Últimas voluntades

El estadio del condado de Fulton era un lugar inmenso comparado con Wrigley Field, y no había tantos hinchas para venir a animar a los Braves. No me costó nada conseguir una entrada el domingo. Ganaron los Cubs, un verdadero milagro. A los chicos les estaba costando elaborar una estrategia de juego para este verano.

Cumplí como es debido con la peregrinación a la casa donde nació Martin Luther King y me tomé un gin fizz de ginebra Ramos en Brennan's. El simple hecho de alejarme de Chicago durante dos noches resultó de gran ayuda, pero no podía superar el dolor sordo que me producía la angustia de Lotty: distanciarme de ella era como separarme de una parte de mi propio cuerpo.

Cogí un vuelo al mediodía para regresar a Chicago el lunes. Durante el trayecto en el tren de cercanías que me llevaba al centro procuré ordenar mis pensamientos en torno al trabajo que me esperaba.

Llamé a la puerta del señor Contreras para avisarle de que había vuelto, pero estaba fuera -con sus tomates, según vi desde la ventana de la cocina. Me había olvidado del cristalero de urgencia, pero mi vecino había dejado de lado sus heridos sentimientos y había hecho entrar al hombre, según me informaba una nota pegada a la nueva ventana.

Manoseé un trozo de masilla que había sobrado. La única forma que conozco de mantener a raya la depresión es trabajando. Necesitaba hacer una visita al banco de Lake View, para intentar descubrir por qué la señora Frizell había cancelado su cuenta allí. También quería presionar un poco a Ben Loring, de Paragon Steel. Pero lo primero que hice fue darles un toque a los de la instalación de alarmas. Les pillé justo cuando iban a cerrar, pero pude programar la instalación para la mañana siguiente.

Era demasiado tarde para ir al banco, pero sin duda alguna Ben Loring estaría todavía enfrascado en los controles de Paragon Steel en Lincolnwood. Marqué su número y me pusieron con la profunda y aterciopelada voz de Sukey. Me di cuenta de que no me había enterado de su apellido.

– Soy V. I. Warshawski. Estuve allí el viernes hablando con Ben Loring y sus colegas.

– Ah, sí, señorita Warshawski. Me acuerdo muy bien.

– Tenía otra pregunta que hacerle. Algo de lo que me enteré después de marcharme.

– Lo siento, pero me ha dicho explícitamente que no quería hablar con usted si llamaba -su profunda voz dejaba traslucir su pesar personal. Alguien debería hacerle una audición para la escena.

– Bueno, no voy a intentar forzar las cosas prescindiendo de usted. Pero ¿podría decirle que ahora sé que alguien de Diamond Head está llevándose bobinas de cobre de Paragon en mitad de la noche? Pregúntele si eso le parece extraño, o si es parte normal de sus actividades.

Me dejó en espera. A los cinco minutos la áspera voz de Ben Loring me exigía saber de qué coño estaba hablando, para quién trabajaba, y qué carajos quería.

– Compartir información con usted. ¿Le sorprende saberlo?

Pasó eso por alto.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Ha sacado fotos? ¿Tiene algún tipo de prueba?

– Los he visto con mis propios ojos. Estaba colgada de una de sus bobinas mientras se balanceaba de una grúa. De hecho, probablemente me salvó la vida. Así que, de verdad, llamo por agradecimiento.

– No se haga la lista conmigo, Warshawski, me parece que no le pega. Deme detalles. Y dígame para qué llama.

Le describí sucintamente lo que había visto.

– Estoy empezando a hartarme de que toda la gente que tiene relación con Diamond Head me dé esquinazo. Si no se decide alguien a hablar conmigo pronto, iré a compartir mis pequeñas informaciones con los federales. Y puede que también con los periódicos.

Le oí mascullar «mierda» entre dientes, pero no dijo nada más.

– Tenemos que hablar, Warshawski. Pero primero tengo que consultar con mis directivos. ¿Cuándo puede venir aquí? ¿Mañana por la mañana?

Me acordé de la instalación de la alarma.

– Estaré bastante ocupada. A no ser que quiera usted venir aquí.

– Mañana por la mañana no puedo faltar. La llamaré. Pero no hable con nadie hasta que yo la avise.

– Joder, Loring. No pienso estar colgada de una bobina toda la vida por usted.

– Ni yo se lo pido, Warshawski. Sólo hasta mañana por la mañana. Puede que incluso la llame esta noche. Deme su número.

– ¡Sí, mi capitán! -saludé elegantemente al teléfono cuando colgamos, pero obviamente él no pudo verme.

