Pese a la hora que era, una bandada de jóvenes e incansables abogados revoloteaba en las oficinas de Crawford-Mead. Traspasamos sus herméticas puertas de caoba sólo con enseñar nuestro aviso de reparación al vigilante nocturno del vestíbulo principal, que telefoneó a la oficina por nosotros.
Nadie le había informado de que hubiese algún peligro en la instalación eléctrica; se mostró malhumorado y asustado, y amenazó con llamar a su jefe. Le aseguramos que el problema había sido localizado en una oficina de la planta treinta -que nuestro jefe nos había advertido muy seriamente que no alarmáramos a la gente, ya que sólo teníamos que comprobar la instalación eléctrica de una habitación.
– No hagas que nos despidan ¿vale, tío? -le rogué.
Decidió a regañadientes que quedaría entre nosotros y llamó arriba.
– Pero más vale que me aviséis con tiempo si este antro se va a convertir en humo.
– Si esto se convierte en humo, serás el único que estará bien situado -señalé, siguiendo al señor Contreras hasta el ascensor.
Una vez en la planta treinta, el señor Contreras tomó la iniciativa. Aunque la gorra de Klosowski me cubría el pelo y ocultaba en parte mi cara, no queríamos correr el riesgo de que alguien me reconociera. El peor peligro era que Todd Pichea, que conocía tanto al señor Contreras como a mí, estuviese trabajando a esa hora tardía. Aunque no teníamos por qué preocuparnos, como había señalado antes el viejo, ya que los obreros en una oficina de profesionales son considerados tan humanos como un búfalo asiático, sólo que menos insólitos.
El señor Contreras esgrimió nuestra orden de trabajo ante un joven en camiseta y vaqueros, insistiendo en lo sumamente expuesto que podía resultar para una persona no experimentada acercarse a los peligrosos electrones que flotaban en el despacho de Dick. Asiendo un buen tocho de papel continuo para protegerse, el joven nos escoltó hasta el extremo de la escalera interior.
– El despacho del señor Yarborough está al final de este pasillo. Bueno, esto… esta llave debería abrir su despacho. Si… bueno, si no les importa, tengo que volver al trabajo. Quizá pueda dejarles ir solos. Pueden dejar la llave en el mostrador de la entrada cuando se vayan.
– Muy bien -dijo gravemente el señor Contreras-. Y asegúrese de que nadie venga hasta que les avisemos. Vamos a cortar una de las líneas. Puede que noten que parpadea la luz de vez en cuando, pero no tienen que preocuparse.
Nuestro guía estaba impaciente por despejar el campo. Con suerte, la totalidad del personal se asustaría lo suficiente como para dejar pronto el trabajo esa noche. No me apetecía que viniese algún buenazo a investigar mientras yo estaba copiando los archivos de Dick.
Al abrir el despacho de mi ex marido sentí una pequeña punzada de culpabilidad. Me recordó las veces que, siendo niña, hurgaba en el cajón donde mi padre guardaba su revólver reglamentario. Sabía que no debía tocarlo, ni siquiera saber dónde estaba, y la excitación y el remordimiento me ponían tan tensa que tenía que calzarme los patines y dar unas cuantas vueltas a la manzana. Con un molesto estremecimiento, me pregunté si eran esos sentimientos los que me habían empujado a la profesión de detective. Recordé mi consejo al señor Contreras: más tarde habría tiempo de sobra para autoanalizarse.
A Dick le correspondía una suite con una sala de espera, un pequeño despacho particular para su secretaria y otro más amplio cuyas ventanas convexas daban al río Chicago. El señor Contreras se afanó en la sala de espera, sacando algunos cables de su caja de herramientas y esparciéndolos por el suelo para dar el pego. También había traído un pequeño destornillador eléctrico, con el que desatornilló una de las rejillas junto a las tablas del suelo, revelando un interesante nido de cables.
– Tú vete adentro a mirar los papeles, pequeña. Si aparece alguien, yo empezaré a ajetrearme con esta cosa.
Me sorprendí entrando en el despacho de Dick de puntillas, como si mis pasos sobre su Kerman pudiesen despertar su furia allá en Oak Brook. La habitación estaba desprovista de muebles archivadores. Tenía varios estantes con los registros legales que según él podía necesitar a diario, un tablero de madera clara veteada que al parecer era una mesa de despacho, y un elaborado aparador que contenía cerámica alemana y un generoso bar. Teri y sus tres rubios retoños me sonreían desde el tablero veteado.
Una puerta lateral conducía a un cuarto de baño privado. Una segunda puerta daba a un pequeño armario empotrado. Allí colgaban unas cuantas camisas limpias. No pude resistirme a mirarlas; detrás estaba colgada la que yo le había manchado de café. Se había olvidado de llevársela a casa para que Teri se hiciera cargo de ella. O quizá no se decidía a explicarle por qué le había pasado eso. Sonreí, triunfal, y bastante infantilmente.
