Librados por los pelos

Fred Roper, el vigilante nocturno, estaba triunfal.

– Ya sabía yo que no podía haber un problema con el aire acondicionado y que no me hubieran dicho nada cuando empecé mi turno.

– Sólo ha tardado cinco horas en darse cuenta -dijo el señor Contreras-. ¿Qué ha tenido que hacer? ¿Descalzarse y pensárselo con los pies?

No estábamos realmente arrestados todavía, sólo nos llevaron a uno de los pequeños despachos laterales para interrogarnos. El nivel de adrenalina del señor Contreras tenía bastante presión como para enviar a Marte la sonda de Galileo. Lo único que deseaba yo era que se calmara antes de que se multiplicaran los cargos contra nosotros: allanamiento y registro furtivo ya era bastante. Aunque habíamos conseguido disimular a tiempo la mayoría de las pruebas, el señor Contreras aún estaba enrollando trozos de cable cuando aparecieron los maderos.

Su último comentario estaba desde luego justificado. Ofendió poderosamente a Fred Roper. Explicó por tercera vez en detalle cómo empezó a tener sospechas cuando salió el último empleado de Crawford-Mead -a eso de la una y media- y nosotros seguíamos allí. Finalmente decidió que no podíamos estar haciendo nada bueno y llamó a su jefe. El encargado nocturno de la seguridad telefoneó al encargado nocturno de los ingenieros del edificio, y confirmó que todos los dispositivos de la instalación eléctrica funcionaban perfectamente. A instancias de su jefe, Roger llamó a los maderos.

La voz monocorde y nasal de Roper, su sobreexcitación y su insistencia me dieron ganas de arremeter contra él y estrangularle. Sin lugar a dudas la policía lo estaba utilizando como instrumento de tortura para hacerme confesar.

– Sea como sea, ¿qué estabais haciendo aquí? -inquirió el jefe de la patrulla-. Y no me vengas con el rollo de que eres electricista y que ella es tu vecina y te estaba ayudando. Así no funcionan los obreros. Y los vecinos normales no llevan armas ni licencias de detective.

El agente Arlington era un hombre rechoncho de más de cincuenta años, con una calva que intentaba disimular cubriéndola con los escasos cabellos que le quedaban. Tan pronto como nos empujó a la sala de juntas -antes de decir una palabra-, se había quitado la gorra y alisado el pelo.

– No, ya lo sé -me apresuré a decir, antes de que el señor Contreras volviera a meter baza-. El señor Contreras sólo intenta protegerme, cosa que es muy amable de su parte. La verdad es que… bueno, esto es algo penoso de decir a unos extraños.

– Ya estoy acostumbrado, nena, vas a ver a un montón de extraños antes de que termines de contar tu cuento -el agente Miniver, un joven negro, compartía la actitud amenazante de su colega hacia los sospechosos.

– Bueno, se trata de esto -extendí las manos en una pantomima de desamparo femenino-: El despacho en el que estábamos es de mi ex marido. Y no consigo que se ponga al día con el pago de la pensión para nuestros hijos. No tengo dinero, no puedo permitirme llevarle a los tribunales, y además, ¿cómo iba a poder ganar contra un abogado de tanto peso como él?

– Hay muchas mujeres que no consiguen que les paguen sus pensiones por los hijos, pero no por eso fuerzan las puertas de los despachos de sus maridos. ¿Qué pretendías conseguir con eso?

– Esperaba encontrar… esto…, supongo que alguna prueba de su solvencia. Eso es lo que no para de decirme, que no puede permitírselo por lo de su hipoteca y su nueva familia y todo lo que tiene en Oak Brook.

– ¿Y para eso necesitabas una pistola? -apuntó irónicamente Miniver.

– Ya me ha amenazado otras veces. Puede que haya sido una estupidez, pero no quería que me volviera a zurrar.

– Es un tipo tremendo, tremendo -confirmó el señor Contreras-. Cómo ha podido tratar tan miserablemente a una chica tan dulce como Vic, es algo que nunca entenderé.

Ya veía que ni a Arlington ni a Miniver se les iba a romper el corazón por eso. Más bien parecían regocijarse de que Dick fuese lo bastante listo como para evadir sus obligaciones. Me hicieron una serie de preguntas sobre nuestra sentencia de divorcio y quisieron saber cómo se las había apañado Dick para no pagarme nada durante años.

Al final, Arlington silbó admirativamente.