¿Y ahora qué? ¿Estaría implicado y trataba de ganar unas horas, ya fuese para buscarse una tapadera o para volarme los sesos? Por lo menos el coche patrulla de Rawlings les dificultaría esto último un poco más.

No tenía suficiente información como para seguir preocupándome por ello esa tarde. Necesitaba recuperar el Impala, recoger mis pertenencias de casa de la señora Polter antes de que las vendiera para comprarse extintores, y regresar a casa.

Al salir llamé a la puerta del señor Contreras. Ya estaba en casa y me recibió con alivio. Aguanté su ráfaga de información sobre el cristalero, agradeciéndoselo cuando hubo una pausa en su raudal, y luego le expliqué adónde iba.

– Volveré aquí. Probablemente a eso de las ocho.

– Podría hacer de cenar para los dos -sugirió.

Le abracé brevemente.

– Tengo algo de pollo arriba que tendría que cocinar esta noche. ¿Por qué no me deja que le prepare yo algo, para variar?

Me acompañó hasta la puerta.

– Mantente alejada del canal esta vez, pequeña. Ya sé que tú bebes mucha agua, pero ese caldo no es bueno para ti.

Vinnie estaba llegando cuando yo salía. El señor Contreras y yo nos quedamos los dos mirándole fijamente, tratando de imaginárnoslo como un cerebro del fraude. Con su temo de verano gris pálido y su corbata pulcramente anudada parecía tan plúmbeamente gremial, que tuve que desistir.

– Buenas, Vinnie -dije ingeniosamente-. ¿Tienes alguna recomendación que hacernos para invertir?

Me dirigió una mirada glacial.

– Vende tu parte en la comunidad, Warshawski. El barrio está prosperando y no podrás pagar tu contribución.

Me reí, pero sentí que el señor Contreras se erizaba. Al cruzar la puerta oí una diatriba que empezaba con «jovencito…» y podía terminar quién sabe cómo.

Me acerqué a la esquina de Belmont y Halsted para coger el tren de cercanías. Al parecer nadie me estaba siguiendo. Me dolían las piernas al subir las escaleras hasta la plataforma. El señor Contreras tenía razón: llegaría el día en que ya no sería capaz de colgarme de los candelabros, ya sentía en mis músculos que se estaba avecinando.

La climatización del tren que cogí no funcionaba y las ventanas no se abrían. Esa noche jugaban los Sox en su campo. Sus alegres hinchas en vaqueros cortados se habían unido al flujo de viajeros de cercanías, convirtiendo el trayecto en una sofocante angustia.

Al bajar en la calle Treinta y uno, me alegré tanto de estar fuera que decidí ir andando hasta el Impala. Hice un amago de señal al autobús al salir de la estación, pero me alegré de no ser una de esas sardinas verticales apretujadas en una noche tan asfixiante.

Mis Nikes estaban en el fondo del canal. Los mocasines que llevaba puestos no me ofrecían una gran sujeción. Empezaron a dolerme los pies a mitad de camino hacia el coche, pero seguí penosamente andando, sin detenerme en las paradas de autobús. El cielo vespertino empezaba otra vez a cubrirse de nubarrones. Las primeras gotas empezaron a caer cuando llegué a Damen. Recorrí a la carrera la media manzana que me quedaba hasta la plaza Treinta y uno, donde había dejado el coche. Al parecer nadie lo había saqueado. Durante mi viaje al sur me había estado preocupando por eso, preguntándome si Luke aceptaría jamás arreglarme el Trans Am si su propio y amado bebé sufriera algún daño.

Llevaba las llaves en el bolsillo de los vaqueros cuando me tiré al agua. El llavero estaba oxidado, pero el encendido respondió a la primera. También había salvado las llaves de la señora Polter. El nudo que había hecho en la trabilla de mi cinturón había resistido a mis tribulaciones del viernes por la noche.

Cuando llegué a su casa en la calle Archer caía una espesa cortina de agua. Subí a todo correr las desvencijadas escaleras, resbalándome sobre la gastada madera con mis mocasines. Estaba hecha una sopa antes de llegar arriba. Mis dedos, embotados por el frío del chaparrón, tantearon torpemente la cerradura de la puerta de entrada.

Cuando quise abrirla, la señora Polter estaba esperando al otro lado. El vestíbulo estaba tan oscuro que apenas se veía, pero el resplandor procedente de la calle se reflejó en el extintor que estaba apuntando en mi dirección. Me cubrí la cabeza con los brazos para proteger mis ojos, y arremetí contra su estómago por debajo de sus brazos extendidos. Fue como hincar la cabeza en un colchón. Ambas gruñimos. Giré bajo sus axilas y le arrebaté el extintor.

