El señor Contreras tenía que ir a casa a dar de comer a Peppy y a dejarla salir. Decidimos que lo llevaría hasta Diversey y lo recogería en Barry, al otro lado de nuestro callejón. El plan no me entusiasmaba mucho, pero tuve que reconocer que era más probable que cualquiera que estuviese montando guardia frente a mi casa me disparara a mí que a él.
Pasé la siguiente media hora sufriendo. No podía pasar con el coche por Racine, por si acaso tenían a alguien lo bastante listo como para buscarme independientemente del coche que llevara. Di un largo rodeo por Barry y me quedé aplastada en el asiento, con la pistola lista, prestando oído a cualquier ruido de violencia para poder correr al rescate del señor Contreras. Cuando apareció al otro extremo del callejón, el estómago se me levantó incontrolablemente; escupí una bocanada de bilis por la ventanilla del coche justo a tiempo.
El señor Contreras, dividido entre la excitación y la inquietud, me ofreció su gigantesco pañuelo para limpiarme la boca. Lo utilicé con cierta congoja. Marlowe nunca se deja dominar por sus nervios.
Mi vecino traía un par de monos descoloridos, junto con una enorme caja de herramientas. Lo echamos todo en la parte de atrás. Giré enérgicamente el volante y salí del barrio. Antes de hacer cualquier otra cosa necesitaba un vaso de agua y algo de comer: otras necesidades corporales que nunca parecen afligir a los grandes detectives.
Encontramos un restaurante abierto las veinticuatro horas en Clark y nos detuvimos por unos sándwiches. Como la zona junto al Distrito Norte estaba volviéndose cada vez más pija, ése era uno de los pocos sitios que quedaban para los maderos, los repartidores y demás currantes nocturnos.
El señor Contreras se excusó cuando iba por la mitad de su sándwich de jamón.
– Se me acaba de ocurrir algo, pequeña. Quédate aquí y actúa con naturalidad.
Desapareció antes de que pudiera protestar, dejándome con una mezcla de asombro y de irritación. Definitivamente, no soy de las que les gusta esperar. Era la segunda vez esa tarde que tenía la oportunidad de reflexionar sobre lo mal que me había portado todas esas veces, por dejar a mi vecino esperando infeliz toda la noche mientras yo me dedicaba a columpiarme de las grúas. No estoy segura de que mi carácter o mi ánimo mejorasen con esa reflexión.
Transcurridos cinco minutos desde que se fuera, llevé la nota a la caja. Cuando ya salía a buscarlo, apareció con una expresión de malicia tan satisfecha en la cara que mi mal humor se esfumó.
– Ah, aquí estás, pequeña. Pensaba que me ibas a esperar.
– He pagado la cuenta. Están a punto de llevarse el resto de su sándwich. ¿Quiere recuperarlo?
– No. He comido bastante. Para serte sincero, tengo el estómago un poco revuelto. He conseguido algo que nos va a ser de mucha ayuda.
Lo empujé hasta el Nova antes de que lo proclamara en voz alta para todo el restaurante. Una vez a salvo en el coche, exhibió ante mí un puñado de papeles. Intenté encender la luz interior, pero había perecido durante los primeros cien mil kilómetros del coche. Salí del estacionamiento y me detuve bajo una farola. El señor Contreras había mangado un puñado de avisos de reparaciones de la furgoneta de Reparaciones Eléctricas Urgentes Klosowski.
– He visto que la puerta no estaba cerrada al pasar, y bueno, mientras él comía, pensé ¿por qué no? Parece algo más oficial que cualquier otra cosa que podamos pergeñar en tu oficina.
Habíamos decidido intentar llegar a mi oficina mientras aún era de día y tratar de elaborar algún documento que nos permitiera entrar en Crawford-Mead. El señor Contreras tenía razón: ésos estaban mucho mejor que algo improvisado en mi Olivetti.
– Y -añadió, con la voz trémula por la excitación- también he conseguido una gorra, deberías taparte esos rizos.
Se sacó del bolsillo trasero una gorra de Klosowski.
– ¡Qué lástima que no me haya conseguido también un bigote y una barba postizos! Mire, creo que es mejor que nos acerquemos al sur. Me parece que alguien se dirige a la furgoneta. Puede que éste sea su sombrero favorito.
Aparcamos el Nova en Adams y dimos un rodeo a pie para llegar al Pulteney por el norte. Dado que el día anterior había entrado y salido sin tropiezos, era bastante seguro que nos enfrentábamos a una gente más bien aficionada que no me asociaba con una oficina, pero no valía la pena dar a conocer un coche que nos había costado tanto trabajo conseguir.
