Un Paragon sin parangón

Salí corriendo directamente hasta Seminary, y luego di un rodeo de más de un kilómetro por Racine para llegar hasta el Impala por la parte oeste. Cuando me desplomé en el asiento del conductor me faltaba el aire y sentía un doloroso pinchazo en el costado derecho. Temblándome ligeramente las piernas al pisar los pedales, me dirigí hacia el oeste hasta el final de Barry, que terminaba sin salida en el río. Después hice un recorrido sinuoso por las calles laterales hacia la avenida Kennedy.

Barbara y sus amigas habían descarriado limpiamente a mis atacantes. Avancé lentamente para recuperar el aliento mientras pensaba cuál sería el siguiente paso. Necesitaba investigar en la biblioteca a Jason Felitti, cuyo nombre había aparecido como el propietario de Diamond Head en mi búsqueda nocturna. También quería visitar a la gente que liberaba fondos para Diamond Head: Paragon Steel. Lo eché mentalmente a cara o cruz: siempre podía ir a la biblioteca el sábado. Giré hacia el norte por la autovía.

Paragon tuvo su propio rascacielos en el centro de la ciudad, pero lo habían vendido cuando se pusieron a recortar gastos quince años atrás. Ahora su sede ocupaba cinco plantas en una de las torres de un modesto complejo en Lincolnwood. El estacionamiento exterior del complejo estaba tan abarrotado que tuve que estacionar una manzana más allá de la entrada del primer edificio.

Desde el extremo donde estaba aparcada podía ver el Hyatt púrpura donde Alan Dorfman había exhalado su último suspiro. Mientras cerraba la puerta del Impala, el pensamiento de los pistoleros que se habían cargado al gánster -al recibir una seña de su chófer- me recordó mi propia fragilidad. Palpé mi propia pistola para infundirme seguridad y entré en el vestíbulo.

Ningún guardia ni recepcionista esperaba para orientar al ignorante. Di una vuelta buscando un panel informativo. Al parecer había entrado por una puerta trasera, y tuve que recorrer un par de pasillos antes de encontrar un directorio. Éste me dirigió hacia el edificio contiguo, donde Paragon ocupaba los pisos cuatro a ocho.

Todo el complejo parecía extrañamente vacío, como si todos esos coches del estacionamiento hubiesen descargado a sus ocupantes en el espacio. No me encontré con nadie en los pasillos y aguardé sola junto al ascensor. Cuando llegué al cuarto piso me vi frente a un muro color verde claro con un diminuto letrero indicándome la recepción. Al parecer, durante los días de penuria de Paragon habían decidido no desperdiciar dinero en grandes rótulos.

El local estaba tan desierto que empezaba a preguntarme si no me iba a recibir una parpadeante pantalla de ordenador en la recepción. Me sentí aliviada al ver a una persona real, una mujer más o menos de mi edad, con unos rizos que le caían sobre los hombros y un traje sastre marrón lacio y descolorido por muchos años de uso. Empecé a sentirme más a gusto con mis vaqueros.

Exhibí una sonrisa destinada a manifestar a la vez mi simpatía y mi confianza en mí misma, y pregunté por la persona encargada. Marcó amablemente un número y tapó el receptor con la mano.

– ¿A quién debo anunciar?

– Me llamo V. I. Warshawski -le tendí una tarjeta-. Soy investigadora financiera.

Transmitió la información, tartamudeando un poco con mi apellido, como casi todas las recepcionistas, y luego se volvió hacia mí.

– No están contratando a nadie.

– No estoy buscando trabajo. Sería mucho más fácil explicárselo directamente a la encargada, en lugar de que se lo explique usted a su secretaria.

– Encargado. El señor Loring. ¿Qué es lo que tiene que decirle?

Conté con los dedos.

– Seis palabras. Diamond Head Motors y financiación de deudas.

Repitió dubitativamente mis palabras. Asentí con la cabeza y volvió a decirlas al teléfono. Esta vez parecía estar a la espera. Contestó algunas llamadas del exterior y las pasó a sus destinatarios, volvió a comprobar su lucecita parpadeante y siguió esperando. Al cabo de unos cinco minutos me dijo que podía sentarme: Sukey iba a bajar a buscarme.

