Antes de irse, Audrey me recordó que tenía que dar parte de la agresión a la policía. Habló en tono autoritario, como si temiera que yo lo quisiera ocultar.
– No, estoy de acuerdo -dije-. De hecho, quiero llamar a la comisaría local para enterarme de lo que saben al respecto. ¿Quieres esperar mientras lo hago? Puede que manden a alguien para acá.
Audrey fue a la cocina a hacer café. Al igual que Lotty, es una bebedora sobria: con un vaso de brandy tiene para todo el mes. Max ya iba por su segunda copa, pero hay que decir que Lotty sólo compra Cordon Bleu para él.
Tuve suerte al llamar a la comisaría. Conrad Rawlings, un sargento que conozco y que me cae bien, hacía su turno de cuatro a doce de la noche. Me prometió investigar lo que tuvieran sobre la agresión y dijo que mandaba a alguien para hablar con Audrey y conmigo. Media hora más tarde, cuando Audrey, Max y yo estábamos enfrascados en una laboriosa conversación, apareció Conrad en persona. Venía acompañado de otra agente, una chica joven cuya cabeza le llegaba apenas a los sobacos, por si acaso Lotty estaba en condiciones de declarar.
– En absoluto -dijo firmemente Audrey-. Ahora está dormida y espero que siga así hasta por la mañana.
– Skolnik y Wirtz, los agentes que interrumpieron la agresión, consiguieron de ella una declaración a grandes rasgos -dijo Rawlings-. Así que supongo que podemos esperar hasta mañana. Pero no les dejó llevarla al hospital, no cesaba de decir que ella era médico y que ella decidía la atención médica que necesitaba. Pensaron que había recibido un choque bastante fuerte, y quizá también contusiones, pero su coche funcionaba y ella podía conducir, así que no pudieron obligarla. Señaló a la joven.
– Es la agente Galway. Tomará algunas notas de lo que digamos. Ya que no podemos preguntárselo a la doctora, cuéntanos tú qué ha pasado, Warshawski, y por qué.
Audrey trajo de la cocina el café que había preparado. Todos tomaron una taza excepto yo. Simplemente no me apetecía comer ni beber nada mientras Lotty se recuperaba de los golpes destinados a mí.
Le conté a Rawlings todo lo que sabía: mi visita a Chamfers cinco días atrás, lo de Bruno el descargador, lo de mi seguidor, el intercambio de coches con Lotty.
– Creo que el ataque iba dirigido a mí. Sobre todo porque le decían que tal vez así aprendería a meterse en sus asuntos. Dice que abandonaron el coche: ¿de quién era?
Rawlings puso cara de disgusto.
– Eso es algo que sí sabemos. Pertenecía a Eddie Mohr, que denunció su robo esta mañana. Vive al sur, cerca de Kedzie.
– Cualquiera puede denunciar que le han robado el coche -repuse.
Antes de que Rawlings pudiese contestar, Max preguntó cómo.
Me encogí de hombros.
– No tienes más que llamar y decir que te lo han robado. Podría estar en cualquier sitio, en el fondo de un hoyo donde tú lo has empujado, o en manos de un compinche -o en las tuyas propias- para atacar a la gente.
Max sonrió con tristeza, deprimido por esta visión de la naturaleza humana, y se escabulló para ir a echarle un vistazo a Lotty.
– Dame un respiro, señorita Warshawski -protestó Rawlings-. Fue lo primero que pensé. Pero este tipo tiene setenta y dos años, está jubilado, cultiva sus begonias o lo que quiera que hagan en esos barrios, y al coche le habían hecho efectivamente el puente. No, debieron darse cuenta de que los habías calado siguiéndote. Querían un coche que no pudieras identificar cuando te volvieran a localizar. Pero no te conocían personalmente. Eso descarta a ese tal Bruno del que hablas.
Encogí impacientemente un hombro.
– Él no me conoce, para él yo no soy más que otra estúpida fulana. Es cierto que mido veinte centímetros más que Lotty, pero comparadas con él las dos somos unas pigmeas. Yo no le descartaría.
Audrey asintió vivamente con la cabeza; la agente Galway, que había estado muda durante toda la conversación, suprimió una sonrisa y tomó nota. Todas las mujeres hemos conocido tipos que nos tratan como piezas intercambiables.
– ¿Alguien más en tu caso estos días? -preguntó Rawlings.
Solté una carcajada.
– Sí, mi ex. Está cabreado conmigo, pero eso es un estado crónico en él.