– Supongo que todos esos estudios de leyes sirven para algo al fin y al cabo… Qué lástima que no te hayas gastado el dinero antes en un abogado, nena, en lugar de entrar ilegalmente aquí. Porque ten por seguro que ahora que estás arrestada tendrás que soltarle una pasta a alguno de ellos.

– ¿Por qué no llamamos primero a Richard Yarborough? Al fin y al cabo, es él el que tiene que presentar los cargos.

– Ya, pero un tipo que no paga el mantenimiento de sus hijos no va a ser muy comprensivo con que hayas hurgado en sus papeles personales -sentenció Arlington.

– Deje que eso lo decida él. Lo único que sé de Richard Stanley Yarborough es que odia que otra gente tome las decisiones en su lugar.

Eran ya las cuatro y media. Pensarían que no se podía molestar a un abogado tan importante en plena noche. Además, estaban deseando llevarnos al señor Contreras y a mí a la comisaría y meternos en una celda preventiva para el resto de la noche.

– Tengo derecho a hacer una llamada -insistí-. Y no tengo ningún escrúpulo en molestar a un gran hombre en su casa. Así que voy a llamarlo. Pueden escuchar desde el otro teléfono, pero su superior no tiene por qué saber que lo han molestado.

Antes de que Miniver o Arlington pudieran objetar nada, me acerqué al teléfono que había en una esquina y marqué el número de la casa de Dick. Por una de esas perversidades de mi mente, me sé de memoria el número de Dick.

Contestó a la quinta señal, con la voz embotada por el sueño.

– Dick, soy V. I.

– ¡Vic! ¿Qué coño quieres llamando a estas horas? ¿Tienes idea de la hora que es?

– Las cuatro y treinta y cinco. Estoy en tu oficina y hay un par de polis que quieren arrestarme por allanamiento. He pensado que querrías dar tu opinión antes.

No había extensión en la sala. Arlington había enviado a Miniver a buscar una línea desde donde pudiese escuchar. Oí un clic justo en ese momento.

– Ya lo creo que quiero. ¿Qué puñetas estás haciendo en mi oficina?

– Me sentía tan mal por haberte manchado la camisa esta mañana que no podía dormir. He pensado que si podía llevármela a casa y lavártela, quizá me perdonarías. Desde luego, planchar no es mi fuerte, pero eso quizá Teri lo quiera hacer.

– ¡Vete al infierno, Vic! -oí una voz sorda como ruido de fondo, y luego a Dick diciendo suavemente: «No, no pasa nada, cariño. Es sólo una clienta que se ha metido en un lío. Siento haberte despertado».

– La señora dice que no quiere pagar la pensión de sus hijos -interfirió Miniver desde su línea.

– ¿Que no quiero quéee?

– Dick, si sigues gritando así, la pobrecita Teri no va a poder volver a dormirse. Ya sabes, los pagos atrasados que me debes por los pequeños, Eddie y Mitch. Pero he mirado en tu archivo de Diamond Head, y he visto que tienes más pasta de la que nunca imaginé. Yo no he podido comprarme unos zapatos nuevos porque cada centavo que gano es para alimentar a tus dos niños, pero si pudieses ahorrar un poco de lo de Diamond Head, bueno, eso sería muy distinto.

Hubo un largo silencio, y luego Dick quiso hablar con el agente sin que yo estuviese al teléfono. Miniver, para asegurarse de que todo eso tenía sentido, me hizo pasarle el teléfono a Arlington. Dick parecía estar preguntando si me habían registrado, porque Arlington contestó que lo único que habían encontrado era una pistola.

– Quiere hablar otra vez contigo -Arlington giró la cabeza en mi dirección.

– No tienes ninguna prueba -dijo perentoriamente Dick cuando volví a ponerme.

– Cariño, siempre me estás subestimando. La pude sacar del edificio antes de que los polis aparecieran. Créeme, podría estar enseñándosela a mis amigos de la prensa mañana a estas horas.

Se quedó tan mudo que pude oír los primeros gorjeos de los pájaros de Oak Brook a través del teléfono.

– ¿Sigue ahí, agente? -preguntó finalmente-. Puede soltarla. No voy a presentar cargos esta vez.

Miniver y Arlington estaban tan decepcionados por no poder arrestarme que salimos del edificio lo más rápido que pudimos. No quería que idearan algún otro cargo secundario, como el de suplantar a un electricista. La policía nos escoltó hasta el Nova, y luego me siguió de cerca hasta pasar la salida de La Salle en la calzada del Lago. Finalmente salieron por Fullerton.

