Un plan de marketing de alto voltaje

La señora Tertz tardó tanto en contestar al timbre que pensé que estaría fuera. Cuando finalmente acudió a la puerta, con la cara enrojecida por el calor, se disculpó diciendo que estaba en el porche trasero escribiendo cartas.

– Da al este, por eso a esta hora del día tenemos allí un poquito de brisa. En verano vivo prácticamente ahí fuera. ¿Qué puedo hacer por ti, querida?

– Quería hablar con usted de la situación de la señora Frizell. ¿Tiene unos minutos?

Se rió suavemente.

– Creo que sí. Aunque si crees que con agitar la mano vas a resolver los problemas de Hattie Frizell, es que aún te falta mucho para madurar. Pero entra.

La seguí por un diminuto pasillo perfectamente abrillantado hasta la cocina. La atmósfera de la casa, cargada de Pinosol y de cera para muebles, se espesaba en la cocina hasta alcanzar una densidad irrespirable. Unas pequeñas perlas de sudor empezaban a mancharme el cuello de la camisa cuando por fin la señora Tertz descorrió otra vez los cerrojos de la puerta trasera. La seguí agradecida hasta el porche.

Era un amplio espacio muy agradable, con muebles recubiertos de zaraza cuyas flores estaban descoloridas por años de uso. Una mesita de ruedas sustentaba un televisor, un calientaplatos y un horno gratinador. Cuando la señora Tertz vio que los miraba, sacudió la cabeza con pesar y me explicó que por la noche tenía que meterlos en la cocina.

– Antes Abe y yo solíamos dejarlos fuera todo el verano pero hoy en día hay demasiados robos. No podemos permitirnos levantar los muros para proteger más el porche, así que hacemos lo que podemos.

– ¿Ahora ya no tienen perro? La señora Hellstrom me ha dicho que solía comprarle labradores negros a la señora Frizell.

– Vaya que sí. Y mis nietos juegan con perros descendientes de algunos de aquellos labradores. Pero, sabes, se necesita mucha fuerza para sacar a pasear a esos perros tan fuertes. Cuando nuestro último animalito murió, hace cinco años, Abe y yo llegamos a la conclusión de que ya no teníamos la energía suficiente para otro más. Pero los echamos de menos. A veces me gustaría, pero Abe tiene artritis, y yo no tengo la espalda muy católica. Simplemente no podríamos. ¿Cómo va Hattie? Marjorie me ha dicho que habías pasado a verla.

– Nada bien. Está inquieta, pero apática. No sé lo que va a ser de ella -tres semanas de cama podían significar una sentencia de muerte para una mujer de su edad, pero la señora Tertz no necesitaba que yo se lo dijera-. Una cosa preocupante son sus finanzas. Va a necesitar atención médica durante mucho tiempo aunque se reponga lo suficiente para salir del hospital. Chrissie y Todd quieren hipotecar su casa, pero no saben dónde tiene la escritura.

La señora Tertz volvió a sacudir la cabeza, preocupada.

– Me da pena pensar que Hattie pueda perder esa casa encima de haber perdido a sus perros. No creo que dure mucho si eso sucede, quiero decir si ella se entera. Pero no puedo darte ninguna ayuda para ella en dinero, querida, si es eso lo que quieres: a Abe y a mí ya nos cuesta llegar a fin de mes con lo de la Seguridad Social. Y ahora que están subiendo las contribuciones… -apretó los labios, demasiado preocupada para seguir hablando.

Me apresuré a tranquilizarla.

– Pero lo más temible de su situación económica es cómo tiene invertido su dinero. En realidad es de eso de lo que quiero hablarle. Vendió los certificados de depósito de su antiguo banco en febrero, a la baja, claro, por lo de los descuentos, y metió su dinero en unos bonos. Con un alto rédito, pero que actualmente no rentan nada. Usted no sabrá por qué decidió hacerlo, ¿verdad?

La señora Tertz se agitó en su silla.

– Nosotras nunca hablábamos de dinero, querida.

La miré fijamente.

– Chrissie Pichea y Vinnie Buttone han estado recorriendo el barrio ofreciéndole a la gente asesoría financiera. Pudieron haberla convencido de que comprara esos bonos.

