Naperville, a unos cincuenta kilómetros al oeste del Loop, es uno de los barrios de las afueras de más rápido crecimiento. Está rodeado de elegantes casitas con parcelas de terreno bastante grandes, repletas de ejecutivos medios de Chicago y de una deprimente cantidad de hormigón. Enormes autopistas surcan la periferia al suroeste, devorando los campos cultivables y dejando en su estela abruptas e irregulares depresiones de terreno.
Entre los pilares de hormigón y la interminable sucesión de galerías comerciales, establecimientos de comida rápida y vendedores de coches, subsiste el resto de la ciudad. Hace cien años era una tranquila comunidad agrícola, sin mucha conexión con Chicago, cruzando el río que transportaba mercancías entre la ciudad y el Mississippi. Cierto número de personas, enriquecidas gracias a la tierra o al agua, se construyeron allí sólidas mansiones victorianas. Una de ellas, cuya fortuna se debía al tráfico de gabarras, había pertenecido a Tiepolo Felitti.
Encontré la casa de la calle Madison con bastante facilidad, simplemente parándome a preguntar en la biblioteca. Tiepolo era uno de los padres ilustres de Naperville: su mansión era un punto de referencia en la localidad. Era azul cielo pálido, con una pequeña placa en la fachada que explicaba su interés histórico. Por lo demás, no tenía otros rasgos destacables. En el pequeño porche frontal había un columpio de sillón, pero la casa carecía de los cristales emplomados o las vidrieras de colores que imprimen interés a algunas casas victorianas. La propia puerta principal era un tablero de madera lisa, pintada de blanco para hacer juego con el resto de los marcos.
La casa ocupaba una diminuta parcela típica del centro de la ciudad. Comprendí por qué Peter se había mudado a Oak Brook: allí se podía hacer mucha más ostentación de opulencia. Quién sabe si Dick se habría siquiera enamorado de Teri si su padre hubiese permanecido en ese lugar sin pretensiones.
«Pero si no hubiese sido Teri, habría sido otra muy parecida», me dije en voz alta mientras me acercaba a la puerta. -¿Decía algo?
Me sobresalté ligeramente al oír la voz. No había oído al hombre que se acercaba por la senda detrás de mí. Su rostro rollizo, perfectamente rasurado, parecía el prototipo del político de Chicago. No sé por qué, siempre le había imaginado con aspecto de demócrata, pero caí en la cuenta de que carecía de experiencia en cuanto a los barrios exteriores.
– ¿El señor Felitti? -sonreí de forma pretendidamente agradable.
– En carne y hueso. Y es una agradable sorpresa encontrarla a usted frente a mi puerta tras una larga y dura jornada -consultó su reloj-. ¿Lleva tiempo esperando?
– No. Me gustaría hablar con usted.
– Bien, pase, pase y dígame qué le apetece beber. Se lo prepararé en cuanto haya visto a mi madre.
No me esperaba tal exuberancia. A la vez me facilitaba y me dificultaba el trabajo.
Sostuvo la puerta para que pasara. Al parecer Naperville aún no había crecido hasta el punto de que tuviese que cerrarla con llave. Sentí una punzada de envidia, mezclada con ira, pensando en los bienaventurados que tienen la suerte de no necesitar dos o tres cerrojos de seguridad entre ellos y el resto del mundo.
Jason me acompañó por un largo vestíbulo sin muebles. Las paredes estaban empapeladas con descoloridos motivos dorados, aparentemente los mismos desde que se construyó la casa. La estancia a la que me condujo mostraba los primeros síntomas de riqueza de la familia. Era un estudio que daba al pequeño jardín de atrás, con una alfombra persa rojo vivo sobre el encerado suelo de madera, otra de seda de un dorado pálido colgada en la pared, y algo parecido a una colección de museo de pequeñas figuras esparcidas entre los libros.
– ¿Usted no será una de esas chicas modernas que sólo beben vino blanco, verdad?
La sonrisa se me heló un poco.
– No. Soy una mujer moderna, y bebo whisky puro. Black Label, si tiene.
