Probé suerte primero con los Olsen, ya que vivían directamente detrás de la señora Frizell y podían haber advertido a alguien que entrase por su puerta trasera. Desgraciadamente, habían estado viendo la tele en su salón por la mañana. Advertí la desilusión en sus caras -se habían perdido el espectáculo de un drama real desde primera fila, quizá unos ladrones saqueando a una vecina que no les importaba demasiado-, pero no podían decirme nada.
Después fui a ver a los Tertz. Su casa con entramado de madera, que daba al este de la avenida Racine, frente a la de la señora Frizell, estaba encajada entre la de los Pichea y otra casa reformada. Las volutas esmeradamente pintadas a ambos lados le daban a la casa de los Tertz un aspecto un poco cutre, pero el césped estaba primorosamente cuidado, con unos cuantos capullos de rosas tempranas.
La señora Tertz debía de tener unos setenta años. Iniciamos la conversación a gritos a través de su puerta atrancada hasta que estuvo convencida de que no tenía intenciones agresivas.
– ¡Ah, sí!, la he visto por la calle. Usted tiene ese gran perro rojo, ¿verdad? Es que nunca la había visto de cerca, por eso no reconocía su cara. Le ha estado ayudando a Marjorie a cuidar los perros de la señora Frizell, ¿verdad?
No había oído antes el nombre de pila de la señora Hellstrom. Contuve su nerviosa cháchara de diez minutos, reduciéndola a unas cuantas frases.
– Por eso me preguntaba si usted habría visto a alguien entrar en la casa mientras ella no estaba.
– Sí, sí, claro, pero no eran ladrones. ¿Por quién me ha tomado Marjorie? ¿Cree que iba a dejar entrar a unos ladrones, aunque fuera en casa de Hattie Frizell, sin llamar a la policía? No, no, estaban con empleados del condado, lo vi escrito en la camioneta Control de Animales del Condado de Cook. Estaba convencida de que Marjorie estaba al tanto de todo. Vinieron a eso de las once, junto con la chica de al lado -apuntó con la cabeza en dirección a la casa de los Pichea-. Chrissie, se llama, Chrissie Pichea, fue la que los hizo entrar.
– ¿Chrissie Pichea? -repetí estúpidamente.
– Sí, eso. Viene mucho de visita -la señora Tertz sonrió un poco-. Creo que está haciendo mucho por los ancianos. Pero yo no me lo tomo a mal, lo hace con buena intención, aunque mi marido y yo podamos perfectamente ocuparnos de nuestros propios asuntos. A él le irrita, sabe, la idea de que sólo porque el reloj ha marcado más horas para nosotros, de repente nos volvemos incapaces a los ojos de alguna gente. Por eso no suelo decírselo cuando ella se pasa por aquí. Pero sabía que no entraría en casa de Hattie si no fuese con intención de ayudar, así que volví a mis propios quehaceres.
Me quedé mirándola sin verla, escuchando apenas su monólogo. ¿Que Chrissie Pichea había entrado con los de control de animales? ¿Cómo había conseguido unas llaves? A esas alturas, la pregunta era irrelevante. Simplemente ella y Todd me habían ganado por la mano. De alguna manera se habían cerciorado de que yo estaba fuera, y habían acudido a la perrera del condado para que se llevaran a los perros de la señora Frizell.
Dejé a la señora Tertz con la palabra en la boca y pisoteé algunas zinnias al entrar a toda prisa en el jardín de los Pichea. El dedo me temblaba al pulsar su bruñido timbre de latón. Todd Pichea salió a la puerta.
– Ah, eres tú -una leve sonrisa afectada revoloteó sobre sus labios, pero parecía algo incómodo, con los puños apretados dentro de los bolsillos de su pantalón de lino.
– Sí, soy yo. Con nueve horas de retraso, pero sin soltar la pista. ¿Cómo habéis conseguido tú y tu mujer una llave de la puerta de la señora Frizell? ¿Y quién os ha dado derecho a traer a los de la perrera para que se lleven a sus perros?
– ¿Y a ti qué te importa?
– Me importa mucho, a partir del momento en que viniste a mi edificio la otra noche. ¿Cómo has conseguido la llave?
– Lo mismo que tú: yo mismo cogí una que había en el cuarto de estar. Y tengo mucho más derecho sobre lo que pasa en esa casa que tú. Mucho más derecho -osciló hacia delante sobre sus pies tratando de intimidarme.
Yo avancé en lugar de retroceder, y me planté casi tocando su nariz con la mía.
