La antigua dirección de Mitch en la calle Treinta y cinco resultó ser otra pensión, pero estaba bastante mejor que la de la señora Polter. La casa, una pobre construcción con entramado de madera pintada de blanco, estaba escrupulosamente limpia, desde la escalinata recién fregada hasta el salón donde me recibió la señora Coriolano. Tenía unos cincuenta años; me explicó que ella llevaba el negocio de su madre, que había empezado a alquilar habitaciones cuando su marido murió al caerse de un andamio veinte años atrás.
– Entonces era difícil vivir de la Seguridad Social, y ahora es imposible, y mi madre tiene artritis, no puede andar y ya no puede subir escaleras.
Chasqueé compasivamente la lengua y saqué el tema de Mitch. La señora Coriolano alzó los brazos. Había vivido allí tres años, y lo había llevado otro de los inquilinos, Jake Sokolowski. Un hombre tan responsable, tan de fiar, que por supuesto recibieron con gusto a su amigo, pero el señor Kruger nunca pagaba el alquiler a tiempo. Ni una sola vez. Y llegaba borracho tarde por la noche, despertaba a mamá, que tenía problemas para dormir. ¿Qué otra cosa podía hacer? Le avisó una y otra vez, le daba largas y más largas, y al final tuvo que echarlo.
– Prendió fuego a las mantas por quedarse dormido borracho. Tuvimos suerte de que fuese una de las noches de insomnio de mamá. Olió el humo, gritó, me desperté y yo misma apagué el fuego. Si no, a estas horas estaríamos todos durmiendo en los bancos de Grant Park.
No había vuelto a ver a Mitch desde la mañana siguiente al incendio, cuando lo echó, pero se alegraba de que yo quisiera hablar con Sokolowski. Estaba sentado en el minúsculo patio, dormido sobre el Herald-Star del domingo. Le había conocido cuatro años atrás, cuando junto con Kruger y el señor Contreras intentó defender la clínica de Lotty. Cuando lo desperté era evidente que no me reconocía, pero al igual que Mitch recordaba con entusiasmo la pelea.
El que Mitch hubiera desaparecido no le preocupó demasiado a Sokolowski.
– Debe de estar durmiendo la mona por ahí. No es propio de Sal que se preocupe por un tío como Mitch. Debe de estar bebiendo demasiado de esa bazofia que llama grappa.
Le urgí a que tratara de recordar la última vez que había visto a Mitch. Tras un largo debate interno decidió que había sido el lunes por la tarde. Mitch se había pasado para convencer a Jake de que le acompañara a tomar una copa.
– Pero ya sé lo que significa «tomar una copa» con Mitch. El siguiente paso es que él se ha tomado diez y a ti te toca llevarle a casa o pagar la reparación de una ventana.
Como había sugerido Tessie, Mitch era parroquiano de un bar cercano a la pensión Coriolano, Paul's Place, en la esquina de las calles Treinta y seis y Seely. Jake estaba convencido que allí era adonde debió ir el lunes. Se volvió a acomodar bajo las páginas de deportes mientras yo volvía a la casa.
Le agradecí su ayuda a la señora Coriolano y me dirigí al bar de Paul. Era un chiringuito escasamente amueblado, más espartano que el de Tessie, con media docena de hombres que miraban el partido de los Sox en un pequeño aparato en color colgado muy arriba en la pared, detrás de la barra. El tabernero, un calvo de unos sesenta años con gruesos brazos y una neta y oronda barriga, mascaba un palillo de dientes. Estaba apoyado en la pared a un extremo de la barra, mirando el partido, reponiendo los tragos de sus parroquianos pero sin prestarme la menor atención.
Esperé respetuosamente hasta que Ozzie Guillen se marcó una jugada perfecta, y entonces saqué a colación mis gastadas preguntas. Tratándose de un lugar donde conocían bien a Mitch, no intenté hacerme pasar por sobrina suya, pero expliqué que era amiga del señor Contreras. Ninguno de ellos lo conocía, pero todos conocían a Mitch, y también el tabernero.
– Sé que al final Tonia lo echó -me brindó, cambiándose el palillo a la comisura de los labios-. Estuvo por aquí tratando de agenciarse un cuarto. Pero ninguno de nosotros picó: conocemos al tipo demasiado bien.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vieron?
Lo debatieron, pero les tocó batear a los Sox antes de que llegaran a una conclusión. No era el día de suerte de Jack Morris: los Sox mandaron a siete hombres a batear y marcaron cuatro carreras tras una serie de errores y un doble juego de Sammy Sosa. El medio inning duró tanto tiempo que el grupo se olvidó de mí y de Mitch Kruger. Volví a sacar el tema de cuándo le habían visto por última vez.
– Tuvo que ser el lunes -dijo finalmente el barman-. Pagó una ronda a todos. Mitch es un tío generoso cuando tiene pasta, así que le preguntamos si había ganado mucho en Hawthorne. Dijo que no, pero que iba a ser rico pronto y que no se iba a olvidar de sus amigos.