Se echó a reír como si hubiese dicho algo verdaderamente encantador y extrajo una botella de un mueble bajo el tapiz de seda.
– Es Black Label. Ahora, sírvase lo que quiera y yo iré a ver a mi madre.
– ¿Está enferma, señor Felitti?
– Oh, tuvo un ataque hace unos años y ya no puede andar. Pero su mente sigue funcionando, ya lo creo, tan rápida como un aguijón. Aún tiene una o dos cosas que enseñarnos a Peter y a mí, desde luego. Y las damas de la parroquia tienen la amabilidad de venir a visitarla, así que no vaya a creer que está sola.
Volvió a reír y se alejó por el pasillo. Me entretuve inspeccionando distraídamente las estatuillas. Algunas de las piezas, pequeños bronces con músculos perfectamente esculpidos, tenían pinta de datar del Renacimiento. Otras eran contemporáneas, pero de una factura moderna muy delicada. Me pregunté en qué invertiría yo si tuviese millones de dólares que derrochar.
Al cabo de cinco minutos de irse Jason, tuve la idea luminosa de que quizá podría encontrar el número particular de Chamfers en ese cuarto. Había un gran escritorio cubierto de cuero con una tentadora serie de cajones. Estaba precisamente abriendo el del medio cuando regresó Jason. Fingí estar estudiando un globo en miniatura, un complejo modelo con estrellas incrustadas y unos fantásticos monstruos marinos que surgían de las profundidades.
– Pietro D'Alessandro -anunció alegremente Jason, dirigiéndose al bar-. El viejo estaba loco por cualquier cosa perteneciente al Renacimiento italiano, la prueba de que había triunfado en el Nuevo Mundo y que era un digno sucesor del antiguo. Eso suena bien, ¿no le parece?
Asentí estúpidamente.
– Entonces, ¿por qué no lo anota? -se sirvió un martini, se lo bebió rápidamente, y volvió a servirse un segundo.
– Es pegadizo, creo que lo he memorizado -me pregunté si su eufórico humor con los extraños sería síntoma de enfermedad mental o de alcoholismo.
– Apuesto a que la buena memoria es de una gran utilidad en su tipo de trabajo. Yo, si no escribo todo por triplicado, lo olvido a los cinco minutos. Pero siéntese y dígame qué quiere saber.
Desconcertada, me senté en el gran sillón de cuero verde que me señalaba.
– Se trata de Diamond Head Motors, señor Felitti. O más específicamente, de Milton Chamfers. Llevo dos semanas intentando encontrarme con él pero se niega a hablar conmigo.
– ¿Chamfers? -sus ojos azul pálido parecieron dilatarse ligeramente-. ¿Quiere que hablemos de Chamfers? Yo creí que la cosa iba conmigo. ¿O quiere que le hable de la adquisición de la compañía? Eso no lo puedo hacer en absoluto, porque es cosa de la familia, y no discutimos públicamente nuestros asuntos. Desde luego, hicimos una emisión pública de bonos, pero de eso tendrá que hablar con los banqueros. Y no es que quiera defraudar a una chica tan guapa como usted.
Así que no estaba loco, sino que me había tomado por una periodista. Estaba a punto de desengañarle cuando soltó su última frase. Yo soy tan vanidosa como cualquiera, pero prefiero que los piropos sobre mi aspecto me los hagan en el contexto apropiado, y un poco mejor elaborados.
– Me gusta conocer cuantos más aspectos pueda de una cuestión -murmuré-. Y Diamond Head es su principal empresa comercial en lo personal, ¿no es así? Eso puede contármelo sin violar la omertà familiar, ¿verdad?
Volvió a reírse a carcajadas sonoras y divertidas. Estaba empezando a comprender por qué nadie había querido casarse con él.
– ¡Buena chica! ¿Habla italiano, o ha rebuscado eso para la ocasión?
– Mi madre era italiana; lo hablo con cierta fluidez, al menos hasta donde alcanza un vocabulario de adolescente.
