Esa noche dormí mal. La imagen de Lotty estremeciéndose en la oscuridad por su familia desaparecida me trajo a la memoria la pesadilla de la enfermedad terminal de mi madre. Me acercaba a la cama de Gabriella a través del laberinto de tubos y máscaras de oxígeno que la envolvía, y entonces veía la cara de Lotty apoyada en la almohada. Me miraba fijamente, sin comprender, y luego apartaba la vista. Yo me sentía como entre algodones, incapaz de moverme o de hablar. Cuando sonó el timbre de la puerta, obligándome a volver a la conciencia, fue un alivio despertarme.
Había estado llorando en sueños. Tenía los párpados pegados por las lágrimas y me acerqué con pasos vacilantes a la puerta mientras volvía a zumbar el timbre. Era el timbre de arriba, el de mi puerta, no el del vestíbulo. No veía lo suficientemente claro por la mirilla para enterarme de quién estaba al otro lado de la puerta.
– ¿Quién es? -pregunté con voz ronca por la rendija de la puerta.
Pegué la oreja contra el marco. Lo único que pude distinguir al principio fue un torrente de palabras ininteligibles, pero al final caí en la cuenta de que se trataba del señor Contreras.
Descorrí los cerrojos y abrí un poco la puerta.
– Un momentito -gruñí-, tengo que ponerme algo encima.
– Siento despertarte, pequeña. Bueno, son ya las nueve y media, y por lo general a estas horas ya estás en pie, pero debiste de llegar tarde anoche y yo, claro está, me he levantado pronto, porque he tenido que sacar a Su Alteza y…
Di un portazo y me fui dando tumbos hasta el cuarto de baño. Me recreé en la ducha. Si le hubiese ocurrido algo serio a Peppy, hubiera sido lo primero que habría dicho. Sin duda alguna se trataba de una pequeña urgencia: uno de los cachorros no mamaba, o ella había rechazado los huevos con jamón que le ofrecía el viejo.
Antes de bajar me hice una taza de café bien cargado y la sorbí a grandes y ardientes tragos. No es que me hiciera sentir fresca y descansada, pero al menos me permitió navegar escaleras abajo.
El señor Contreras se precipitó a abrir cuando llamé a su timbre.
– ¡Ah, aquí estás! Empezaba a pensar que te habías vuelto a la cama y no quería molestarte. Imaginé que, como anoche saliste con la doctora, no sería tan larga la velada, pero debiste de encontrarte con alguien conocido.
Su incesante fisgoneo en mi vida amorosa me llevaba a veces al borde del aullido. La falta de sueño hizo que me irritara más rápido de lo habitual.
– Por una sola vez, para variar, ¿no podría concebir que mi vida privada es privada? Dígame cómo está Peppy y por qué ha tenido que despertarme.
Alzó las manos con gesto apaciguador.
– No hace falta que te subas a la parra, nena. Ya sé que tienes una vida privada. Por eso he esperado hasta las nueve y media. Pero quería asegurarme de poder hablar contigo antes de que salieras para todo el día, eso es todo. No te cabrees tanto.
– Está bien, no me cabreo -procuré sosegar mi voz-. Cuénteme cómo sigue Su Alteza Canina. ¿Cómo están los pequeños?
– Todos están de perlas. La princesa es una campeona, eso no hace falta que te lo diga. ¿Quieres verla? Tienes las manos limpias, ¿verdad?
– Acabo de frotarme a tope por dentro y por fuera y llevo vaqueros limpios -declaré solemnemente.
El señor Contreras me hizo entrar en su salón. Peppy seguía tumbada detrás del sofá, pero el viejo había limpiado su lecho, proporcionándole una nueva remesa de papel suave. Las ocho bolitas peludas se apiñaban contra sus pezones, chillando un poquito si alguno de ellos era desplazado por la avidez de otro. Peppy me miró y sacudió la cola para mostrarme que seguíamos siendo amigas, pero su atención estaba enteramente volcada en sus cachorros, demasiado ciegos e indefensos como para sobrevivir sin ella.
