Lotty.
Colgamos tras esa nota quebradiza. Eso me llevó a Pittsburgh en un bajo estado de ánimo, pero dediqué concienzudamente dos días a Daraugh. Ese Moss suyo había nacido y crecido en uno de los barrios más elegantes de Pittsburgh. Su vida había seguido las etapas habituales de la liga juvenil, el campamento de verano, deportes en el instituto, drogas, detenciones, novillos en la escuela superior, y finalmente un trabajo estable en una compañía química. El que hubiese sido chico de almacén en lugar de jefe de sección no tenía por qué avergonzarle: había trabajado duro durante cinco años y su jefe había lamentado que se fuera.
Escribí mi informe para Daraugh en el avión de vuelta a casa. Lo único que tenía que hacer era dedicar una hora por la mañana a pasarlo a máquina y mil seiscientos dólares serían míos. Desde el aeropuerto me fui a bailar al Cotton Club para celebrar mi regreso sana y salva, mis virtuosos hábitos de trabajo y mis honorarios.
El viernes me tomé mi tiempo para levantarme, correr un poco hasta el puerto de Belmont y pararme a la vuelta en el restaurante Dortmunder para desayunar. A eso de las once recogí mi informe para llevármelo a mecanografiar a mi oficina del Pulteney. Al bajar me detuve a decirle al señor Contreras que estaba en casa.
Estaba fuera, en el jardín de atrás, cuidando sus dos metros cuadrados de terreno. Había sembrado la semana anterior y estaba quitando ansiosamente las microscópicas malas hierbas.
– Hola, pequeña. ¿Quieres ver a la princesa? No te imaginas lo que han crecido los cachorros desde que te fuiste. Espera un momento. Voy a abrirte. Hay algo de lo que quiero hablarte antes de que te vayas.
Se limpió las callosas manos en un gigantesco pañuelo estampado y recogió su rastrillo y su trasplantador. Después de perder todos sus útiles de jardinería el verano anterior, no soltaba los nuevos ni para una pausa de cinco minutos.
Mientras guardaba sus herramientas en el sótano se interesó por mi viaje, pero cuando me preguntó por tercera vez cuánto duraba el vuelo, me convencí de que tenía otra cosa en la cabeza. Su exquisito concepto de la etiqueta le impedía abordar sus propias preocupaciones hasta que terminase de acariciar a la perra y admirar a sus retoños. Esta vez no se opuso a que los cogiera y acariciara, pero los limpió uno por uno cuidadosamente cuando los volví a dejar junto a ella.
El señor Contreras nos miraba celoso mientras me contaba con todo pormenor el comportamiento de Peppy durante mi ausencia: lo mucho que había comido, que no le importaba que él los cogiera, y si no me parecía que podríamos quedarnos con uno o dos: el macho con una oreja negra y la otra dorada parecía tenerle un afecto especial.
– Lo que usted diga, jefe -me enderecé y recogí mis papeles del brazo del sofá-. Con tal de que no me toque sacarlos cuando sean grandes, no me importa. ¿Era de eso de lo que quería hablar?
– Oh -se interrumpió en medio de sus protestas de que podía perfectamente arreglárselas con tres perros, y además, ¿quién había paseado a Peppy mientras yo perdía el tiempo en Pittsburgh?-… No, no. Es algo personal -se sentó en el borde de un viejo sillón color mostaza y se miró las manos-. Creo, pequeña, que no me vendría mal una ayuda. Me refiero a tu tipo de especialidad.
Al llegar a ese punto alzó la vista y levantó una mano para acallarme pese a que no había hecho ademán de hablar.
– No quiero que lo hagas por caridad. Estoy dispuesto a pagar lo mismo que esos estirados de los barrios ricos, así que no creas que voy a pedirte ningún favor.
– Ah, ¿y para qué necesita mi especialidad?