– Yo nunca lo aprendí. Mi abuela nos hablaba en italiano cuando éramos chiquillos, pero cuando ella murió lo olvidamos. Desde luego, papá no se casó con una italiana, la abuela Felitti estaba fuera de sí, ya sabe cómo era la gente en aquellos tiempos, pero el resultado fue que mi madre se negó a aprender la lengua. Lo hizo para mortificar a la anciana.
Se rió de nuevo y a mí se me escapó una mueca.
– ¿Qué fue lo que le impulsó a querer comprar Diamond Head, señor Felitti?
– Oh, ya sabe cómo son esas cosas -dijo vagamente, contemplando el contenido de su vaso-. Yo quería poseer mi propio negocio, montármelo por mi cuenta, como diría su generación.
Me preparé para la alegre carcajada, pero esta vez se abstuvo. No me importaba en realidad por qué había comprado la compañía; estaba tanteando para descubrir la manera de llegar a Chamfers sin tener muchas ideas que me sirvieran de anzuelo.
– Tuvo suerte de conseguir que Paragon Steel se interesara por su compañía -observé por fin.
Estudió mi cara por encima del borde de su vaso.
– ¿Paragon Steel? Creo que es uno de nuestros clientes. Pero no hay mucha gente que sepa de ellos. Ha debido hacer bien sus deberes, jovencita.
Exhibí una amplia sonrisa.
– Me gusta tener la base suficiente para que las cosas sean interesantes cuando después hablo con un… mmm… sujeto.
Su risa sonó de nuevo, pero esta vez parecía un poco forzada.
– Admiro la meticulosidad. Pero el viejo siempre estaba diciéndome que yo carecía de ella. Así que tengo que confesar que dejo los detalles minuciosos del negocio para otra gente.
– ¿Significa eso que no quiere hablar de Paragon? -mantuve la sonrisa plasmada en mi cara.
– Eso me temo. Esperaba que esta entrevista tratase de temas personales y estoy dispuesto a hablar de ellos -hizo ostentosamente el gesto de consultar su reloj.
– Está bien. Si hemos de hablar de personas y no de dinero, ¿qué piensa del tipo que mataron junto a Diamond Head la semana pasada? No hay nada más personal que la muerte, ¿no le parece?
– ¿Qué? -tenía la cabeza inclinada hacia atrás para apurar las últimas gotas de su vaso. Le tembló la mano y la ginebra le salpicó la delantera de la camisa-. Nadie me ha dicho que alguien muriese allí. ¿De qué me está hablando?
– De Mitch Kruger, señor Felitti. ¿Le suena ese nombre?
Me clavó agresivamente la vista.
– ¿Debería sonarme?
– No sé. Usted no hace más que decirme que no participa mucho en el aspecto administrativo de aquello. Pero, en cuanto al personal, ¿no es ése su punto fuerte? ¿Les da órdenes de contratar detectives? ¿De golpear a las doctoras? ¿De tirar a los ancianos al canal? -supongo que ya estaba demasiado cansada para las sutilezas.
– Pero bueno, ¿quién es usted? -inquirió-. Usted no es de Chicago Life, está claro que no.
– ¿Qué me dice de la agresión a la doctora Herschel? ¿Lo organizó Chamfers? ¿Lo sabía usted de antemano?
– Nunca he oído hablar de esa doctora como se llame, y empiezo a convencerme de que a usted tampoco la conozco de nada. ¿Cómo se llama?
– V. I. Warshawski. ¿Le suena eso?
Se le encendió la cara.
– Yo creí que eras Maggie, la chica de la revista. Iba a venir esta tarde. Está más claro que el agua que jamás te hubiera dejado entrar si hubiera sabido quién eras.
– Es útil, señor Felitti, que usted sepa quién soy. Porque eso significa que Chamfers le ha hablado de mí. Y eso significa a su vez que usted está un poquito implicado en lo que hace su compañía. Lo único que quiero es hablar con Chamfers respecto a Mitch Kruger. Ya que usted es el director, podría facilitármelo bastante.
– Pero yo no quiero facilitarte nada. Lárgate de mi casa, antes de que llame a la policía para que te eche.