– De vez en cuando se levanta para salir, pero sólo treinta segundos y vuelve a su puesto. Vaya una campeona. ¡Vaya, vaya! -el señor Contreras se relamía de gusto-. Por supuesto, le doy regularmente de comer, exactamente como dijo el doctor, así que no vayas a preocuparte por ella.
– No me preocupo -me arrodillé despacio junto a la camada y metí lentamente la mano detrás del diván, dándole tiempo a Peppy de gruñir si quería que la apartase. Me observó cautelosamente mientras acariciaba a sus bebés. Estaba deseando coger uno: sus diminutos cuerpecitos cabían justo en la palma de mi mano, pero no quería alarmarla. Pareció aliviada cuando me levanté-. Entonces, ¿cuál era la urgencia? -pregunté-. ¿Su viejo amigo ha robado la plata de Clara, o algo así? -la esposa del señor Contreras había dejado al morir un par de candelabros y un salero de plata que él nunca utilizaba, pero que no se resignaba a regalar a su hija.
– No, nada de eso. Pero quiero que hables con él. Tiene algo en la cabeza que está haciendo que se comporte de forma extraña. Yo no tengo tiempo de averiguar adónde quiere ir a parar. Además, no es bueno para la princesa que esté empinando el codo junto a sus bebés, y luego se pase la noche roncando en el sofá justo encima de su cabeza. Tiene que largarse de aquí hoy mismo.
– No puedo ingresar al tipo en Alcohólicos Anónimos, amigo.
– Ni yo te lo pido. Por el amor de Dios, tardas menos en sacar una conclusión que una pulga en saltar sobre un perro.
– ¿Por qué no me cuenta entonces cuál es el problema, en vez de dar tanto rodeo? Escucharle a usted es como estar oyendo el zumbido de un mosquito durante una hora, preguntándose dónde va a posarse.
– No tienes por qué utilizar ese lenguaje, reina, no tienes ninguna necesidad. Perdona que te diga, pero a veces eres un poco grosera.
Echaba chispas pero contuve una réplica acerba. A ese paso me iba a pasar todo el día allí y no tenía tanto tiempo que perder.
– ¿Qué cree que puede estar preocupando al señor Kruger? -pregunté con afectación.
El señor Contreras se rascó la nuca.
– Eso es lo que no consigo saber exactamente. He pensado que tal vez podrías hablar con él, ya que eres una detective con experiencia y todo eso. Verás, él y yo trabajábamos juntos en Diamond Head, ya sabes, esa fábrica de motores que está junto al río, en Damen. Cuando nos jubilamos, elegimos el peor año para hacerlo, allá por el setenta y nueve, cuando la inflación era tan fuerte, y nuestras pensiones, que entonces parecían bastante buenas, se han quedado cortas. A mí no me fue tan mal, porque tenía casa propia, y cuando Clara murió compré este piso, pero Mitch se la gastó prácticamente en alcohol, y tampoco tiene tanta suerte como yo en las apuestas. O más exactamente, no tiene el mismo autocontrol que yo.
Se alejó hacia la cocina como si eso lo explicara todo.
– Perdón -le dije-, estoy falta de sueño y no veo la relación.
El señor Contreras se detuvo para mirarme, exasperado.
– Pues que necesita dinero, claro.
– Claro -asentí, procurando que la irritación no se transparentara en mi voz-. ¿Y qué es lo que está haciendo para conseguirlo, que tan preocupado le tiene a usted? ¿Atracando tiendas?
– Claro que no, nena. Usa la sesera. ¿Crees que iba a dejar entrar en este edificio a alguien así? -se calló unos instantes, mordiéndose los carrillos por dentro-. El problema es que no sé qué es lo que puede estar haciendo. Desde que le conozco, y de eso hace ahora mucho tiempo, Mitch siempre ha estado maquinando algún plan. Y ahora cree que tiene una forma de conseguir que Diamond Head le vuelva a poner en la nómina.