– Señora Polter -resoplé-, qué amable es en recibirme personalmente.

– Estás empapada -proclamó-, estás chorreando por todo el suelo.

– Es el canal. Sus amigos me han empujado al agua, pero he conseguido salir. ¿Quiere que hablemos de eso?

– No tienes ningún derecho a entrar aquí a la fuerza para atacarme. Voy a llamar a la pasma.

– Hágalo, señora Polter. No se corte. Nada me gustaría más que hablar las dos con los maderos. En realidad, estoy esperando que uno de ellos la llame a usted. ¿Ha sabido algo del detective Finchley, del Área Uno?

– ¿El madero negro? Sí, ha estado aquí. Yo no tengo nada que decir a ninguno de ellos.

– ¿A los negros, o a los maderos? -quise hablar con ligereza, pero la imagen del pecho cobrizo de Conrad Rawlings contra el mío me atravesó la mente y me empañó la voz. Procuré reprimir mi rabia: no me iba a dar su información más fácilmente si le echaba un discurso sobre los males del racismo.

– A ninguno. Le dije que si quería hablar conmigo iba a necesitar una orden de registro. Conozco mis derechos, ya se lo dije, y no puede venir aquí a darme la paliza.

– ¿En qué quedamos? ¿No quería llamar a la comisaría para quejarse de mi entrada aquí? ¿O quiere que vuelva con Finchley y una orden? -los dientes me empezaban a castañetear de frío. Eso me dificultaba más concentrarme en la conversación, que de todas formas me estaba pareciendo que no conducía a ninguna parte.

Con uno de sus bruscos giros, la señora Polter dijo:

– ¿Por qué no subes a cambiarte, querida? Arriba tienes algo seco para ponerte. Y luego charlaremos un poquito las dos. Sin meter en esto a los maderos.

Aún tenía el extintor en la mano. Antes de acercarme al oscuro hueco de la escalera, se lo tendí. A esas alturas no pensé que me fuese a atacar ya.

Bajo la bombilla de cuarenta vatios de la antigua habitación de Mitch me quité la ropa empapada y me froté para entrar en calor con una toalla de mi maleta. Por el desorden de la maleta, era obvio que mi casera ya había hurgado en ella.

Me puse la camiseta y el pantalón de chándal limpio, y me pregunté qué hacer con mi pistola. La chaqueta que ocultaba mi funda sobaquera estaba demasiado mojada para volver a ponérmela. Finalmente me sujeté el arma con esparadrapo directamente sobre la piel, donde me rozaba desagradablemente. El suelo crujió al otro lado de mi puerta. Giré y la abrí. Uno de los inquilinos había estado espiándome por la cerradura.

– Sí, tengo tetas. Ahora que has tenido oportunidad de verlas, lárgate con viento fresco.

Me miró parpadeando, nervioso, y retrocedió por el pasillo. Cerré la puerta, pero sin preocuparme por tapar la vista, lo que realmente no quería que viera nadie era mi pistola, pero ya era demasiado tarde para ocultarla.

Tenía un par de calcetines de repuesto, pero no calzado. Mis mocasines estaban demasiado mojados para volver a ponérmelos. Decidí guardarme los calcetines limpios para la vuelta en coche hasta casa. Bajé descalza, en silencio y lentamente, para no cortarme con algún clavo o algún borde suelto del linóleo.

Mi casera estaba viendo una escena de persecución a toda pastilla donde aparecían Clint Eastwood y un chimpancé. Su más antiguo inquilino, Sam, estaba sentado en el sofá, bebiéndose una Miller y riéndose del mono. Cuando la señora Polter me vio llegar detrás de ella, giró la cabeza hacia Sam. Éste se levantó obedientemente, desenganchando un muelle del diván de su raído traje.

Me señaló y luego señaló el sofá. Era el único asiento aparte de su enorme sillón de plástico. Lo miré dubitativamente. Los lugares donde el material todavía cubría los muelles estaban llenos de migas de galletas. Me posé en uno de los brazos, que se bamboleó peligrosamente bajo mi peso.

La señora Polter bajó el sonido a desgana justo en el momento en que Clint y el mono empujaban a otro coche fuera de la carretera. Yo también habría preferido ver eso que hablar conmigo.

– Así que te has tirado al canal, ¿eh?

– ¿No se lo han dicho sus amigotes? Menuda noche pasamos juntos. Cuando intentaron utilizar mi cuerpo como parte de la carretera, decidí que quien lucha y huye vivirá para volver a luchar.