– Estoy segura de que cualquier cosa que hiciera Chrissie fue con sus mejores intenciones. Ya sé que vosotras dos no estabais de acuerdo en lo de los perros de Hattie, pero Chrissie es una vecina con un gran corazón. Cuando me ve cargada de paquetes de comida, siempre acude corriendo a ayudarme a traerlos a casa.

Sonreí, procurando no dejar traslucir mi hostilidad ni en mi cara ni en mi voz.

– Probablemente pensaba que le estaba haciendo un favor a la señora Frizell al hacerle cambiar sus certificados de depósito por algo mucho más rentable. ¿A usted no le habrá ofrecido alguna operación similar?

La señora Tertz estaba tan reacia a hablar del tema que empecé a temerme que ella y su marido hubiesen también perdido sus ahorros en la bazofia esa de Diamond Head. Pero conforme seguimos hablando, se hizo evidente que lo único que quería era proteger a Chrissie.

– Estoy segura de que Chrissie es una persona estupenda -dije muy seria-. Pero puede que no tenga mucha experiencia en las inversiones arriesgadas. Hace ya cerca de diez años que vengo investigando fraudes financieros. Alguien pudo… velarle los ojos, por así decirlo, convencerla de que tenía una ganga excelente para la gente mayor. Y con su deseo de ayudar a sus vecinos, quizá ella no poseía la experiencia suficiente para ver que algo fallaba en esa oferta.

A mí me parecía bastante burdo, pero la señora Tertz se sintió aliviada pensando que «las chicas» sólo queríamos ayudarnos mutuamente. Diciéndome que sólo tardaría un minuto, desapareció en la cargada atmósfera de su casa.

Me acerqué a la puerta del porche y eché un vistazo al jardín. O ella o su marido compartían la manía del barrio por la jardinería: el diminuto cuadrado de césped estaba bordeado a un lado de macizos de flores sin un solo hierbajo, y al otro de hortalizas. A mi padre también le gustaba la jardinería, pero yo no había heredado ningún entusiasmo por cavar la tierra.

La señora Tertz volvió al cabo de unos diez minutos, con la cara encendida y sus bucles grises convertidos en apretados tirabuzones por la humedad. Me alargó un folleto.

– He intentado llamar a Chrissie para asegurarme de que no le importaría que te lo enseñara, pero no he podido comunicarme con ella. Así que espero estar haciendo lo correcto.

La aprensión me anudó la garganta. Lo único que me faltaba, que se presentara Chrissie en ese momento. Aunque ya le había enseñado mis cartas a Vinnie Buttone. ¿Qué más daba que la señora Tertz llamara a Chrissie?

Cogí el folleto de la reticente mano de la señora Tertz y examiné sus cuatro páginas. No quería que me lo llevara, ni siquiera por esa tarde, así que lo estudié detenidamente mientras ella resollaba junto a mí.


La primera página en letras saltonas preguntaba:


¿CREE QUE SU DINERO TRABAJA COMO ES DEBIDO PARA USTED?


La parte interior señalaba los males de la gente que vivía con un ingreso fijo.


«¿Tiene sus ahorros en certificados de depósito? Quizá su banquero o su agente de bolsa le haya dicho cuál es la mejor inversión para su dinero, ahora que usted ha alcanzado la edad de la jubilación. Sin riesgos, le habrán dicho probablemente. Pero sin rédito tampoco. Su banquero puede pensar que por estar jubilado usted no merece realizar las mismas inversiones que la gente joven. Pero esos certificados de depósito que le vendió no van a subir lo suficientemente rápido como para cubrir unos costosos gastos médicos si los necesita. Ni para permitirle esas vacaciones soñadas si lo desea. Lo que usted necesita es un dinero libre de riesgos que le proporcione una renta importante.»


La fotografía de una anciana en la abandonada cama de un hogar para la Tercera Edad miraba severamente desde el panel izquierdo, mientras en el derecho una pareja de edad con palos de golf contemplaba extasiada el océano.

«Tan seguro como los fondos federales garantizados», rezaba el panfleto. «El U. S. Metropolitan puede ofrecerle una inversión con el diecisiete por ciento de interés, y olvídese de sus preocupaciones.»

