Una vida de perros

Eran más de las seis cuando por fin regresé al Trans Am. Después de recorrer el destartalado camino de acceso desde Diamond Head hasta las calles laterales de Bridgeport, me figuré cuál era el camino. Mi error había sido intentar llegar a la fábrica desde la calle Treinta y uno: había que bajar hasta la Treinta y tres y recorrer unos cuantos meandros.

Me reí un poco para mis adentros recordando mi encuentro con Chamfers. Con todas las investigaciones industriales que había llevado a cabo durante años, resultaba gracioso -y también embarazoso- que mi entrada hubiese sido tan torpe que me tomaran por una espía. Tenía que haber esperado simplemente al lunes por la mañana para hablar con la secretaria de Chamfers de forma aceptable. Ahora tendría que hacerlo de todos modos, pero iba a tener que superar el gran obstáculo de las sospechas.

Me preguntaba si Chamfers mandaría realmente a sus detectives que me investigaran, o si había sido una bravata para disuadirme de mi presunto espionaje. Durante el largo trayecto por la avenida Kennedy me entretuve imaginando los pasos que daría si tuviese que investigarme a mí misma. Me sería difícil probar que no estaba espiando: una vez que hubiesen comprobado algunas de mis referencias en la corporación, se darían cuenta de que formaba parte de mis prácticas habituales. Tendrían que empezar a seguirme los pasos; eso les costaría mucho tiempo y dinero. La idea de Chamfers intentando justificarlo ante sus jefes en la empresa, quienesquiera que fuesen, no me afligía en absoluto.

Cuando llegué a casa, el señor Contreras salió corriendo a recibirme.

– ¿Tienes algo sobre Mitch, pequeña?

Le pasé un brazo sobre el hombro y le empujé suavemente adentro.

– He empezado a hacer preguntas a la gente, pero aún me queda mucho trecho. Le voy a decir lo mismo que les digo a todos mis clientes: entrego regularmente informes, pero cuanto más me agobian, menos eficazmente trabajo. Así que finjamos ser unos vecinos enamorados los dos de la misma perra, y déjeme llevar la investigación como mejor pueda.

El señor Contreras decidió sentirse ofendido.

– Es que estoy preocupado por él, eso es todo. No pretendo agobiarte ni criticarte.

Sonreí de dientes afuera.

– ¡Ni se le ocurra! ¿Puede darme la antigua dirección de Kruger, la de antes de que viniera a su casa el viernes pasado?

– Sí, sí, la tengo aquí mismo.

Levantó la manta del escritorio situado en medio de su cuarto de estar. Nunca he sabido por qué lo tiene colocado ahí, donde debe golpearse con él cien veces por semana, ni por qué cree que es una buena idea cubrirlo. A la vista del revoltijo de papeles apilados encima y que sobresalían de los cajones me imaginé que no iba a ser una búsqueda fácil. Me desentendí de la operación y me acerqué a ver a Peppy.

Los cachorros habían crecido asombrosamente en una semana. Sus suaves pelajes afelpados empezaban a adquirir colores diferenciados. Pero aún estaban ciegos e indefensos. Chillaron y se retorcieron aterrorizados cuando Peppy se levantó y se alejó de ellos. Me olisqueó las piernas para asegurarse de que era yo y me indicó que quería salir.

– Sí, sácala, pequeña. Sigo buscando la dirección de Mitch -me hizo saber el señor Contreras.

Peppy no quería pasar fuera mucho tiempo. Hizo un breve circuito por el jardín para controlar algunos cambios en sus dominios y volvió derecha a la puerta de la cocina. Nuestra rápida salida me recordó súbitamente mi descabellado compromiso de cumplir el turno de tarde con los perros de la señora Frizell.

Cuando volvimos al cuarto de estar, el señor Contreras estaba hojeando un carnet de direcciones hecho jirones.

– Ya lo tengo, reina -me anunció-. Te lo voy a apuntar -un puñado de hojas cayeron al suelo mientras buscaba lápiz y papel.

– Dígame simplemente cuál es -le sugerí-. Podré recordarla hasta estar arriba… Por cierto, ¿le ha dejado la señora Hellstrom, la de esta calle, las llaves de la señora Frizell?

– ¿Eh? -estaba copiando la dirección de Mitch en un viejo sobre con la lentitud de alguien que no escribe mucho-. ¿Las llaves? Ah, sí, se me fue de la cabeza con mi preocupación por Mitch, pero aquí las tengo para ti. Espera un segundo. Creía que ya no te ibas a comprometer a cuidar más perros. ¿No fue lo que dijiste?

– Mis labios decían «no, no», pero mi estúpida conciencia decía «sí, sí». No obstante, no me he echado atrás en lo que respecta a un aumento de nuestra fauna.

– Vale, nena, vale. No te sulfures -me tendió el sobre con la antigua dirección de Kruger. Calle Treinta y cinco en Damen Oeste, escrito en letras de molde. Realmente a un paso de Diamond Head.

– ¿Es ahí donde vivía usted también?

– ¿Eh, nena? ¡Ah!, te refieres a cuando éramos niños. No, no. Mis viejos vivían en la Treinta y cuatro, más allá de Oakley. En la zona de Little Tuscany. Mitch vivía más cerca de la calle California. Siempre estábamos metiéndonos con él, con que iba a terminar en la cárcel del condado. Está allí mismo, ya sabes.

– Ya sé -gran parte de mi vida la había pasado entre la Treinta y seis y California en mis tiempos con la brigada de homicidios.

– ¿Vas a ir a su antigua casa mañana? -me preguntó el señor Contreras mientras subía la escalera.