– Tú no tienes ningún derecho de ningún tipo, Pichea. Voy a llamar al condado y luego voy a llamar a la policía. Por muy abogado que seas, estarán encantados de arrestarte por allanamiento.
La sonrisa satisfecha se acentuó más.
– Hazlo, Warshawski. Vete a tu casa y hazlo, o mejor aún, entra aquí. Me encantaría ver la vergüenza pintada en esa cara tan santurrona. Quiero estar en primera fila para verte cuando aparezcan los maderos.
Chrissie asomó detrás de él, con unos vaqueros pegados a la piel que revelaban sus torneados muslos.
– ¿Qué pasa, Todd? Oh, es esa metomentodo del barrio. ¿Le has dicho que hemos sido nombrados tutores?
– ¿Tutores? -mi voz se elevó media octava-. ¿Quién ha sido el demente que te ha nombrado tutor de la señora Frizell?
– Llamé al hijo el martes por la mañana. Se alegró de poder confiar el cuidado de su madre a un abogado competente. Ella no es capaz de asumir sus propios asuntos, y nosotros…
– Ella no tiene ningún fallo mental. Sólo porque ha elegido vivir de forma diferente que en Yupilandia…
Me interrumpió a su vez.
– El tribunal no piensa lo mismo. Tuvimos una vista urgente ayer. Y la gente de los servicios de emergencia del municipio estaba de acuerdo en que esos perros constituían una amenaza para la salud de la señora Frizell. Eso en caso de que pueda alguna vez volver a vivir en su casa.
Mi impulso por aplastarle la cara era tan fuerte que aparté el puño justo antes de aporrearle.
– Muy lista, Warshawski. No sé qué contactos tendrás en la policía, pero no creo que te soltaran con un cargo de agresión -estaba un poco pálido y respiraba fuerte, pero se controlaba.
Di media vuelta sin decir nada. Me sentía vencida. No iba a empeorarlo escupiéndole una inútil bravata.
– Que pases buena noche, Warshawski -la voz burlona de Todd me siguió por la senda.
¿Cómo había podido hacer eso? Sólo tenía una vaga idea de cómo funcionaba el tribunal de tutelas en el condado de Cook. La única experiencia legal que había tenido era en lo criminal, no en lo civil, aunque algunos de mis clientes tenían hijos cuya custodia habíamos tenido que establecer. ¿Es que se podía simplemente acudir al juez testamentario y conseguir la tutela de cualquiera? La señora Frizell no estaba trastornada ni senil, sólo era antipática y solitaria. ¿O había sido su hijo? -con la rabia que tenía no podía recordar su nombre-. ¿Todo lo que tenía que hacer era llamar a alguien y delegar en él la responsabilidad sobre su madre? Eso no podía ser así.
La indignación me había agarrotado tanto los músculos del cuello que cuando llegué a mi puerta estaba temblando violentamente. Me serví un generoso whisky y empecé a llenar la bañera. Mientras Johnnie Walker aplicaba su magia a mis entumecidos hombros, llamé a la oficina de control de animales. El hombre que me contestó era amable, incluso amistoso, pero después de tenerme en espera durante diez minutos, me dijo excusándose que los perros de la señora Frizell ya habían sido sacrificados.
Me imaginé a la señora Frizell, con su escaso pelo gris esparcido sobre la almohada del hospital, volviendo la cara hacia la pared y muriendo al enterarse de que sus queridos perros estaban muertos. Volví a oír su ronco murmullo llamando a Bruce y la promesa de la señora Hellstrom de que cuidaría de sus perros. No me había sentido tan impotente desde el día en que Tony me dijo que Gabriella iba a morir.
El sonido del agua salpicando sobre las baldosas me devolvió la conciencia con un sobresalto. La bañera se había desbordado mientras yo me sumía en el estupor. Tuve la tentación de dejar que el agua buscara su propia salida, sobre todo porque al fin y al cabo esa salida sería por el techo de Vinnie Buttone, pero me obligué a coger una fregona y un cubo para secarla. Para entonces el agua de la bañera estaba tibia y el depósito del agua caliente vacío. Di un berrido de frustración y arrojé al suelo el vaso de whisky.
– Muy lista, V. I. -me dije en voz alta mientras me arrodillaba a recoger los pedazos-. Ya has demostrado que puedes destruirte a ti misma si te enfureces lo suficiente, ahora piensa algo que puedas hacerle a Todd Pichea.
Cuando terminé de recoger los cristales y de limpiar el whisky, encendí la luz del salón y busqué Todd Pichea en la guía de teléfonos. Su número personal no figuraba, pero sí el de su oficina, en una dirección de La Salle norte que yo conocía.