– «Tan seguro como los fondos federales garantizados» -repetí en voz alta-. Un bono no garantizado que no está rentando ni pizca y que se está vendiendo a diecinueve dólares por cada cien.

La amargura de mi voz asombró a la señora Tertz, que me arrebató el folleto.

– Si esto te va a enfurecer, no puedo dejar que lo mires; no sería justo para con Chrissie.

Intenté sonreír, pero sentí cómo se me torcía la boca.

– Puede que Chrissie tuviera las mejores intenciones, pero no ha sido muy honesta con la señora Frizell. Espero sinceramente que en este barrio no sean muchos los que le hayan comprado acciones a ella o a Vinnie. De lo contrario, ellos dos van a ser dueños de toda la calle dentro de poco.

Se mordió los labios, incómoda, pero me dijo que creía que era hora de que me marchara. Mientras me acompañaba rápidamente hasta la puerta principal, la oí lamentarse entre dientes del error que acababa de cometer. Creo que se refería más bien al de haberme dejado entrar en su casa que al de haber comprado bonos basura. Al menos así lo esperaba yo.

Cuando salí, el calor había aflojado un poco, pero mi blusa aún tuvo tiempo de humedecerse en el cuello y las sisas durante el corto camino hasta mi casa. El cebo perfecto para una anciana solitaria que está a la que salta: tu banquero te engaña sólo porque eres vieja. Y tu nueva inversión es tan segura como los fondos federales garantizados.

Al pasar delante de la puerta de Vinnie, me dieron ganas de tirarla de una patada, de violar su casa como él había expoliado la de la señora Frizell. Había entrado varias veces el año anterior; sabía que estaba llena de valiosas obras de arte moderno. Una inversión casi tan buena como los certificados federales garantizados. Idear alguna forma de sustituir esos chismes, pensé, llena de excitación al imaginarme destrozándolo todo. Lo que sí hice fue darle una violenta patada a la puerta que dejó una marca en la hoja. Simplemente eso ya le pondría frenético: él mismo la había lijado y pintado de un blanco cáscara de huevo. Los demás nos conformábamos con el barniz oscuro que ya tenían las puertas del edificio.

Una vez arriba descorrí los cerrojos, olvidando mi nueva alarma electrónica hasta que un agudo pitido me interrumpió mientras me tomaba un vaso de agua. Volví corriendo al vestíbulo y pulsé los números que desconectaban el sistema. Esperaba haber sido lo bastante rápida como para evitar una visita de la policía.

Regresé a la cocina y me llené otro vaso del grifo. Lo bebí más despacio, llevándomelo al cuarto de estar para llamar a Max. Me quité los zapatos y los calcetines y me masajeé los dedos de los pies. Los mocasines no constituían suficiente sujeción; me dolían los pies de tanto andar con ellos.

Sentándome sobre mis piernas dobladas, me arrellané en el sillón con los ojos cerrados. Necesitaba relajarme antes de llamar a Max. Sacarme de la cabeza la imagen de la señora Frizell revolviéndose inquieta en su cama de hospital, dejar que mi irritación con Vinnie y Chrissie se desprendiera de mis hombros y de mis dedos. Nunca se me había dado muy bien ese tipo de ejercicio; al cabo de unos infructuosos minutos, me enderecé y marqué el número de Max.

Acababa de salir de una reunión y estaba a punto de entrar en otra, pero consintió hablar unos minutos conmigo. Intercambié cautelosamente unos saludos con él, por si estuviese otra vez enfadado conmigo por lo de Lotty.

– Lotty sigue sin querer hablar conmigo. ¿Cómo está?

– Está mejorando. Su fractura empieza a cicatrizar y ya no se le aprecian las magulladuras -su tono de voz era evasivo.

– Ya sé que ha vuelto al trabajo, pero sigo echándola de menos cuando llamo a la clínica.

– Ya conoces a Lotty. Cuando está asustada se irrita… consigo misma, por su debilidad. Y cuando está irritada se lanza a la acción con verdadero frenesí. Siempre ha sido su mejor protección.

Le hice una mueca al teléfono: ésa también era mi coraza.