La espera se alargó hasta veinte minutos antes de que apareciera Sukey. Era una mujer alta y delgada cuya falda ajustada acentuaba tristemente sus huesudas caderas y pelvis. Su pálido rostro estaba lleno de cicatrices de acné, pero su voz al pedirme que la siguiera era dulce y profunda.

– ¿Cómo ha dicho que se llama? -me preguntó cuando entramos en el ascensor-. Charlene no lo ha dicho muy claro por teléfono.

– Warshawski -repetí, tendiéndole una tarjeta.

Estudió gravemente el pequeño rectángulo, hasta que las puertas se abrieron en el octavo piso. En cuanto salimos del ascensor me di cuenta de que había encontrado el escondrijo secreto de los empleados de Paragon. El local era un laberinto de cubículos, ocupado cada uno de ellos por dos o tres terminales de ordenador y los empleados que las manejaban. Conforme recorríamos la planta los cubos iban siendo sustituidos por despachos, también llenos de ordenadores con sus operadores.

Finalmente llegamos a una pequeña zona abierta. La mesa de Sukey estaba delante de un despacho abierto en una esquina. Constaba como guarida de Ben Loring, pero él no estaba en casa. Sukey me dirigió hacia uno de los asientos rellenos de espuma y llamó a una puerta contigua. No pude oír lo que dijo al asomar la cabeza por el umbral. Desapareció brevemente, y luego volvió para acompañarme dentro.

La sala de conferencias estaba llena de hombres, la mayoría en mangas de camisa, que me miraban todos con una mezcla de desconfianza y desdén. Nadie habló, pero dos o tres de ellos miraron de reojo al segundo tipo a mi izquierda, un fornido cincuentón con un espeso cepillo de pelo gris.

– ¿El señor Loring? -le tendí la mano-. Soy V. I. Warshawski.

Ignoró mi mano.

– ¿Para quién trabaja, Warshawski?

Me senté sin ser invitada al extremo de la mesa oval.

– Para Salvatore Contreras.

Esta vez los siete intercambiaron miradas. Normalmente, por supuesto, mantengo secreta la identidad de mis clientes, pero quería ver la expresión que ponían al tratar de adivinar qué importantes intereses financieros podía representar el señor Contreras. Quizá llegaran a pensar incluso que formaba parte de la mafia.

– ¿Y en qué le interesa Diamond Head? -inquirió finalmente Loring.

– Qué le parece lo siguiente, señor Loring: usted me explica cuál es el vínculo de Paragon con Diamond Head y yo le diré quién es mi cliente.

Eso suscitó algunos murmullos en la sala. Oí susurrar al hombre que estaba a la derecha de Loring:

– Ya te he dicho que era una pérdida de tiempo, Ben. Sólo viene a fisgonear.

Loring lo ignoró como a una pelota mal lanzada.

– No puedo hablar con usted hasta que no sepa a quién representa. Aquí hay cosas importantes en juego. Si usted trabaja para… bueno, para cierta gente, entonces ya lo sabe todo al respecto y nuestro departamento jurídico se encargará de denunciar esto, que parece un intento bastante ingenuo de espionaje. Y si su cliente, ¿Contreras, dice?, tiene sus propios intereses en el asunto, entonces no le voy a hacer el regalo de darle una información explosiva.

– Ya veo -me examiné las uñas mientras reflexionaba-. Le haré otra pregunta distinta. Dos preguntas. ¿Cuánta gente de la que hay en esta habitación sabe que Paragon está financiando a Diamond Head? ¿Y cuántos de ustedes saben por qué?

Esta vez el murmullo se convirtió en un rugido. Loring lo dejó estar un momento y luego volvió a tomar el control de la asistencia.

– Chicos, ¿alguno de vosotros sabe algo de Diamond Head? ¿O de financiación? -su voz estaba impregnada de sarcasmo.

La asamblea respondió a su tono. Los asistentes lo negaron con risotadas forzadas, dándose unos a otros palmadas en el brazo y mirándome de reojo para ver si su numerito surtía efecto.

Esperé a que terminaran de divertirse.

