Otro pez flotante en Chicago

– Gracias, Terry -dije, agradecida-. No sé si estaban haciendo una demostración de fuerza sólo por divertirse o si hay algún problema real respecto a ese muerto.

– Ambas cosas -declaró Terry-. Les gusta sacar el pecho y darse ínfulas de escuadrón de asalto. Y el tipo que han sacado estaba muerto antes de caer al agua. ¿Crees que lo conoces?

– Aún no hemos llegado a saberlo. Nos gustaría poder ver el cadáver -procuré evitar que mi voz sonara acerba, Finchley nos había salvado de una bronca que podía haber terminado en directo a la mandíbula o en arresto.

– ¿Quién es tu amigo?

– Salvatore Contreras. Es lo más parecido a un familiar que tiene el tipo que andamos buscando.

El señor Contreras tendió automáticamente la mano a Finchley, pero dijo:

– Bueno, exactamente no es así, pequeña. Tiene una mujer y un hijo allá por Arizona, o al menos así era la última vez que oí hablar de ellos. Ella lo dejó hace treinta y cinco años, lo que haría cualquier mujer sensible si su marido se bebiera su paga todos los viernes y la dejase a ella y a su chaval en cueros. Pero lo de Mitch y yo viene de muy atrás, y en realidad no tiene a nadie más, agente, quiero decir, detective.

Finchley parpadeó bajo la descarga.

– No creo que sea necesario mandar a buscar a sus familiares a Arizona. Echémosle un vistazo.

Se dirigió hacia la sala de autopsias que se encontraba a la derecha del vestíbulo. Le puse una mano sobre el brazo.

– Quizá el señor Contreras prefiera mirar la pantalla del vídeo. No está tan endurecido como tú.

Si uno es demasiado aprensivo para mirar directamente un cadáver, los servicios del condado le sacan con una cámara de vídeo; se puede entonces mirar una pantalla en una pequeña salita junto a la cámara frigorífica. Así puede pasar por uno más de esos programas de televisión donde los muertos se levantan y vuelven a andar.

– No te preocupes por mí, cielo -me aseguró el señor Contreras cuando le expliqué el procedimiento-. Estuve en Anzio, por si no te acuerdas.

Uno de los empleados sacó la camilla con el cadáver de la cámara. Un saco de plástico negro le cubría hasta el cuello, pero la cabeza se veía perfectamente bien.

Había estado en el canal de saneamiento varios días y la última semana había sido calurosa. El rostro estaba hinchado y púrpura. En ese estado no hubiese podido jurarlo ni aunque se tratara de mi propio padre, menos aún tratándose de un hombre al que sólo había visto tres o cuatro veces. El pelo parecía el de Kruger, y la forma general de la cabeza, bajo su amoratada tumefacción, parecía la misma.

Sentí algunas náuseas. Ahora ya no estoy tan acostumbrada a ver cadáveres como lo estaba en mis tiempos con la brigada de homicidios del condado. El señor Contreras, a juzgar por su cara verdosa, también había perdido la inmunidad que había adquirido en los campos de batalla de Italia cincuenta años atrás.

Carraspeó y dijo con voz ronca:

– Se parece a Mitch, pero no puedo estar seguro. La cara… la cara… -agitó una mano y sus piernas se doblaron.

El empleado lo cogió antes de que cayera. Encontré una silla contra una pared y la acerqué. El empleado lo sentó y le dobló la cabeza sobre las rodillas. Con el apremio por atenderle, conseguir un vaso de agua y hacérselo beber, se me pasó mi propio mareo.

Al cabo de unos minutos el señor Contreras se enderezó.

– Lo siento. No sé qué me ha pasado. No sé si es Mitch o no. Es bastante difícil saberlo. ¿Puedes mirar su mano izquierda, querida? Se rebanó la punta del dedo corazón hará unos treinta años, por trabajar borracho como tantas otras veces. Yo estaba allí y tenía que haber visto lo que iba a pasar y haberlo apartado del torno, pero no se me ocurrió que podía ser peligroso -unas lágrimas que no tenían nada que ver con ese antiguo accidente le corrían por las mejillas.

