Las cuatro semanas que siguieron fueron un lento y largo período de descubrimientos legales, de contratar a gente para arreglar la casa de la señora Frizell, de buscar a alguien que la ayudase una vez estuviese en casa, y de trámites para que el Estado estableciera un control. Carol Alvarado se encargó de gran parte de las gestiones fastidiosas.
Llamé a Byron, el hijo de la señora Frizell, a San Francisco para informarle de cómo se encontraba su madre. La llamada le emocionó casi tanto como a ella el saber que habíamos hablado con él.
Para cuando la señora Frizell estuvo en condiciones de volver a casa, les habíamos encontrado hogar a los últimos cachorros. El señor Contreras se salió con la suya y se quedó con su preferido, un macho completamente dorado con las orejas negras. Insistió en llamarle Mitch.
El mismo día que regresó la anciana, Todd y Chrissie pusieron su casa en venta. Pese a la crisis inmobiliaria, no pensamos que tardaría mucho en venderse: habían hecho un excelente trabajo de renovación, y Lake View se había convertido en selecta zona residencial para yuppys.
Lotty y yo volvimos a hablarnos, pero ella parecía frágil, casi quebradiza. Al parecer no éramos capaces de recuperar nuestra antigua y profunda intimidad. Trabajaba con ferocidad, hasta el punto de que se estaba quedando en los huesos. Pese a su ritmo frenético, su chispa vital de siempre estaba ausente.
Cuando intenté contarle lo que le había pasado a Simon y a los otros matones que eran con toda probabilidad los que la habían atacado, se negó a escucharme. Sus heridas, o su miedo, le habían provocado repugnancia por mi trabajo. Me preocupaba que sintiera repugnancia, rechazo por todo lo que era mi vida. Hablé de ella con Carol al igual que con Max. Ambos estaban preocupados, pero no me pudieron aconsejar nada sino paciencia.
– A mí me ha perdonado -dijo Carol-. También lo hará contigo. Dale tiempo, Vic.
No dije nada, pero a mí me parecía un problema más fuerte que eso.
Probablemente el acontecimiento más sorprendente de ese período fue la tarde que apareció el hijo de Mitch Kruger. Mitch Junior resultó ser un ingeniero de petróleos, curtido por los meses pasados en el golfo Pérsico: había estado en Kuwait ayudando a relanzar la producción. Su madre había visto nuestro anuncio en uno de los periódicos de Arizona y se lo había mandado a la ciudad de Kuwait. Mitch Junior pasó por Chicago cuando volvía a su casa, para averiguar qué teníamos que decirle.
Nos agradeció nuestros esfuerzos por descubrir a los asesinos de su padre, pero añadió, abatido:
– No puedo sentirme demasiado emocionado por ello, apenas recuerdo a ese hombre. Pero me alegro de que tuviese amigos dispuestos a ayudar cuando murió.
Cuando más tarde se lo conté a Conrad, se echó a reír.
– No pongas esa cara tan desconsolada, señorita W. Al menos el tipo te ha dado las gracias. Coño, en el noventa por ciento de los casos, lo único que yo consigo son cartas de insultos por mis esfuerzos.
En aquel momento yo estaba trabajando duro, no sólo ayudando a elaborar la acusación contra los Felitti y arreglando la casa de la señora Frizell, sino también aceptando trabajos de verdaderos clientes con dinero de verdad. Mis primeros ahorros habían sido para unas nuevas zapatillas de deporte. Sin embargo, pasaba todo el tiempo que nos permitían nuestros frenéticos horarios con Conrad.
El señor Contreras, procurando esforzadamente no entrometerse, no podía ocultar su incomodidad respecto al sargento. A mí me irritaba eso y traté de discutirlo con Rawlings.
– Por lo menos te habla. Mi hermana ha oído hablar de ti por chismorreos de alguna cotilla y ahora no permite que ensucie su salón.
Dejé escapar un gritito de asombro y Rawlings se rió ligeramente.
– Sí, chiquilla blanca: a la inversa también sucede. Así que no permitas que lo del viejo te preocupe.
Eso era lo que intentaba, y también no preguntarme cuánto tiempo podríamos permanecer unidos hasta que nuestras profesiones entraran en conflicto, pero era difícil llevar una relación relajada.
Aunque me parapetaba en el trabajo, una y otra vez me despertaba tras una pesadilla sobre la muerte de mi madre, sueños en que Lotty y Gabriella se confundían inextricablemente una con otra.
Una noche estaba Conrad conmigo cuando los insoportables fantasmas irrumpieron en mi sueño. Procurando no despertarle, me deslicé de la cama y me acerqué a la ventana del salón. Apenas podía vislumbrar la esquina de la casa de los Pichea. Me apetecía sumirme en la noche y correr, correr tan deprisa y tan lejos como para escaparme de mis pesadillas.
Intentaba imaginar un lugar donde pudiese estar tranquilamente en la calle a las tres de la madrugada, cuando Conrad apareció a mis espaldas.
– ¿Cuál es el problema, señorita W.?
Posé mis manos sobre sus brazos, pero seguí mirando por la ventana.
– No quería despertarte.
– Tengo el sueño ligero. Te he estado oyendo levantarte de la cama todas las noches que hemos pasado juntos este último mes. Si no quieres que me quede por la noche, sólo tienes que decírmelo, Vic.
– No es eso -mi voz era un susurro, como si la oscuridad impusiera silencio.
Me acarició suavemente el cabello. Permanecimos largo rato en silencio.
No había pensado contarle nada de Lotty ni de mis pesadillas, pero en la oscuridad, con la calidez de su cuerpo junto al mío, finalmente me desahogué.
– Se trata de Lotty. Tengo tanto miedo…, miedo de que me deje lo mismo que me dejó mi madre. No sirvió que quisiera a mi madre, que hiciese todo lo que pude por cuidarla. De todas formas me dejó. No creo que pueda soportarlo si Lotty también me abandona.
– Así que tienes que tener siempre a todos bullendo a tu alrededor. ¿Es eso? Así que la gente como yo, o incluso el viejo de abajo, no contamos lo suficiente para ti como para que te importe que te dejemos plantada.
Le abracé más estrechamente, pero no pude decir nada más. Quizá tenía razón. Tal vez por eso reaccionaba tan violentamente cada vez que el señor Contreras, o Lotty, o cualquier otro, se preocupaban por mi seguridad. Tal vez era incluso por eso por lo que una y otra vez me empeñaba en desafiar el peligro. Cuando mis fuerzas empezaran a declinar, ¿podría encontrar otras fuerzas que me ayudaran a salvar esos abismos? Me estremecí bajo la brisa de verano.