Inspiró profundamente y soltó de golpe toda su historia. Mitch Kruger había desaparecido. El señor Contreras lo había echado el lunes, exasperado por sus borracheras y su gandulería. Y luego a mi vecino empezó a remorderle la conciencia. El miércoles se había acercado a la pensión de la calle Archer donde Kruger había encontrado un sitio para dormir.
– Sólo que no estaba allí.
– ¿No cree que podía estar fuera, empinando el codo?
– Sí, claro, eso imaginé yo también. Al principio no lo pensé dos veces. De hecho, ya me volvía y me dirigía derecho a la parada del autobús, cuando la señora Polter, la dueña de la casa, ya sabes, una auténtica casa de huéspedes: sólo hay espacio para que duerman siete u ocho tipos, y les da el desayuno… Bueno, el caso es que me llamó, creyendo que estaba buscando habitación, y le dije que estaba buscando a Mitch.
Le llevó sus buenos diez minutos soltar todo el rollo. En resumidas cuentas, al parecer Kruger no había vuelto a la pensión desde que se registró el lunes por la tarde. Había prometido pagarle a la señora Polter el martes por la mañana, y ella quería su dinero. O bien que el señor Contreras se llevara las pertenencias de Kruger para que pudiera darle la cama a otro. El señor Contreras apechugó con los cincuenta pavos para reservarle la cama por una semana -con efecto retroactivo hasta el lunes, señaló amargamente- y cogió el autobús de la avenida Damen para volver a casa.
– Entonces llamé a Diamond Head para intentar hablar con el jefe de taller, por eso de las baladronadas de Mitch la semana pasada. Pero el tipo no contestó a mi recado, así que ayer cogí el maldito autobús otra vez hasta allí y me dijeron que Mitch no había aparecido por ahí desde que nos largamos hace doce años. En fin, de todas formas, me gustaría que tú te ocuparas de ello. De buscarlo, quiero decir.
Como no contesté inmediatamente, insistió:
– Te pagaré, no te preocupes por eso.
– No se trata de eso -estuve a punto de añadir que no tenía que pagarme nada, pero ésa es la mejor manera de crear resentimientos entre amigos y conocidos: hacerles favores profesionales por nada-. Pero…, mire, para serle brutalmente franca, usted sabe que lo más probable es que esté durmiendo la mona en alguna celda de la policía en este momento.
– Y si es así, tú puedes averiguarlo. Quiero decir que conoces a todos los maderos, te dirán si lo han recogido borracho en algún sitio. Es que me siento algo responsable.
– ¿Tiene familia?
El señor Contreras sacudió la cabeza.
– No exactamente. Su mujer lo dejó. Oh, hace mucho tiempo. Eso debió de ser hace unos cuarenta años. Tenían un crío y ya entonces la paga se le iba en copas. No puedo decir que la culpo por ello. A Clara se la birlé cuando íbamos todos al instituto. La noche del baile de fin de curso. Ella solía darme la vara cuando yo volvía a casa con una copa de más, y tuve que acabar recordándole que no la había dejado tirada con ese redomado burro de Kruger.
Sus ojos marrón pálido se nublaron con el recuerdo de un baile de hace sesenta años.
– Bueno, todo ese pasado está muerto y enterrado, y sé que Mitch no vale mucho, viéndolo no parece gran cosa, pero me gustaría saber que no le ha pasado nada.
Tal como me lo ponía, no me quedaba otra alternativa. Le llevé a mi oficina y rellené solemnemente uno de mis contratos corrientes para él. Apunté la dirección de la señora Polter. También cogí las señas de Diamond Head: tenía el presentimiento de que iba a necesitar todos los cabos sueltos que pudiera encontrar para justificar mi anticipo.
El señor Contreras sacó un fajo de billetes del bolsillo delantero. Se lamió los dedos, separó cuatro billetes de veinte y los volvió a contar para mí. Con eso tendría para merodear un día por los bares de las calles Archer y Cermak.