– Me he enterado de que ha contratado a una nueva enfermera. Quizá eso le alivie parte de la tensión.

– Nos ha robado a una de nuestras mejores enfermeras de pediatría -replicó Max-. Debería renegar de ella por esto, pero parece que le ha subido los ánimos.

Todo el mundo tiene problemas cuando interfiere su vida profesional con la personal, no sólo las detectives y los polis. La idea me tranquilizó.

– Yo también he andado por ahí debatiéndome en mi propio frenesí, intentando descubrir qué es lo que les preocupa hasta el punto de atizarle una paliza a Lotty. Y parece como si todo lo que hago se redujera a patalear y a levantar polvo sin llegar a ningún lado.

– Lo siento, Victoria. Me gustaría ayudarte, pero lo tuyo se sale del ámbito de mis capacidades.

– Pues estás de suerte, Max. He llamado específicamente por lo de tus capacidades. ¿Sabes algo de Hector Beauregard, de Chicago Settlement?

– No-o-o -Max pronunció lentamente la palabra-. De hecho era mi mujer la que trabajaba con el grupo. Desde que murió yo he seguido aportándoles ayuda financiera, pero no he jugado ningún papel activo. Hector es el director ejecutivo, es todo lo que sé de él. Los dos pertenecemos a un grupo de directores de organizaciones no lucrativas, y lo veo de vez en cuando allí. Al parecer ha engrosado bastante las arcas de Chicago Settlement, consiguiendo importantes donaciones de sociedades, le he envidiado un poco sus proezas para recaudar fondos, para ser sincero.

– ¿Alguna vez se te ha ocurrido que pudiera hacer algo, digamos, poco ético, para recaudar dinero? -me froté los dedos de los pies mientras hablaba, como para extraer de ellos la respuesta que esperaba.

– ¿Tienes alguna prueba de que haya hecho algo así? -la voz de Max se tornó súbitamente cortante.

– No. Ya te he dicho que lo único que hago es dar palos de ciego. Su nombre es lo único extraño que he descubierto, además de las bobinas de cobre de Paragon Steel, pero ¿qué relación podía haber entre ellas y el presidente de una gran asociación benéfica? ¿Quizá fue así como consiguió la contribución de las grandes compañías? ¿Vendiéndose unos a otros material que no necesitaban, luego cargándolo en camiones a media noche, vendiéndolo clandestinamente y recogiendo los beneficios? Demasiado rebuscado.

– ¿Podría reunir fondos ¿legalmente una organización benéfica? -pregunté.

– Cualquiera que dirija una institución con un capital tan recortado como la mía tiene fantasías -dijo Max-. Pero que puedas llevarlas a cabo sin que te pille Hacienda… Supongo que se podría hacer algo con ciertas mercancías, conseguir que alguien te las done inflando su precio para desgravarlo de sus ingresos, y luego venderlas a bajo precio para poder declarar una pérdida, pero cobrar de todas formas el beneficio. Pero ¿acaso no lo descubriría Hacienda?

Sentí una leve punzada de excitación en el diafragma, esa sacudida que te puede producir una idea candente.

– ¿Podrías averiguar algo por mí? ¿Quién está en la junta directiva de Chicago Settlement?

– No si eso significa que alguno de ellos va a resultar malparado por estar implicado en tus tejemanejes, Victoria -la voz de Max no era precisamente jocosa.

– No creo que siquiera tú puedas resultar malparado. Y espero que yo tampoco. Quiero saber si… veamos: Richard Yarborough, Jason o Peter Felitti, o Ben Loring están en su junta directiva.

Max me repitió los nombres, comprobando su ortografía. Me di cuenta de que no tenía al director general de Paragon Steel, era más probable que fuese él que su administrador el que se sentara en una junta importante. Mi Quién es Quién en el Comercio y la Industria de Chicago estaba en mi oficina, pero mis números atrasados del Wall Street Journal estaban frente a mí, en la mesita baja. Mientras Max profería sonidos de impaciencia porque tenía que asistir a su próxima reunión, hojeé los números atrasados hasta que di con la historia de Paragon Steel.