Al fin y al cabo, esa misma tarde Dick me había marcado su ley con mano férrea. Incluso me había dicho que me metiera en mis asuntos, las mismas palabras que habían utilizado esos matones con Lotty. Por un diabólico momento estuve tentada de denunciarle a Rawlings, sólo por el fastidio que le causaría la pasma fisgoneando en su vida durante unos días. Pero en el fondo no le odiaba: no valía la pena gastar energía en tanto resentimiento.
– Ya sabes lo que nos enseñan en la academia, señorita Warshawski: no se mezclen en peleas domésticas a no ser que sea absolutamente imposible evitarlo. No me has contado lo que le has hecho a ese Chamfers para que esté tan alterado.
– Oh, eso fue por el señor Contreras -le expliqué quiénes eran él y Mitch-. Es Terry Finchley el que lleva el caso para el Área Uno. Hace unos cuantos días que no hablo con él. Quizá haya encontrado a alguien que vio a Mitch caerse al canal.
– Si está Finch en ello, ¿no crees que puedes dejarlo en sus manos? -preguntó secamente Rawlings-. Es muy capaz, sabes.
Finchley y Rawlings lucharon juntos por la fraternización entre la policía americana y africana. Ambos se trataban con cierto desaire, como D'Artagnan y Athos.
– Dame un respiro a tu vez, sargento. Sé que Finchley es un buen detective, pero lo que me pregunto es cuánto tiempo puede dedicarle a una investigación sobre un vagabundo borracho. Y parece que es así como lo ha etiquetado el departamento.
– ¿Y tú no? -preguntó mordazmente Rawlings.
– Yo no tengo ninguna prueba, sargento, de ningún tipo, ni sobre nada.
Pero tenía un montón de importunas preguntas, con el ataque a Lotty en cabeza de lista. Estaba desesperada por encontrar una palanca para abrirle la boca a Chamfers. Alguien de allí había visto a Mitch, alguien sabía lo que estaba tramando. ¿Algo que no querían que descubriera, hasta el punto de contratar a unos matones para darme una tunda? ¿Algo tan gordo como para partirle la cabeza a Mitch y tirarlo al canal?
Alcé la vista y vi que Rawlings me observaba detenidamente.
– Más vale que no me ocultes nada de lo que quiero saber.
– Te conozco lo suficiente para que me caigas bien, sargento, pero no lo suficiente como para adivinar el tipo de cosas que quieres saber.
– Venga, no intentes camelarme. Creo que voy a comprobar con Finch lo que ha averiguado sobre Kruger.
Se puso a manipular su radio portátil; un par de minutos más tarde sonaba el teléfono de Lotty. Max, que ya salía del dormitorio, se acercó a contestar. Su cara expresó fastidio cuando Rawlings le arrebató el receptor, pero se alejó hacia Audrey sin decir nada.
Max y Audrey entablaron una conversación en voz baja mientras Rawlings le contaba a Finchley lo del ataque a Lotty. La agente Galway se levantó para mirar los libros de Lotty. Al estar Rawlings concentrado en su conversación telefónica, perdió gran parte de su rigidez; parecía joven y más bien frágil para el peso de su equipo reglamentario.
Me acerqué al dormitorio, intranquila, para ver yo también a Lotty. Respiraba con regularidad, aunque profundamente; tenía la piel algo caliente cuando la toqué. Cuando volví al salón Rawlings seguía al teléfono.
– Bueno, ¿quieres investigar a ese tipo, el tal Simon, del que Warshawski no sabe el apellido? ¿Qué has averiguado por ahí?
Los siguientes minutos fueron una serie de gruñidos. Antes de que colgase le di una palmadita en el brazo.
– ¿Te importa que le haga una pregunta, Rawlings?
Tapó el micrófono con su ancha mano.
– Se la haré por ti con mucho gusto, señorita W.
Hasta a los buenos policías les gustan los juegos de poder. Arrugué la nariz y me alejé.
– Puede esperar hasta mañana. Dile hola de mi parte.
Rawlings me tocó el brazo.
– No te subas a la parra, señorita W. Ya basta de mala voluntad por esta noche… ¿Terry? Vic Warshawski quiere decirte algo.
– Hola, Terry. ¿Cómo vas? ¿Has localizado al hijo de Mitch Kruger?
– ¿Te has quedado a gusto, Vic? Te pedí, te rogué, que me dejaras a mí la investigación. Ahora que han herido a la doctora Herschel, ¿sigues sin entender por qué?
Me puse rígida, pero no dejé traslucir la cólera en mi voz.
– Yo no he autorizado ese ataque, Terry. ¿Has cambiado de opinión respecto a Mitch? ¿No cayó borracho al canal, a fin de cuentas?
– Le he contado a Rawlings los progresos que hemos hecho en nuestra investigación. Si quiere pasarte la información, es cosa suya.