– ¿Quién ha intentado atropellarte? -masculló, sin quitar la vista de la pantalla.

– Milton Chamfers, señora Polter. Usted lo conoce: le telefoneó en cuanto supo algo de mí, para decirle que había vuelto al barrio.

– No sé de qué hablas.

– Sí, claro que lo sabe, señora Polter -me levanté del sofá y le arrebaté el mando a distancia-. ¿Por qué no dejamos a Clint para más tarde? Mis aventuras del viernes fueron punto por punto tan excitantes como las suyas. Prometo describírselas en tecnicolor con tal de que me escuche.

Pulsé el interruptor y la gigantesca Mitsubishi se quedó en blanco.

– Eh, no tienes derecho… -gritó.

– Lily, ¿estás bien? -Sam se asomó nervioso a la puerta. Debió adelantarse un poco por el oscuro vestíbulo, listo a saltar en su defensa.

– Oh, ve a cenar, Sam. Puedo arreglármelas con ella.

Intentó hacerle señas. Como ella no se inmutó, se acercó y se inclinó junto a su silla.

– Ron dice que tiene una pistola. Se la ha visto cuando se estaba vistiendo.

La señora Polter soltó una risa cascada.

– Así que tiene una pipa. Tendría que tener un cañón para hacer mella en mis carnes. No te preocupes por eso, Sam.

Cuando él volvió a desaparecer en la penumbra, me miró de hito en hito.

– ¿Has venido aquí a pegarme un tiro?

– Si hubiera querido hacerlo habría sacado la pistola cuando usted estaba apuntándome con el puñetero extintor ese, los maderos se habrían quedado con que era en defensa propia.

– No sabía que eras tú -exclamó, indignada-. Oí a alguien en mi puerta. Yo también tengo derecho a defenderme, igual que tú, y en este barrio ninguna prudencia está de más. Y luego te me echas encima como un toro furioso, ¿qué esperabas? ¿El alcalde y una fiesta de bienvenida?

Sonreí ante su último comentario, pero proseguí mi ataque.

– ¿La llamó Chamfers el sábado? ¿Le dijo que yo estaba muerta?

– No conozco a nadie que se llame Chamfers -gritó-. Quítate eso de la cabeza.

Le di un manotazo al televisor.

– No me venga con esa mierda, señora Polter. que usted lo llamó; me lo dijeron el viernes por la noche en la fábrica.

– Yo no conozco a nadie que se llame así -repitió obstinadamente-. Y deja de pegarle a la tele. Me he gastado mucha pasta en ella. Como me la rompas me pagas otra nueva, aunque tenga que llevarte a juicio.

– Bueno, usted llamó a alguien. ¿A quién? -de repente se hizo la luz-. No, no me lo diga. Telefoneó al hijo de Mitch Kruger. Le dio un número de teléfono cuando vino a buscar los chismes de Mitch y le pidió que le llamara tan pronto como alguien viniese preguntando por su papá. Usted debió avisarle de que yo había estado aquí y él le dejó muy claro que quería saber inmediatamente si yo volvía.

Se quedó boquiabierta.

– ¿Cómo lo sabías? Dijo que nadie tenía que saber que había estado aquí.

– Usted me lo dijo. ¿Recuerda? El lunes pasado, cuando vine a buscar los papeles de Mitch.

– ¡Oh! -era difícil leer su expresión en la tenue luz, pero me pareció que estaba apenada-. Le prometí que no diría nada. Se me olvidó…

Me acuclillé en el suelo polvoriento, debajo de la lámpara, para que pudiésemos vernos mejor las caras.

– El tipo que vino y le dijo que era el hijo de Mitch, ¿es más o menos de mi estatura? ¿Bien afeitado, con pelo castaño, corto, cepillado hacia atrás?

Me miró con desconfianza.

– Puede ser. Pero eso podrían ser un montón de tipos.

Lo reconocí. Es difícil pensar en algo del aspecto de un director de compañía que le haga destacar entre la multitud.

– Sabe qué le digo, señora Polter, estaría dispuesta a apostar una buena suma, digamos cien pavos, a que la persona que dijo que era el hijo de Mitch es en realidad Milt Chamfers, el director de esa fábrica de ahí, Diamond Head. Ya sabe, la fábrica de motores esa de la Treinta y tres, junto al canal. ¿Querrá venir conmigo en el coche por la mañana a echarle un vistazo? ¿Para demostrarme si tengo razón o estoy equivocada?

Los botones negros de sus ojos destellaron de rapacidad durante un segundo, pero conforme lo iba pensando mejor el destello se apagó.