Por lo menos había dejado de reírse, lo cual era un enorme descanso. Me terminé el whisky.
– Ya me voy -dije, levantándome-. ¡Ah!, había una última pregunta. Respecto al Metropolitan Bank. ¿Qué fue lo que le ofrecieron a una anciana para impulsarla a cancelar su cuenta en el banco del barrio y trasladarla al Metropolitan? Los chicos de ese banco tienen fama de no pagar intereses por las cuentas, pero algo le habrán tenido que decir.
– Estás desvariando. No voy a llamar a la policía, voy a llamar a los loqueros de Elgin para que vengan con una camisa de fuerza. Yo no sé nada del Metropolitan y no sé para qué te has metido en mi casa a curiosear.
– Usted es uno de los directores, señor Felitti -le reproché-. Estoy segura de que su compañía de seguros preferiría creer que usted sabe a qué se dedica el banco. Ya sabe, para pedir responsabilidades a los directores y encargados.
El púrpura de su cara se hizo menos violento.
– No estás hablando con la persona adecuada. No soy lo bastante listo como para idear campañas de marketing bancario. Pregúntale a quien quieras. Pero no en mis propiedades.
No creí que pudiera progresar algo permaneciendo allí. Posé mi vaso vacío sobre el escritorio.
– Pero sí sabe quién soy -repetí-. Y eso significa que Chamfers estaba lo bastante preocupado como para llamarle. Y también significa que mis sospechas de que Mitch Kruger sabía algo respecto a Diamond Head son correctas. Al menos ahora sé dónde concentrar mis energías. Gracias por el whisky, señor Felitti.
– Yo no sé quién eres, jamás había oído tu nombre -dijo en un último intento por darme el pego-. Lo único que sé es que se suponía que eras una chica llamada Maggie, y que tu nombre no es Maggie.
– Buena jugada, señor Felitti. Pero, ambos sabemos que está mintiendo.
Cuando me dirigía lentamente hacia el pasillo pasando por delante de él, sonó el timbre. Una mujer joven y menuda con una espesa y ensortijada melena negra esperaba en el umbral.
– ¿Es Maggie, de Chicago Life? -pregunté.
– Sí -contestó, sonriente-. ¿Está el señor Felitti? Creo que me está esperando.
– Precisamente detrás de mí -extraje una tarjeta del bolsillo lateral de mi bolso y se la tendí-. Soy detective privado. Si le dice algo interesante respecto a Diamond Head, llámeme. Y cuidado con sus carcajadas, son mortales.
Quedarse con la última palabra proporciona cierta satisfacción emocional, pero no hace avanzar una investigación. Conduje al azar por Naperville, buscando un lugar donde tomarme un refresco antes de regresar a Chicago. No vi nada que se pareciera a una cafetería. Terminé por bajarme en el parque que bordea el río. Dejé atrás grupos de mujeres con niños pequeños, adolescentes haciéndose arrumacos, y un surtido de trabajadores volviendo a sus casas, hasta que encontré un solitario puente rústico.
Asomándome por la barandilla de madera para contemplar el río Du Page, traté de interpretar mi conversación con Felitti procurando no hacerme demasiadas ilusiones. Estaba convencida de lo último que le había dicho: él sabía realmente quién era yo. Chamfers se lo había comunicado. Eso significaba que tenía que concentrarme efectivamente en Diamond Head.
En cambio, sí me creía lo que había dicho del Metropolitan. No era él la persona indicada para preguntarle sobre proyectos de marketing. Por su forma de decirlo, intuí que era con su hermano Peter con quien debería hablar: «Yo no soy lo bastante listo, pregúntale a cualquier otro». Aunque su tono no fuese especialmente amargo, era la expresión de alguien acostumbrado a que le señalen su propia estupidez. Al fin y al cabo, era a Peter a quien la familia había confiado los negocios. A Jason nunca le habían invitado a participar.
Tenía que haber investigado a Peter al mismo tiempo que a Jason. No sabía mucho de él, pero estaba dispuesta a apostar que estaba en el consejo de administración del Metropolitan.