Nadie tuvo nada más que añadir, aunque emitieron murmullos de aprobación: Mitch era generoso cuando tenía dinero. Después de una semana ya no recordaban adónde se dirigía cuando se marchó, o si había dicho algo más sobre con qué se iba a enriquecer. Me quedé lo suficiente para ver a los Tigers sucumbir uno tras otro al sexto juego antes de dirigirme al noroeste, hacia el Loop.
Desde mi llamada a Dick el viernes por la noche no había dejado de preguntarme lo que iba a hacer respecto a Todd Pichea. Al fin y al cabo, le había dicho a Dick que estaba sobre el caso de Pichea. Difícilmente podía admitir que fuese sólo una trola. Además, me apetecía de verdad ocuparme de la peste esa. Pero entre la agitación y la humillación, no había sido capaz de pensar en algo hasta que vi a Jake Sokolowski adormilado bajo el Herald-Star.
El sur del Loop todavía no había atraído a ese tipo de tiendas cursis que abren los sábados por la tarde. No tuve ninguna dificultad en aparcar frente al edificio Pulteney. No tenemos portero ni guardia de seguridad para mantenerlo abierto durante el fin de semana. El iracundo encargado, Tom Czarnik, cierra con llave al mediodía del sábado y vuelve a abrir el lunes por la mañana a las siete. Ocasionalmente se las arregla para que alguien pase una fregona por el suelo del vestíbulo. Busqué entre mis llaves la grande de latón que abre el cerrojo de seguridad y forcejeé con la dura cerradura. Cada vez que voy y es sábado me propongo llevarme una lata de grafito para lubricar la cerradura, pero lo hago tan raras veces que entre una y otra se me olvida.
Czarnik había cortado la corriente del ascensor y cerrado la salida de incendios al pie de la escalera. No lo hace por ser celoso de la seguridad, sino por una acerba enemistad hacia todos los inquilinos. Ya hacía tiempo que había conseguido hacerme unas llaves tanto del ascensor como de las escaleras, pero subí por las escaleras: el ascensor es demasiado dudoso y no me apetecía pasar las siguientes diecisiete horas encerrada en él.
Una vez en mi oficina, intenté comunicarme con Murray Ryerson en el Herald-Star. No estaba ni en el trabajo ni en su casa. Dejé mensajes en ambos sitios y le quité la funda a la vieja Olivetti de mi madre, la obsoleta máquina de escribir que utilizo para mis facturas y mi correspondencia. Era uno de los pocos legados tangibles que tenía de ella; su presencia me había reconfortado durante mis seis años en la Universidad de Chicago. Incluso ahora no puedo decidirme a sustituirla por un ordenador, y menos aún por una máquina eléctrica. Además, su uso me fortalece la mano con que empuño el revólver.
Reflexioné cuidadosamente antes de empezar a escribir:
¿Por qué Todd Pichea, de Crawford, Mead, Wilton y Dunwhittie, estaba tan ansioso por asumir los asuntos legales de Harriet Frizell que llevó con toda urgencia al juez tutelar hasta su misma cama de hospital? ¿Por qué su primera acción, una vez nombrado su tutor legal, fue sacrificar a sus perros? ¿Es que su único objetivo al hacerse cargo de ella era deshacerse de sus perros? ¿O es que tiene también la mira puesta en sus propiedades? ¿Apoya la firma Crawford-Mead la acción de Pichea? Y si así es, ¿por qué? Eso es lo quieren saber las mentes inquietas.
Firmé con mi nombre e hice cinco copias -mi única concesión a la modernidad es una fotocopiadora de despacho. Guardé mi propia copia en una carpeta con la etiqueta FRIZELL, que archivé con los expedientes de mis clientes. Puse otra en un sobre para Murray. Las otras cuatro me propuse llevarlas en persona: tres para la firma de Dick, una para el propio Dick, otra para Todd y la tercera para Leigh Wilton, uno de los socios más antiguos, al que yo conocía. El original lo envié al Chicago Lawyer.
Me dirigí al nuevo edificio en La Salle donde Crawford-Mead había trasladado sus oficinas el año anterior. Era uno de mis favoritos del Loop oeste, con una fachada convexa color ámbar que reflejaba la línea del horizonte al anochecer. No me hubiera importado tener un despacho allí. Estaba en segundo lugar en mi lista de compras, después de un nuevo par de Nikes.
El guardia del vestíbulo estaba mirando el final del partido de los Sox; me hizo señas para que firmara en la hoja de visitantes, pero no se preocupó mucho por lo que hacía, con tal de que no interrumpiera el último saque. Sólo funcionaba un ascensor, con su interior tapizado en naranja pálido para hacer juego con el cristal ámbar de la fachada. Me aspiró hasta el piso treinta, donde me depositó en unos veinte segundos.
Crawford-Mead se había llevado las puertas de madera tallada de su antiguo cuartel general. Nada más ver esas macizas puertas incrustadas en las paredes tapizadas de gris, uno sabía que iba a pagar trescientos dólares la hora por tener el privilegio de susurrar culpables secretos a los sumos sacerdotes que había detrás.