El ascensor estaba en uno de sus raros arranques de funcionalidad. Subí en él mientras el señor Contreras seguía a pie. Le di la llave de la puerta de las escaleras con orden de salir disparado en busca de la pasma si yo sufría algún ataque, no de meterse en la pelea.
Apretó con tozudez la mandíbula.
– No soy de esa clase de tipos que va a salir por piernas cuando atacan a una dama. Más vale que te resignes a eso.
Para mi consternación, sacó una llave inglesa de debajo de los monos. Era su arma favorita, que utilizaba con más entusiasmo que habilidad. Empecé a discutir con él, pero luego decidí que no era el momento. De todas formas, la probabilidad de que me agredieran no era tan grande.
Cuando el ascensor se detuvo con un crujido en el cuarto piso, apagué su luz y salí de rodillas, apoyando mi mano izquierda en la pared para mantener el equilibrio, y empuñando en la derecha la Smith & Wesson. El vestíbulo parecía despejado; utilicé mi linterna de bolsillo para una rápida inspección y no vi a nadie.
Los gerentes del Pulteney no animan mucho a sus inquilinos a utilizar sus servicios: en los pasillos las luces brillan por su ausencia. Me levanté y me acerqué de puntillas a mi puerta. Después de utilizar el edificio durante doce años, me resultaba fácil moverme por él en la oscuridad.
Como había esperado, no había nadie al acecho, ni en el pasillo, ni en mi local. Ya tenía las luces encendidas y uno de los avisos mangados por el señor Contreras en la Olivetti cuando llegó él; le había llevado cierto tiempo conseguir abrir la puerta de la escalera en la oscuridad.
– Así que podían haberte convertido en papilla mientras yo trajinaba con la maldita puerta. Como si no me sintiera ya lo bastante mal por haber enviado a la muerte a Eddie Mohr.
Posé las muñecas en el teclado.
– Eso no ha sido así. Él optó por hacer algún trato con Diamond Head, no fue usted el que le empujó a hacerlo. Tampoco fue por su llamada por lo que le mataron: probablemente lo único que hizo fue acelerar el plan. Si hubiese podido verlo esta tarde…
– Podías haberle hecho entrar en razón y él seguiría vivo. No hace falta que seas amable conmigo, pequeña, sólo por respeto a mis sentimientos. Ya veo que en este trabajo se necesita hablar con la gente más de lo que me figuraba.
Me levanté de detrás de la máquina y le rodeé con el brazo.
– Lo peor que se puede hacer en una investigación es abatirse rumiando lo que uno ha hecho mal. Una vez el caso resuelto, puede uno tomarse un tiempo para tratar de aprender de los errores. Pero mientras uno está en ello hay que hacer como el Duque de Wellington: olvidarse de todo y seguir adelante.
– El Duque de Wellington, ¿eh? Es el tipo que venció a Napoleón, ¿no?
– El mismo -volví a sentarme ante la máquina-. Dígame algo que suene peligroso en un mal funcionamiento de una instalación eléctrica, algo tan delicado que no podamos dejar a nadie mirar mientras trabajamos, por miedo a quemarles los globos de los ojos.
El señor Contreras acercó una de mis sillas destinadas a los clientes a la máquina de escribir.
– No sé, nena. Con todo ese estrafalario equipo moderno que tiene la gente en sus oficinas, no sé en qué consiste, y sinceramente, no sé cómo se podría estropear.
– No se preocupe por eso. Los jóvenes sabuesos de la ley con los que nos vamos a tropezar tampoco lo sabrán. Dick tiene seguramente un ordenador, y su secretaria tendrá una terminal del sistema central de la compañía -traté de imaginarme la oficina de mi ex marido-. Quizá tenga una gruesa impresora, porque tendrá que imprimir un montón de formularios. Como él es uno de los socios importantes, quizá la utilice sólo ella.
El señor Contreras se lo pensó con calma, dibujando un esquema en una hoja de papel.
– Vale. Pon algo sobre un cortocircuito de alto voltaje en la protección de la máquina, quizá le descargó la corriente a la operadora, o la mandó a la otra punta de la habitación, o algo así.
Tecleé lo que me decía, añadiendo una fecha y una hora de llamada. Luego compuse un falso impreso de Klosowski fotocopiando el membrete del aviso en una hoja blanca. A sugerencia del señor Contreras, la utilicé para escribir un informe sobre una anterior inspección de un cortocircuito en el sistema de aire acondicionado del edificio que había sido localizado en el despacho de R. Yarborough. El resultado parecía lo más falso que se pueda imaginar, pero tal vez nos abriría las puertas.