Cuando volví bajo el sol sofocante, me abatió el agotamiento. Sólo eran las doce y media, pero la pelea con Dick y la dura faena en dos bancos me habían dejado con ganas de irme a la cama. Todavía tenía que sondear a algunos de mis vecinos e intentar hablar con Murray Ryerson esa tarde, antes de que el señor Contreras y yo fuésemos a ver a Eddie Mohr por la tarde. Y quería ponerme en contacto con Max Loewenthal. Mi cuerpo no podía darse el lujo de desgastarse tan pronto.
Regresé a State Street y empecé a bajar las escaleras del paso elevado. La idea del largo trayecto hasta casa desde Sheffield me pareció demasiado. Me volví y le hice señas a un taxi. El taxista, balanceándose y marcando en el volante el ritmo que tronaba en su estéreo, ostentaba una serena indiferencia respecto al resto del tráfico. En el corto tramo entre La Salle y Fullerton consiguió subir a ciento diez. Su cabreo ante mi solicitud de que redujera la velocidad era tan amenazante que me bajé cuando se detuvo en el semáforo de Diversey, dejándole la cantidad que marcaba el taxímetro en el asiento junto a él. Sus gritos, mezclándose con el tronido de su radio, me persiguieron mientras cruzaba la calle para subirme al autobús de Diversey.
Durante el penoso viaje hacia el oeste me desplomé, casi comatosa, en un rincón. La oportunidad de abstraerme del mundo que me rodeaba, aunque fuese sólo por un cuarto de hora, resultó sorprendentemente refrescante. Cuando bajé en Racine no es que me sintiera capaz de brincar por encima de un rascacielos de un solo salto, pero me creí capaz de soportar una tarde de trabajo.
Una vez en casa, esperaba que el señor Contreras saliera, o para hablarme de los trabajos en mi apartamento, o para renegar un poco más de nuestra visita esa tarde al antiguo delegado del sindicato. Me pareció una suerte y un alivio que no saliera de su propio apartamento, pero me hizo preguntarme si no estaría demasiado mosqueado para hablar siquiera conmigo. Cuando vi que no estaba fuera, ajetreándose en su jardín, hasta me preocupé un poco. Pero llevaba muchos años cuidando de sí mismo. Tuve que reconocer que podía seguir haciéndolo una tarde más.
Los obreros habían estado en mi apartamento y se habían ido. Habían colocado un mecanismo electrónico para las huellas dactilares en todas las puertas y ventanas. Una nota junto a la entrada me explicaba cómo activar el sistema. El señor Contreras había pagado la factura por mí. Otros mil dólares que tendría que reunir a toda prisa como fuera. No se me había ocurrido que habría que pagarles de inmediato.
Siguiendo las instrucciones del manual que me habían dejado, programé la pequeña caja de control junto a la puerta de entrada. Si alguien intentaba ahora entrar a saco, sería cosa de unos minutos que se plantaran allí los polis de Chicago.
Mi frenesí matutino me había dejado sudorosa y arrugada, hasta un poco apestosa. Me tomé media hora extra para remojarme en un baño frío antes de ponerme unos vaqueros limpios.
Ya eran casi las dos. Murray Ryerson ya debería haber vuelto de su acostumbrado almuerzo prolongado con misteriosos informantes. Me preparé un sándwich con los restos del pollo de la noche anterior, me instalé en el cuarto de estar y marqué su número del Star. Contestó él mismo al teléfono.
– Hola, Murray. Soy Vic.
– Caray, Vic, qué emoción. Déjame coger mis guantes de amianto por si el teléfono se pone al rojo vivo.
– Buena idea, Ryerson. Cuanto más sarcástico te pongas, más fácil será mantener esta conversación.
– ¡Oh, Todopoderosa-Autoridad! ¿A qué debo el honor de tu llamada, después de gritarme villanías y colgarme el teléfono anoche?
Comí parte de mi sándwich mientras cavilaba sobre alguna forma de evitar las hostilidades e ir al grano.
– ¿Sigues ahí? ¿Se trata de una nueva forma de tortura? ¿Llamar y luego desentenderte del teléfono mientras yo sigo desgañitándome como un estúpido?
Rocié el sándwich con un sorbo de café.
– Ya sabía que esta conversación no iba a ser fácil desde antes de descolgar el teléfono. Pero esta mañana me han dicho algo tan extraño que me ha parecido que deberíamos procurar sobreponernos a nuestra repugnancia mutua y hablar.
– Algo extraño, ¿eh? ¿No se trataría de un comentario personal, algo respecto a tu temperamento o algo así?
Se me escapó una sonrisa al recordar las observaciones de Conrad Rawlings sobre mi carácter arisco.
– Qué va. Los tipos que no tienen agallas suficientes como para vérselas conmigo me tienen sin cuidado. Ese pequeño comentario tenía algo que ver con la libertad de prensa.
– Todos conocemos la verdad respecto a eso, Warshawski, que la prensa es libre para todo aquel que es bastante rico para poseerla.
– Entonces, ¿no quieres oírlo?
– ¿He dicho eso? Lo único que hago es advertirte de que no voy a organizar una cruzada por algo que te esté fastidiando a ti.
– Ahí es adonde quiero llegar -me lamenté-. No quieres oír mis crónicas, y luego te ofendes porque no te las quiero soltar cuando tú lo mandas.