– Vale, me habéis convencido: sois todos demasiado ingenuos para manejar una multinacional. Pero lo que sí me parece curioso es que haya aceptado verme sin más trámites sólo porque he mencionado el nombre de Diamond Head en relación con una financiación de deuda.

– He aceptado verla sin más trámites porque pensaba que podía tener alguna propuesta de negocio para nosotros, y no una acusación.

– ¿En serio? -ahora me tocaba a mí ser un poco sarcástica-. Debe de ser por eso por lo que el Journal os ensalzaba tanto hace unas semanas: porque interrumpís vuestro trabajo cada vez que entra un extraño por la puerta sin ninguna presentación, ni proyecto, ni nada de nada. Sólo con la esperanza de que pueda tener alguna propuesta de negocio.

El hombre a la derecha de Loring empezó a hablar, pero el jefe le conminó al silencio.

– ¿Qué es lo que quiere, Warshawski?

– Podríamos seguir con este tira y afloja toda la tarde. Quiero información. Respecto a usted y a Diamond Head.

– Creo que hemos dejado claro que no tenemos nada que contarle -el hombre de la derecha de Loring ignoró la mano silenciadora del jefe.

– Vamos, chicos, yo que estáis financiando a Diamond Head. He visto los informes de su situación financiera.

– Entonces ha visto algo en cuyo secreto no participo. No puedo hacer ningún comentario al respecto -dijo Loring.

– ¿Con quién puedo hablar que sí pueda hacerlo? ¿Con su director administrativo o con su director general?

– Ninguno de los dos podrá decirle nada. Y, al contrario que yo, ni siquiera le concederían una entrevista.

– Entonces, ¿debería preguntarles a los federales?

De nuevo se oyó un murmullo alrededor de la mesa. El hombre que tenía a mi derecha, enjuto, de blanca melena, dio un manotazo en la mesa.

– Ben, tenemos que comprobar su buena fe. Y enterarnos de lo que realmente quiere.

Asentí aprobadoramente con la cabeza.

– Buena idea. Puede comprobar fácilmente quién soy llamando a Daraugh Graham en Continental Lakeside. Es el presidente; trabajo mucho para él.

Loring y el hombre que acababa de hablar intercambiaron largas miradas, y luego Loring, casi imperceptiblemente, sacudió la cabeza.

– Puede que lo haga, Warshawski. Si lo hago, puede que vuelva a hablar con usted. Pero aún tendrá que convencerme del porqué de tantas preguntas.

– Digamos que quiero saber hasta qué punto participan en la toma de decisiones de Diamond Head. Porque si están en el secreto de su trabajo interno… bueno, entonces hay muchas más preguntas que me gustaría hacer.

Loring sacudió la cabeza.

– A mí no me la da. Todo lo contrario. Y tal y como ha señalado tan prestamente, somos gente ocupada. Tenemos que seguir ya con nuestras actividades.

Me puse en pie.

– Entonces tendré que seguir investigando. Y no puedo predecir lo que haré si hurgando encuentro materia en descomposición.

Nadie respiró, pero conforme salía de la habitación se elevó un gran murmullo. Tenía ganas de pegar el oído a la puerta, pero Sukey estaba seguramente pendiente de mí desde su mesa. Me acerqué a ella.

– Gracias por su ayuda… Tiene una bonita voz, ¿sabe? ¿Usted canta?

– Sólo en los coros de las iglesias. Con esto -señaló las cicatrices de acné, sonrojándose penosamente- nadie quiere hacerme una audición para la escena.

El intercomunicador de su mesa zumbó con fuerza: Ben Loring la necesitaba en la sala de conferencias. Me pregunté si podía arriesgarme en su ausencia a intentar mirar sus archivos, pero sería algo imposible de explicar si volviera deprisa y me pillara. Además, eran ya casi las dos. Tenía el tiempo justo para bajar al centro a indagar sobre Jason Felitti antes de que cerrara la biblioteca.

Después de dos décadas de regateo, Chicago está por fin construyendo una nueva biblioteca pública. Con el nombre del malogrado y preclaro Harold Washington, el monumento -en vías de construcción- tiene el lamentable aspecto de un mausoleo Victoriano. En espera de su apertura, el municipio conserva las colecciones que posee en una serie de locales apartados. Recientemente se han trasladado de unos viejos barracones junto a la avenida Michigan a un bohío aún más desolado en la orilla oeste del Loop.