Busqué por el salón mi agenda personal de direcciones, que por lo general estaba sepultada bajo otros papeles en la mesita baja. En mi frenesí de limpieza de esa mañana había recogido las cosas tan enérgicamente que no podía encontrarla. Después de una búsqueda de media hora por todos los cajones de la casa, descubrí la agenda dentro del taburete del piano. Verdaderamente, era una pérdida de tiempo limpiar.
Marqué el número privado de Yarborough en Oak Brook. Contestó él mismo al teléfono.
– Hola, Dick. ¿Cómo estás?… Soy yo, la buena de tu ex mujer, Vic -añadí cuando tuve claro que no había reconocido mi voz.
– ¡Vic! ¿Qué quieres? -parecía asombrado, pero no activamente hostil.
Mis conversaciones normales con él empezaban con una pequeña y aguda pulla, pero esa noche estaba demasiado furiosa para las agudezas.
– ¿Conoces a un tipo llamado Todd Pichea?
– ¿Pichea? Puede ser. ¿Por qué?
– El que yo conozco vive en la acera de enfrente de mi calle. Más o menos uno ochenta, unos treinta años, pelo castaño, cara cuadrada -mi voz se fue apagando: no se me ocurría otra manera de describir a Todd que pudiese distinguirle de otros diez mil jóvenes profesionales.
– ¿Y…?
– Parece que su oficina tiene la misma dirección que la tuya. Pensé que tal vez era uno de tus jóvenes y ardientes abogados deseosos de trepar.
– Sí, creo que tenemos un socio que se llama así -Dick no estaba dispuesto a facilitarme nada por las buenas.
No había reflexionado sobre esa llamada antes de hacerla. Igual que todo lo demás que había hecho esa noche, desde llamar a la puerta de los Pichea hasta romper un vaso de whisky, había sido impulsiva, y quizá estúpida. Me arrojaba de cabeza, como si estuviese debatiéndome en arenas movedizas.
– Se ha metido en cierto asunto legal extra. Extraterrestre, diría yo: hacerse tutor de una anciana del barrio que está en el hospital, y ha hecho que el condado se llevara a sus cinco perros y los sacrificara.
– Eso no es exactamente asunto mío, Vic, y no veo en qué te atañe a ti. Ahora, si quieres disculparme, esta noche vamos a salir.
– La cuestión es, Dick -me apresuré a añadir, antes de que pudiese colgar-, que esa mujer es cliente mía. Voy a encargarme de una investigación sobre la acción que ha emprendido Pichea para conseguir su tutela. Y si ocurre algo, bueno, digamos anormal, quiero decir que todo ha ocurrido muy, muy rápido, pues saldrá en la prensa. Sólo quería que lo supieras. Y que te prepares para recibir llamadas, y a los de la tele, y todo ese rollo. Y tal vez que adviertas a tus cachorros que no dejen que su entusiasmo desborde su buen juicio legal, o algo por el estilo.
– ¿Por qué tienes que arremeter constantemente contra mí como un camión de carga? ¿Por qué no me llamas sólo para saludarme? ¿O por qué no dejas de llamarme?
– Dick, ésta es una llamada amistosa -le dije en tono de reproche-. Intento evitar que te cojan a traición.
Me pareció oír chirriar sus dientes, pero quizá fuesen ilusiones que yo me hacía.
– ¿Cómo se llama la anciana?
– Frizell. Harriet Frizell.
– Está bien, Vic, tomo nota. Ahora tengo que irme. No vuelvas a llamarme a no ser que quieras comprar entradas para la próxima gala benéfica que estamos patrocinando. E incluso para eso, preferiría que hablaras con mi secretaria.
– Yo también me he alegrado de hablar contigo. Dale un abrazo a Teri.
El golpe de su receptor me atronó el oído. Colgué, preguntándome qué acababa de hacer y por qué… ¿Así que la señora Frizell era clienta mía? ¿Pero cómo? ¿Más horas de tiempo perdido cuando necesitaba trabajos rentables para comprarme zapatillas de deporte? ¿Y qué esperaba yo que hiciera Dick respecto a Todd Pichea? ¿Que le dijera que yo era un verdadero tigre, que llevase cuidado y que, ya que estaba en ello, les devolviera la vida a esos perros muertos?
Ya eran las nueve. Estaba sucia y cansada, y quería cenar. Un viernes por la noche no podía hacer gran cosa por averiguar las actuaciones de ningún tribunal tutelar. Me aseé un poco con el agua apenas tibia de la bañera y me puse unos pantalones limpios de algodón para poder salir a buscar algo de comer por la avenida Lincoln.