El señor Contreras soltó un bufido.
– ¡Qué te parece! Si todavía quedara allí alguno de los tipos que conocíamos. Pero están todos jubilados, o los echaron, o lo que fuera. Y entre nosotros, no le hubieran tenido allí los últimos tres años si el personal no hubiese estado tan unido. ¿Pero hoy en día? ¿En el estado en que está, y con las calles llenas de chavales con la mitad de años buscando trabajo de mecánico? Pero no sé qué tapujos se trae, por eso he pensado en ti. A ti te gusta meter la nariz dondequiera que haya un misterio.
Algo en ese relato no me sonaba totalmente sincero. Me froté los ojos, intentando devolverle vida a mi confuso cerebro.
– ¿Qué es lo que quiere saber exactamente? ¿Por qué le preocupa tanto que Kruger esté mendigando a la puerta de Diamond Head?
El señor Contreras extrajo su gigantesco pañuelo rojo y se frotó la nariz.
– Mitch y yo crecimos juntos en McKinley Park. Fuimos juntos al colegio, estábamos en la misma pandilla, nos peleamos con los mismos chavales y todo eso. Hasta firmamos nuestro contrato de aprendices el mismo día. No es que él sea gran cosa, pero es prácticamente lo único que me queda de aquella época de mi vida. No quiero que haga el imbécil delante de los jefes. Me gustaría saber en qué está metido.
Hablaba entre dientes a toda velocidad y tenía que esforzarme para oírle, como si le avergonzara admitir un sentimiento de afecto hacia Kruger. Me conmovieron tanto sus sentimientos como su torpeza.
– No le puedo prometer nada, pero al menos puedo hablar con él.
El señor Contreras se sonó la nariz con un floreo definitivo.
– Sabía que podía contar contigo, pequeña.
Había dejado a Mitch Kruger en la cocina leyendo el Sun-Times, pero cuando fuimos allí la puerta trasera estaba abierta y a su amigo no se le veía por ninguna parte. Un plato con huevos fritos, relucientes de grasa fría, aguardaba junto al periódico. Al parecer Kruger había comido unos bocados antes de que algo le invitara a darse un garbeo.
– Tiene problemas, ¿verdad? -pregunté afablemente.
La boca generosa del señor Contreras se convirtió en una línea dura.
– Le he dicho cien veces que no puede largarse y dejar la puerta abierta. Éste no es precisamente un barrio residencial donde la gente que se presenta por la puerta trasera es la misma a la que se te ocurriría invitar a entrar por la principal.
Se acercó a echarle el cerrojo a la puerta y de pronto la abrió de par en par.
– Ah, estás ahí, Kruger. He ido a buscar a mi vecina, a ver si ella podía entender lo que te traes entre manos. Es detective, ya te lo he dicho. Se llama Vic Warshawski. Lo único que tenías que hacer era quedarte quieto, comerte tus huevos y esperarla. ¿Es eso mucho pedirte?
Kruger sonrió, confuso. Era evidente que había bajado hasta la esquina, al bar de Frankie, para echarse unos cuantos tragos. Por el olor parecía aguardiente de maíz, pero podía haber sido de centeno.
– Ya te he dicho que no te metas en lo que no te importa, Sal -farfulló Mitch. Necesité un tiempo para recordar que el nombre de pila de mi vecino era Salvatore-. No quiero que ningún detective meta las narices en mis asuntos. No es por ofenderla -añadió señalándome con la cabeza-, pero quien dice detectives dice pasma y quien dice pasma dice joder a los currantes.
– Si al menos no te pusieras tan beodo que te vuelves incapaz de pensar correctamente -el señor Contreras estaba preocupado-. Primero te ventilas mi grappa, y por si eso fuera poco tienes que ponerte ciego en cuanto te levantas por la mañana. Ella no es poli. La conoces: la ayudamos hace un par de años, sacamos a unos gamberros de la clínica de la doctora. Acuérdate.