– Theodore Bancroft. Cualquiera de esos cinco. ¿Puedo llamarte esta noche a tu casa?

– Tú estás lista para lanzarte a la acción, así que todos tenemos que estarlo también ¿no? -gruñó Max-. Estoy a punto de asistir a otra reunión y cuando salga de ahí me iré a casa a relajarme un poco. Me comunicaré contigo dentro de unos días.

Cuando Max colgó seguí frotándome distraídamente los dedos de los pies. Depósito de mercancías. ¿Y por qué no depósito de bonos? ¿Y si Diamond Head estuviese consiguiendo que Chicago Settlement comprara sus bonos por su valor nominal, y luego los vendiera con una fuerte pérdida, pero aun así eso representara dinero que antes no tenían?

Era una bonita idea, límpida. Pero ¿cómo había dado con eso Mitch Kruger? Era algo demasiado sofisticado para él. Aunque quizá no para Eddie Mohr, el antiguo presidente local del sindicato. Era hora de ir a verle y preguntarle.

Me incorporé y volví a ponerme los calcetines, unos finitos rosas con flores a los lados, bonitos de ver pero no lo bastante acolchados para los pies. Volví a ponerme los mocasines y entré en mi dormitorio en busca de la Smith & Wesson. Al pasar por el pasillo me vi en el espejo del cuarto de baño. Mi camisa de seda tenía el mismo aspecto que si hubiera dormido con ella puesta. Me la quité y me refresqué bajo el grifo de la bañera.

Llevaba dos semanas sin hacer ninguna colada. Era difícil encontrar una camisa limpia que pareciese lo bastante respetable como para ir de interrogatorio con ella. Finalmente tuve que sacar de una bolsa de la lavandería un corpiño negro de vestir. Lo único que esperaba era que la funda sobaquera no rompiera el delicado tejido, no pensaba salir del barrio sin mi pistola. Una chaqueta negra de pata de gallo casi completaba mi atuendo, y casi cubría el arma. Me estaba un poco ajustada para poderla ocultar por completo.

El señor Contreras había estado tan mudo detrás de su puerta que llamé abajo antes de salir, para asegurarme de que estuviese allí. Contestó a la sexta señal, con la voz de quien está a punto de enfrentarse a un pelotón de ejecución, pero determinado a acompañarme. Cuando llegué abajo pasó varios minutos acariciando a Peppy y a sus retoños, como si fuese su último adiós.

– Tengo que irme -dije suavemente-. De verdad, no tiene por qué venir.

– No, no. He dicho que iría e iré -por fin se separó de los perros y me siguió por el pasillo-. Si no te importa que te lo diga, pequeña, es bastante obvio que llevas un arma. Espero que no estés planeando matar a Eddie.

– Sólo si él dispara primero -abrí el Impala y le sujeté la puerta.

– Si ve que llevas una pistola, y sólo un idiota podría no verlo, no creo que le den muchas ganas de hablar. Aunque no creo que de todas formas tenga mucho que decir.

– ¡Ah! -giré el Impala por Belmont, hacia la avenida Kennedy-. ¿Y qué le hace pensar eso?

No dijo nada. Al mirarle vi asomar un rubor rojo oscuro bajo su piel curtida; volvió la cara para mirar por la ventanilla de su lado.

– ¿Por qué le molesta tanto que vaya a verle?

No contestó, y siguió mirando por la ventanilla. Llevábamos veinte minutos en la avenida Kennedy, sorteando lentamente las salidas al Loop, cuando de repente estalló.

– Es que no me parece justo. Primero va Mitch y le matan, y ahora la tomas con el delegado de mi sindicato. Me siento como si estuviera traicionando al sindicato, como te lo digo.

– Ya veo -dejé pasar a un tráiler antes de intentar cambiar de carril para coger la salida a Stevenson-. Yo no quiero acusar de nada a Eddie Mohr. Pero no consigo que su antiguo jefe hable conmigo. Si no puedo hablar pronto con alguien relacionado con Diamond Head, tendré que parar mi investigación. No puedo coger el caso por ningún otro lado.

– Ya lo sé, niña, ya lo sé -murmuró, sombrío-. Entiendo todo eso. Pero sigue sin gustarme.

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