Subimos hasta Belmont, donde entré hasta el puerto y apagué el motor. Al este apuntaba ya en el cielo el rosa del incipiente amanecer.

Nos sonreímos, y de repente ambos nos echamos a reír. Nos reímos hasta que nos dolieron las costillas y las lágrimas nos corrieron por las mejillas.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó el señor Contreras cuando se recuperó del ataque de risa.

– Dormir. Ya no puedo hacer nada más antes de pasar unas horas en la cama.

– Sabes, pequeña, estoy tan…, no sé cuál será la palabra. Creo que no voy a poder dormir.

– Sobreexcitado -le propuse-. Sí, pero se derrumbará muy pronto y entonces no va a servir para nada. Además, Peppy le necesita. Lo que pienso…

Eché una ojeada a mi reloj. Las cinco y cuarto. Era muy pronto para llamar a nadie, pero no me apetecía volver sola a mi apartamento en ese momento. Mi propio apartamento debería ser seguro, pero si Vinnie estaba compinchado de alguna manera con Chamfers, podían tener a toda una banda de matones en el edificio acechándome. O peor aún, a mi vecino. Prefería reventar antes que pedirle ayuda a Conrad Rawlings. Eso significaba que tenía que recurrir a mis amigos los hermanos Streeter. Tenían una empresa de mudanzas, pero además hacían algunos trabajos de seguridad.

A fin de cuentas, no desperté a Tim Streeter. Él y su hermano ya estaban levantados, a punto de tomar un desayuno temprano antes de emprender una mudanza. Si podía esperar hasta las seis, podría traer a un grupo de cinco tipos o más a mi edificio al paso que iban a hacer la mudanza.

Estaba hambrienta. Hicimos tiempo en el restaurante abierto toda la noche donde nos habíamos parado la noche anterior. El señor Contreras, que no creía tener hambre, se despachó tres huevos fritos, patatas al horno, una loncha de jamón y cuatro tostadas. Yo me paré después de dos huevos y las patatas. Ojalá no nos atacara nadie: un estómago lleno no es la mejor preparación para una batalla.

Tim y Tom Streeter aparecieron a las seis y diez, silbando con desenfado y bromeando con sus empleados. Los chicos Streeter son, ambos, enormes, con más de un metro noventa y unos músculos como para bajar cinco pisos con un piano. Los otros tres hombres tampoco eran pequeñajos que digamos.

Dejando a dos de los empleados delante de la puerta principal, los demás dimos un rodeo por la parte de atrás. Si alguien estaba acechando en las escaleras, podríamos verlo antes de caer en la trampa. El sol ya estaba alto; era evidente que el terreno estaba despejado. Comprobamos detrás de los contenedores de basura en la entrada del sótano sólo para asegurarnos, y luego subimos hasta mi casa. Nadie había penetrado a través de mi sistema de seguridad.

Habíamos avanzado con cautela desde la entrada hasta la escalera principal, pero también estaba despejada. Utilicé mi linterna. Alguien había estado allí la noche anterior: habían dejado una bolsa de McDonald's arrugada en el suelo. Y se habían orinado en las escaleras. No sé por qué razón, eso me sulfuró más que la idea de que me estuvieran acechando.

– Son sólo vagabundos, querida -me tranquilizó el señor Contreras-. No puedes crisparte tanto sólo por un hatajo de vagabundos. Ahora vuelvo y te lo limpio.

– Usted vaya a cuidar de Peppy. Yo me ocuparé de esto.

Tim me preguntó si quería que alguien se quedara todo el día, podían arreglárselas con cuatro hombres para la mudanza si era necesario. Me froté los ojos, tratando de pensar. El agotamiento estaba empezando a recubrirme los sesos de cemento.

– No creo. No creo que pase nada durante el día. ¿Puedo llamarte esta noche? ¿Tendrías a alguien si necesitásemos un hombre más para la pelea?

Tim aceptó enseguida -últimamente el trabajo venía siendo escaso. Con la crisis, la gente compraba casas nuevas y se mudaba-. Bajamos juntos, para asegurarnos de que la casa del señor Contreras estuviera despejada. A esas alturas, apenas me quedaba la energía necesaria para volver a subir mis tres pisos. Sabía que tenía que limpiar la escalera, pero no pude forzar mi cuerpo a hacer un movimiento más. Apenas me acordé de quitarme la sobaquera y desabrocharme el sostén antes de desplomarme de través en la cama.

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