Las puertas estaban cerradas con llave. Sentí la tentación de sacar mi ganzúa y dejar mis mensajes personalmente sobre las mesas de los destinatarios, pero oí voces apagadas al otro extremo, detrás de las puertas. Sin duda alguna eran los nuevos trabajando duro, alimentando a la firma con su sangre, en horas facturables. La puerta no tenía buzón para el correo. Humedecí los bordes de los sobres y los pegué en la puerta, con los nombres de Dick, Todd y Leigh Wilton mecanografiados en negro y subrayados en rojo. Me sentía un poco como Martín Lutero desafiando al papa en Wittenberg.
Las oficinas del Chicago Lawyer estaban cerradas. Después de echar el original en su buzón, pensé que me había ganado una comida de verdad, para variar un poco. Me detuve en un supermercado e hice provisión de fruta, verduras, yogur fresco, comestibles varios y una selección de carne y pollo para el congelador. En la pescadería tenían salmón que parecía fresco. Compré para dos y asé un poco para el señor Contreras en mi minúsculo porche trasero.
Antes de ponerle al corriente de mi búsqueda de Mitch Kruger, tuve que contarle lo de los perros de la señora Frizell. Se puso furioso y triste a la vez.
– Ya sé que no crees que me las pueda arreglar con Peppy, pero ¿por qué no podíamos traernos a los perros aquí? Podían haber estado en el patio de atrás sin molestar a nadie.
Cuando terminó, yo misma me sentía miserable. Debí tomar medidas más acertadas con ellos; sencillamente, no esperaba que Todd Pichea actuara tan rápido, o tan cruelmente.
– Lo siento -fue lo único que acerté a decir-. Cualquiera pensaría que, después de tantos años trabajando con la escoria humana, tenía que haber estado preparada para él y Chrissie. Pero, de alguna forma, una nunca se espera que pase algo así en su propio barrio.
Me dio una palmadita en la mano.
– Sí, pequeña, ya sé. No debería reprochártelo. Es que pienso en esos pobres animales indefensos… y luego uno piensa: demonios, podían haber sido Peppy y sus cachorros… Pero no pretendo machacarte ya más de lo que estás. ¿Qué vas a hacer? Respecto a ese Pichea, me refiero.
Le conté lo que había hecho esa tarde. Se sintió decepcionado, esperaba algo más directo y violento. Al final estuvo de acuerdo en que debíamos movernos con cautela -y dentro de la ley-. Después de unos cuantos vasos de grappa se marchó, sombrío pero no tan indignado como yo temía.
Me había propuesto que mi primer paso el lunes por la mañana sería dejarme caer por el tribunal tutelar, pero antes de que sonara mi despertador ya tenía a Dick al teléfono. Sólo eran las siete y media. Su clara voz chillona de barítono me martilleó los oídos antes de que estuviera lo bastante despierta como para capear su ataque.
– Espera, Dick. Me acabas de despertar. ¿Puedo llamarte dentro de diez minutos?
– No, carajos, desde luego que no. ¿Cómo te atreves a venir a pegar sobres a la puerta de nuestra oficina? ¿Es que nadie te ha contado nunca cómo se manda el correo?
Me enderecé en la cama y me froté los ojos.
– ¡Ah! ¿No tienes nada que objetar contra el contenido, sino contra el pegamento en las sacrosantas puertas de la firma? Enseguida llego con una esponja y las limpio.
– ¡Mierda, claro que tengo que objetar contra el contenido! ¿Cómo te atreves a hacer público de esa manera un asunto totalmente privado? Menos mal que he llegado antes que Leigh y he cogido su copia…
– Tienes suerte de que las llevara en persona -le interrumpí-, podrías haber tenido que afrontar un arresto por obstruir el trabajo de correos, en lugar de un simple cargo de vulgaridad por birlar la correspondencia de los demás.
Hizo caso omiso de mi interrupción.
– He llamado a August Dickerson, del Lawyer. Es un amigo mío, y creo que puedo contar con él para que invalide cualquier mención a los asuntos privados de Todd.
– ¿Por qué no dices simplemente «que suprima»? -le pregunté con irritación-. ¿No has pasado la edad en que necesitas demostrar todos los magníficos términos legales que conoces? Me recuerdas a los internos del noroeste, que llevan siempre puestas sus batas de médico cuando van a comprar a la tienda de enfrente… ¿De veras puedes evitar que el Chicago Lawyer publique mi carta? ¿Y el Herald-Star? ¿Marshall Townley es también tu amigo personal? ¿O es sólo un cliente de Crawford-Mead? -Townley era el editor del periódico.
– Ya sabes que no puedo revelar los nombres de nuestros clientes -rugió.
Mantuve un tono humilde.
– El caso es que también he mandado una copia a un reportero que conozco. Puede que no haga nada con ella por el momento, pero que tú te molestes en evitar que salga en los papeles legales, bueno, eso sí que es noticia, Dick. Deberías decir a tu secretaria que esté pendiente de una llamada de Murray Ryerson. Y le enviaré por correo otra copia a Leigh Wilton. Tal vez puedas sobornar a la recepcionista para que te la dé a ti cuando llegue.
Las últimas palabras que me dijo no fueron precisamente un juramento de amistad eterna.