Desgraciadamente, ese barrio también bordea la nueva galería y los comercios más en boga de la ciudad. Tuve que meterme en las calles subterráneas para encontrar un parquímetro libre. Aunque confiaba en que había despistado a mis seguidores, seguía sintiéndome incómoda en el laberinto de rutas camioneras y muelles de carga. Cualquiera podría atacarme allí sin que nadie se diera cuenta. Esas macabras fantasías me produjeron un temblequeo nervioso en las piernas. Subí por Kinzie hasta la luz del día a más velocidad de la que pensaba que aún podían desempeñar mis piernas.

La hora que pasé con la encargada del ordenador de la biblioteca confirmó mi necesidad de comprarme mi propio aparato. No porque la encargada no fuese útil -lo fue, y mucho-. Pero la cantidad de información disponible con sólo marcar un número era tan grande, y tan fuerte mi necesidad de ella, que no tenía sentido depender de las horas de apertura de la biblioteca.

Me llevé el fajo de papeles impresos a una mesa ya atestada de la hemeroteca, uno de los pocos lugares del edificio donde una se podía sentar y leer de verdad. Mis vecinos inmediatos incluían a un hombrecito gris con un fino bigote que estaba absorto en la Scientific American y manifestando por lo bajini un ansioso comentario. No estaba claro si estaba reaccionando al artículo o a la vida en general. A mi otro lado, un hombre más corpulento leía el Herald-Star palabra por palabra, recorriendo las líneas con el dedo y leyendo con los labios. Hice votos porque la nueva biblioteca incluyera unas duchas en los aseos. Serían de gran ayuda, si no para mi compañero, al menos para quien le tocara estar junto a él en el futuro.

Abstrayéndome del olor hasta donde podía, empecé a leer lo que tenía sobre Jason Felitti, propietario de Diamond Head Motors. Era hermano de Peter, tres años más joven (nacido en 1931), educado en Northwestern (Empresariales), y se había metido en actividades políticas y en contratas. Peter, mencionaba uno de los papeles, también había asistido a Northwestern, donde había obtenido un diploma de ingeniero. Jason, que no estaba casado, vivía en la propiedad familiar de Naperville, mientras Peter se había mudado a Oak Brook con su mujer y dos hijas en el 68. Un año significativo en muchas vidas del mundo entero, ¿por qué no también en la del suegro de Dick?

Amalgamated Portage, el negocio de la familia, había sido fundado por Tiepolo Felitti en 1888. Se había iniciado como una operación simple: una simple carreta de mano para transportar chatarra. A la muerte de Tiepolo, cuando la epidemia de gripe de 1919, Amalgamated se había convertido en una de las empresas de transportes más importantes de la región.

La Primera Guerra Mundial había fomentado enormemente su línea de ferrocarriles. En los años treinta tuvieron visión de futuro, y éste aparecía bajo la forma de transporte a larga distancia por carretera. Fueron de los primeros transportistas en reunir una flotilla de camiones. A partir de la Segunda Guerra Mundial se habían diversificado con la minería y la fundición, primero con gran éxito y luego al parecer con un fracaso igualmente grande.

Peter había vendido las operaciones mineras a la baja cuando su padre murió, en 1975. Ahora el negocio intentaba mantenerse más afín a su misión original: los portes. En 1985 Peter había comprado uno de los servicios de reparto que habían surgido de la noche a la mañana; al parecer funcionaba modestamente bien. Amalgamated seguía siendo una compañía principalmente familiar, por lo que la información sobre ella era esquemática.

Jason había heredado algunas acciones de Amalgamated cuando su padre murió, pero fue Peter quien se hizo cargo de la empresa. De hecho, Peter había pertenecido al comité directivo desde hacía años, mientras Jason al parecer sólo formaba parte del consejo de administración. Me pregunté si Jason había sido considerado incompetente desde el principio, o si la familia estaba estructurada tan rígidamente que sólo el primogénito estaba autorizado a dirigir. En ese caso, ¿qué sucedería cuando Peter muriera, ya que Jason no tenía hijos y Peter sólo tenía hijas? ¿Sería Dick el elegido o tendría que disputarle el botín al otro yerno?