– Una ciudadana es atacada y vosotros os ponéis bordes conmigo. Imagino que hay una relación, pero no especialmente atractiva. Antes de que cuelgues tan cabreado, ¿has podido localizar al hijo de Kruger?
Finchley respiró hondo.
– Hace treinta y cinco años que se fue. No he creído que debamos invertir recursos en seguirle la pista. ¿Es que estás maquinando la teoría de que volvió a Chicago a matar a su viejo en un acceso de rabia por algún daño que pudo hacerle hace tantos años?
No pude evitar reírme un poco ante esa idea.
– ¡Caray! No lo sé. Es ingenioso, me gusta. Si se tratara de Ross Macdonald hasta me lo creería. Sólo era una curiosidad. ¿Quieres hablar otra vez con tu colega antes de que cuelgue?
Rawlings me arrebató el teléfono. Tras otros cuantos gruñidos terminó diciendo:
– Tú mandas, Finch -y colgó.
– Entonces, ¿qué ha averiguado la policía sobre Mitch Kruger? -le pregunté.
– Están siguiendo algunas pistas, señorita W. Dales tiempo.
– Oh, por Dios, Rawlings. No soy el noticiero local. No han hecho nada, por la sencilla razón de que su muerte no parece importante. ¿Por qué no lo escupes de una vez, para variar? ¿Han peinado al menos el barrio?
Sus ojos marrones se entornaron, pero no dijo nada.
Sonreí.
– ¡Mi sueldo de una semana contra el tuyo a que no han hablado con los vecinos!
Una sonrisa desganada le ablandó el gesto.
– No me tientes. Terry ha hablado con ese Chamfers tuyo. Chamfers reconoce que Mitch había estado rondando por allí tratando de mendigar algún trabajillo, pero dice que él nunca lo vio personalmente, sólo se lo oyó decir al capataz. Aunque hubiesen contratado a gente, dice que no hubiera metido en la empresa a un tipo tan viejo como Kruger y tan borracho. Finch va a seguir investigando a ese estibador que se cabreó tanto contigo, pero no ve ninguna relación entre el ataque a la doctora y la fábrica.
– ¿Por qué me ha echado la bronca por eso, entonces?
– Tal vez simplemente no le gusta que le pises el terreno. A ninguno de nosotros nos hace mucha gracia.
– Bueno, yo soy una sola y vosotros sois diez mil, así que creo que podéis cuidaros solos.
Un ligero bufido de la agente Galway a nuestras espaldas hizo volverse a Rawlings.
– ¿Quiere algo, agente?
Sacudió la cabeza, con su pequeña cara oval tan carente de expresión que creí haber imaginado la risita.
Audrey palmoteó la mano de Max y se acercó a mí.
– Y creo que todos vosotros también podéis cuidaros solos. Vic, ¿llevarás a Lotty al Beth Israel mañana para la radiografía y todo eso?
– ¿Crees que está bien? Me ha parecido que tenía fiebre.
– Puede que tenga un poco. Si te parece que le sube mucho la temperatura o que está muy inquieta durante la noche, llámame. Si no, te veré por la mañana. ¿Digamos a las diez?
Asentí y la acompañé hasta la puerta. Max decidió escoltarla hasta el coche: la calle de Lotty no es el lugar más apetecible para pasear sola en la oscuridad.
Miré por la ventana sin ver, preguntándome quién habría ido a ver a la señora Polter haciéndose pasar por el hijo de Mitch Kruger. Aunque Finchley no hubiese intentado localizarle, el hijo podía haberse enterado por otra vía de la muerte de Mitch de todas formas. Quizá a través de Jake Sokolowski. Como Jake y Mitch habían vivido recientemente juntos, quizá Jake supiera cómo comunicarse con los alejados familiares de Mitch. Pero aun así, su hijo tenía que haber hecho milagros viajando para poder presentarse tan rápido en casa de la señora Polter.
– ¿Qué estás pensando, señorita W.? -preguntó bruscamente Rawlings.
Sacudí la cabeza.
– No mucho. A decir verdad, me gustaría dormir un poco.
Soltó un bufido.
– Suéltalo, por una vez. Llevo suficiente tiempo viéndote como para saber cuándo tienes un as en la manga. Estás deseando quedarte sola para poder sacártelo y contemplarlo. Si decides compartir tu pequeño truco de magia, llámame por la mañana. Galway, vámonos.
Cuando él y la agente se hubieron marchado, me sentí bruscamente agotada. Max me ayudó a llevar el colchón del diván al cuarto de Lotty.
– ¿Me despertarás si hay algún problema? -me preguntó.
– Por supuesto, Max -dije suavemente. Sólo le movía la preocupación, al fin y al cabo.
Se alisó la frente con su mano cuadrada y se fue al cuarto de invitados.