Volví a recorrer el Kerman de puntillas hasta el despacho de su secretaria. Harriet Regner había unido su sino al de Dick cuando él empezaba y tenía que compartir su secretaria con otros cinco hombres. Ahora era su secretaria ejecutiva desde hacía diez años, y dirigía a un pequeño grupo de empleados y leguleyos para él. Si Dick estuviese implicado en algo verdaderamente ilegal, ¿se lo confiaría a Harriet? Me acordé de Oliver North y Fawn Hall. Los hombres como Dick parecían siempre encontrar a mujeres con una devoción tan entusiasta que consideraban a sus jefes más importantes que la ley. Harriet se haría cargo ella misma de cualquier cosa cuestionable. Los chupatintas que ella supervisaba serían los que llevaban en otro sitio los expedientes de rutina.
Con esa aplastante lógica me acerqué a sus archivadores. Su madera clara hacía juego con la mesa de Dick, aunque sospeché que en este caso era sólo chapada. Sin mis ganzúas costó bastante abrir los archivadores: tuve que llamar al señor Contreras para que los forzara con su destornillador. No me importaba demasiado que Dick supiera que había estado allí, ni siquiera me había molestado en ponerme guantes. Una cosa era averiguar en qué estaba metido, y otra muy distinta idear una manera de confrontarle con ello. Si se enteraba de que había estado allanando su despacho, tal vez eso le forzara la mano.
Una vez que tuve los ficheros abiertos, el nombre de Diamond Head me dio inmediatamente la bienvenida. Sus asuntos ocupaban un fichero completo y se extendían hasta el cajón superior de otro. Yo creía que iba a poder irme a casa tranquilamente una vez que encontrara los expedientes. Se me había olvidado la cantidad de papel que genera un bufete de abogados: es la única forma de demostrar que trabajan de verdad. Cuando el señor Contreras me oyó soltar un taco, entró a ver qué problema había. Chasqueó solidariamente la lengua, pero no se sintió capaz de ayudar. Además, tenía que ocupar su puesto de vigilancia.
Hojeé el material del primer cajón. Tenía que ver con las condiciones de venta de Diamond Head por parte de Paragon Steel. Paragon había comprado una fábrica de helicópteros, Central States Aviation, Inc.; el Departamento de Justicia había dispuesto que tendrían que renunciar a Diamond Head como condición de su adquisición. Eso explicaba por qué se deshicieron de la pequeña empresa de motores, algo que me había tenido confusa.
Un enorme fajo de documentos detallaba un mutuo acuerdo entre Paragon y Diamond Head. Me detuve a mirarlos con la tentación de leerlos detenidamente, pero tenía que encontrar algún material que explicase los términos de un acuerdo entre Diamond Head y Eddie Mohr. Guardando cuidadosamente cada cosa en su orden original, puse ese fajo en el suelo junto a mí y me dediqué al segundo cajón.
Allí encontré los documentos relativos a la emisión de bonos que le permitió a Jason Felitti comprar la fábrica de motores. Los espectros de la familia Felitti me saltaron a la vista en forma de cartas de Peter Felitti a Dick. Jason había vendido la mayoría de sus acciones de Amalgamated Portage años atrás, al parecer para financiar sus ambiciones políticas en el condado de Du Page. Había utilizado el resto para conseguir un paquete de acciones del U. S. Metropolitan Bank and Trust.
Cuando quiso vender ese paquete para financiar en parte su adquisición de Diamond Head, Peter metió baza. Que Jason recurra a una financiación de deuda, le escribía a Dick. Eso era en 1988; Drexel aún estaba en su apogeo. Era relativamente fácil conseguir un inversionista dispuesto a emitir la deuda que le permitiría a Jason realizar su compra.
Ese mismo informe explicaba por qué Jason quería ante todo Diamond Head, o al menos daba la versión de Peter sobre el caso. Jason jugaba al golf con uno de los miembros de la junta de Paragon, un político colega suyo que también formaba parte de la junta directiva del Metropolitan. El compinche sabía que Jason quería establecerse independientemente de su hermano para triunfar en las finanzas, ¿por qué no comprar Diamond Head? Como Paragon tenía que deshacerse de ella en sesenta días, aceptaría cualquier oferta que se le hiciera.
Todo eso era fascinante, pero no ilegal. Ni siquiera inmoral. Fue el siguiente cajón el que reveló de pronto lo que estaba buscando.
Jason, al año de su adquisición, no pudo satisfacer los pagos de su deuda. La industria aeronaval estaba en declive. Nadie quería las pequeñas piezas que eran la especialidad de Diamond Head. Y, aunque las quisieran, las ventas no cubrirían ni para empezar el pago de los intereses, y menos aún el del principal.