Me obligué a volver junto al dilatado cuerpo. El empleado abrió el plástico para que la mano izquierda quedara visible. Los dedos también estaban hinchados y descoloridos, pero estaba claro que al del medio le faltaba gran parte de la primera falange.

Finchley me hizo una seña con la cabeza por encima de la camilla.

– Es suficiente para mí, podemos proseguir. Necesito haceros unas cuantas preguntas a los dos. ¿Crees que tu amigo aguantará unos minutos más?

El señor Contreras se hizo eco de mis afirmaciones sobre su resistencia. Finchley nos condujo a una sala vacía al salir de la cámara. Él señor Contreras no se movía con su dinamismo habitual, pero había recobrado algo de color cuando nos sentamos.

– No es mi día de suerte -inició Finchley-, venir a encontrarme con vosotros junto al fiambre que me mandan a mirar.

– Querrás decir que es tu día de suerte -le corregí-. Por una parte, no habrías podido identificarlo sin mí. Y por otra, te vendrá bien mi ayuda. Puedo trabajar en esto a tiempo completo, y tú tienes docenas de casos entre manos… Así que, ¿lo han matado? ¿O se ha golpeado la cabeza con algo y se ha caído?

Finchley se sacó del bolsillo una nota garabateada.

– Tiene un hermoso golpe en la nuca, dice Vishnikov. Si se ha caído y se ha golpeado, ha sido para atrás. Y como estaba muerto antes de caer al agua, tiene que haber sucedido al caer. Es posible que algún paria lo encontrara muerto y lo hiciese rodar hasta el canal: hay mucho trajín de drogas por esa parte del canal. Esa gentuza no querría tener problemas si alguien llamaba a la bofia por el cadáver. No me extrañaría que hubiera pasado eso.

Asentí.

– O Mitch estaba vagabundeando por ahí, interrumpió un trapicheo y alguien le dejó seco de un trancazo. Y cuando vio que estaba muerto, le entró el pánico. Me lo imagino.

– Pero ¿por qué andaba por el canal? -preguntó Finchley-. Por ahí no es más que una zona industrial, no es la clase de sitio adonde va uno a pasear a medianoche, por muy borracho que esté.

Miré hacia el señor Contreras. No parecía estar escuchando nuestra conversación.

– Había trabajado para Motores Diamond Head, por la Treinta y uno y Damen. Puede haber andado por allí en busca de algún trabajillo, estaba a la cuarta pregunta, según todos los indicios.

Finchley anotó Diamond Head en el arrugado papel, apoyándoselo en la rodilla.

– ¿Y tú cómo estás metida en esto, Warshawski? Sabes que es lo primero que me va a preguntar el teniente.

El teniente en cuestión era Bobby Mallory, algo menos hostil conmigo últimamente de lo que solía serlo, pero sin llegar a ser un entusiasta de mi trabajo.

– Sólo por pura suerte, detective. El señor Contreras y yo somos vecinos. Me contrató para buscar a su amigo. Ésta no es mi forma favorita de cumplir con mis obligaciones de trabajo… ¿Cuánto tiempo cree Vishnikov que ha estado en el agua?

– Cosa de una semana. ¿Cuándo lo visteis por última vez uno de los dos?

Sacudí suavemente el brazo de mi vecino y le repetí la pregunta. Eso le hizo volver bruscamente al presente, y emprendió un vacilante relato de su último fin de semana con Mitch, lleno de reproches a sí mismo por haber echado a su amigo. Finchley le hizo unas pocas preguntas con suavidad y nos dejó ir.

– Sólo que no vayas a entrar a saco en el barrio sur sin decírmelo antes, ¿vale, Vic?

– Si Mitch interrumpió a unos drogotas, son todos tuyos. No tengo medios para ir por ahí cazando colgados, aunque quisiera. Pero algo me dice que un anciano muerto sin casi familia ni conocidos tampoco va a movilizar los recursos completos del Área Uno.

Finchley hundió los hombros.

– No me eches el sermón sobre la policía y la comunidad, Warshawski. No me hace falta.

– Sólo hablaba de la vida real, Terry. No pretendía insultar a nadie -me levanté-. Gracias por evitarnos al señor Contreras y a mí la manguera de goma en la oficina del sheriff.

Finchley exhibió una de sus raras sonrisas.

– Estamos para servir y proteger, Vic, ya lo sabes.