– Vale, vale -repuso, impaciente-. Cuéntame lo de la amenaza esa a mi ganapán. Si te escucho atentamente y hago los oportunos comentarios indignados, ¿me contarás lo de tu zambullida en el canal la otra noche?
– Todo eso está bien atado y envuelto dentro del mismo paquetito, cariño -le hice un relato detallado de mi desayuno con Dick y de cómo le tranquilizaba saber que Peter Felitti había conseguido mantener mis hazañas en Diamond Head a salvo de la prensa.
– ¿Lo ves? Tú creías que era por no hablarte yo por lo que no conseguías la primera plana, y ha sido porque Felitti ha hablado con tu editor -concluí.
Murray se quedó mudo durante un minuto.
– No sé si creerte -terminó diciendo-. No, no, no estoy dudando de que esa conversación tuviera lugar. Lo que cuestiono es si Felitti tendrá el suficiente peso como para impedir que algo salga en los periódicos con sólo pedirlo.
– Su hermano fue comisionado en el condado de Du Page y sigue estando en la junta directiva del U. S. Metropolitan. A través de ese banco se cuecen un montón de relaciones políticas. Es muy posible que a Marshall Townley se le pueda coger por esa vía -Townley era el editor del Herald-Star.
Murray volvió a reflexionar.
– Quizá. Quizá. Voy a hurgar un poco en eso. ¿Por qué me cuentas esto ahora?
– Porque demasiada gente me ha estado zarandeando estas últimas tres semanas. Y cuando a Dick Yarborough se le ha escapado ese comentario esta mañana, de que podía suprimir cualquier información pública de lo que estoy tratando de descubrir, me ha mosqueado pero bastante.
– Conque mosqueada, ¿eh? ¿Queda algo del tipo ese?
– Aún le funciona un testículo -repliqué con gazmoñería.
– ¿Le has dejado uno? Caray, te estás ablandando, Warshawski… Supongo que es hora de que yo pique. ¿Qué es lo que estás tratando de descubrir?
Le hice un rápido resumen de mi infructuosa investigación sobre la muerte de Mitch Kruger, incluida mi entrevista con Ben Loring en Paragon Steel.
– No tengo más remedio que pensar que Mitch había husmeado algo de lo que se trama en Diamond Head. Quizá el robo del hilo de cobre, según lo importante que sea para ellos mantenerlo bajo cuerda. Pero pudo ser otra cosa. El interés por sus escasos papeles ha alcanzado altas cotas, pero finalmente di con ellos la noche pasada y no hay nada que revele que supiera lo del robo. Pero tampoco hay nada que demuestre que supiera otra cosa.
Murray intentó sonsacarme el contenido de los papeles de Mitch, pero lo de Eddie Mohr y la conexión con Chicago Settlement me lo guardaba para mí hasta que hablara con Mohr esa tarde. Murray no había estado lo bastante cooperante últimamente como para que le pusiera en bandeja la especialidad de la casa.
– Está bien, Warshawski -declaró por fin-. Puede que eso sea noticia. Aunque también entiendo el punto de vista de Finchley, quizá simplemente no les guste que estés husmeando por Diamond Head. Hablaré con alguna gente y te llamo después.
– Caray, señor Hecht, gracias. Si no fuese por los abnegados chicos de la prensa, ¿dónde estaríamos nosotros, los pobres trabajadores inmigrados?
– En el canal, donde deberíais estar. Te llamo luego, Warshawski.
Me terminé el sándwich antes de marcar el número de Max en el hospital. El señor Loewenthal estaba reunido; ¿podía coger el mensaje su secretaria? No quería dejar mi número de teléfono y jugar al ratón y al gato con Max toda la tarde. Finalmente su secretaria admitió que si volvía a llamar a las cuatro era probable que diera con él.
Al pensar en Max resurgió Lotty de las profundidades de mi mente en que la había mantenido últimamente. Llamé a la clínica y hablé con la señora Coltrain. Lotty estaba trabajando con su enfermera en una de las salas de reconocimiento, no era el momento idóneo para interrumpir. La señora Coltrain me aseguró que le diría que la había llamado.
Volví lentamente a mi dormitorio. Cuanto más tiempo pasáramos sin hablarnos Lotty y yo, más difícil sería reconciliarnos.
Troqué la ligera camiseta que me había puesto después del baño por un sujetador y una blusa de seda rosa pálido. Un sostén es casi tan terrible como una funda sobaquera en un día de bochorno, pero no quería que mis vecinos de avanzada edad se escandalizaran tanto que me negaran la palabra. Empecé a ponerme la funda, y luego reparé en que eso implicaba una chaqueta, lo cual significaba que me convertiría en una ruina empapada antes de cruzar la calle. Seguramente podría recorrer mi propio barrio a plena luz del día sin ir armada. Dejé la pistola sobre la cama.
Al salir empecé a llamar a casa del señor Contreras, vacilé, y luego me fui sin insistir. Peppy había soltado un agudo ladrido cuando me acerqué: si quería verme no tenía más que abrir la puerta.
Se me ocurrió que ese día no había visto ninguna dotación policial patrullando por mi tramo de Racine. Quizá Conrad Rawlings se había disgustado tanto con mis comentarios de la noche pasada que había retirado su brazo protector. El placer que me producía tener la oportunidad de cuidar de mí misma, una vez puesto a prueba, no era tan intenso como debería. Estuve a punto de volver a subir por mi pistola.