Durante años, Jason había invertido la mayor parte de su energía en la política del condado de Du Page. Había sido comisionado de las aguas, había trabajado en el proyecto del Gran Túnel, y finalmente había pasado doce años en la propia junta del condado. En las últimas elecciones había decidido no presentarse para un cuarto mandato.

Según unas declaraciones que ocupaban unas cuantas líneas de la edición metropolitana del Herald-Star, Jason anunciaba que quería dedicarse a tiempo completo a los negocios. Ray Gibson, del Tribune, pensaba que Jason se había preocupado por algunas historias que su oponente político estaba desenterrando, un conflicto de intereses entre su puesto de comisionado del condado y su función de director del U. S. Metropolitan Bank & Trust. Pero Gib siempre se esperaba lo peor de los funcionarios elegidos en Illinois, aunque la mayor parte de las veces no le decepcionaban.

El año anterior Jason había adquirido Diamond Head. La noticia no había merecido más de un párrafo en las páginas financieras. El magro comentario no revelaba nada de la financiación, aunque el Sun-Times insinuaba que Peter podía haberle proporcionado el respaldo de Amalgamated. Nadie parecía conocer la liquidez real de Amalgamated, o si ellos también habían adquirido una fuerte deuda durante su fracasada incursión en la minería. No parecía que Dick hubiese accedido con su matrimonio al colosal imperio financiero que siempre había imaginado.

– El Metropolitan -dije en voz alta, olvidando que estaba en una biblioteca.

Ello sobresaltó al hombrecillo gris, que soltó su revista. Me miró fugazmente, murmurando entre dientes, y luego se mudó a una mesa alejada, dejando la Scientific American en el suelo. La recogí y la dejé sobre la mesa, dándole unas palmaditas que querían ser consoladoras. Él había cogido un periódico y me observaba por encima del borde. Cuando se dio cuenta de que le estaba mirando, se tapó la cara con el periódico. Lo tenía boca abajo.

Doblé esmeradamente mis recortes formando un cuadrado, los embutí en mi bolso, y salí. No pude resistir volver la vista para ver si seguía con su revista, pero seguía escondiéndose tras el Sun-Times. Ojalá produjera yo ese efecto en Dick, o incluso en los matones apostados frente a mi apartamento.

Eran más de las cinco cuando bajé corriendo por Kinzie en busca del Impala. Demasiado tarde para volverle a dar la vara a Chamfers. Me senté en el coche, masajeándome las lumbares; se me habían vuelto a agarrotar durante mis indagaciones. Jason Felitti formaba parte del consejo de administración del Metropolitan y -probablemente- había canalizado por ahí algunos fondos del condado de Du Page. Ahora, tres años más tarde, la señora Frizell había cancelado su cuenta en el banco de Lake View y había abierto otra en el Metropolitan.

«Estás empeñada en que ahí haya una conexión -le dije mordazmente al salpicadero- pero el hilo que conduce de Jason Felitti hasta Todd Pichea es demasiado tenue -aunque sí pasaba por Richard Yarborough». Quizá Freeman tenía razón, y sí le guardaba rencor a Dick, por haber descollado mientras yo aún batallaba por llegar a fin de mes. ¿O por haber preferido a una mujer más joven y más bonita?

No tenía la impresión de que me importase Teri: se adecuaba mucho mejor que yo a la mezcla de ambición y de debilidad de Dick. Pero tal vez sí me reconcomía el haber sido la prometedora graduada, tercera de la clase, con una docena de ofertas de trabajo, que ahora no podía permitirse un nuevo par de zapatillas de deporte. Yo había hecho mi propia elección, pero los resentimientos rara vez tienen un fundamento racional. En cualquier caso, no quería arriesgarme a darle la razón a Freeman iniciando una vendetta contra Dick respecto al tipo de negocios en que estaba metido.

Acorde con esa nota moral, arranqué el coche y me uní al estancado tráfico que salía del Loop. No fue sino hasta después de haber tomado la salida oeste por Stevenson cuando me di cuenta de adónde iba: a Naperville, a la mansión familiar de los Felitti.

Загрузка...