Me volví a mirarlo y reprimí una serie de contundentes réplicas: la preocupación que se leía en sus ojos marrón claro era demasiado acuciante.

– Probablemente. De cualquier forma, haré todo lo que pueda.

Una vez en casa, reprimí mis ganas de un baño y un whisky doble. Estuve justo el tiempo necesario para vaciar mi bolso y enterarme de mis mensajes telefónicos. Daraugh Graham quería mi informe. Lotty no había intentado llamarme, quizá seguíamos mosqueadas. No tenía la energía necesaria para averiguarlo esa noche.

Cuando llegué a la casa de la señora Frizell, todo estaba silencioso. Los perros no estaban. Desde la entrada me puse estúpidamente a llamarlos, sabiendo perfectamente que la casa estaba vacía, y luego emprendí una búsqueda aún más estúpida por el recinto. Alguien había estado allí, limpiando: toda la ropa de cama había sido lavada y apilada pulcramente sobre un escritorio recién abrillantado, en el dormitorio; habían pasado el aspirador por las escaleras y los suelos, y habían fregado el baño. Sólo el salón seguía como una leonera, con papeles esparcidos por todas partes. Al parecer, la señora Hellstrom había seguido cumpliendo con su papel de buena vecina. Probablemente también tendría los perros.

Aliviada, regresé a casa. Ahora podía tomarme un baño y ver tranquilamente el partido entre los Cubs y los Astros. Ya iba por los escalones de mi entrada cuando la señora Hellstrom me alcanzó. Su cara redonda y blanca estaba encendida y había perdido el aliento corriendo detrás de mí por la calle.

– ¡Ay, joven! Lo siento, no recuerdo su nombre, pero estaba pendiente de verla, sólo que ha sonado el teléfono y no la he visto llegar por aquí. Me alegro de haberla alcanzado.

Mostré una expresión interesada.

– Se trata de los perros, los perros de Hattie Frizell. Han desaparecido.

– ¿Se han esfumado en el aire?

Abrió los brazos, impotente.

– Estoy segura de haberlos encerrado con llave esta mañana. Quiero decir que no puedo dejarlos en el patio; ese perrazo negro siempre está merodeando por el barrio, y a mí tampoco me gusta. Ella no quiere reconocer que haga nada malo, pero el otoño pasado me destrozó todos los lirios, se comió hasta los bulbos. Y luego, cuando fui a decírselo a ella… bueno, lo que sea, me refiero a que los he encerrado en la casa aunque pueda parecer un poco cruel. Y estoy segura de haberlo hecho. No creo que haya tenido el descuido de dejar la puerta abierta. Pero cuando he vuelto de la tienda y he pasado a sacarlos, ya no estaban.

Me froté los ojos con la palma de la mano.

– ¿Cuando volvió estaba la puerta abierta?

– Estaba cerrada pero sin la llave echada, eso es lo que me preocupa. ¿Qué cree que les ha podido pasar?

– No creo que ni siquiera Bruce pudiera abrir la puerta con el hocico. ¿Se lo ha dicho a algún otro vecino? Tal vez ha entrado alguien y ha soltado a los perros.

Los ladrones, como Santa Claus, saben cuándo estamos dormidos o ausentes. Y el salón tenía efectivamente trazas de haber sido registrado. A primera vista, la señora Frizell no parecía la candidata más verosímil como dueña de valiosos bienes, pero no sería la primera persona en vivir míseramente mientras dormía sobre una montaña de bonos al portador.

– ¿Ladrones? -los pálidos ojos azules de la señora Hellstrom se desorbitaron de temor-. Ay, querida, espero que no. Esta calle siempre ha sido un lugar tan agradable para vivir, aunque no seamos tan elegantes como ese joven abogado de enfrente o alguna de la demás gente que se ha mudado últimamente. Sí que le he preguntado a Maud Rezzori, ya sabe, la que vive enfrente, pero había salido al mismo tiempo que yo. Tendré que ir a decírselo al señor Hellstrom. Ya estaba molesto conmigo, por haberme hecho cargo de esos perros, pero si encima tenemos ladrones…

Parecía un ama de casa angustiada por una invasión de ratones. Pese a mi fatiga, no pude evitar echarme a reír.

– No tiene gracia, jovencita. Digo que tal vez le parezca una broma, pero usted vive en un tercer piso, y no es…

– No creo que los ladrones sean una broma -me apresuré a interrumpirla-, pero tenemos que averiguar si los demás vecinos han visto a alguien entrar en la casa de la señora Frizell antes de alarmarnos demasiado. Es posible que olvidara echar la llave y que vinieran a leer los contadores. Podría ser cualquier cosa. Usted lleva muchos años viviendo aquí, seguramente podrá darme los nombres de la gente que vive en esta manzana.

Lo único que deseaba era un baño y una copa, y la victoria de los Cubs, y no una noche de interrogatorios. ¿Por qué te haces esto a ti misma?, inquiría una voz en mi cabeza mientras la señora Hellstrom me detallaba las biografías de los Tertz, de los Olsen y de los Singer. Desde luego, no podía criticar a Carol por quedarse en casa a cuidar del primo Guillermo si yo iba a pasarme la vida cuidando los perros de una vieja antipática con la que no tenía el menor vínculo.

– Está bien. Voy a reconocer el terreno y le avisaré si alguien me informa de algo.

Regresé con ella calle arriba. La señora Hellstrom seguía preocupada por los ladrones, por lo que iban a decir sus hijas, y por lo que iba a pensar el señor Hellstrom, pero yo no le prestaba atención realmente.

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