El señor Contreras no abrió la boca durante nuestro lento regreso a casa. Yo estaba deshecha, tan agotada que apenas podía distinguir los semáforos mientras nos dirigíamos hacia el norte. Si alguien quería volver a seguirnos, buen provecho le hiciera.

El día había empezado con la bronca de Dick y terminaba con un cadáver descompuesto, intercalado con un viajecito a Schaumburg como pequeño sedante. Anhelaba alguna remota montaña, con nieve y una sensación de perfecta paz, pero al día siguiente tendría que levantarme otra vez lista para la batalla.

Esperé junto al señor Contreras a que consiguiera abrir su puerta.

– Entraré con usted. Necesita un té caliente con mucha leche y azúcar.

Protestó sin mucha energía.

– Yo también me tomaré uno -le dije-. Hoy no es noche para grappa ni para whisky.

Las manecillas del reloj de su cocina marcaban las doce. Tampoco era tan tarde, en realidad. Desde luego no era la edad lo que hacía temblar mis manos mientras rebuscaba en los cajones y armarios para hacer el té. Finalmente encontré una vieja caja de Lipton escondida debajo de unos grasientos agarradores. Olía a rancio, pero en realidad el té nunca se echa a perder. Utilicé dos bolsitas para hacer una tetera llena de té bien cargado. Mezclado con azúcar y leche era un buen reconstituyente.

Observé al señor Contreras mientras se tomaba el suyo; su cara había perdido algo de su palidez y tenía ganas de hablar. Le escuché mientras desgranaba historias de su infancia y de la de Mitch, la vez que habían metido una rana en el cepillo de la iglesia, que habían firmado sus contratos de aprendiz el mismo día -un inciso para Ted Balbini, que les había recomendado-, y luego, cómo el señor Contreras fue llamado a quintas y a Mitch le exentaron.

– Entonces ya bebía mucho, incluso en aquella época, pero fue por sus pies planos por lo que le rechazaron. Eso le partió el corazón. Ni siquiera quiso venir a despedirme cuando partí para Fort Hood, el viejo chivo. Pero volvimos a conectarnos después de la guerra. En Diamond Head me cogieron en cuanto volví a casa. En aquella época aún era un negocio familiar, no como ahora, que hay un hatajo de jefazos que viven en las afueras y les importa un bledo que estés vivo o muerto -hizo una pausa para terminarse el té-. Tienes que hacer algo, nena, tienes que descubrir quién le ha matado.

Me enderecé, atónita.

– No creo que la policía lo lleve como un caso de asesinato. Ya ha oído lo que ha dicho Finchley. Tropezó y se cayó cuando andaba borracho y alguien le hizo rodar hasta el canal. Supongo que algún macarra puede haberle matado después de desplumarlo -traté de imaginarme peinando Pilsen en busca de camellos adolescentes y me estremecí.

– ¡Que no, carajos! -gritó el señor Contreras-. ¿Qué iba a estar haciendo merodeando por el río? Eso no tiene sentido. No es lugar para pasear, sólo hay muelles de carga, alambradas de púas y vertederos. Si vas a ponerte de parte de la pasma y darlo por accidente o suicidio, puedes irte a la mierda pero ya.

Le miré, estupefacta por la violencia de sus palabras, y vi las lágrimas que volvían a correr por su cara curtida. Me arrodillé junto a su silla y le pasé un brazo por los hombros.

– Eh, eh, no se ponga así. Hablaré con Vishnikov por la mañana para ver qué piensa.

Me cogió la mano con un fuerte apretón, temblándole la barbilla al intentar controlar su gesto.

– Lo siento, pequeña -dijo con voz ronca-, perdona que me derrumbe y la tome contigo. Ya sé que era insoportable, un borracho perdido, pero cuando se trata de tu más antiguo amigo, de alguna forma tienes que hacer la vista gorda.

Retiró su mano de la mía y se ocultó la cara, sollozando.

– Jamás debí echarle a la calle. ¿Por qué coño tuve que hacer tanta alharaca con los cachorros? Peppy no se fija en ese tipo de chorradas, los ronquidos a ella ni le van ni le vienen. ¿Por qué carajos no le dejé pasar aquí unos cuantos días?

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