– Pongamos que tienes razón. No es que yo lo crea, pero digamos que sí. ¿Por qué lo iba a hacer?

Respiré hondo y elegí cuidadosamente mis palabras.

– Usted no conoció a Mitch Kruger, señora Polter, pero estoy segura de que ha conocido a montones de tipos como él en todos estos años. Siempre pendientes de que caiga fácilmente un dólar, sin querer nunca trabajar para salir adelante.

– Ya, he conocido a unos cuantos de ésos -admitió de mala gana.

– Él creyó que estaba sobre alguna pista en Diamond Head. No me pregunte cuál, porque no lo sé. Lo único que puedo decir es que merodeaba por allí, hacía insinuaciones a sus colegas de que estaba a punto de descubrir un fraude, y murió. Chamfers creyó probablemente que Mitch tenía verdaderamente alguna prueba de algo ilegal. Así que, tan pronto como se descubrió su cuerpo, Chamfers vino aquí pretendiendo ser el hijo de Mitch para poder hurgar en sus papeles.

No me parecía probable que Mitch hubiese dado con alguna prueba escrita de un robo relacionado con el cobre. Aunque quién sabe -quizá estuvo rebuscando en sus desechos algún documento que le sirviera de material para un chantaje-. Eso parecía más faena de la que yo le imaginaba capaz, pero sólo había visto al tipo un par de veces.

– Bueno, supongamos que le llamara el viernes -la señora Polter interrumpió mi pensamiento-, no que lo haya hecho, sólo supongamos. ¿Y qué?

– Llevo dos semanas intentando hablar de Mitch Kruger con el chico y él no quiere verme. Fui a la fábrica el viernes por la noche, esperando encontrar algo que le decidiera a hablar conmigo. Tenía a seis tíos esperándome. Peleamos, pero eran demasiados para mí, cuando intentaron atropellarme me tiré al canal.

No me pareció necesario contarle a la señora Polter lo de las bobinas de cobre. Al fin y al cabo, si se ponía a chantajear a Chamfers con lo del robo organizado, el suyo podría ser el siguiente cuerpo que bajara flotando por el río Stickney.

– Seis tipos contra ti, ¿eh? ¿Llevabas tu pistola?

Sonreí para mis adentros. Estaba empeñada en que le diera la versión en tecnicolor. Le hice una descripción gráfica, incluido el estornudo que me delató. E incluyendo los comentarios de que «el jefe» les había avisado de que yo iba a dejarme caer por allí. Me callé la parte de los camiones y el cobre, dejándola creer que habían puesto la grúa en marcha cuando yo me encaramé a ella.

Respiró ruidosamente.

– ¿De verdad te descolgaste por el pórtico de la grúa esa? Me hubiera gustado que hubiese allí alguien con una cámara. Desde luego, yo también fui joven. Pero no creo que pudiese nunca saltar de una plataforma a una grúa. Por culpa de mi cabeza, le temo a las alturas.

Meditó en silencio durante unos minutos.

– Está claro que ese tipo se ha quedado conmigo diciéndome que era el hijo de Mitch Kruger. Me lo tenía que haber figurado cuando me ofreció tanta pasta… -me miró, insegura, pero se relajó al ver que no le echaba la bronca-. Es mi única debilidad -dijo con dignidad-. Nos criamos con demasiada miseria. Solíamos llevar bocatas de tocino a la escuela. Los días buenos eran cuando teníamos dos mendrugos de pan para ponerlo entremedias. Pero soy buena para calar a los hombres, y debí habérmelo figurado, era demasiado listo, tenía mi número.

Reflexionó un rato más, y luego, de súbito, se levantó de la silla.

– Quédate aquí. Vuelvo enseguida.

Me levanté. Tenía las rodillas doloridas de estar tanto tiempo arrodillada en el linóleo. Mientras cuchicheaba en un conciliábulo con Sam en el vestíbulo, me senté en su banqueta e hice levantamientos de piernas. Me dio tiempo a hacer cincuenta con cada pierna antes de que volviera.

– Cogí esto del cuarto de Mitch cuando vino su hijo o quien fuera. Más vale que conozcas también mi lado malo. Vi que estaba deseando echarle la zarpa a los papeles del viejo, y pensé que a lo mejor tenían algún valor. Pero los he leído un millón de veces y por mi vida que no se me ocurre en qué pueden ser tan importantes para que él quisiera cargar con ellos por todo el South Side. Puedes quedártelos -me lanzó a las manos un paquete envuelto en papel de periódico.

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