Pero el fondo de pensiones de los trabajadores de Diamond Head estaba estimado en ese momento en veinte millones. Si Jason pudiera embolsárselos, podría respirar un poco. La pega estaba en que un sondeo informal entre las bases demostraba que probablemente perdería votos si convertía el fondo en anualidades. Pero Eddie Mohr, el presidente local, llegó a un acuerdo en nombre del sindicato. A cambio de un ajuste en metálico de quinientos mil dólares, firmó los documentos que le permitían a Diamond Head vender el fondo de pensiones y convertirlo en anualidades.
Pero ¿cómo pudieron salirse con la suya? Estaban todos esos pensionistas como el señor Contreras. Con toda seguridad notarían que sus cheques llegaban mermados. Estaba a punto de llamar a mi vecino, cuando encontré la respuesta. Las anualidades estarían estructuradas de tal forma que los pensionistas actuales recibieran la misma cantidad que hasta entonces. La institución pagadora dejaría de ser la compañía de seguros Ajax, que controlaba el fondo de pensiones, y se encargaría Urban Life, una compañía de seguros propiedad de los directores del Metropolitan, que a su vez aceptaron adquirir una importante cantidad de los inútiles bonos de Diamond Head.
Sentí que me faltaba el aire. Embolsarse el fondo de pensiones sin el consentimiento del sindicato y comprar a Eddie Mohr para hacerlo posible. Desde luego, él era el representante legalmente elegido del sindicato. Los federales podían alegar que eso la convertía en una transacción legal. Pero Eddie, sabiendo que Mitch Kruger había muerto por olfatear algo de la martingala, quizá se sintió incapaz de enfrentarse a otro viejo colega del taller. Cuando llamó el señor Contreras, quizá le remordió la conciencia pensando en su deslealtad respecto al sindicato. Quizá llamó al señor Chamfers y le dijo que no podía seguir engañando a sus colegas. Me pregunté si algún día llegaría yo a saberlo.
Un reloj en forma de carruaje ribeteado de oro proporcionaba la hora sobre la mesa de Harriet. Me sobresalté al mirarlo: las dos, y aún me quedaban tres cajones por registrar. El señor Contreras entró a ver qué tal me iba.
– Vengo de hacer una pequeña ronda de inspección. Creo que ahora tenemos los locales sólo para nosotros. ¿Necesitas que haga algo?
– ¿Quiere fotocopiar algunos de estos documentos? Creo que he encontrado algo bastante candente. No se detenga a leer el rollo ahora, lo único que hará es sulfurarse demasiado para poder seguir.
Se alegró de poder ayudar, pero nunca había utilizado una fotocopiadora antes. La Xerox de Harriet era tan complicada que le llevó un buen rato hacerla funcionar con soltura. Eran casi las tres cuando pude volver a mis papeles.
Recorrí rápidamente los expedientes restantes, esperando encontrar una referencia a Chicago Settlement. Como no encontré nada, embutí otra vez los papeles en su sitio y volví a coger el tocho referente a Paragon Steel. El señor Contreras terminó de hacer sus copias. Al dejarlas junto a mí, me anunció, tosiendo con delicadeza, que iba a buscar un aseo de caballeros. Asentí distraídamente, sin recordar el váter privado de Dick hasta después de que hubo desaparecido por el pasillo.
Acababa de llegar a una parte que parecía sustanciosa, referente a la obligación de Paragon de mantener en funcionamiento a Diamond Head, cuando el señor Contreras volvió a todo correr.
– Ha entrado alguien, pequeña. Creo que puede ser la bofia. Me he acercado a la parte delantera, sólo para echar un vistazo al lugar…
– Coja sus herramientas y ya me lo explicará después. Si entran aquí, quiero que le encuentren ocupado en colocar la tapa de la ventilación.
Volvió atolondradamente a la sala de espera. Embutí los papeles en sus carpetas y las guardé en los cajones de cualquier manera. Miré las fotocopias, momentáneamente indecisa. Si era efectivamente la pasma y me registraban, no podía darme el lujo de que me las encontraran encima.
Abrí el cajón lateral de Harriet y saqué un gran sobre de papel manila con el membrete de Crawford-Mead. Embutiendo en él mis copias, lo remití a la dirección de mi propia oficina y salí corriendo por el pasillo. Al salir le grité al señor Contreras que no se preocupara, que no lo estaba abandonando.
El señor Contreras tenía razón: allí teníamos a los maderos. Los oí desde abajo de la escalera interior planeando cómo registrar los pisos superiores. Con cierto pánico, recorrí despacho tras despacho hasta que di con uno en que había una gaveta con correo para expedir. Deslicé mi sobre en medio del montón y volví junto al señor Contreras.
Entré en el preciso momento en que uno de los agentes se acercaba por el pasillo con el vigilante nocturno de la recepción.