Kruger sonrió con cara de felicidad.
– ¡Ah!, aquélla fue una buena, es verdad. La última buena camorra que tuve. ¿Necesita otra vez ayuda, señorita? ¿Ha venido por eso?
Le observé atentamente: no estaba tan borracho como quería hacerme creer. De todas formas, si se había ventilado la grappa del señor Contreras y aún tenía suficientes fuerzas para salir a echarse unos cuantos tragos, es que tenía una cabeza de granito.
– Atiende, Mitch. Anoche empezaste a largar que ibas a vértelas con los jefes y que les ibas a hacer entrar en razón, aunque no me imagino de qué se trata. A mí me parece que conseguimos algunos buenos convenios, aunque tuviésemos que pelear sin parar para ganárnoslos.
Se volvió hacia mí.
– Lo siento, pequeña. Siento sacarte de la cama sólo para que veas a Kruger comportarse como un pavo esperando su ejecución el día de Acción de Gracias.
Al oír eso, Kruger se erizó.
– No soy ningún pavo, Sal. A ver si te enteras de que sé lo que me digo. Y si crees que conseguimos algunos buenos convenios, es que eres un esquirol y un pringado. ¿Qué clase de beneficios consiguen ahora los colegas? Tienen que negociar recortes de salarios con tal de conservar sus puestos, mientras los jefes van por ahí con coches japoneses y encima se ríen porque están haciendo todo lo que pueden para quitarles más trabajo a los americanos. Lo único que digo es que sé cómo acabar con esa mierda. Me quieres tacañear el trago, muy bien, pero yo te conseguiré Martell y Courvoisier, ya no tendrás que volver a beber esa bazofia.
– No es ninguna bazofia -gruñó el señor Contreras-, eso es lo que bebía mi padre y lo que bebía mi abuelo.
Kruger me guiñó el ojo.
– Sí, y mira lo que les pasó. Los dos la han palmado, ¿no? Anda, que no hace falta molestar a esta señorita, Sal. Yo sé lo que sé y no tiene nada que investigar, o lo que pretendas que haga. Pero escucha, Vic -añadió-, si necesitas ayuda en una pelea, no tienes más que decírmelo. Hace mucho que no me divierto tanto como aquel día que Sal y yo fuimos a ayudarte a ti y a esa doctora amiga tuya.
Definitivamente, no estaba tan borracho como quería parecer si era capaz de retener mi nombre entre toda la diatriba del señor Contreras.
– No creo que me necesiten aquí -le dije a mi vecino, interrumpiendo la retahíla de todas las ocasiones en que Mitch Kruger se había equivocado. Iban desde que Kruger creyó que podía emborrachar a muerte al señor Contreras el día de su cincuenta aniversario, y el desastre que ocurrió al no conseguirlo, hasta el error de Kruger al apostar por Betty-by-Golly contra Ragged Rose en Hawthorne en 1975.
El señor Contreras volvió su enfado contra mí pero no intentó detenerme cuando crucé la puerta trasera para volver a mi cocina. Mientras preparaba otro café, pensé brevemente en Kruger. No me entusiasmaban sus groseras insinuaciones de manejos turbios en Diamond Head. Él había estado merodeando por ahí esperando algún tipo de limosna, pero le avergonzaba confesarlo. Si le habían dado la patada, seguro que su paranoia de borracho exageraba el agravio, y hablaba de una venganza que nunca se iba a materializar.
Tal vez alguien de Diamond Head estaba birlando material, o herramientas, no sería la única fábrica de Chicago donde ocurría eso. Pero si creía que iba a poder chantajearlos y sacar tajada, no era más que típico sentimentalismo de borracho. Y lo más probable es que todo eso fueran imaginaciones suyas.